—¿Qué quieres decir? —dijo.
—Quiero decir que nos engañaste para entrar en nuestras tiendas y ahora esperas partir sin pagar ningún precio por tu profanación.
—No hubo ningún engaño —dijo Cortés—. El místico estaba enfermo y pensé que aquí se podría curar. Si ahí fuera no cumplí con todas las formalidades, tendrás que perdonarme. No tenía tiempo para tomar clases de teología.
—El místico nunca estuvo enfermo. O si lo estuvo, lo enfermaste tú mismo para poder infiltrarte aquí como un gusano. Ni siquiera te molestes en protestar. Vi lo que hiciste ahí fuera. ¿Qué va a hacer el místico, entregarle algún informe sobre nosotros al Invisible?
—¿De qué me estás acusando, exactamente?
—Me empiezo a preguntar si vienes siquiera del Quinto, o quizá eso forma también parte de la conspiración.
—Na hay ninguna conspiración.
—Salvo que he oído que allí la revolución y la teología son malos compañeros de cama, cosa que por supuesto a nosotros nos parece extraño. ¿Cómo se puede separar una cosa de la otra? Si quieres cambiar aunque sea una pequeña parte de tu condición, debes esperar que las consecuencias lleguen antes o después a los oídos de las divinidades y luego debes tener preparadas tus razones.
Cortés lo escuchó todo y se preguntó si quizá no fuera más sencillo salir de la habitación y dejar a Atanasio con sus divagaciones. Estaba claro que nada de esto tenía ningún sentido. Pero le debía a aquel hombre un poco de paciencia, quizá, aunque sólo fuera por las sabias palabras que había pronunciado en la boda.
—Crees que estoy implicado en una conspiración —dijo Cortés—. ¿Es eso?
—Creo que eres un asesino, un mentiroso y un agente del Autarca —dijo Atanasio.
—¿Me llamas mentiroso a mí? ¿Quién es el que ha seducido a todos estos pobres mamones para que pensaran que aquí podían sanar, tú o yo? ¡Míralos! —Cortés señaló las filas—. ¿Llamas a esto sanar? Yo no. Y si les quedara algún aliento…
Bajó la mano y arrancó el sudario del cadáver que tenía más cerca. El rostro que había debajo era el de una mujer muy bonita. Los ojos abiertos estaban vidriados. Al igual que la cara: pintada y vidriada. Tallada, pintada y vidriada. Tiró un poco más de la sábana y oyó la risa dura y arisca de Atanasio al hacerlo. La mujer tenía un niño pintado encaramado en el pliegue del codo. Llevaba un halo dorado alrededor de la cabeza y tenía la manita levantada para dar la bendición.
—Es posible que yazca muy quieta —dijo Atanasio—. Pero no te engañes. No está muerta.
Cortés fue hacia otro de los cuerpos y retiró la tela que lo cubría. Debajo yacía una segunda Virgen, esta más barroca que la primera, con los ojos alzados en un beatífico desvanecimiento. Dejó que se le cayera el sudario entre los dedos.
—¿Te sientes débil, maestro? —dijo Atanasio—. Ocultas tu miedo muy bien pero a mí no me engañas.
Cortés miró de nuevo por la habitación. Había al menos treinta cuerpos allí dispuestos.
—¿Son todas Vírgenes? —dijo.
Atanasio leyó ansiedad en el desconcierto de Cortés y dijo:
—Ahora empiezo a ver el miedo. Esta tierra es sagrada para la Diosa.
—¿Por qué?
—Porque según la tradición se cometió un gran crimen contra su sexo en este punto. Una mujer del Quinto Dominio fue violada por aquí cerca y el espíritu de la Madre Santa llama sagrada a cualquier tierra así marcada. —Se agachó y descubrió otra de las estatuas, luego la tocó con gesto reverente—. Está aquí con nosotros —dijo—. En cada estatua. En cada piedra. En cada ráfaga de viento. Nos bendice porque nos atrevemos a acercarnos al Dominio de su enemigo.
