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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (9 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Detrás del místico, Sartori dijo:

—¿Por qué no? No es más que una sombra.

La mirada demente de Pai se intensificó y levantó la aleteante hoja por encima de su cabeza. Cortés se detuvo. Un paso más y estaría al alcance del filo, y tampoco le cabía duda de que Pai estaba listo para usarlo.

—¡Adelante! —dijo Sartori—. ¡Mátalo! Una sombra más o menos…

Cortés miró a Sartori, y ese diminuto movimiento pareció suficiente para espolear al místico. Atacó a Cortés y el filo gimoteó. El hombre se echó hacia atrás para evitar la cuchillada que le habría abierto el pecho si lo hubiera alcanzado, pero el místico estaba resuelto a no cometer el mismo error dos veces y cerró la brecha que quedaba entre ellos de una zancada. Cortés dio un paso atrás y levantó los brazos en un gesto de rendición, pero el místico sólo mostró indiferencia. Quería que aquella locura desapareciera deprisa.

—¿Pai? —jadeó Cortés—. ¡Soy yo! ¡Soy yo! ¡Te dejé en el kesparate! ¿Recuerdas eso?

Pai volvió a balancearse, no una sino dos veces, y la segunda cuchillada alcanzó la parte superior del brazo y el pecho de Cortés, abriéndole la túnica, la camisa y la carne que había debajo. Cortés giró sobre el talón para evitar el siguiente corte y aplicó la mano ya ensangrentadas la herida. Dio un vacilante paso atrás para retirarse, pero sintió contra la espalda la dureza del muro del corredor. No le quedaba otro sitio al que huir.

—¿No se me concede entonces una última cena? —dijo sin mirar al filo sino los ojos de Pai en un intento de traspasar la locura asesina y llegar a la mente cuerda que se refugiaba detrás—. Prometiste que comeríamos juntos, Pai. ¿No te acuerdas? Un pez dentro de un pez dentro…

El místico se detuvo. El filo revoloteaba a su lado.

—… de un pez.

La hoja siguió revoloteando pero no descendió.

—Di que lo recuerdas, Pai. Por favor, di que lo recuerdas.

Detrás de Pai, en algún lugar, Sartori empezó una nueva ronda de exhortaciones, pero para Cortés no eran más que un estruendo sin sentido. Continuó clavando los ojos en la mirada vacía de Pai, buscando alguna señal de que sus palabras habían conmovido a su verdugo. El místico suspiró con el aliento entrecortado y los nudos que le ataban la frente y la boca se desvanecieron.

—¿Cortés?

Este no respondió. Sólo dejó caer la mano del hombro y permaneció apoyado en el muro con los brazos abiertos.

—¡Mátalo! —seguía diciendo Sartori—. ¡Mátalo! ¡Sólo es una ilusión!

Pai se volvió con la hoja aún levantada.

—¡No! —dijo Cortés, pero el místico ya se dirigía hacia el Autarca. Cortés lo llamó de nuevo al tiempo que se apartaba de un empujón de la pared para detenerlo—. ¡Pai! Escúchame…

El místico se dio la vuelta para mirarlo, y en ese instante Sartori se llevó una mano al ojo y con un sólo y suave movimiento agarró algo, luego extendió el brazo y abrió el puño para dejar escapar lo que había arrancado. No el ojo en sí, sino alguna esencia de su mirada salió de la palma de la mano como una bala que dejara un reguero de humo a su paso. Cortés extendió el brazo hacia el místico para apartarlo del camino del eco, pero se le cayó la mano a unos milímetros de la espalda de Pai, y cuando volvió a estirarla el eco golpeó a su amante. Cayó el aleteo de la hoja de la mano del místico cuando el impacto lo arrojó hacia atrás, con los ojos clavados en Cortés al caer en sus brazos. El ímpetu los llevó a los dos al suelo, pero Cortés se apresuró a rodar para salir de debajo del cuerpo del místico y llevarse la mano a la boca para defenderlos a los dos con un pneuma. Pero Sartori ya se retiraba entre el humo, y en su rostro había una expresión que afligiría a Cortés durante los días y noches posteriores. Había en ella más aflicción que triunfo, más dolor que rabia.

—¿Quién nos reconciliará ahora? —dijo, y luego desapareció entre las tinieblas, como si pudiera dominar el humo y se hubiera rodeado de él para ocultarse entre sus pliegues.

Cortés no fue en su busca, sino que volvió con el místico, que permanecía echado allí donde había caído, y se arrodilló a su lado.

—¿Quién era? —dijo Pai.

—Algo que hice —dijo Cortés— cuando era maestro.

—¿Otro Sartori? —dijo Pai.

—Sí.

—Entonces ve tras él. Mátalo. Estas criaturas son las más…

—Más tarde.

—Antes de que escape.

—No puede escapar, mi amor. No hay lugar al que pueda ir donde yo no lo encuentre.

Las manos de Pai se aferraban al lugar donde lo había golpeado la maldad de Sartori, en medio del pecho.

—Déjame ver —dijo Cortés mientras apartaba los dedos de Pai y rasgaba la camisa del místico. La herida era una mancha en su piel, negra en el centro, luego se iba desvaneciendo hasta alcanzar un color amarillo pustuloso en los bordes.

