El sonido de las piedras sacó a varios de los devotos de sus contemplaciones, levantaban la vista y veían que tenían una figura ominosa entre ellos. Uno, arrodillado sólo cerca del camino de Cortés, se levantó aterrado y huyó pronunciando una plegaria de protección. Otro se postró sollozando. En lugar de intimidarlos aún más con la mirada, Cortés volvió los ojos hacia el Vacío de Dios para explorar el terreno que se encontraba cerca del margen que separaba la tierra sólida del vacío en busca de alguna señal de Pai'oh'pah. La visión de la Mácula ya no lo angustiaba como lo había hecho la primera vez que había salido aquí con Atanasio. Ataviado como iba, y así anunciado, se enfrentaba al vacío como un hombre con poder. Para poder intentar los ritos de la Reconciliación, tenía que haber hecho las paces con este misterio. No tenía nada que temer de él.
Para cuando por fin puso los ojos sobre Pai'oh'pah, estaba a trescientos o cuatrocientos metros de la puerta y la asamblea de los que meditaban se había reducido a unos cuantos valientes que se habían separado del nudo principal de la congregación en busca de soledad. Algunos ya se habían retirado al aproximarse él pero unos pocos estoicos permanecían en su lugar de plegaria y dejaban que pasara este extraño sin ni siquiera levantar los ojos para mirarlo. Envuelto como estaba en su aliento de marta cibelina, Cortés temió que Pai no lo reconociera y empezó a llamar al místico por su nombre. Nadie respondió a la llamada. Aunque la cabeza del místico no era más que un contorno oscuro entre las tinieblas, Cortés sabía en qué había clavado sus ojos hambrientos: el enigma que atraía su paso firme del mismo modo que el borde de un abismo atrae a un suicida. Aceleró el paso y con ese impulso empezó a mover piedras cada vez más grandes a medida que avanzaba. Aunque no había señal de que el místico tuviera prisa, Cortés temía que una vez que se encontrase en la equívoca región que había entre el suelo sólido y la nada, la criatura fuera ya irrecuperable.
—¡Pai! —gritó mientras caminaba—. ¿Me oyes? ¡Por favor, para!
Las palabras siguieron produciendo nubes que lo vestían pero no tuvieron ningún efecto sobre Pai hasta que Cortés convirtió los ruegos en una orden.
—Pai'oh'pah. Te habla tu maestro. Detente.
El místico tropezó al oír las palabras de Cortés como si ese mandato hubiera puesto un obstáculo en su camino. Un pequeño gemido de dolor, casi animal, escapó de sus labios. Pero hizo lo que su antiguo invocador le había pedido y se detuvo en seco como un sirviente obediente, esperando a que su maestro llegara a su lado.
Cortés ya estaba a menos de diez pasos y vio lo avanzado que estaba el proceso de desmadejamiento. El místico era ya poco más que una sombra entre sombras, era imposible leer sus rasgos y su cuerpo carecía de sustancia. Si Cortés necesitaba alguna prueba más de que la Mácula no era un lugar de curación, la tenía en la visión del uredo, que era más sólido que el cuerpo del que se había alimentado, sus manchas lívidas brillaban a intervalos como ascuas sorprendidas por una ráfaga de viento.
—¿Por qué has dejado tu cama? —dijo Cortés, que había ralentizado el paso una vez más al acercarse al místico. Su forma parecía tan tenue que temía que cualquier movimiento violento pudiera dispersarla por completo—. Más allá de la Mácula no hay nada que necesites, Pai. Tu vida está aquí, conmigo.
El místico se tomó unos minutos para responder. Cuando lo hizo, su voz era tan etérea como su sustancia, un ruego fino y exhausto que surgía de un espíritu al borde del colapso absoluto.
—Ya no me queda ninguna vida, maestro —dijo.