—¿Qué enemigo?
—¿Es que no te permiten pronunciar su nombre sin hincarte de rodillas? —dijo Atanasio—. Hapexamendios. Tu Señor, el Invisible. Puedes confesarlo. ¿Por qué no? Ahora tú conoces mi secreto y yo el tuyo. Ya somos transparentes. Sin embargo todavía tengo una pregunta antes de que te vayas.
—¿Y cuál es?
—¿Cómo averiguaste que veneramos a la Diosa? ¿Fue Floccus el que te lo dijo o Nikaetomaas?
—Nadie. No lo sabía y no me importa demasiado. —Echó a andar hacia el hombre—. No les tengo miedo a tus Vírgenes, Atanasio.
Eligió una cercana y le quitó el velo, desde la corona de estrellas hasta los pies envueltos en nubes. Las manos de la imagen estaban enlazadas en actitud de plegaria. Cortés se inclinó, igual que lo había hecho Atanasio, y colocó la mano sobre los dedos entrelazados de la estatua.
—Por si te interesa —dijo—, creo que son muy hermosas. En otro tiempo yo también fui artista.
—Eres fuerte, maestro, lo reconozco. Esperaba que nuestra Señora te hincara de rodillas.
—Primero se supone que tengo que arrodillarme ante Hapexamendios y ahora ante la Virgen.
—Ante uno por lealtad, ante la otra por miedo.
—Siento desilusionarte pero mis piernas son mías y me arrodillo cuando yo lo decido. Si así lo decido.
Atanasio parecía confuso.
—Creo que incluso te lo crees —dijo.
—Pues claro que me lo creo, coño. No sé de qué clase de conspiración crees que soy culpable pero te juro que no hay ninguna.
—Eres el instrumento del Invisible, quizá más de lo que yo pensaba —dijo Atanasio—. Quizá ignoras su propósito.
—Oh, no —dijo Cortés—. Sé bien qué es lo que debo hacer y no veo razón para avergonzarme de ello. Si puedo reconciliar al Quinto, lo haré. Quiero que Imajica esté completa y habría creído que tú también. Puedes visitar el Vaticano. Te encontrarás con que está lleno de Vírgenes.
Como si sus palabras le inspiraran una violenta furia, el viento golpeó las paredes con renovada malicia, una ráfaga se coló en la cámara, levantó en el aire varios de los sudarios más ligeros y apagó una de las lámparas.
—Él no le salvará —dijo Atanasio, estaba claro que creía que el viento había venido para llevarse a Cortés—. Y tampoco tu ignorancia, si eso es lo que te mantiene a salvo.
Volvió la vista hacia los cuerpos que había estado estudiando cuando Floccus se fue.
—Señora, perdónanos —dijo— por hacer esto ante tus ojos.
Aquellas palabras eran una señal, al parecer. Cuatro de las figuras se movieron cuando él habló, se sentaron y se quitaron los sudarios de la cabeza. Estas no eran Vírgenes. Eran hombres y mujeres carestes y llevaban hojas en forma de medialuna. Atanasio volvió a mirar a Cortés.
—¿Querrás aceptar la bendición de nuestra Señora antes de morir? —dijo.
Alguien había empezado ya una plegaria a sus espaldas, oyó Cortés, y se dio la vuelta para ver que había otros tres asesinos allí, dos de ellos armados de la misma lunática forma que sus compañeros mientras la tercera (una niña no mucho mayor que Hurra, con el pecho desnudo y rostro de gacela) corría entre las filas descubriendo estatuas a medida que pasaba. No había dos iguales. Había Vírgenes de piedra, Vírgenes de madera, Vírgenes de escayola. Había Vírgenes talladas con tal tosquedad que apenas resultaban reconocibles y otras labradas con tal precisión que parecían a punto de ponerse a respirar. Aunque minutos antes Cortés había posado la mano en una de todas ellas sin sufrir ningún daño, el espectáculo lo enfermó un poco. ¿Sabía Atanasio algo sobre la condición de los maestros que él, Cortés, ignoraba? ¿Podría quedar subyugado de alguna forma por esta imagen de la misma forma que en una vida anterior quedaba cautivado por la visión de una mujer desnuda o a punto de estarlo?
