En ningún momento de este viaje los desafiaron. Si estas gigantescas salas habían zumbado alguna vez repletas de actividad (y dado que en ellas se podían perder pequeños ejércitos, Cortés dudaba que alguna vez hubiera sido ese el caso), ahora estaban prácticamente desiertas. Los pocos sirvientes y burócratas que encontraron estaban muy ocupados marchándose; cargados con pertenencias reunidas a toda prisa se apresuraban por los pasillos. La supervivencia era su principal prioridad. Apenas le lanzaron una mirada al soldado cubierto de sangre o a su compañero mal vestido.
Al fin llegaron a una puerta, esta sin sellar, que Lazarevich se negó en redondo a traspasar.
—Ésta es la Torre del Eje —dijo, apenas se oía su voz.
—¿Cómo sé que estás diciendo la verdad?
—¿Es que no lo sentís?
Ahora que el otro lo decía, Cortés sí que sintió una sutil sensación, apenas lo bastante fuerte para poder llamarlo cosquilleo, en las puntas de los dedos, en los testículos y en los senos nasales.
—Es la torre, lo juro —susurró Lazarevich.
Cortés lo creyó.
—De acuerdo —dijo—. Has cumplido con tu obligación, será mejor que te vayas.
El hombre esbozó una amplia sonrisa.
—¿Lo decís en serio?
—Sí.
—Oh, gracias. Seáis quienes seáis. Gracias.
Antes de que pudiera escabullirse, Cortés lo cogió por el brazo y lo acercó a él.
—Dile a tus hijos —le dijo— que no sean soldados. Poetas, quizá, o limpiabotas. Pero no soldados. ¿Entendido?
Lazarevich asintió con violencia aunque Cortés dudaba que hubiera comprendido una sola de aquellas palabras. Su único pensamiento era escapar: echó a correr en cuanto Cortés lo soltó y se perdió de vista en dos o tres segundos. Tras volverse hacia las puertas de cobre batido, Cortés las empujó unos centímetros y se deslizó en el interior. Las terminaciones nerviosas de su escroto y de las palmas de las manos sabían que había algo de cierta importancia cerca (lo que había sido una sensación sutil ya era casi dolorosa), aunque las tinieblas que cubrían la habitación en la que entró le negaron la visión. Permaneció al lado de la puerta hasta que fue capaz de encontrarle algún sentido a lo que tenía delante. No era, al parecer, la Torre del Eje en sí, sino una especie de antecámara, tan maloliente como la habitación de un enfermo. Las paredes estaban desnudas y el único mobiliario era una mesa sobre la que yacía la jaula volcada de un canario, la puerta estaba abierta y su ocupante había volado. Más allá de la mesa, otra puerta, que tomó y lo llevó a un pasillo más rancio aún que la habitación que acababa de dejar. La fuente de la agitación de sus terminaciones nerviosas ya era audible: un tono firme que en otras circunstancias podría haber sido tranquilizador. Al no saber de dónde venía, Cortés giró a la derecha y bajó deslizándose con cautela por el pasillo. Un tramo de escaleras se perdía a su izquierda, pero decidió no cogerlas y su instinto se vio premiado por el fulgor de una luz un poco más adelante. El tono del Eje se hizo más insistente a medida que avanzaba, lo que sugería que esta ruta era un callejón sin salida, pero él siguió dirigiéndose hacia la luz para asegurarse de que no tenían prisionero a Pai en una de estas antecámaras.
Cuando llegó a una media docena de pasos de la habitación, alguien cruzó la puerta y traspasó su campo de visión demasiado rápido para que pudiera verlo. Se aplastó contra la pared y se deslizó hacia la habitación. Una mecha, colocada en un cuenco de aceite sobre una mesa, derramaba la luz que lo había atraído hasta allí. A su lado, varios platos contenían los restos de una comida. Cuando alcanzó la puerta, esperó allí a que el hombre (el turno de noche, supuso) volviera a quedar visible. No tenían ningún deseo de matarlo a menos que fuera estrictamente necesario. Ya habría suficientes viudas y huérfanos en Yzordderrex mañana por la mañana sin que él añadiera más a la cuenta. Oyó que el hombre se tiraba no uno sino varios pedos, con el abandono de alguien que se cree sólo; luego lo oyó abrir otra puerta y los pasos se alejaron.
