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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (16 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Maestro —dijo—. Me hacéis un gran honor. —No había elevado la voz pero esta se transmitía a través de toda la conmoción—. ¿Ya habéis visto al místico?

—El místico se ha ido —dijo Cortés. Se dio cuenta de que no le hacía falta gritar. Su voz, como sus miembros, tenía aquí un peso sobrenatural.

—Sí, lo vi irse —respondió el monje—. Pero ha vuelto, maestro. Atravesó la Mácula por la fuerza y la tormenta vino tras él.

—¿Dónde? ¿Dónde? —dijo Cortés dando una vuelta completa—. ¡No lo veo! —Miró con expresión acusadora al hombre—. Me habría encontrado si estuviera aquí —dijo.

—Confiad en mí, lo está intentando —replicó el hombre. Se retiró la capucha. Los rizos rojizos empezaban a ralear pero aún le quedaban vestigios del encanto de un niño del coro—. Está muy cerca, maestro.

Ahora fue él el que se quedó mirando la tormenta, pero no a derecha e izquierda sino hacia arriba, al aire laberíntico. Cortés siguió su mirada. Había ringleras de lona rasgada que volaban al viento muy por encima de ellos, elevándose y cayendo como enormes pájaros heridos. Había trozos de muebles, ropas hechas jirones y fragmentos de carne. Y entre estas nubes de escoria, una forma rápida como una flecha y más oscura que el cielo o la tormenta descendía incluso al tiempo de posar sus ojos sobre él. El monje se acercó un poco más a Cortés.

—Es el místico —dijo—. ¿Me permitís protegeros, maestro?

—Es mi amigo —dijo Cortés—. No necesito protección.

—Creo que sí la necesitáis —respondió el otro y levantó los brazos por encima de la cabeza con las palmas extendidas como si quisiera desviar al espíritu que se aproximaba.

La criatura redujo su velocidad al ver el gesto y Cortés tuvo tiempo para ver con toda claridad la forma que se cernía sobre él. Era cierto, era el místico, o al menos sus restos. Ya fuera a hurtadillas o por pura fuerza de voluntad, había violado la Mácula. Pero su huida no le había proporcionado ningún consuelo. El uredo ardía más maligno que nunca, consumiendo casi por entero el cuerpo de sombras en el que se había clavado y envenenado; y de la boca del sufriente salía un aullido que no podría haber expresado más dolor si le hubieran arrancado las tripas del vientre delante de sus ojos.

Se había parado por completo y flotaba sobre los dos hombres como un buceador detenido en pleno descenso, con los brazos estirados y la cabeza, o sus restos, echada hacia atrás.

—¿Pai? —dijo Cortés—. ¿Has hecho tú esto?

El aullido continuó. Si había palabras en su angustia, Cortés era incapaz de distinguirlas.

—Tengo que hablar con él —le dijo Cortés a su protector—. Si le estás haciendo daño, por el amor de Dios, para ya.

—Salió del margen aullando así —dijo el hombre.

—Al menos deja caer tus defensas.

—Nos atacará.

—Correré el riesgo —respondió.

El hombre dejó caer a los lados las manos que desviaban el peligro. La forma que flotaba sobre ellos se retorció y giró pero no descendió. Otra fuerza lo reclamaba, comprendió Cortés. Se estaba debatiendo para resistirse a la llamada de la Mácula, que lo invocaba para que volviera al lugar del que había escapado.

—¿Me oyes, Pai? —le preguntó Cortés.

El aullido continuó sin amainar un instante.

—¡Si puedes hablar, hazlo!

—Ya está hablando —dijo el monje.

—Yo sólo oigo aullidos —dijo Cortés.

—Más allá de los aullidos —fue la respuesta— hay palabras.

Gotas de fluido caían de las heridas del místico al intensificarse su lucha por resistirse al poder de la Mácula. Hedían a putrefacción y quemaban el rostro levantado de Cortés pero su escozor trajo consigo la comprensión de las palabras cifradas en los chillidos de Pai.

—Perdidos —decía el místico—. Estamos… perdidos…

—¿Por qué has hecho esto? —preguntó Cortés.

—No he… sido yo. Envió la tormento para reclamarme.

—¿Desde el Primero?

—Es la… voluntad de Él —dijo Pai—. Su… voluntad…

Aunque la torturada forma que se debatía sobre él apenas se parecía a la criatura que había amado y con la que se había casado, Cortés todavía podía oír fragmentos de Pai'oh'pah en estas respuestas y, al oírlas, quería alzar su propia voz angustiada al pensar en el dolor de Pai. El místico había entrado en el Primero para acabar con su sufrimiento pero aquí estaba, todavía sufriendo y él era incapaz de ayudar o sanar a la criatura. Todo lo que podía hacer a modo de consuelo era decirle que lo entendía, y asiera. Su mensaje estaba muy claro. Durante el trauma de su despedida, Pai había percibido en él alguna evasiva. Pero no la había y así se lo dijo.

—Sé lo que tengo que hacer —le dijo al sufriente—. Confía en mí, Pai. Lo entiendo. Soy el Reconciliador. No voy a huir de ello.

