Read Imajica (Vol. 2): La Reconciliación Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (13 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Dejó a Atanasio contemplando el vacío y volvió dentro; este sería un buen momento para encontrar un bar y pedir una copa bien fuerte. Al dirigirse a la cama de Pai lo detuvo en seco una voz demasiado desabrida para este sagrado lugar y lo bastante vacilante para sugerir que el hablante había encontrado ese bar y había terminado secándolo.

—¡Cortés, viejo cabrón!

Apareció Estabrook ante él con una expansiva sonrisa en los labios, aunque le faltaban varios dientes.

—Oí que estabas aquí y no me lo creí. —Buscó la mano de Cortés y se la estrechó—. Pero aquí estás, en carne y hueso. ¿Quién lo habría pensado, eh? Los dos aquí.

La vida en el campamento había producido algunos cambios en Charlie. No podía haber estado más lejos del apesadumbrado conspirador que Cortés había conocido en la colina de las cometas. Lo cierto es que casi podría haber haberse hecho pasar por un payaso, con su botarga de pantalones de raya diplomática, los tirantes harapientos, una túnica desabrochada teñida de media docena de colores y todo coronado por una calva y una sonrisa a la que le faltaban varios dientes.

—¡Me alegro tanto de verte! —no dejaba de decir, su placer en estado puro—. Tenemos que hablar y este es el momento perfecto. Van a salir todos fuera a meditar sobre su ignorancia, cosa que está bien durante unos minutos pero ¡Dios! luego es un rollo. Ven conmigo, ¡vamos! Me han dado un rinconcito propio, para quitarme de en medio.

—Quizá más tarde —dijo Cortés—. Tengo un amigo aquí que está enfermo.

—Oí a alguien hablando de eso. ¿Un místico? ¿Es esa la palabra?

—Esa es la palabra.

—Son extraordinarios, según he oído. Muy
sexy.
¿Por qué no voy a ver al paciente contigo?

Cortés no sentía ningún deseo de hacerle compañía a Estabrook durante más tiempo del necesario pero sospechaba que el hombre se despediría a toda prisa en cuanto posara los ojos en Pai y se diera cuenta que la criatura que había venido a espiar era la misma que había contratado para asesinar a su esposa. Volvieron juntos al lado del lecho de Pai. Floccus estaba allí, con una lámpara y una amplia provisión de comida. Con la boca llena a reventar, se levantó para que lo presentaran pero Estabrook apenas percibió su presencia. Tenía los ojos clavados en Pai, cuya cabeza estaba girada hacia el lado contrario del fulgor de la lámpara, mirando hacia el Primer Dominio.

—Cabrón con suerte —le dijo a Cortés—. Es muy hermosa.

Floccus miró a Cortés para ver si éste tenía intención de comentar el error de Estabrook a la hora de asignarle un sexo al paciente, pero Cortés se limitó a sacudir por un segundo la cabeza. Le sorprendía que el poder de Pai para responder a la mirada de los demás siguiera intacto, sobre todo porque sus ojos veían una visión mucho más angustiante: la materia de su amado se iba haciendo cada vez más insustancial a medida que pasaban las horas. ¿Es que esta visión y este entendimiento estaban reservados sólo para los maestros? Se arrodilló junto a la cama y estudió los rasgos que se desvanecían sobre la almohada. Los ojos de Pai vagaban bajo los párpados.

—¿Sueñas conmigo? —murmuró Cortés.

—¿Mejora la chica? —inquirió Estabrook.

—No lo sé —dijo Cortés—. Se supone que este es un lugar de curación, pero yo no estoy tan seguro.

—De verdad, creo que deberíamos hablar —dijo Estabrook con la indiferencia tensa de un hombre que tiene algo de vital importancia que compartir pero que no puede hacerlo entre los presentes—. ¿Por qué no te vienes conmigo un momento y te tomas una copa rápida? Estoy seguro que Floccus vendrá a buscarte si ocurre algo desafortunado.

Floccus siguió masticando al tiempo que asentía y Cortés accedió a ir con la esperanza de que Estabrook pudiera decirle algo sobre las condiciones de aquel lugar que lo ayudaran a decidir si debía irse o quedarse.

—Sólo serán cinco minutos —le prometió a Floccus y dejó que Estabrook lo llevara por los corredores iluminados por lámparas hasta lo que antes había llamado su rincón.

