Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (35 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—No empieces con tus malditas Diosas, Judith. Es una causa perdida. A estas alturas la torre ya debe de ser un montón de escombros.

—Si existe alguna forma de ayudarnos —dijo su amiga—, está allí. Lo sé. Ven conmigo, ¿quieres? He visto tu valentía. ¿Qué te ha pasado?

—No lo sé —dijo él—. Ojalá lo supiera. Llevo tantos años cruzando a Yzordderrex sin que me importe un carajo donde meto la nariz, sin importarme si corro peligro o no, siempre que hubiera cosas nuevas que ver. Era otro mundo. Quizá también otro yo.

—¿Y aquí?

El hombre hizo una mueca de perplejidad.

—Esto es Inglaterra —dijo—. La segura, lluviosa y aburrida Inglaterra, donde el criquet es malo y la cerveza está caliente. Se supone que esto no es un lugar peligroso.

—Pero es que lo es, Oscar, nos guste o no. Aquí hay una oscuridad peor que cualquier cosa que haya en Yzordderrex. Y va tras tu rastro. Viene a por ti. Y a por mí, que yo sepa.

—¿Pero por qué?

—Quizá crea que puedes hacerle algún daño.

—¿Qué puedo hacer yo? Pero si no sé nada, maldita sea.

—Pero podríamos aprender —dijo ella—. Y, si vamos a morir, al menos que no sea en la ignorancia.

Capítulo 12

A
pesar de la predicción de Oscar, la torre de la Tabula Rasa seguía en pie, cualquier rastro de distinción que en otro tiempo podría haber poseído erosionado por el sol, que ardía con el fervor del mediodía bien pasadas ya las tres. Su ferocidad se había cobrado su precio en los árboles que protegían la torre de la carretera y había dejado sus hojas colgando como trapos sucios de las ramas. Si había algún pájaro protegiéndose del sol entre el follaje, estaba demasiado exhausto para cantar.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí? —le preguntó Oscar a Jude cuando llegaron con el coche a la entrada vacía.

La mujer le contó su encuentro con Bloxham y exprimió todo el humor que pudo del relato con la esperanza de distraer a Oscar de su angustia.

—Nunca me cayó muy bien Bloxham —respondió Oscar—. Era un engreído. Claro que, todos lo éramos… —Se le fue la voz y con todo el entusiasmo de un hombre que se acerca al cadalso, salió del coche y condujo a su amiga a la puerta principal.

—No suena ninguna alarma —dijo—. Si hay alguien dentro, entraron con una llave.

Sacó un racimo de llaves del bolsillo él también y escogió una.

—¿Estás segura de que esto es una buena idea? —le preguntó a Jude.

—Sí, lo estoy.

Resignado a llevar a cabo esta locura, abrió la puerta y después de un momento de duda, entró. El vestíbulo estaba fresco y oscuro pero el ambiente frío sólo sirvió para llenar de energía a Jude.

—¿Cómo bajamos al sótano? —dijo.

—¿Quieres ir directamente ahí abajo? —respondió él—. ¿No deberíamos comprobar el piso de arriba antes? Podría haber alguien allí.

—Es que hay alguien, Oscar. Y está en el sótano. Tú puedes ir a comprobar el piso de arriba, yo me voy abajo. Cuanto menos tiempo perdamos, antes saldremos de aquí.

Era un argumento convincente y así lo reconoció él con un pequeño asentimiento. Con gesto obediente rebuscó entre el manojo de llaves una segunda vez y tras elegir una, se acercó a la puerta más lejana y pequeña de las tres que había cerradas delante de ellos. Ya se había tomado su tiempo para elegir la llave correcta y ahora se tomó aún más para meterla en la cerradura y convencerla para que girara.

—¿Cuántas veces has estado ahí abajo? —le preguntó Judo mientras trabajaba.

—Sólo dos —respondió él—. Es un sitio bastante lúgubre.

—Lo sé —le recordó ella.

