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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (40 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—La lección que nunca aprendí —dijo—. Era de Pai.

—¿Dónde está el místico ahora? —preguntó Taylor—. ¿Tienes idea?

Cortés se puso en cuclillas al lado del anfitrión dormido de Tay.

—Se fue —dijo mientras cerraba las manos alrededor del rayo de sol.

—No hagas eso —dijo Taylor en voz baja—. Así sólo coges la oscuridad. — Cortés abrió de nuevo la mano y dejó que la luz se posara sobre su palma—. ¿Dices que el místico se ha ido? —continuó Tay—. ¿Dónde, por el amor de Dios? ¿Cómo puedes perderlo dos veces?

—Entró en el Primer Dominio —respondió Cortés—. Murió y se fue a donde yo no podía seguirlo.

—Siento oír eso.

—Pero lo volveré a ver, cuando haya terminado mi trabajo —dijo Cortés.

—Por fin llegamos a eso —dijo Tay.

—Soy el Reconciliador —dijo Cortés—. He venido a abrir los Dominios…

—Así es, maestro —dijo Tay.

—… la noche del Solsticio de Verano.

—Pues vas con el tiempo justo —dijo Clem—. Es mañana.

—Se puede hacer —dijo Cortés mientras se volvía a poner en pie—. Ya sé quién soy. Ya no me puede hacer daño.

—¿Quién? —preguntó Clem.

—Mi enemigo —respondió Cortés mientras volvía el rostro hacia la luz—. Yo mismo.

2

Después de sólo unos días en esta ciudad ese enemigo, el antiguo autarca Sartori, había empezado a anhelar los lánguidos amaneceres y los elegiacos atardeceres del Dominio que había abandonado. El día llegaba demasiado deprisa en general y se apagaba con la misma presteza. Eso tendría que cambiar. Entre sus planes para la Nueva Yzordderrex habría un palacio hecho de espejos y de cristal convertido en posesivo por los lances, un palacio que conservase la gloria de estos vagos amaneceres y la prolongase de tal forma que se encontraran con el fulgor del atardecer que se acercaba desde la dirección contraria. Entonces quizá fuera feliz aquí.

Sabía que la resistencia no sería mucha cuando comenzase a tomar el Quinto, a juzgar por la facilidad con la que los miembros de la Tabula Rasa habían sucumbido ante él. Todos salvo uno estaban muertos a estas horas, arrinconados en sus madrigueras como alimañas rabiosas. Ni uno sólo lo había detenido más allá de unos minutos; habían entregado sus vidas con rapidez, con pocos sollozos y aún menos plegarias. No le sorprendía. Sus ancestros habían sido hombres resueltos pero hasta la sangre más mordaz se licuaba a lo largo de las generaciones y los hijos de sus hijos de sus hijos (y así sucesivamente) eran cobardes sin fe.

La única sorpresa que le había deparado este Dominio, y fue una dulce sorpresa, había sido la mujer a cuya cama volvía: la incomparable y eterna Judith. La primera vez que la había saboreado había sido en los aposentos de Quaisoir cuando, al confundirla con la mujer con la que se había casado, le había hecho el amor en la cama de los velos. Sólo más tarde, mientras se preparaba para abandonar Yzordderrex, le había informado Rosengarten de la mutilación de Quaisoir para luego continuar dándole noticia de la presencia de una doppelgánger en los pasillos del palacio. Ese informe había sido el último de Rosengarten en su calidad de leal comandante. Cuando, unos minutos después, se le había ordenado unirse a su Autarca en el viaje al Quinto, se había negado de forma incondicional. El Segundo era su hogar, dijo e Yzordderrex su orgullo, y si iba a morir, entonces quería que fuera bajo los ojos del cometa. Por muy tentado que se sintiera de castigar al hombre por abandono de sus responsabilidades, Sartori no sentía ningún deseo de entrar en su nuevo mundo con sangre en las manos. Había dejado irse a aquel hombre y había partido rumbo al Quinto creyendo que la mujer a la que había hecho el amor en el lecho de Quaisoir quedaba en algún lugar de la ciudad que dejaba n sus espaldas. Pero no bien había adoptado la máscara de la vida de su hermano cuando la volvió a encontrar en el jardín de flores sin aroma de Klein.