Estaba un tanto apartado, una pequeña habitación de lona que había hecho propia con las pocas posesiones que se había traído de la Tierra. Una camisa, las manchas de sangre ya pardas, colgaba sobre la cama como si fuera el raído estandarte de alguna notable batalla. En la mesa, al lado de la cama, había ordenado su billetera, su peine, una caja de cerillas y un paquete de pastillas de menta junto con varias columnas simétricas de cambio para formar un altar dedicado al espíritu del bolsillo.

—No es mucho —dijo Estabrook—, pero es mi hogar.

—¿Estás prisionero aquí? —dijo Cortés mientras se sentaba en la sencilla silla que había a los pies de la cama.

—En absoluto —dijo Estabrook.

Sacó una pequeña botella de licor de debajo de la almohada. Cortés la reconoció de las horas que él y Hurra habían pasado en el Oke T'Noon. Era la savia fermentada de una flor de pantano del Tercer Dominio: el kloupo. Estabrook le dio u n trago a la botella y Cortés recordó todo el coñac que había bebido de una petaca en la colina de las cometas. Aquel día había rechazado el licor de ese hombre, pero no ahora.

—Podría irme en cuanto quisiera —continuó—. Pero entonces pienso, ¿adónde ibas a ir, Charlie? ¿Y adónde iba a ir?

—¿De vuelta al Quinto?

—En el nombre de Dios, ¿por qué?

—¿No lo echas de menos, aunque sea un poco?

—Un poco, quizá. De vez en cuando me pongo sensiblero, supongo, y entonces me emborracho, más todavía, y tengo sueños.

—¿Sobre qué?

—La mayoría son cosas de la niñez, ya sabes. Pequeños detalles sueltos que no significarían nada para cualquier otra persona. —Reclamó la botella y volvió a beber—. Pero no puedes recuperar el pasado, así que, ¿de qué sirve romperte el corazón? Cuando las cosas se van, se van.

Cortés emitió un ruido que no lo comprometía a nada.

—No estás de acuerdo.

—No necesariamente.

—Dime una cosa que permanezca.

—No…

—No, venga. Di una sola cosa.

—El amor.

—¡Ja! Bueno, no cabe duda que con eso completamos el círculo ¿verdad? ¡El amor! Sabes, habría estado de acuerdo contigo hace medio año. No puedo negarlo. No podía concebir la posibilidad de no estar enamorado de Judith. Pero no lo estoy. Cuando me acuerdo de lo que sentía por ella, me parece ridículo. Ahora, por supuesto, le toca a Oscar estar obsesionado con ella. Primero tú, luego yo, luego Oscar. Pero mi hermano no sobrevivirá mucho tiempo.

—¿Qué te hace decir eso?

—Está metido en demasiadas cosas. Esto va a terminar en lágrimas, ya lo verás. ¿Sabes lo de la Tabula Rasa, supongo?

—No.

—¿Por qué habrías de saberlo? —respondió Estabrook—. A ti te metieron en esto a rastras, ¿no es cierto? Me siento culpable, de verdad. Tampoco es que el hecho de que yo me sienta culpable vaya a servirnos de nada a ninguno de los dos, pero quiero que sepas que jamás comprendí las ramificaciones de lo que estaba haciendo. Si lo hubiera hecho, te juro que habría dejado a Judith en paz.

—No creo que ninguno de los dos hubiéramos sido capaces de eso —comentó Cortés.

—¿De dejarla en paz? No, supongo que no. Ya teníamos el camino marcado, ¿eh? No estoy diciendo que sea del todo inocente, que conste. No lo soy. En mis tiempos hice unas cuantas cosas espantosas, cosas de las que me avergüenzo con sólo pensar en ellas. Pero comparado con la Tabula Rasa o con un chiflado hijo de puta como Sartori, no soy tan malo. Y cuando miro cada mañana al Vacío de Dios…

—¿Así es como lo llaman?

—Oh, coño, no; ellos son mucho más respetuosos. Es el pequeño apodo que le he puesto yo. Pero cuando lo miro, pienso, bueno, va a llevarnos a todos uno de estos días, poco importa quienes seamos: chiflados hijos de puta, amantes, borrachos, no se va a poner a elegir. Todos nos vamos a convertir en nada antes o después. Y sabes, quizá sea la edad pero eso ya no me preocupa. Todos tenemos nuestro momento y cuando se acaba, se acaba.