—Por otro lado, mi padre parecía haber hecho toda una costumbre de bajar a explorar allí. Hay normas y reglas, ya sabes, nadie puede curiosear por la biblioteca sólo, por si acaso lo tienta algo que lea. Estoy seguro de que él se saltó a la torera todo eso. ¡Ah! —La llave giró—. ¡Esta es una! —Eligió una segunda llave y se puso a trabajar en la otra cerradura.

—¿Te habló tu padre del sótano? —le preguntó Jude.

—Una o dos veces. Sabía más de los Dominios de lo que debería. Creo que incluso sabía unos cuantos lances. No estoy muy seguro. Era un cabrón muy reservado. Pero al final, cuando sufría delirios, murmuraba unos nombres, «Patashoqua», lo recuerdo. Lo repetía una y otra vez.

—¿Crees que cruzó a los Dominios alguna vez?

—Lo dudo.

—¿Entonces tú averiguaste cómo hacerlo sólo?

—Encontré unos cuantos libros aquí abajo y los saqué a escondidas. No fue muy difícil poner a funcionar el círculo. La magia no se deteriora. Más o menos es lo único… —hizo una pausa, gruñó y forzó la llave—, que no se deteriora. —El instrumento empezó a girar pero no del todo—. Creo que a papá le hubiera gustado Patashoqua —continuó—. Pero para él era sólo un nombre, pobre cabrón.

—Será muy diferente después de la Reconciliación —dijo Jude—. Sé que para él ya es demasiado tarde…

—Al contrario —dijo Oscar haciendo una mueca al tiempo que forzaba la llave—. Por lo que tengo entendido, los muertos están tan encerrados como el resto de nosotros. Hay espíritus por todas partes, según Pecador, vociferando y despotricando.

—¿Incluso aquí dentro?

—Sobre todo aquí dentro —dijo él.

Y con eso, la cerradura renunció a toda resistencia y la llave giró.

—Listo —dijo el hombre—. Pura magia.

—Maravilloso. —La joven le dio unas palmaditas en la espalda—. Eres un genio.

Oscar le dedicó una amplia sonrisa. El hombre adusto y vencido que había encontrado sudando entre los bancos de la iglesia sólo una hora antes se había relajado de forma considerable ahora que había algo que lo distraía de su sentencia de muerte. Sacó la llave de la cerradura y giró la manilla. La puerta era robusta y pesada, pero se abrió sin presentar mucha resistencia. Oscar la precedió y entró el primero en la oscuridad.

—Si no recuerdo mal —dijo—, hay una luz aquí. ¿No? —Palpó el muro que había al lado de la puerta—. ¡Ah! ¡Espera!

Se apretó un interruptor y una fila de simples bombillas colgadas de un cable iluminaron la habitación. Eran grande, con paneles de madera y muy sobria.

—Ésta es la única parte de la casa de Roxborough que sigue intacta, además del sótano. —Había una sencilla mesa de roble en el medio de la habitación, con varias sillas alrededor—. Este es el lugar donde se encontraron, al parecer: la primera Tabula Rasa. Y siguieron reuniéndose aquí a lo largo de los años hasta que se demolió la casa.

—¿Que fue cuándo?

—A finales de los años veinte.

—¿Así que doscientos cincuenta años de culos Godolphin se sentaron en uno de estos asientos?

—Eso es.

—Incluyendo a Joshua.

—Es de suponer.

—¿Me pregunto a cuántos conocí?

—¿No te acuerdas?

—Ojalá lo hiciera. Sigo esperando que vuelvan los recuerdos. De hecho, estoy empezando a preguntarme si alguna vez lo harán.

—¿Quizá los estés reprimiendo por alguna razón?

—¿Por qué? ¿Porque son tan atroces que no puedo enfrentarme a ellos? ¿Porque me porté como una puta y dejé que me pasaran de mano en mano con el oporto, de izquierda a derecha? No, no creo que sea eso, en absoluto. No lo recuerdo porque en realidad no vivía. Andaba en sueños y nadie quería despertarme.