Jamás había hecho caso omiso de los augurios, fueran buenos o malos. Y la reaparición de Judith en su vida era una señal de que debían estar juntos y parecía que ella, aun de forma inconsciente, sentía lo mismo. Aquí estaba la mujer por cuyo amor había dado comienzo todo este lamentable catálogo de muerte y desolación y en su compañía él se sentía renovado, como si al verla sus células recordaran al ser que él había sido antes de su caída. Se le ofrecía una segunda oportunidad, la ocasión de comenzar de nuevo con la criatura que había amado y construir un imperio que borraría todo recuerdo de su anterior fracaso. Había tenido prueba de su compatibilidad cuando habían hecho el amor. Un engarce más perfecto de impulsos eróticos apenas podría habérselo imaginado. Y después, había salido a la ciudad para llevar a cabo los asesinatos con más vigor que nunca.

Haría falta tiempo, por supuesto, para persuadirla de que este era un matrimonio decretado por el destino. Ella creía que él era su otro yo y se mostraría vengativa cuando la desengañara y expusiera la ficción. Pero con el tiempo la convencería. Tenía que hacerlo. Tenía indicaciones, incluso en esta alegre ciudad, de cosas intolerables: susurros de olvido que hacían atractivo incluso al más repugnante oviáceo que alguna vez hubiera sacado de allí. Judith podría salvarlo de todo eso, lamerle el sudor y mecerlo hasta que se durmiera. No temía que lo rechazara. Tenía sobre ella un derecho que haría que la mujer dejara de lado cualquier sutileza moral: su hijo, engendrado en su cuerpo dos noches antes.

Su primogénito. Aunque Quaisoir y él habían intentado muchas veces fundar una dinastía, su esposa había abortado repetidas veces y luego había corrompido su cuerpo con tanto kreauchee que se había negado a producir otro óvulo. Pero esta Judith era una maravilla. No sólo había hecho el amor de una forma incomparable con él, sino que había un fruto de esa cópula. Y cuando llegara el momento de decírselo (una vez que hubiera muerto el pesado de Oscar Godolphin), ella vería la perfección de aquella unión y también la sentiría, dándole pataditas en el útero.

3

Jude no había dormido, esperaba el retorno de Cortés tras otra noche de vagabundeos. El llamamiento que le había hecho Celestine era demasiado pesado para permitirle dormir; quería pronunciarlo y terminar, para poder apartar de su mente a aquella mujer. Y tampoco quería estar inconsciente cuando él volviera. La idea de que entrara y la viera dormir, que habría sido reconfortante dos noches antes, ahora la inquietaba. Él era el que había chupado el huevo, y el que lo había robado. Cuando ella hubiera recuperado su posesión y él se hubiera ido a Highgate, entonces descansaría, pero no antes.

El día empezaba a surgir cuando él volvió al fin pero no había suficiente luz para que Jude pudiera leer mucho en su rostro hasta que estuvo a sólo unos metros de ella y para entonces ya estaba envuelto en sonrisas. La riñó con cariño por esperarlo levantada. No había necesidad, le dijo, estaba a salvo. Pero ahí cesaron los cumplidos. Percibió la inquietud de su amante y quiso saber qué pasaba.

—He ido a la torre de Roxborough —le dijo ella.

—No sola, espero. No se puede confiar en esa gente.

—Me llevé a Oscar.

—¿Y cómo está Oscar?

Jude no estaba de humor para dulcificar las cosas.

—Está muerto —dijo.

Él pareció entristecerse de verdad al oírlo.

—¿Cómo ocurrió? —le preguntó.

—No importa.

