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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (41 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Quiero volver —dijo él.

Ella no respondió.

—Si no estás aquí, sabré lo que quieres de mí.

Sin otra palabra se dirigió a la puerta, la abrió y salió. Sólo cuando oyó cerrarse de golpe la puerta principal, Judith salió de su estupor y se dio cuenta de que se había llevado el huevo con él. Pero como todos los amantes de espejos, era muy aficionado a la simetría y era probable que le gustarse tener ese trozo de ella en el bolsillo sabiendo que ella tenía un trozo de él en un lugar todavía más profundo.

Capítulo 14
1

S
i bien Cortés sólo conocía a la tribu del South Bank desde hacía unas horas, despedirse de ellos no fue fácil. Se había sentido más seguro en su compañía durante ese corto periodo de tiempo que con muchos hombres y mujeres que conocía desde hacía años. Ellos, por su parte, estaban acostumbrados a perder (era el tema principal de casi todas las vidas que había escuchado) así que no hubo histrionismos ni acusaciones, sólo un silencio pesado. Sólo Lunes, cuya persecución era la que había despertado al extraño de su pasividad, intentó de algún modo que Cortés se quedara un poco más.

—Sólo nos quedan unos cuantos muros por pintar —dijo—, y ya los habremos cubierto todos. Unos cuantos días. Una semana como mucho.

—Ojalá tuviera tanto tiempo —le dijo Cortés—, pero no puedo posponer el trabajo que volví para hacer.

Lunes, por supuesto, había estado dormido mientras Cortés hablaba con Tay (y se había despertado muy confundido por el respeto que le mostraban) pero los otros, sobre todo Benedict, tenían nuevas palabras que añadir al vocabulario de los milagros.

—Bueno, ¿y qué hace un Reconciliador? —le preguntó a Cortés—. Si te largas a los Dominios, tío, nosotros queremos ir contigo.

—No me voy de la Tierra. Pero cuando lo haga, seréis los primeros en saberlo.

—¿Y si no te volvemos a ver? —dijo el irlandés.

—Entonces habré fracasado.

—¿Y estás muerto y enterrado?

—Eso es.

—No la va a joder —dijo Carol—. ¿Verdad que no, cariño?

—¿Pero qué hacemos con lo que sabemos? —dijo el irlandés, estaba claro que le inquietaba su carga de misterios—. Cuando tú te hayas ido, no tendrá sentido para nosotros.

—Sí que lo tendrá —dijo Cortés—. Porque se lo vais a contar a otras personas y de esa forma las historias permanecerán vivas hasta que se abra la puerta a los Dominios.

—¿Entonces se lo tendríamos que contar a la gente?

—A cualquiera que quiera escuchar.

Hubo murmullos de asentimiento entre los reunidos. Aquí al menos había un propósito, una conexión con el relato que habían oído y su narrador.

—Si nos necesitas para lo que sea —ronroneó Benedict—, ya sabes dónele encontrarnos.

—Desde luego que sí —dijo Cortés y fue con Clem a la verja.

—¿Y si alguien viene a buscarte? —les gritó Carol.

—Diles que era un chiflado hijo de puta y que me tirasteis por el puente de una patada en el culo.

Eso le valió unas cuantas sonrisas.

—Eso les diremos, maestro —dijo el irlandés—. Pero que sepas que si no vienes a buscarnos uno de estos días, vamos a ir a buscarte nosotros.

Terminadas las despedidas, Clem y Cortés se dirigieron al puente de Waterloo en busca de un taxi que los llevara al otro lado de la ciudad, al apartamento de Jude. Todavía no eran las seis y aunque el flujo del tráfico hacia el norte estaba empezando a espesarse al aparecer los primeros trabajadores procedentes del extrarradio, todavía no había taxis por allí así que empezaron a cruzar el puente a pie con la esperanza de encontrar alguno en el Strand.