Jude levantó la vista y lo miró, como si quisiera desafiarlo a que defendiera el derecho a poseerla de su familia pero el hombre no dijo nada, por supuesto. Se limitó a dirigirse a la inmensa chimenea y se metió debajo de la repisa mientras elegía una tercera llave por el camino. La mujer lo oyó introducir la llave en la cerradura y girarla, escuchó el movimiento de los dientes y los contrapesos que inició el giro y, por fin, oyó el gruñido de la puerta oculta cuando se abrió. Oscar volvió la cabeza y la miró.

—¿Vienes? —dijo—. Ten cuidado. Los escalones son muy empinados.

El tramo no sólo era empinado sino también largo. La poca luz que se derramaba de la habitación de arriba se redujo aún más después de media docena de escalones y Jude tuvo que bajar el doble sumida en la oscuridad antes de que Oscar encontrara abajo un interruptor y las luces recorrieran todo el laberinto. La inundó una sensación de triunfo. Había dejado a un lado el deseo de encontrar un modo de llegar a este inframundo demasiadas veces desde que el sueño del ojo azul la había traído a la celda de Celestine, pero ese deseo no había muerto. Ahora, por fin, iba a caminar por donde su visión soñada había ido, a través de esta mina de libros con vetas que llegaban hasta el techo, hasta el mismísimo lugar donde yacía la Diosa.

—Ésta es la colección individual de textos sagrados más grande desde la biblioteca de Alejandría —dijo Oscar; su tono de guía de museo era una defensa, supuso su compañera, contra la sensación de grandeza que compartía con ella—. Aquí hay libros que ni siquiera el Vaticano sabe que existen. — Bajó la voz, como si pudiera haber otros curiosos a los que molestaría si hablaba demasiado alto—. La noche que murió, papá me dijo que aquí había encontrado un libro escrito por el Cuarto Rey.

—¿El qué?

—Había tres reyes en Belén, ¿te acuerdas? Según los Evangelios. Pero los Evangelios mentían. Había cuatro. Estaban buscando al Reconciliador.

—¿Cristo era un Reconciliador?

—Eso dijo papá.

—¿Y tú te lo crees?

—Papá no tenía razones para mentir.

—Pero el libro, Oscar, el libro podría haber mentido.

—Y también la Biblia. Papá dijo que este Mago escribió su historia porque sabía que lo habían eliminado de los Evangelios. Fue este tipo el que bautizó a Imajica. Escribió la palabra en este libro. Allí estaba, en una página por primera vez en la historia. Papá dijo que se había echado a llorar.

Jude examinó con un nuevo respeto el laberinto que se extendía desde el pie de las escaleras.

—¿Has intentado encontrar el libro desde entonces?

—No me hacía falta. Cuando papá murió, fui en busca de la realidad. Y viajé por los Dominios como si Cristo lo hubiera conseguido y el Quinto estuviera reconciliado. Y allí estaban, las muchas mansiones del Invisible.

Y allí también el intérprete más enigmático de este drama entre Dominios. Si Cristo era un Reconciliador, ¿convertía eso al Invisible en el Padre de Cristo? ¿Era la fuerza que se ocultaba detrás de las nieblas del Primer Dominio el Señor de Señores, y, si así era, por qué había aplastado a cada diosa, por toda Imajica, como decía la leyenda? Una pregunta planteaba otra, y todas a partir de unas cuantas reivindicaciones hechas por un hombre que se había arrodillado en el Portal. No era extraño que Roxborough hubiera enterrado vivos estos libros.

—¿Sabes por dónde acecha tu mujer misteriosa? —dijo Oscar.

—La verdad es que no.

—Entonces tenemos toda una búsqueda entre las manos.

—Recuerdo que había una pareja haciendo el amor aquí abajo, cerca de la celda. Uno de ellos era Bloxham.