—Tiene que haber algo al otro lado, Charlie —dijo Cortés.

Estabrook sacudió la cabeza.

—Eso son chorradas —dijo—. He visto a un montón de personas levantarse y entrar en la Mácula, rezan y siguen andando. Dan unos cuantos pasos y desaparecen. Es como si nunca hubieran vivido.

—Pero aquí la gente sana. Tú sanaste.

—No cabe duda que Oscar me dejó hecho un desastre y no fallecí. Pero no sé si estar aquí tuvo mucho que ver con eso. Piensa en ello. Si Dios estuviera de verdad al otro lado de ese muro y, coño, estuviera tan impaciente por curar a los enfermos, ¿no te parece que estiraría el brazo un poco más y detendría lo que está pasando en Yzordderrex? ¿Por qué iba Él a soportar horrores como ese, justo delante de Sus narices? No, Cortés. Yo lo llamo el Vacío de Dios pero sólo es así a medias. Dios no está allí. Quizá lo estuvo en otro tiempo…

Dejó la frase sin terminar y llenó el silencio con otro trago de kloupo.

—Gracias por todo —dijo Cortés.

—¿Qué hay que agradecer?

—Me has ayudado a tomar una decisión.

—Ha sido un placer —dijo Estabrook—. Joder, es tan difícil pensar con claridad, a que sí, con este maldito viento soplando todo el tiempo. ¿Puedes encontrar el camino de vuelta a esa encantadora dama tuya o quieres que vaya contigo?

—Ya encontraré el camino —respondió Cortés.

2

Se arrepintió muy pronto de haber declinado el ofrecimiento de Estabrook, descubrió después de doblar unas cuantas esquinas que cualquier pasillo iluminado por lámparas se parecía mucho al siguiente y que no sólo no podía desandar sus pasos hasta el lecho de Pai sino que tampoco estaba seguro de poder encontrar el camino de vuelta a la tienda de Estabrook.

Una de las rutas que probó le llevó a una especie de capilla donde varios carestes estaban arrodillados delante de una ventana que se asomaba al Vacío de Dios. La Mácula presentaba en lo que ahora era una oscuridad absoluta el mismo rostro vacío que tenía al anochecer, más iluminada que la noche pero sin arrojar ninguna luz sobre ella, y su nulidad resultaba más inquietante que las atrocidades de Beatrix o las habitaciones selladas del palacio.

Cortés volvió la espalda tanto a la ventana como a los devotos y continuó su búsqueda de Pai, que por casualidad lo trajo por fin de vuelta a la que pensó que era la habitación donde yacía el místico. Pero la cama estaba vacía. Desorientado, estaba a punto de ir a interrogar a uno de los otros pacientes para confirmar que estaba en la sala correcta cuando le llamó la atención la comida de Floccus, o lo que quedaba de ella, que permanecía al lado de la cama: unas cuantas migas, media docena de huesos bien roídos. No cabía duda que esta era la cama de Pai. ¿Pero dónde estaba su ocupante? Se volvió para mirar a los demás. Estaban todos dormidos o bien en estado de coma pero él estaba resuelto a encontrar la verdad y estaba cruzando el espacio que lo separaba de la cama más cercana cuando oyó que Floccus corría en su busca y lo llamaba.

—¡Ahí estás! te he buscado por todas partes.

—La cama de Pai está vacía, Floccus.

—Lo sé, lo sé. Fui a vaciar la vejiga, estuve fuera dos minutos, no más, y cuando volví había desaparecido. El místico, no mi vejiga. Creí que quizá habías venido y te lo habías llevado.

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—No te enfades. Aquí no va a ocurrirle nada malo. Confía en mí.

Después de su conversación con Estabrook, Cortés no estaba en absoluto tan seguro de que eso fuera cierto pero no iba a perder el tiempo discutiendo con Floccus mientras Pai vagaba por allí desatendido.

—¿Dónde has mirado?

—Por todas partes.

—¿No puedes ser un poco más preciso?

—Me perdí —dijo Floccus, que empezaba a exasperarse—. Todas las tiendas se parecen.

—¿Ha salido fuera?