—De toda la compañía con la que te podrían haber encontrado —comentó Clem mientras caminaban—, esa tenía que ser la más extraña.

—Viniste a buscarme —señaló Cortés—, así que alguna idea debías de tener.

—Supongo que sí.

—Y créeme, he tenido compañías más extrañas. Mucho más extrañas.

—Te creo. Me gustaría que me contaras el viaje entero algún día, pronto. ¿Lo harás?

—Lo haré lo mejor que pueda. Pero será difícil sin un mapa. No hacía más que decirle a Pai que iba a dibujar uno, para que si alguna vez pasaba de nuevo por los Dominios y me perdía…

—Te encontrases.

—Exacto.

—¿E hiciste ese mapa?

—No. Nunca había tiempo, por alguna razón. Siempre parecía haber algo nuevo que me distraía.

—Cuéntame todo… ¡Hey! ¡Veo un taxi!

Clem bajó a la calle y agitó los brazos para parar el vehículo. Entraron los dos y Clem le dio al conductor la dirección. Mientras lo hacía, el hombre miró por el espejo retrovisor.

—¿Es alguien que conozcan?

Miraron atrás, al puente, y vieron a Lunes corriendo como un loco hacia ellos. Segundos más tarde, el rostro manchado de pintura estaba en la ventanilla del taxi y Lunes le rogaba que le permitiera unirse a él.

—Tienes que dejarme venir contigo, jefe. No es justo si no me dejas. Te di mis colores, ¿no? ¿Dónde estarías sin mis colores?

—No puedo arriesgarme a que salgas herido —dijo Cortés.

—Si salgo herido, la herida es mía y la culpa también.

—¿Nos vamos o qué? —quiso saber el taxista.

—Déjame ir, jefe. Por favor.

Cortés se encogió de hombros y luego asintió. La sonrisa, que había desaparecido del rostro de Lunes mientras rogaba, volvió en toda su gloria y trepó al coche mientras agitaba como si fuera un talismán la lata de tabaco en la que guardaba las tizas.

—Me traigo los colores —dijo—, por si acaso los necesitamos. Nunca se sabe cuando podríamos tener que dibujar un Dominio rápido o algo, ¿verdad?

Aunque el trayecto al piso de Judith fue relativamente corto, había señales por todas partes (en su mayor parte pequeñas pero tan numerosas que su suma final era significativa) de que los días de calor venenoso y tormentas que no purificaban nada se estaban cobrando su precio en la ciudad y sus ocupantes. Había ruidosos altercados en cada esquina y algunos en medio de la calle; había ceños fruncidos y arrugas en cada rostro que pasaba a su lado.

—Tay dijo que se acercaba un vacío —comentó Clem mientras esperaban en un cruce a que alguien evitara que dos furiosos motoristas convirtieran la corbata del otro en una soga—. ¿Forma todo eso parte de ese vacío?

—Es una puñetera locura, eso es lo que es —metió baza el taxista—. Ha habido más asesinatos en los últimos cinco días que en todo el año pasado. Lo leí en alguna parte. Y no son sólo asesinatos, tampoco, es que la gente se cuelga sola. Un colega mío, otro taxista, estaba ahí arriba, donde el Arsenal, el martes y esta mujer va y se lanza delante del taxi. Justo debajo de las ruedas. Una puñetera tragedia.

Por fin habían intervenido para separar a los luchadores y los estaban escoltando cada uno a una acera.

—No sé a dónde va a ir a parar este mundo —dijo el taxista—. Es una puñetera locura.

Hecho su discurso, encendió la radio cuando el tráfico empezó a moverse otra vez y comenzó a silbar un acompañamiento desafinado a la balada que salió del aparato.

—¿Podemos ayudar de alguna forma a detener todo esto? —le preguntó Clem a Cortés—. ¿O sólo va a empeorar?