—Deja que sea yo el que juzgue eso. Me juré a mí mismo que jamás volvería a dejarte marchar, Pai. Quiero cuidarte, sanarte. Traerte aquí fue un error, ahora lo sé. Lo siento si te ha causado dolor pero te sacaré de aquí…
—No fue ningún error. Encontraste el camino que te trajo aquí porque tenías tus razones.
—Tú eres mi razón, Pai. No sabía quién era hasta que tú me encontraste, y me volveré a olvidar si te vas.
—No, no te olvidarás —dijo la criatura, el perfil equívoco de su cabeza se volvió hacia Cortés. Aunque no había ningún destello que marcase el lugar donde habían estado sus ojos, Cortés sabía que lo estaba mirando—. Tú eres el maestro Sartori. El Reconciliador de Imajica. —Titubeó durante largo rato. Cuando recuperó la voz, era más frágil que nunca—. Y eres también mi amo, y mi marido, y mi hermano más querido… Si me ordenas que me quede, entonces me quedaré. Pero si me amas, Cortés, entonces, por favor… déjame… ir.
La petición no se podía haber hecho de una forma más sencilla ni más elocuente y si Cortés hubiera tenido la certeza, sin asomo de duda, que había un Edén al otro lado de la Mácula listo para recibir el espíritu de Pai, habría dejado que el místico se fuera en ese mismo instante, por angustioso que fuera. Pero creía algo muy diferente y estaba listo para decirlo, incluso estando tan cerca del vacío.
—No es el cielo, Pai. Quizá Dios esté allí, quizá no. Pero hasta que lo sepamos…
—¿Y por qué no dejar que vaya ahora y lo vea por mí mismo? No tengo miedo. Este es el Dominio donde se hizo a mi pueblo. Quiero verlo. —En estas palabras había la primera insinuación de pasión que Cortés había oído hasta entonces—. Me estoy muriendo, maestro. Necesito echarme y dormir.
—¿Y si ahí no hay nada, Pai? ¿Y si lo único que hay es un vacío?
—Preferiría la ausencia al dolor.
La respuesta derrotó a Cortés por completo.
—Entonces será mejor que te vayas —dijo. Ojalá pudiera encontrar alguna forma más tierna de renunciar a la criatura pero era incapaz de ocultar su desolación con tópicos. Por mucho que quisiera salvar a Pai del sufrimiento, su empatía no podía vencer la necesidad que sentía, ni anular del todo la sensación de propiedad que, por muy indeseable que fuera, formaba parte de lo que sentía por esta criatura.
—Ojalá pudiéramos haber hecho este último viaje juntos, maestro —dijo Pai—. Pero tienes cosas que hacer, lo sé. Grandes cosas.
—¿Y cómo las voy a hacer sin ti? —dijo Cortés, aunque sabía que esa era una táctica miserable (y medio se avergonzaba de ella), pero no estaba dispuesto a permitir que el místico abandonara la vida sin darle voz a cada deseo que conocía para evitar que la criatura se fuera.
—No estás sólo —dijo Pai—. Ya conoces a Ácaro Bronco y a Scopique. Ambos eran miembros del último Sínodo y están listos para preparar la Reconciliación contigo.
—¿Son maestros?
—Ahora sí. La última vez eran novicios pero ahora están preparados. Ellos trabajarán en sus Dominios mientras tú trabajas en el Quinto.
—¿Han esperado todo este tiempo?
—Sabían que vendrías. O, si no tú, alguien en tu lugar.
Los había tratado a los dos tan mal, pensó, sobre todo a Ácaro Bronco.
—¿Quién representará al Segundo? —dijo—. ¿Y al Primero?
—Había un eurhetemec en Yzordderrex que esperaba trabajar por el Segundo, pero está muerto. Ya era viejo la última vez y no ha podido esperar. Le pedí a Scopique que encontrara un sustituto.
—¿Y aquí?