Fuera cual fuera el misterio que había aquí, no pensaba dejar que Atanasio lo asesinara mientras él lo resolvía. Cogió aire y se llevó la mano a la boca al tiempo que Atanasio sacaba su propia arma y se lanzaba contra él a toda velocidad. El aliento resultó ser más rápido que el filo. Cortés soltó el pneuma, no contra Atanasio directamente, sino contra el suelo, delante de él. Las piedras contra las que chocó volaron en mil pedazos y Atanasio cayó de espaldas cuando lo golpeó la descarga. Dejó caer el cuchillo y se llevó las manos a la cara, chillaba tanto de furia como de dolor. Si había alguna orden en su clamor, los asesinos no la oyeron o hicieron caso omiso. Se mantuvieron a una respetuosa distancia de Cortés mientras éste se acercaba a su líder herido atravesando un aire todavía gris por las motas de piedra pulverizada. Atanasio yacía de lado, apoyado en un codo. Cortés se agachó al lado de Atanasio y con cuidado le quitó las manos de la cara. Tenía un corte profundo bajo el ojo izquierdo y otro encima del derecho. Ambos sangraban en abundancia, así como una veintena de cortes más pequeños. Pero ninguno de ellos resultaría fatal para un hombre que lucía las heridas de la misma forma que otros llevaban una joya. Se curarían y se sumarían al resto de sus cicatrices.
—Retira a tus asesinos, Atanasio —le dijo Cortés—. No he venido aquí para hacerle daño a nadie, pero si me obligas, mataré a todos y cada uno de ellos. ¿Me entiendes? —Le pasó un brazo por debajo al hombre y lo incorporó—. Ahora retíralos.
Atanasio se desprendió del brazo de Cortés y examinó a sus cohortes a través de una llovizna de sangre.
—Dejadlo pasar —dijo—. Habrá otra ocasión.
Los asesinos que se encontraban entre Cortés y la puerta se separaron aunque ninguno bajó ni envainó el arma. Cortés se levantó y dejó a Atanasio, y mientras pasaba ofreció un último comentario.
—No querría matar al hombre que me casó con Pai'oh'pah —dijo—, así que antes de que vuelvas a venir a por mí, examina las pruebas que haya contra mí, sean las que sean. Y busca en tu corazón. No soy tu enemigo. Todo lo que quiero hacer es curar Imajica. ¿No es eso también lo que quiere tu Diosa?
Si Atanasio tenía intención de responder, fue demasiado lento. Antes de que pudiera abrir la boca, se elevó un grito en algún lugar del exterior y un momento después otro, luego otro y después una docena: todos aullidos de dolor y pánico, retorcidos por las ráfagas de viento que los transmitían hasta quedar convertidos en chillidos capaces de romper los tímpanos. Cortés se volvió hacia la puerta pero el viento se había apoderado de la cámara entera y cuando ya se disponía a partir, una de las paredes se elevó como si una mano titánica la hubiera agarrado y la hubiera levantado en el aire. El viento, con toda su carga de gritos, entró a toda velocidad, volcó las lámparas y derramó el combustible cuando echaron a rodar. Atrapado por las mismas llamas que había alimentado, el aceite estalló en mil bolas de un color amarillo brillante, bajo cuya luz Cortés vio escenas de caos por todas partes. Los asesinos también se derrumbaban como las lámparas, incapaces de soportar el poder del viento. A una mujer la vio empalada en su propia hoja. A otro el viento lo arrastró hasta el aceite y quedó consumido al instante por la llama.
—¿Pero qué has invocado? —aulló Atanasio.
—Esto no es obra mía —respondió Cortés.