Al oír esto, el místico se retorció como un pez en el anzuelo, incapaz ya de evitar que lo sacara de allí el pescador del Primero. Empezó a revolverse en el aire, como si pudiera ganar otro momento en este Dominio agarrándose a una mota de aire. Pero el poder que había enviado semejantes furias en su búsqueda lo había sujetado con demasiada fuerza y el espíritu se vio arrastrado de nuevo hacia la Mácula. Por puro instinto, Cortés levantó las manos hacia él aunque oyó, si bien hizo caso omiso, el grito de alarma del hombre que tenía a su lado. El místico quiso cogerle la mano y para ello estiró su cuerpo hecho de sombras al tiempo que ondulaba de forma grotesca los largos dedos alrededor de los de Cortés. El contacto provocó tal convulsión en el organismo de este que se habría visto arrojado al suelo si no hubiera sido porque su protector lo sujetó. Aun así, tuvo la sensación de que la médula le ardía en los huesos y olió el hedor de la putrefacción en su piel, como si la muerte se apoderara de él por dentro y por fuera. Era muy difícil, en medio de esa agonía, aferrarse al místico y mucho más distinguir las palabras que intentaba decir la criatura. Pero se debatió contra la necesidad de soltarse y luchó por encontrarle algún sentido a las pocas sílabas que fue capaz de comprender. Tres de ellas eran su nombre.

—Sartori…

—Estoy aquí, Pai —dijo Cortés, pensando quizá que la criatura se había quedado ciega—. Sigo aquí.

Pero el místico no llamaba a su maestro.

—El otro —decía—. El otro…

—¿Qué pasa con él?

—Lo sabe —murmuró Pai—. Encuéntralo, Cortés. Lo sabe.

Con esta orden se separaron sus dedos. El místico se estiró para coger de nuevo a Cortés pero una vez perdido su débil arraigo fue presa de la Mácula y al instante se lo llevaron hacia la brecha por la que había aparecido. Cortés quiso seguirlo pero sus miembros habían quedado más gravemente traumatizados por la convulsión de lo que había pensado y las piernas se limitaron a doblarse bajo él. Cayó con pesadez pero levantó la cabeza a tiempo para ver desaparecer al místico en el vacío.

Tirado en el duro suelo, recordó la primera vez que había perseguido a Pai por las calles vacías y heladas de Manhattan. Entonces también había caído y había levantado los ojos como ahora para ver cómo se le escapaba el enigma sin resolver. Pero aquella primera vez la criatura se había vuelto, se había vuelto y le había hablado desde el otro lado del río de la Quinta Avenida, le había ofrecido la esperanza, por frágil que fuera, de otro encuentro. No era así ahora. La criatura se había metido en la Mácula como el humo a través de una puerta llena de corrientes y su grito se había parado en seco.

—Otra vez no —murmuró Cortés.

El monje se había agachado a su lado.

—¿Podéis poneros en pie —preguntó—, o queréis que pida ayuda?

Cortés puso las manos debajo de su propio cuerpo y se incorporó hasta conseguir arrodillarse sin dar ninguna respuesta. Con la desaparición del místico, el viento maligno que había venido tras él y traído consigo tal devastación estaba amainando y al hacerlo, los escombros que había estado manteniendo en las alturas comenzaron a descender como un tosco pedrisco. Por segunda vez el monje levantó las manos para protegerlos de la fuerza que caía. Cortés apenas era consciente de lo que estaba pasando. Había clavado los ojos en la Mácula, que estaba perdiendo a toda prisa su agitación. Para cuando la lluvia de lona, piedras y cuerpos se detuvo, hasta el último rastro de los detalles había desaparecido de la partición y una vez más volvía a ser una ausencia sobre la que se deslizaba el ojo sin encontrar ningún lugar al que agarrarse.

Cortés se puso en pie, volvió la espalda al nulo lugar y examinó la desolación que yacía en todas direcciones salvo una. El círculo de Vírgenes que había vislumbrado a través de la tormenta seguía intacto y refugiados entre ellas había medio centenar de supervivientes, algunos de ellos arrodillados y sollozando o rezando; muchos besaban los pies de las estatuas que los habían protegido y sin embargo otros miraban hacia la Mácula de la que había salido la destrucción que había reclamado las vidas de todos salvo aquellos cincuenta además del maestro y el monje.

—¿Ves a Atanasio? —le preguntó Cortés al hombre que tenía a su lado.

—No, pero está vivo en alguna parte —fue la respuesta—. Es como vos, maestro: tiene demasiada resolución en su interior para morir.

—No creo que ninguna resolución me hubiera salvado si no hubieras estado aquí —comentó Cortés—. Tienes auténtico poder en esos huesos.

—Un poco quizá —respondió el monje con una sonrisa modesta—. Tuve un gran profesor.

—Yo también —dijo Cortés en voz baja—. Pero lo perdí. —Al ver que los ojos del maestro se llenaban de lágrimas, el monje hizo ademán de retirarse pero Cortés dijo—: No te preocupes por las lágrimas. Llevo demasiado tiempo huyendo de ellas. Deja que te haga una pregunta. Y lo entenderé si me dices que no.