—Asqueroso cabroncete. Entonces deberíamos buscar unas manchas en el suelo, ¿no es eso? Sugiero que nos dividamos, porque si no, vamos a estar aquí todo el verano.

Se separaron en las escaleras y cogieron caminos contrarios. Jude no tardó en descubrir de qué forma tan extraña se transmitía el sonido por los túneles. A veces oía los pasos de Godolphin con tanta claridad que pensaba que debía de estar siguiéndola. Luego doblaba una esquina (o bien lo hacía él) y el ruido no sólo se apagaba sino que se desvanecía por completo, y por toda compañía le dejaba el silencio de sus propias suelas sobre la piedra fría. Estaban enterrados a demasiada profundidad para que penetrara siquiera el más remoto murmullo de la calle que tenían sobre sus cabezas y tampoco había el menor rastro de ruido en el suelo que los rodeaba: no zumbaba ningún cable ni caía agua por ningún desagüe.

Varias veces se sintió tentada a sacar uno de los tomos de su estantería, pensaba que quizá la serendipia la pondría al alcance del diario del Cuarto Rey. Pero se resistió, sabía que incluso si tuviera tiempo para curiosear por aquí, cosa que no tenía, los volúmenes estaban escritos en los grandes idiomas de la teología y la filosofía: latín, griego, hebreo y sánscrito, todos incomprensibles para ella. Como siempre en este viaje, tendría que abrirse paso hasta la verdad sólo con instinto e ingenio. Nada le habían dado para iluminar el camino salvo el ojo azul y eso ahora estaba en posesión de Cortés. Lo reclamaría en cuanto volviera a verlo, le daría otra cosa como talismán: el vello de su sexo, si eso era lo que quería. Pero no su huevo; no su estupendo huevo azul.

Quizá fueron esos pensamientos los que la acompañaron hasta el lugar donde se había encontrado a los amantes; quizá fuera la misma chiripa que había esperado que condujera su mano hasta el libro del Rey. Si así era, con esto se había lucido más. Aquí estaba la pared donde Bloxham y su amante habían copulado, lo supo sin asomo de duda. Aquí estaban los estantes a los que la mujer había tenido que aferrarse mientras su ridículo galán se esforzaba por complacerla. Entre los libros que soportaban la argamasa estaba teñida de un rastro muy sutil de color azul. No llamó a Oscar sino que fue hasta las estanterías y bajó varias brazadas de libros, luego colocó los dedos sobre las manchas. La pared estaba muy fría pero la argamasa se desmenuzó bajo sus dedos, como si su sudor fuese agente suficiente para desatar sus elementos. La sobresaltó lo que había provocado pero también se sintió satisfecha y se apartó del muro cuando el mensaje de disolución comenzó a extenderse con extraordinaria rapidez. La argamasa empezó a deshacerse entre los ladrillos como la más fina de las arenas y el hilillo se convirtió en un torrente en cuestión de segundos.

—Estoy aquí —le dijo a la prisionera que aguardaba tras el muro—. Dios sabe que me ha llevado bastante tiempo. Pero aquí estoy.

Oscar no captó las palabras de Jude, ni siquiera el eco más remoto. Había reclamado su atención dos o tres minutos antes un sonido que oyó por encima de su cabeza y había subido las escaleras en busca de su fuente. Ya había deshonrado suficiente su masculinidad durante los últimos días al ocultarse como una viuda asustada y la idea de que quizá pudiera recuperar parte del respeto que había perdido ante los ojos de Jude enfrentándose al intruso del piso de arriba le proporcionó arresto a la persecución. Se había armado con un trozo de madera que había encontrado al pie de las escaleras y casi esperaba de camino que sus ojos no le estuvieran jugando una mala pasada y que de verdad hubiera algo tangible arriba. Estaba harto de vivir con miedo de los rumores y las imágenes que había vislumbrado entre las piedras voladoras. Si había algo que ver, quería verlo y que esa visión lo condenara para siempre o lo curara de su miedo.

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