—No, ¿por qué? —La agitación de Floccus desapareció ante sus ojos. Lo que surgió en su lugar fue una profunda desesperación—. ¿No creerás que haya ido a la Mácula?

—No lo sabremos hasta que miremos —dijo Cortés—. ¿Por dónde me llevó Atanasio? Había una puerta…

—¡Espera! ¡Espera! —dijo Floccus mientras agarraba la chaqueta de Cortés—. No puedes salir ahí así como así.

—¿Por qué no? Soy un maestro, ¿no?

—Hay ceremonias…

—Me importa una mierda —dijo Cortés y sin esperar a que Floccus le pusiera más objeciones puso rumbo hacia lo que esperaba que fuera la dirección correcta.

Floccus lo siguió, trotaba al lado de Cortés y abría nuevos argumentos contra las intenciones de Cortés cada cuatro o cinco pasos. La Mácula estaba inquieta esta noche, dijo, se hablaba de brechas en ella; vagar por sus inmediaciones cuando era tan volátil era peligroso, quizá un suicidio, y además, era una profanación. Cortés quizá fuera un maestro pero eso no le daba derecho a hacer caso omiso del protocolo en lo que estaba planeando. Era un invitado y estaba allí con la condición de que obedeciera las reglas. Y las reglas no se escribían para pasar el rato. Había muy buenas razones para evitar que los extraños violaran aquel lugar. Eran ignorantes y la ignorancia podía destrozarlos a todos.

—¿De qué sirven las reglas si nadie entiende en realidad lo que está pasando ahí fuera? —dijo Cortés.

—¡Pero es que lo entendemos! Entendemos este lugar. Es donde Dios empieza.

—Entonces, si la Mácula me mata, ya sabes lo que tienes que escribir en mi necrológica. «Cortés terminó donde empieza Dios».

—Eso no tiene gracia, Cortés.

—Estamos de acuerdo.

—Es cuestión de vida o muerte.

—Estamos de acuerdo.

—¿Entonces por qué lo haces?

—Porque allí donde esté Pai, ese es mi sitio. ¡Y hubiera dicho que hasta alguien con media vista y corto de cerebro como tú se habría dado cuenta!

—Quieres decir corto de vista y con medio cerebro.

—Tú lo has dicho.

Delante se encontraba la puerta que Atanasio y él habían atravesado un rato antes. Estaba abierta y sin vigilancia.

—Sólo quiero decir… —empezó Floccus.

—Déjalo ya, Floccus.

—… que ha sido una amistad demasiado corta —respondió el hombre, cosa que detuvo a Cortés, avergonzado por su estallido.

—No me llores todavía —le dijo en voz baja.

Floccus no respondió, se limitó a alejarse de la puerta abierta y dejar que Cortés la atravesara sólo. Fuera, la noche guardaba silencio, el viento había caído a poco más que una brisa. Examinó el terreno, a izquierda y derecha. Había devotos en ambas direcciones, arrodillados en la oscuridad, con las cabezas inclinadas mientras meditaban sobre el Vacío de Dios. No deseaba molestarlos así que se movió en silencio, tanto como pudo sobre el suelo desigual, pero los fragmentos de roca más pequeños que tenía delante saltaban y rodaban a medida que él se aproximaba, como si quisieran anunciarle con tanto estrépito y estruendo. No fue esa la única respuesta a su presencia. El aire que exhalaba, que había utilizado para matar en tantas ocasiones ya, se oscurecía al abandonar sus labios, la nube salía disparada con hebras de un color rojo brillante. No se dispersaban estas bocanadas, sino que se hundían como si les pesara su propia letalidad y le envolvían el torso y las piernas como túnicas fúnebres. No hizo ningún esfuerzo por desprenderse de ellas aunque sus pliegues pronto ocultaron el suelo y ralentizaron sus pasos. Y tampoco tuvo que reflexionar mucho sobre su propósito. Ahora que no lo acompañaba Atanasio, el aire estaba decidido a negarle la defensa de caminar por aquí como si fuera inocente, como si fuera un simple hombre en busca de un amante vagabundo. Envuelto en aquel color negro y acompañado de tambores se revelaba su naturaleza más profunda: era un maestro con un poder asesino en los labios y no habría forma de ocultarles ese hecho, ni a la Mácula ni a los que meditaban sobre ella.

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