—¿Qué, maestro?

—Cuando me vaya de aquí, voy a volver al Quinto para preparar una Reconciliación. ¿Confiarías en mí lo suficiente para unirte al Sínodo, en representación del Primero?

La dicha inundó el rostro del monje, que empezó a derramar lágrimas al tiempo que sonreía.

—Sería un honor para mí, maestro —dijo.

—Hay riesgo implicado —le advirtió Cortés.

—Siempre lo hubo. Pero no estaría aquí si no fuera por vos.

—¿Cómo es eso?

—Vos sois mi inspiración, maestro —respondió el hombre inclinando la cabeza en un gesto de deferencia—. Sea lo que sea lo que me pidáis, lo llevaré a cabo lo mejor que pueda.

—Quédate aquí entonces. Vigila la Mácula y espera. Te encontraré cuando llegue el momento. —Hablaba con más certeza de la que sentía pero quizá la ilusión de la competencia formara parte del repertorio de cada maestro.

—Estaré esperando —respondió el monje.

—¿Cómo te llamas?

—Cuando me uní a los carestes, me llamaron Chicha Jackeen.

—¿Jackeen?

—Significa tipo sin ningún valor —respondió el hombre.

—Entonces tenemos muchas cosas en común —dijo Cortés. Cogió la mano del hombre y se la estrechó—. Recuérdame, Jackeen.

—Jamás habéis dejado mi mente —respondió el hombre.

Aquí había un significado oculto que Cortés no era capaz de comprender pero este no era el momento de profundizar. Tenía por delante dos viajes difíciles y peligrosos: el primero a Yzordderrex, el segundo de vuelta al Retiro. Tras darle las gracias a Jackeen por sus servicios, Cortés lo dejó en la Mácula y se abrió camino a través de la devastación hacia el círculo de Vírgenes. Algunos de los supervivientes dejaban su refugio para empezar a buscar por el lugar, era de suponer que con la esperanza (vana, sospechaba) de encontrar a otros vivos. Era una escena de dolor y confusión que había presenciado demasiadas veces en su viaje a través de los Dominios. Por mucho que le hubiera gustado creer que era pura casualidad que estas escenas de devastación coincidieran con su presencia, no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por semejante auto—engaño. Estaba desposado con la tormenta tanto como lo estaba con Pai. Más aún, quizá, ahora que había desaparecido el místico.

El comentario de Jackeen, que Atanasio era un alma demasiado resuelta para haber perecido, se confirmó cuando Cortés se acercó al círculo. El hombre se encontraba de pie en el centro de un grupo de carestes, dirigía una plegaria de acción de gracias a la Santa Madre por su supervivencia. Cuando Cortés alcanzó el perímetro, Atanasio levantó la cabeza. Tenía un ojo cerrado bajo una costra de sangre y suciedad pero había suficiente dolor en el otro para hacer arder una docena de ojos. Cortés se encontró con su mirada y no avanzó más, de todos modos el sacerdote redujo el volumen de su oración a un mero susurro para evitar así que el intruso oyera los términos de su devoción. Pero los oídos de Cortés no habían quedado tan embotados por el estrépito como para no poder captar unas cuantas frases. Aunque la mujer representada de tantos modos alrededor del círculo era con toda claridad la Virgen María, al parecer también se llamaba de otras formas, o bien tenía hermanas. Oyó que la llamaban Urna Umagammagi, madre Imajica y oyó también el nombre que Hurra le había susurrado por primera vez en la celda bajo la
maison de santé:
Tishalullé. Había un tercer nombre, aunque a Cortés le costó un poco de tiempo asegurarse de que lo había entendido bien y ese era Jokalaylau. Atanasio rezaba para que les hiciera un lugar a su lado en las nieves del paraíso, cosa que hizo preguntarse a Cortés con cierta amargura si aquel hombre había pisado alguna vez aquellos yermos para que pudiera pensar en ellos como un lugar celestial.

Aunque los nombres eran extraños, el espíritu que los inspiraba no lo era. Atanasio y su desesperada congregación le rezaban a la misma Diosa cariñosa en cuyos altares del Quinto se encendía un número incontable de velas cada día. Incluso Cortés en sus momentos más paganos había reconocido la presencia de esa mujer en su vida y la había adorado de la única forma que había sabido: con la seducción y la posesión temporal de su sexo. Si hubiera tenido una madre o una hermana cariñosa, quizá hubiera aprendido una forma mejor de demostrar su devoción que no fuera la lujuria, pero esperaba y creía que la Santa Mujer le perdonaría sus pecados, incluso aunque Atanasio no lo hiciera. Ese pensamiento lo consoló. Necesitaría toda la protección que pudiera reunir en la batalla que se encontraba a punto de emprender y no era poco consuelo pensar que la madre Imajica tenía lugares de culto en el Quinto, donde se libraría esa batalla.

Una vez terminado el servicio ad hoc, Atanasio dejó que su congregación se pusiera a la tarea de buscar entre los restos. Por su parte, él se quedó en el medio del círculo, donde yacían tirados unos cuantos supervivientes que habían conseguido llegar hasta allí pero habían perecido.

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