—A mí sí —insistió él—. Por favor. Quiero saberlo.

—Dowd estaba allí. Mató a Godolphin.

—¿Te hizo daño a ti?

—No. Lo intentó. Pero no.

—No deberías haber subido allí sin mí. ¿Cómo demonios se te ocurrió? Se lo dijo, con tanta sencillez como supo.

—Roxborough tenía una prisionera —dijo—. Una mujer que había enterrado bajo la torre.

—Se guardó esa pequeña perversión para sí —fue la respuesta. Jude pensó que había incluso cierta admiración en su tono pero luchó contra la tentación de acusarlo—. Así que fuiste a desenterrar los huesos, ¿no?

—Fui a liberarla.

Jude había captado ahora toda su atención.

—No te sigo.

—No está muerta.

—Así que no es humana. —El hombre esbozó una sonrisita seca—. ¿Y qué estaba haciendo Roxborough ahí arriba? ¿Resucitando lacras?

—No sé lo que son lacras.

—Son putas etéreas.

—Eso no describe a Celestine. —Jude lanzó el cebo del nombre pero su compañero no lo mordió—. Es humana. O al menos lo era.

—¿Y qué es ahora? Jude se encogió de hombros.

—Otra… cosa. No sé muy bien qué. Pero es muy poderosa. Estuvo a punto de matar a Dowd.

—¿Por qué?

—Creo que será mejor que lo oigas de sus labios.

—¿Y por qué querría yo hacerlo? —dijo él con ligereza.

—Quiere verte. Dice que te conoce.

—¿De veras? ¿Y dijo de qué?

—No. Pero me dijo que te mencionara a Nisi Nirvana. Él se echó a reír al oír el nombre.

—¿Significa algo para ti? —dijo Jude.

—Sí, por supuesto. Es un cuento para niños. ¿No lo conoces?

—No.

Y en el momento mismo de decirlo, Judith supo por qué pero fue él el que lo expresó en voz alta.

—Por supuesto que no la conoces —dijo—. Tú nunca fuiste niña, ¿verdad?

La joven estudió el rostro masculino, ojalá tuviera la certeza de que él pretendía con eso ser cruel, pero seguía sin saber a ciencia cierta si la indelicadeza que había percibido en él, y que ahora volvía a percibir, era una ingenuidad recién adquirida u otra cosa.

—¿Entonces irás a verla?

—¿Por qué debería ir? No la conozco.

—Pero ella te conoce a ti.

—¿Qué es esto? —dijo él—. ¿Estás intentando encasquetarme a otra mujer?

El hombre dio un paso hacia ella y aunque la joven intentó ocultar la reticencia que le inspiraba el contacto con él, fracasó.

—Judith —dijo él—. Te juro que no conozco a esa tal Celestine. Es en ti en quien pienso cuando no estoy aquí…

—No quiero hablar de eso ahora.

—¿Qué sospechas que he hecho? —le dijo él—. Nada, te lo juro. —Se llevó ambas manos al pecho—. Me estás haciendo daño, Judith. No sé si eso es lo que quieres pero así es. Me estás haciendo daño.

—Y esa es toda una nueva experiencia para ti, ¿no es así?

—¿De eso se trata? ¿De una educación sentimental? Si es así, te lo ruego, no me atormentes ahora. Tenemos demasiados enemigos para pelearnos entre nosotros.

—No me estoy peleando. No quiero pelear.

—Bien —dijo él al tiempo que abría los brazos—. Entonces ven aquí.

La joven no se movió.

—Judith.

—Quiero que vayas a ver a Celestine. Le prometí que te encontraría y me dejarás por mentirosa si no vas.

—De acuerdo, iré —dijo él—. Pero pienso volver, amor, puedes contar con eso. No sé quién es ni el aspecto que tiene, pero es a ti a quien deseo. —Hizo una pausa—. Ahora más que nunca —le dijo.