Cortés se arriesgó a mirar tras la jamba de la puerta. La habitación estaba vacía. Entró de inmediato con la intención de coger de la mesa los dos cuchillos que esperaban allí. En uno de los platos había un surtido ya saqueado de dulces y no pudo resistirse.
Escogió el más suculento, y se lo había metido en la boca cuando el hombre que tenía detrás elijo:
—¿Rosengarten?
Se dio la vuelta, y cuando su mirada se posó en el rostro que Jo contemplaba al otro lado de la habitación, apretó la mandíbula conmocionado y partió el dulce entre los dientes. Se mezclaron la visión y el azúcar, lengua y ojos alimentaron su cerebro con tal dulzura que se tambaleó.
El rostro que tenía ante él era un espejo vivo: sus ojos, su nariz, su boca, su línea del pelo, su porte, su desconcierto, su cansancio. En todo salvo el corte de la ropa y la suciedad bajo las uñas, otro Cortés. Pero no con ese nombre, seguro.
Tras tragar el licor dulce del bombón, Cortés dijo con mucha lentitud:
—¿Quién… por Dios bendito… eres tú?
La conmoción abandonaba el rostro del otro, sustituida por la diversión. Sacudió la cabeza.
—… maldito kreauchee…
—¿Así te llamas? —respondió Cortés—. ¿Maldito kreauchee?
Había oído cosas más raras durante sus viajes. Pero la pregunta sólo sirvió para divertir al otro aún más.
—No es mala idea —replicó—. Desde luego, llevo suficiente en mi organismo. El autarca Maldito Kreauchee. Tiene cierta sonoridad.
Cortés escupió el bombón de la boca.
—¿Autarca? —dijo.
La risa huyó del rostro del otro.
—Ya lo has dejado claro, voluta de humo. Ahora vete a tomar por culo por ahí. —Cerró los ojos—. Domínate —medio susurró—. Es el puto kreauchee. Ya ha ocurrido antes y volverá a ocurrir.
Fue entonces cuando Cortés lo entendió.
—Crees que me estás soñando, ¿no?
El Autarca abrió los ojos y se encolerizó al ver que la alucinación todavía seguía por allí.
—Te he dicho… —dijo.
—¿Qué es eso del kreauchee? ¿Una especie de bebida alcohólica? ¿María? ¿Crees que soy un mal viaje? Bueno, pues no lo soy.
Dio un paso hacia el otro, que se retiró alarmado.
—Vamos —dijo Cortés al tiempo que extendía la mano—. Tócame. Soy real. Estoy aquí. Me llamo John Zacharias y he hecho un viaje muy largo para verte. No creía que esa fuera la razón, pero ahora que estoy aquí, estoy seguro de que lo era.
El Autarca se llevó los puños a las sienes, como si quisiera sacarse a golpes el sueño de la droga del cerebro.
—No es posible —dijo. Había algo más que incredulidad en su voz, había una inquietud que se parecía mucho al miedo—. No puedes estar aquí. No después de todos estos años.
—Bueno, pues lo estoy —dijo Cortés—. Estoy tan confundido como tú, créeme. Pero aquí estoy.
El Autarca lo estudió, volvía la cabeza a un lado y al otro como si todavía esperara encontrar algún ángulo desde el que contemplar a su visitante que pusiera de manifiesto que no era más que una aparición. Pero después de estudiarlo de ese modo durante un minuto, se rindió y se limitó a mirar fijamente a Cortés con el rostro convertido en un laberinto de arrugas.