—Espero que la Reconciliación le ponga fin. Pero no puedo estar seguro. Este Dominio lleva sellado tanto tiempo que se ha emponzoñado con su propia mierda.

—Entonces lo que tenemos que hacer es derribar los muros, coño —dijo Lunes con la alegría de un destructor nato. Agitó de nuevo la lata de colores—. Tú las marcas —dijo—, y yo las tiro. Así de fácil.

2

El niño, le habían dicho a Jude, tenía más propósito en su interior que la mayoría y lo creía. ¿Pero qué significaba eso, además de arriesgarse a incurrir en su furia si intentaba desahuciarlo? ¿Crecería más rápido que los demás? ¿Habría engordado ya al atardecer y estaría lista para romper aguas antes de que llegara la mañana? Yacía ahora en el dormitorio, el calor del día empezaba a pesarle en los miembros y esperaba que las historias que les había oído a madres radiantes fueran verdad y que su cuerpo vertiera paliativos en su torrente sanguíneo para aliviar los traumas de alimentar y expulsar una nueva vida.

Cuando sonó el timbre su primer instinto fue no hacer caso, pero sus visitantes, fueran quienes fueran, siguieron llamando y al final empezaron a gritarle a la ventana. Uno llamaba a Judy, el otro, y eso era lo más extraño, a Jude. Se sentó en la cama y por un momento fue como si su anatomía hubiera cambiado. El corazón le palpitaba en la cabeza y tenía que sacar los pensamientos del vientre para formar la intención de dejar la habitación y bajar a la puerta. Las voces seguían llamándola desde abajo pero se fueron apagando mientras ella bajaba las escaleras y estaba lista para encontrar el umbral vacío cuando llegara. No fue así. Allí había un adolescente, todo manchado de color, que, al verla, se volvió y les gritó a sus otros visitantes, que estaban al otro lado de la calle intentando ver el interior de su piso.

—¡Está aquí! —chilló—. ¿Jefe? ¡Está aquí!

Los hombres comenzaron a cruzar la calle hacia su puerta y, cuando se acercaron, el corazón de Judith, que todavía le latía en la cabeza, adoptó un ritmo suicida. Estiró el brazo en busca de algún apoyo cuando el hombre que estaba al lado de Clem se encontró con su mirada y sonrió. Este no era Cortés. Al menos no era el Cortés que le había robado el huevo y se había ido un par de horas antes con el rostro inmaculado. Este no se había afeitado en varios días y tenía la frente llena de costras.

Jude se retiró de la entrada pero su mano no consiguió encontrar la puerta aunque quería cerrarla de golpe.

—Aléjate de mí —dijo.

El hombre se detuvo a un metro o dos del umbral al ver el pánico en el rostro de su amiga. El muchacho se había vuelto hacia él y el impostor le hizo un gesto para que se apartara, cosa que el chico hizo, con lo que dejó despejada la línea de visión entre ellos.

—Sé que estoy hecho una mierda —dijo el rostro lleno de costras—. Pero soy yo, Jude.

La mujer se apartó dos pasos de la llamarada que lo envolvía. (¡Cómo lo amaba la luz! No como al otro, que estaba envuelto en sombras cada vez que posaba sus ojos sobre él). Los músculos femeninos se agitaban desde los pies a las puntas de los dedos y el movimiento se iba intensificando como si estuviera a punto de darle un ataque. Estiró la mano en busca de la barandilla y se aferró a ella para evitar caer.

—No puede ser —dijo.

Esta vez el hombre no respondió. Fue el cómplice de este engaño (Clem, precisamente él) el que dijo.

—Judy. Tenemos que hablar contigo. ¿Puedo entrar?

—Sólo tú —le dijo ella—. Ellos no. Sólo tú.

—Sólo yo.

Clem fue hacia la puerta, se acercaba poco a poco con las palmas extendidas.

—¿Qué ha pasado aquí? —dijo.