—¿Dónde está Hurra? —le preguntó Pai con la voz entrecortada.

—Está muerta —respondió Cortés—. La asesinó un nullianac.

—Tanta muerte… —dijo Pai—. Me cegó. Te habría matado y ni siquiera habría sabido que lo había hecho.

—No vamos a hablar de la muerte —dijo Cortés—. Vamos a encontrar algún modo de curarte.

—Hay asuntos más urgentes que ese —dijo Pai—. Vine a matar al Autarca…

—No, Pai…

—Ésa fue la sentencia —insistió Pai—. Pero ahora no puedo terminar el trabajo. ¿Querrás hacerlo por mí?

Cortés colocó la mano bajo la cabeza del místico y lo levantó.

—No puedo hacerlo —dijo.

—¿Por qué no? Podrías hacerlo con un aliento.

—No, Pai. Me estaría matando a mí mismo.

—¿Qué?

El místico levantó los ojos y se quedó mirando a Cortés, desconcertado. Pero su perplejidad tuvo una vida muy breve. Antes de que Cortés tuviera tiempo de explicárselo, Pai dejó escapar un largo suspiro lleno de dolor en forma de tres palabras pronunciadas en voz muy baja:

—Oh, Señor mío.

—Lo encontré en la Torre del Eje. Al principio no lo podía creer…

—El autarca Sartori —dijo Pai como si intentara probar la musicalidad de las palabras. Luego, con una endecha en la voz, dijo—: Tiene cierta sonoridad.

—Siempre supiste que yo era maestro, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Pero no me lo dijiste.

—Te dije todo lo que me atreví a decirte. Pero había jurado que nunca te recordaría quién habías sido.

—¿Quién te hizo pronunciar ese juramento?

—Tú, maestro. Sufrías y querías olvidar ese tormento.

—¿Cómo llegué a olvidar?

—Un lance sencillo.

—¿Cosa tuya?

Pai asintió.

— Te serví en eso, como en todo. Hice un juramento, juré que una vez hecho, cuando el pasado quedara oculto, nunca más volvería a mostrártelo. Y los juramentos no se descomponen.

—Pero seguías esperando que yo hiciera las preguntas adecuadas…

—Sí.

—… y que invitara de nuevo a los recuerdos.

—Sí. Y te acercaste mucho.

—En Mai-ké. Y en las montañas.

—Pero nunca te acercaste lo suficiente para liberarme de mi responsabilidad. Tenía que guardar silencio.

—Bueno, pues ya está roto, amigo mío. Cuando te hayas curado…

—No, maestro —dijo Pai—. Una herida como esta no puede curarse.

—Puede curarse y se curará —dijo Cortés, que no estaba dispuesto a permitir que los embargara la idea del fracaso.

Recordó las palabras de Nikaetomaas sobre el campamento que tenían los carestes en la frontera entre el Segundo y el Primer Dominio. Allí había dicho que habían llevado a Estabrook. Allí las curaciones milagrosas eran posibles, según había alardeado.

—Vamos a hacer un gran viaje, amigo mío —dijo al tiempo que empezaba a levantar al místico.

—¿Para qué te vas a partir la espalda? —le dijo Pai—. Despidámonos aquí.

—No te voy a decir adiós aquí ni en ninguna otra parte —dijo Cortés—. Y ahora rodéame el cuello con los brazos, amor mío. Todavía nos queda mucho camino que recorrer juntos.

Capítulo 3
1

E
l ascenso del Cometa a los cielos de Yzordderrex y la luz que arrojó sobre las calles de la ciudad no avergonzaron a las atrocidades, que ni se ocultaron ni cesaron, más bien al contrario. La ciudad estaba gobernada ahora por la Ruina y su corte estaba por todas partes: celebraba su entronización, paseaba sus emblemas (los más afortunados ya muertos) y ensayaba sus ritos para prepararse para un largo y poco glorioso reinado. Los niños lucían cenizas y llevaban las cabezas de sus padres como si fueran incensarios, humeantes aún de las hogueras donde los habían encontrado. Los perros disfrutaban de la libertad de la ciudad y devoraban a sus amos sin miedo al castigo. Las aves carroñeras de Sartori, que en otro tiempo habían desafiado los vientos del desierto para alimentarse de carne podrida, hoy se reunían en las calles en hordas parlanchinas para alimentarse de los hombres y mujeres que habían cotilleado allí el día anterior.

Había supervivientes, por supuesto, que se aferraban al sueño del Orden y se reunían en pequeños grupos para hacer lo que podían bajo el nuevo régimen: escarbaban entre los escombros con la esperanza de encontrar supervivientes, apagaban los incendios de los edificios que estaban lo bastante enteros para pensar en salvarlos, proporcionaban socorro a los afligidos y una muerte rápida a aquellos demasiado heridos para soportar un aliento más. Pero los superaban en número aquellas almas cuya fe en la cordura había quedado hecha pedazos y que se encontraban con el ojo del cometa, con los corazones sumidos en la desesperación. A media mañana, cuando Cortés y Pai llegaron a la puerta de la ciudad que llevaba al desierto, muchos de aquellos que habían empezado el día resueltos a conservar algo entre tanta calamidad se habían rendido y abandonaban su tierra, ahora que todavía conservaban la vida. Había dado comienzo el éxodo que despojaría a Yzordderrex de buena parte de su población en menos de media semana.