—Esperaba que ese honor recayera sobre mí pero ahora tendrás que encontrar a alguien que ocupe mi lugar. No pongas esa cara de perdido, maestro, por favor. Fuiste un gran Reconciliador…
—Fracasé. ¿Qué tiene eso de grande?
—No fracasarás otra vez.
—Ni siquiera recuerdo las ceremonias.
—Las recordarás, después de un tiempo.
—¿Cómo?
—Todo lo que hicimos, dijimos y sentimos sigue esperando en la calle Gamut. Todos nuestros preparativos, todos nuestros debates. Incluso yo.
—El recuerdo no es suficiente, Pai.
—Lo sé…
—Te quiero real. Te quiero… para siempre.
—Quizá, cuando Imajica vuelva a estar entera y se abra el Primer Dominio, quizá entonces me encuentres.
Había en eso una esperanza muy pequeña, pensó Cortés, y no sabía si eso sería suficiente para evitar que cayera en la desesperación cuando el místico desapareciera.
—¿Puedo irme? —dijo Pai.
Cortés no había pronunciado jamás una sílaba más dura que la siguiente.
—Sí —dijo.
El místico levantó la mano, que ya no era más que una voluta de humo con cinco dedos y la posó en los labios de Cortés. Éste no sintió el contacto físico pero el corazón le dio un vuelco dentro del pecho.
—No estamos perdidos —dijo Pai—. Confía en eso.
Luego dejó caer los dedos y el místico comenzó a separarse de Cortés para dirigirse hacia la Mácula. Había quizá una docena de metros de distancia y a medida que disminuía la brecha, el corazón de Cortés, que ya se había disparado con la caricia de Pai, iba latiendo más rápido y su tamborileo le resonaba en la cabeza. Incluso ahora que sabía que no podía rescindir la libertad que había concedido, le costó no perseguir al místico para detenerlo sólo un momento más: para oír su voz, para colocarse a su lado, para ser la sombra de su sombra.
La criatura no volvió la vista atrás, pisó con cruel facilidad la tierra de nadie que separaba la solidez de la nada. Cortés se negó a apartar la vista, se quedó mirando con una firmeza más desafiante que heroica. El nombre de aquel lugar estaba bien puesto. A medida que el místico caminaba, quedaba borrado, sin dejar mácula, como un esbozo que tras servir bien a su Creador, este ya no lo necesitara en la página. Pero al contrario que el esbozo, que por muy meticulosamente que se borrara siempre dejaba algún rastro para señalar el error del artista, cuando Pai se desvaneció por fin, la desaparición fue completa, dejó el punto inmaculado. Si Cortés no hubiera tenido al místico en su memoria (ese inestable libro), la criatura podría no haber existido jamás.
C
uando volvió a entrar fue para encontrarse con las miradas de cincuenta o más personas reunidas en la puerta; era obvio que todas ellas habían presenciado lo que acababa de ocurrir, aunque a cierta distancia. Nadie tosió siquiera hasta que él hubo pasado, luego oyó elevarse los susurros como el sonido de un enjambre de insectos. ¿Es que no tenían nada mejor que hacer que cotillear sobre su dolor? pensó. Cuanto antes se alejara de aquí, mejor. Se despediría de Estabrook y de Floccus y se iría de inmediato.
Volvió a la cama de Pai con la esperanza de que el místico hubiera dejado algún recuerdo para él, pero la única señal de su presencia era la muesca en la almohada en la que había reposado su hermosa cabeza. Anheló poder echarse él también allí un rato pero era un lugar demasiado público para permitirse semejante lujo. Ya lloraría su pérdida cuando se fuese de aquí.
Mientras se preparaba para irse apareció Floccus, su cuerpecito nervudo se crispaba como el de un boxeador que anticipara un golpe.
—Siento interrumpir —dijo.
—Iba a ir a buscarte de todos modos —dijo Cortés—. Sólo para darte las gracias y decirte adiós.