—¿De dónde has venido? —dijo con lentitud.
—Creo que ya lo sabes —respondió Cortés.
—¿Del Quinto?
—Sí.
—Has venido para derrocarme, ¿verdad? ¿Por qué no lo vi? ¡Fuiste tú el que empezaste esta revolución! ¡Estabas ahí fuera, en las calles, sembrando la revuelta! No me extraña que no pudiera acabar con los rebeldes. No dejaba de preguntarme: ¿quién es? ¿Quién está ahí fuera conspirando contra mí? Ejecución tras ejecución, purga tras purga y nunca conseguí llegar al que estaba en el centro de todo. El que era tan inteligente como yo. Las noches que yací despierto pensando: «¿quién es, quién?», hice una lista más larga que mi brazo. Pero nunca te puse a ti, maestro. Nunca puse a Sartori.
Oír al Autarca pronunciar su propio nombre ya fue bastante sobrecogedor, pero este segundo nombre engendró toda una rebelión en el organismo de Cortés. Su cabeza se llenó del mismo estrépito que lo había acosado en el andén de Mai-ké, y de su vientre manó todo su contenido en una sola arcada de bilis. Estiró la mano hacia la mesa para apoyarse, pero no alcanzó el borde y se deslizó al suelo ya salpicado de su propio vómito. Se revolcó en su propia suciedad, intentó sacudirse el ruido de la cabeza pero todo lo que consiguió fue desatar la confusión de sonidos y dejar que las palabras que ocultaban salieran a la luz.
¡Sartori!
¡Él era Sartori! No desperdició aliento cuestionando el nombre. Era suyo y lo sabía. Y qué mundos había en ese nombre: más desconcertantes que cualquier cosa que hubieran desvelado los Dominios, se abrían ante él como ventanas arrancadas por el viento que nunca más podrían volver a cerrarse.
Oyó el nombre pronunciado en un centenar de recuerdos. Una mujer lo suspiraba al rogarle que volviera a su lecho desordenado. Un sacerdote marcaba a golpes las sílabas en su púlpito, al tiempo que profetizaba la condenación eterna. Un jugador lo soplaba en el hueco de las manos para que bendijera los dados. Hombres condenados lo convertían en plegaria; los borrachos en burlas; los libertinos en canciones.
¡Ah, pero qué famoso había sido! En la Feria de San Bartolomé había habido compañías de teatro que se habían llenado los bolsillos contando su vida en una farsa. Un burdel de Bloomsbury había presumido de una antigua monja a la que sus caricias habían conducido a la ninfomanía y que recitaba los conjuros de Sartori (o eso decía) mientras la follaban. Era el paradigma de todas las cosas fabulosas y prohibidas: una amenaza para los hombres razonables; para sus esposas, un vicio secreto. Y para los niños (los niños, que pasaban por su casa tras el pertiguero) era una canción infantil:
El maestro Sartori
Quiere un poco de gloria, que sí.
Adora a los gatos,
Adora a los perros,
Convierte a las damas en matos,
Hizo unos gorritos
Con unos ratoncitos;
Pero esa es otra historia, que sí.
Este sonsonete, que repetían en su cabeza las voces agudas de los huérfanos de la parroquia, a su manera era peor que las maldiciones del púlpito, que los sollozos o que las plegarias. Rodaba y rodaba, a su necia manera, sin encontrar significado ni música en su camino. Como su vida sin este nombre: movimiento sin propósito.
—¿Lo habías olvidado? —le preguntó el Autarca.
—Oh, sí —reconoció Cortés; una carcajada espontánea y amarga le subía a los labios con la respuesta—. Me había olvidado.