—Ese no es Cortés —le dijo ella—. Cortés ha estado conmigo los últimos dos días. Con sus noches. Ese es… no sé quién es.

El impostor oyó lo que le estaba diciendo a Clem. Jude podía ver su rostro por encima del hombro del otro hombre, tan conmocionado que las palabras podrían haber sido puñetazos. Cuanto más intentaba ella explicarle a Clem lo que había pasado, más fe perdía en lo que estaba diciendo. Este Cortés, el que esperaba fuera, era el hombre que había dejado en la puerta del estudio, de pie y perplejo bajo el sol como lo estaba ahora. Y si era él, entonces el amante que había venido a ella, el hombre que había lamido el huevo y la había fertilizado, era otra persona, otra terrible persona. Vio que Cortés formaba con los labios el nombre de aquel hombre: «Sartori». Al oír el nombre y saber que era cierto (al saber que el carnicero de Yzordderrex había encontrado un lugar en su cama, en su corazón y en su útero), las convulsiones amenazaron con anegarla por completo. Pero se aferró al mundo sólido y sudoroso lo mejor que pudo, decidida a que estos hombres, los enemigos de su amante, supieran lo que había hecho.

—Entra —le dijo a Cortés—. Entra y cierra la puerta.

El hombre se trajo al muchacho consigo pero ella fue incapaz de desperdiciar tuerzas en objeciones. También trajo consigo una pregunta.

—¿Te hizo daño?

—No —dijo ella. Pensó que ojalá se lo hubiera hecho, que ojalá le hubiera ofrecido aunque fuera un destello de su atroz personalidad—. Me dijiste que estaba cambiado, Cortés —le dijo—. Dijiste que era un monstruo; que estaba corrupto, dijiste. Pero era exactamente como tú.

Jude dejó que la cólera hirviera en su interior mientras hablaba, que funcionara su alquimia en la repugnancia que sentía y la convirtiera en algo más puro, más sabio. Cortés la había engañado cuando le había descrito a su otro yo y había creado en su mente un hombre tan mancillado por sus actos que apenas era humano. No había habido malicia en la mentira, sólo el deseo de que lo separaran por completo del hombre que compartía su rostro. Pero ahora se daba cuenta de su error y su vergüenza era patente. Se quedó atrás y la contempló mientras los temblores de su cuerpo iban cesando. Había acero en el vigor femenino y eso la mantuvo erguida, le dio la fuerza necesaria para terminar el relato. No tenía sentido ocultarles la última parte del engaño de Sartori ni a Cortés ni a Clem. Pronto se notaría. Se llevó la mano al vientre y dijo:

—Estoy embarazada —dijo—. De su hijo, el hijo de Sartori. En un mundo más racional quizá habría sido capaz de interpretar la expresión del rostro de Cortés cuando este recibió la noticia, pero su complejidad la desafió. Había rabia en el laberinto, desde luego, y también perplejidad. ¿Pero había también un poco de celos? Él no había deseado su compañía cuando habían vuelto de los Dominios; la misión que tenía como Reconciliador había castigado su libido. Pero ahora que la había acariciado su otro yo, que le había dado placer (¿veía él la culpabilidad en su rostro, tal mal enterrada como los celos de él?), Cortés sentía punzadas de posesividad. Como siempre había ocurrido en su historia conjunta, no había sentimiento que no contaminara la paradoja.

Fue Clem, el querido y reconfortante Clem, el que abrió los brazos y dijo:

—¿Hay alguna posibilidad de un abrazo?

—Oh, Dios, sí —dijo ella—. Todas.

Cruzó el espacio que lo separaba de ella y la envolvió en sus brazos. Luego se mecieron.

—Debería haberlo sabido, Clem —dijo ella en voz demasiado baja para que la oyeran Cortés o el muchacho.

—Ver las cosas en retrospectiva es fácil —le dijo él mientras le besaba el pelo—. Yo sólo me alegro de que estés viva.

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