Aparte de alguna vaga indicación, averiguada por boca de Nikaetomaas, según la cual el campamento al que habían llevado a Estabrook se encontraba en el desierto, en los límites de aquel Dominio, Cortés viajaba a ciegas. Había albergado la esperanza de encontrar a alguien por el camino que pudiera darle mejores indicaciones, pero no encontró a nadie que pareciera lo bastante sano, ya fuera mental o físicamente, para prestarle ayuda. Antes de dejar el palacio, se había vendado la mano herida al derribar la puerta de la Torre del Eje lo mejor que había podido. La cuchillada que había sufrido cuando le habían arrebatado a Hurra y el corte que la cinta letal del místico le había abierto eran lo bastante leves para no causarle demasiada incomodidad. Su cuerpo, poseedor de la resistencia de un maestro, había superado ya tres veces la esperanza de vida natural de cualquier ser humano sin sufrir ningún deterioro significativo, y empezó casi de inmediato el proceso de curación.

No se podía decir lo mismo del cuerpo herido de Pai'oh'pah. El eco de Sartori era venenoso y estaba acabando con la fuerza y la conciencia del místico. Para cuando Cortés dejó la ciudad, el místico apenas podía mover las piernas, lo que obligaba a Cortés a llevarlo prácticamente en brazos. Sólo esperaba que pudieran encontrar algún medio de transporte antes de que pasara mucho tiempo, o aquel viaje terminaría antes incluso de empezar.

No había muchas posibilidades de que alguno de sus compañeros refugiados se ofreciera a llevarlos. La mayor parte iba a pie, y aquellos que tenían algún transporte (carros, coches, muías enanas) ya iban cargados de pasajeros. Varios vehículos sobrecargados habían entregado su alma al cielo a poca distancia de las puertas de la ciudad, y los que habían pagado por el viaje discutían en la orilla del camino. Pero la mayor parte de los viajeros seguía su camino en un silencio sobrecogedor, sin apenas levantar los ojos de la carretera, mirando sólo los pocos metros que tenían ante ellos, al menos hasta que llegaron al punto en el que esa carretera se dividía.

Allí se había creado un cuello de botella cuando la gente empezó a dar vueltas mientras decidía cuál de las tres rutas que tenía disponibles iba a tomar. Justo delante, aunque a una distancia considerable del cruce, se encontraba una cordillera tan impresionante como las Jokalaylau. La carretera de la izquierda se internaba en terrenos más verdes y esa era, como era de esperar, el camino más elegido. El menos escogido y, para los fines de Cortés el más prometedor, era la carretera que se encontraba a la derecha. Era un camino polvoriento y mal tendido, el terreno por el que serpenteaba era el menos exuberante y por tanto el que más probabilidades tenía de irse deteriorando hasta convertirse en desierto. Pero él sabía por los meses que había pasado en los Dominios que el terreno podía cambiar de forma notable en el espacio de unos pocos kilómetros, y que quizá, y aunque ahora no los pudiera ver, más allá se encontrara con verdes pastos, mientras que la pista que tenía detrás podía llevar con la misma facilidad a un yermo. Mientras permanecía entre el remolino de viajeros debatiendo consigo mismo escuchó una voz aguda, y al asomarse al polvo distinguió un tipo pequeño (joven, con gafas, el torso desnudo y calvo) que se dirigía hacia él con los brazos levantados.

—¡Señor Zacharias! ¡Señor Zacharias!

Lo conocía de algo, pero de qué no era capaz de recordarlo con precisión, y tampoco podía ponerle nombre. Pero el hombre, quizá acostumbrado a que sólo lo recordaran a medias, se apresuró a proporcionarle la información.

—Floccus Dado —dijo—. ¿Te acuerdas?

Ahora se acordaba. Era el compañero de armas de Nikaetomaas.

Floccus se quitó las gafas y contempló a Pai.

—La dama, tu amiga, parece enferma —dijo.

—No es una dama. Es un místico.

—Perdón. Lo siento —dijo Floccus mientras volvía a ponerse las lentes y parpadeaba con violencia—. Error mío. El sexo nunca ha sido mi fuerte. ¿Está muy enfermo?

—Eso me temo.

—¿Está Nikae con vosotros? —preguntó Floccus al tiempo que miraba a su alrededor—. No me digas que ya se ha adelantado. Le dije que iba a esperar aquí por ella si nos separábamos.

—No va a venir, Floccus —dijo Cortés.

—¿Y por qué no, en el nombre de Hyo?

—Me temo que está muerta.

Los tics nerviosos y los parpadeos de Dado cesaron al instante. Se quedó mirando a Cortés con una diminuta sonrisa en el rostro, como si estuviera acostumbrado a ser el blanco de las bromas y quisiera creer que esto lo era.

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