Incluso ahora que las voces lo volvían a bautizar con su clamor, apenas podía creerlo. ¿Este cuerpo suyo había sobrevivido doscientos años y más en el Quinto Dominio mientras su mente continuaba engañándose, guardando sólo una década de su vida en su conciencia y ocultando el resto? ¿Dónde había vivido todos estos años? ¿Quién había sido? Si lo que acababa de oír era verdad, esta evocación no era más que la primera. Había dos siglos de recuerdos ocultos en algún lugar de su cerebro, esperando a que los descubriera. No le extrañaba que Pai lo hubiera mantenido en la ignorancia. Ahora que lo sabía, la locura estaba muy cerca.
Se levantó apoyándose en la mesa.
—¿Está aquí Pai'oh'pah? —dijo.
—¿El místico? No. ¿Por qué? ¿Ha venido contigo del Quinto?
—Sí, así es.
Una sonrisa crispada recorrió el rostro del Autarca.
—¿No son unas criaturas exquisitas? —dijo—. Yo también he probado uno o dos. Son un placer adquirido, pero una vez que te haces a él, ya no lo vuelves a perder jamás. Pero no, no lo he visto.
—¿A Judith entonces?
—Ah —suspiró—. Judith. Supongo que te refieres a la dama de Godolphin. Se hacía llamar de muchas formas, ¿no es cierto? Claro que lo mismo hacíamos todos. ¿Cómo te llaman a ti en estos tiempos?
—Ya te lo he dicho. John
Furia
Zacharias. O Cortés.
—Yo tengo unos cuantos amigos que me conocen por Sartori. Me gustaría contarte entre ellos. ¿O quieres recuperar tu nombre?
—Cortés servirá. Estábamos hablando de Judith. La vi esta mañana, abajo, en el puerto.
—¿Viste a Cristo allí abajo?
—¿De qué estás hablando?
—Volvió aquí diciendo que había visto al Hombre de los Pesares. Tenía metido en el cuerpo el miedo al Señor. Maldita zorra chiflada. —Suspiró—. Fue muy triste, la verdad, verla así. Al principio pensé que había tomado demasiado kreauchee pero no. Al final se había vuelto loca. Le salía hasta por las orejas.
—¿De quién estamos hablando? —dijo Cortés, que pensaba que uno u otro habían extraviado el rumbo de la conversación.
—Yo estoy hablando de Quaisoir, mi mujer. Vino conmigo del Quinto.
—Yo estaba hablando de Judith.
—Yo también.
—Estás diciendo…
—Que hay dos. Por el amor de Dios, fuiste tú el que hiciste a una de ellas, ¿o es que has olvidado eso también?
—Sí. Sí, lo había olvidado.
—Era hermosa, pero tampoco merecía la pena perder Imajica por ella. Ese fue tu gran error. No se puede estar al plato y a las tajadas. Yo no habría nacido, Dios estaría en su cielo y tú serías el papa Sartori. ¡Ja! ¿Por eso has vuelto? ¿Para convertirte en papa? Ya es demasiado tarde, hermano. Mañana por la mañana, Yzordderrex no será más que un montón de ceniza humeante. Es la última noche que paso aquí. Me voy al Quinto. Voy a construir un nuevo imperio allí.
—¿Por qué?
—¿No recuerdas la cancioncilla que se cantaba? Por la gloria.
—¿Es que aún no has tenido suficiente?
—Dímelo tú. No sé lo que hay en mi corazón, pero sea lo que sea lo arrancaron del tuyo. No me digas que no has soñado con el poder. Eras el maestro más grande de toda Europa. Nadie podía tocarte. Eso no se evaporó de la noche a la mañana.
Se acercó a Cortés por primera vez en toda la conversación y estiró el brazo para posar una mano firme en su hombro.
—Creo que deberías ver el Eje, hermano Cortés —dijo el Autarca—. Eso te recordará lo que se siente al tener poder. ¿Puedes caminar?
—Más o menos.
—Vamos, entonces.
Abrió la marcha y entró en el pasillo que los llevó al tramo de escaleras que Cortés había rehusado tomar. Ahora lo hizo y dobló tras Sartori la curva de las escaleras, hasta una puerta que carecía de pomo.