Atanasio chilló alguna otra acusación pero se la arrebató de los labios el caos desbocado. El viento arrebató otra de las paredes de la cámara de forma sumaria y sus jirones se elevaron por el aire como un telón que desvelara la escena de una catástrofe. La tormenta se movía a lo largo de todas las tiendas y destripaba aquella bestia escarlata y gloriosa en la que había entrado Cortés con tal sensación de asombro. Pared tras pared quedaba hecha jirones o arrancada del suelo, las cuerdas y las estacas que las sujetaban letales al echar a volar. Y visible más allá de la confusión, su causa: el otrora anodino muro de la Mácula, que ya no lo era tanto. Se agitaba como se había agitado el cielo que Cortés había visto debajo del Eje, un torbellino cuyo lugar de origen parecía ser un agujero rasgado en la tela de la Mácula. Aquella visión daba cuerpo a las acusaciones de Atanasio. Amenazado por asesinos y Vírgenes, ¿había Cortés invocado sin querer a alguna entidad del Primer Dominio para que lo protegiera? Si así era, tenía que encontrarla y calmarla antes de tener más vidas inocentes que añadir a la lista de aquellos que habían perecido por su causa.
Con los ojos clavados en la brecha, dejó la cámara y se dirigió hacia la Mácula. La ruta que los separaba era la autopista de la tormenta, que transportaba los detritos de sus hazañas de un sitio a otro, volvía a lugares que ya había destruido en un primer asalto para recoger a los supervivientes y lanzarlos al aire como sacos de plumón ensangrentado y luego abrirlos en las alturas. Había una lluvia roja en las ráfagas que salpicaba a Cortés en su avance, y sin embargo, la misma autoridad que condenaba a hombres y mujeres a su alrededor lo dejaba a él ileso. Ni siquiera era capaz de derribarlo. ¿La razón? Su aliento, que Pai había llamado en cierta ocasión la fuente de toda magia. Su manto se aferraba a él como lo había hecho antes, al parecer lo protegía del tumulto y, aunque no obstaculizaba sus pasos, le prestaba una masa que iba más allá de la carne y el hueso.
Con la mitad de la distancia cubierta, echó un vistazo atrás para ver si había alguna señal de vida entre las Vírgenes. El lugar era fácil de encontrar, incluso entre tanta carnicería. El fuego ardía con un fervor alimentado por el viento y a través del aire espesado por la sangre y los fragmentos, Cortés vio que se habían levantado varias de las estatuas de sus lechos de piedra y formaban ahora un círculo en el que se refugiaban Atanasio y varios de sus seguidores. No ofrecerían mucha resistencia contra esta anarquía, pensó, pero se podía ver a varios supervivientes más arrastrándose hacia aquel lugar con los ojos clavados en las Santas Madres.
Cortés le dio la espalda a aquella visión y continuó andando hacia la Mácula al tiempo que percibía allí la presencia de otra alma lo bastante pesada para soportar el asalto: un hombre ataviado con túnicas del color de las tiendas rasgadas, sentado con las piernas cruzadas en el suelo a no más de veinte metros de la fuente de la furia. Llevaba la cabeza encapuchada y tenía el rostro girado hacia el torbellino. ¿Era esta criatura monjil la fuerza que él había invocado? se preguntó Cortés. Si no era así, ¿cómo sobrevivía este tipo tan cerca del motor de la destrucción?
Empezó a gritarle al hombre mientras se acercaba, en modo alguno seguro de que su voz se oyese en medio del estrépito del viento y los gritos. Pero el monje lo oyó. Se dio la vuelta y miró a Cortés, la capucha le eclipsaba medio rostro. No había nada impropio en sus plácidos rasgos. Al rostro le hacía falta un buen afeitado; la nariz, rota en algún momento del pasado, habría que volverla a colocar; los ojos no necesitaban nada. Tenían todo lo que querían, al parecer, con sólo ver acercarse al maestro. Una amplia sonrisa se abrió en el rostro del monje, que se puso en pie al instante e inclinó la cabeza.