Judith sabía que él quería que le preguntara por qué y durante diez segundos enteros guardó silencio para no darle esa satisfacción. Pero la expresión de su rostro estaba tan llena de confianza que no pudo evitar que la curiosidad le pusiera la pregunta en la lengua.

—¿Por qué ahora? —le preguntó.

—No iba a decírtelo todavía…

—¿Decirme qué?

—Vamos a tener un hijo, Judith.

La mujer se lo quedó mirando, esperaba alguna explicación más: que había encontrado un huérfano en la calle o que se iba a traer a una criatura de los Dominios. Pero no era eso lo que él quería decir, en absoluto y las palpitaciones de su corazón lo sabían. El se refería a un hijo nacido del acto que habían realizado: una consecuencia.

—Será mi primer hijo —dijo él—. El tuyo también, ¿sí?

Quiso llamarlo mentiroso. ¿Cómo podía saberlo él cuando ella no lo sabía? Pero parecía bastante seguro de los datos que tenía.

—Ese niño será un profeta —le dijo él—. Ya lo verás.

Ya lo había visto, comprendió Judith. Había penetrado en su diminuta vida cuando el huevo había hundido su conciencia en su propio cuerpo. Lo había visto con ese espíritu que todo lo conmovía: una ciudad en la selva y aguas vivas; Cortés, herido, que venía a coger el huevo de unos dedos diminutos. ¿Había sido esa quizá la primera de sus profecías?

—Hicimos el amor de una forma que ningún otro ser en este Dominio podría hacer —estaba diciendo Cortés—. El niño se engendró en ese momento.

—¿Sabías lo que estabas haciendo?

—Tenía mis esperanzas.

—¿Y yo no tenía nada que decir en este asunto? Soy un simple útero, ¿no es cierto?

—No fue así.

—¡Un simple útero con patas!

—Lo estás convirtiendo en algo grotesco.

—Es que es grotesco.

—¿Qué estás diciendo? ¿Acaso algo que hemos hecho nosotros puede ser menos que perfecto? —Hablaba con un celo casi religioso—. Estoy cambiando, cielo. Estoy descubriendo lo que es amar, mimar y planear el futuro. ¿Ves cómo me estás convirtiendo?

—¿En qué? ¿El gran amante se convierte en el gran padre? ¿Otro día, otro Cortés?

Dio la sensación de que el hombre tenía la respuesta en la punta de la lengua pero decidió contenerla.

—Sabemos lo que significamos el uno para el otro —dijo—. Debería haber una prueba de eso. Judith, por favor… —Los brazos masculinos seguían abiertos pero ella se negó a refugiarse en ellos—. Cuando vine aquí dije que cometería errores y te pedí que me perdonaras si así era. Y ahora te lo vuelvo a pedir.

Judith inclinó la cabeza y la sacudió.

—Vete —le dijo.

—Iré a ver a esa mujer si tú quieres. Pero antes de irme, quiero que me jures algo. Quiero que jures que no vas a intentar hacer daño a lo que llevas dentro.

—Vete al infierno. No es por mí. Ni siquiera es por el niño. Es por ti. Si fueras a sufrir algún daño por algo que yo he hecho, mi vida no merecería vivirse.

—No voy a cortarme las venas, si es eso lo que piensas.

—No es eso.

—¿Entonces qué?

—Si intentas abortar al niño, no se va a ir así como así. Tiene nuestra resolución, tiene nuestra fuerza. Luchará por su vida y quizá se lleve la tuya en el proceso. ¿Entiendes lo que te digo? —La joven se estremeció—. Dime algo.

—No tengo nada que decirte que quieras oír. Vete a hablar con Celestine.

—¿Por qué no vienes conmigo?

—Tú… sólo… vete.

La mujer levantó la cabeza. El sol había encontrado el muro que su compañero tenía detrás y lo estaba celebrando. Pero el hombre permanecía en las sombras. A pesar de todos sus grandes propósitos, todavía estaba hecho para ser un fugitivo: un mentiroso y un fraude.

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