—Antes de que os vayáis —dijo Floccus parpadeando como un maníaco—. Tengo un mensaje para vos. —Se le había ido todo el color de la cara y tropezaba con cada dos palabras.
—Siento mi comportamiento —dijo Cortés para intentar tranquilizarlo—. Hiciste todo lo que pudiste y a cambio lo único que recibiste fue mi mal humor.
—No hace falta disculparse.
—Pai tenía que irse y yo tengo que quedarme. Así son las cosas.
—Es un placer teneros de vuelta —se entusiasmó Floccus—. De verdad, maestro, en serio.
El «maestro» le dio a Cortés una pista sobre el cambio de comportamiento.
—¿Floccus? ¿Me tienes miedo? —dijo—. Lo tienes, ¿no es así?
—¿Miedo? Eh, bueno, eh, sí. Por decirlo de alguna forma. Sí. Lo que ocurrió ahí fuera, que os acercarais tanto a la Mácula y que no os reclamara y el modo en el que habéis cambiado… —Cortés se dio cuenta que el atuendo negro seguía pegado a su cuerpo, su lenta descomposición le rodeaba los miembros de jirones de humo—. Eso le da un cariz diferente a las cosas. No lo había entendido; perdonadme, fue una estupidez; no había entendido, ya sabéis, que me encontraba en compañía de, bueno, tal poder. Si, ya sabéis, os he ofendido en algo…
—No lo has hecho.
—Puedo ser muy frívolo.
—Has sido una gran compañía, Floccus.
—Gracias, maestro. Gracias. Gracias.
—Por favor, deja de darme las gracias.
—Sí. Claro. Gracias.
—Decías que tenías un mensaje.
—¿Eso dije? Eso dije.
—¿De quién?
—Atanasio. Le gustaría mucho veros.
Aquí estaba la tercera despedida que debía, pensó Cortés.
—Entonces llévame con él, si eres tan amable —dijo y Floccus, en cuyo rostro se reflejaba el alivio de haber sobrevivido a esta entrevista, se volvió y lo alejó de la cama vacía.
En los pocos minutos que les llevó abrirse paso por el cuerpo de la tienda, el viento, que se había reducido casi a la nada al caer el crepúsculo, empezó a elevarse con renovada ferocidad. Para cuando Floccus lo hizo entrar en la cámara en la que esperaba Atanasio, el aire golpeaba las paredes con violencia. Las lámparas del suelo parpadeaban con cada ráfaga y bajo su luz nerviosa Cortés vio qué melancólico lugar había elegido Atanasio para su despedida. La cámara era un depósito de cadáveres, el suelo estaba cubierto de cuerpos envueltos en todo tipo de trapos y sudarios, algunos envueltos con todo cuidado, la mayor parte apenas cubiertos, una prueba más (como si hiciera falta) del poco poder que tenía aquel sitio como lugar de curación. Pero ese argumento carecía ya de interés. Este no era el momento ni el lugar para herir la fe de aquel hombre, no con el viento de la noche azotando las paredes y los muertos por todas partes a sus pies.
—¿Quieres que me quede? —le preguntó Floccus a Atanasio, era obvio que estaba desesperado porque lo rechazaran.
—No, no. Vete, por supuesto.
Floccus se volvió hacia Cortés e hizo una pequeña reverencia.
—Ha sido un honor, señor —dijo y luego se fue a toda prisa.
Cuando Cortés volvió a mirar hacia Atanasio, el hombre se había alejado hacia el otro extremo del depósito y miraba fijamente uno de los cuerpos amortajados. Se había vestido acorde con aquel sombrío lugar, el atuendo suelto y brillante que lucía antes desechado a favor de unas túnicas de un color azul tan profundo que eran casi negras.
—Bueno, maestro —dijo—. Estaba buscando un Judas entre nosotros y no me di cuenta de que eras tú. Qué descuido, ¿eh?
Su tono era casual, lo que hizo que la afirmación que Cortés ya encontraba confusa lo fuera doblemente.