—¿De qué?
—Te lo diré. —Un nuevo y laborioso suspiro—. Durante todos estos años me he preguntado, ¿por qué arrancó Dios del suelo a un pobre y roñoso actorzuelo y lo envió a cruzar tres Dominios para que le trajera una mujer?
—Quería un Reconciliador.
—¿Y no podía encontrar una esposa en su propia ciudad? —dijo Dowd—. ¿No es un poco raro? Además, ¿qué le importa a Él si Imajica se reconcilia o no?
Esa sí que era una buena pregunta, pensó Jude. Aquí teníamos a un Dios que se había aislado en su propia ciudad y no mostraba ningún deseo de bajar el muro que separaba su Dominio del resto y, sin embargo, había llegado a extremos insospechables para engendrar un hijo que podría derribar tales muros.
—Desde luego es extraño —dijo Jude.
—Yo diría que sí.
—¿Tienes alguna respuesta para algo de todo eso?
—La verdad es que no. Pero creo que algún propósito debe de tener, no te parece, ¿o si no, por qué iba a tomarse tantas molestias?
—Una conspiración…
—Los dioses no conspiran. Crean. Protegen. Proscriben.
—¿Y cuál de las tres cosas está haciendo Él?
—Ahí está el quid. Quizá tú puedas averiguarlo. Quizá los otros Reconciliadores ya lo han hecho.
—¿Los otros?
—Los hijos que envió antes de Sartori. Quizá se dieron cuenta de lo que tramaba y Lo desafiaron. No era mala idea.
—Quizá Cristo no murió salvando al hombre mortal de sus pecados…
—¿Sino de su Padre?
—Sí.
Jude pensó en las escenas que había vislumbrado en el Cuenco de Boston (el terrible espectáculo de la ciudad y con toda probabilidad del Dominio, arrollado por una gran oscuridad) y su cuerpo, en el que los tormentos que se le ofrecían habían provocado ataques y convulsiones, se quedó de repente muy quieto. No era el pánico, ni la locura: sólo un miedo frío y profundo.
—¿Qué hago?
—No lo sé, pichoncita. Eres libre de hacer lo que quieras, ¿recuerdas? Unas cuantas horas antes, sentada en el escalón con Clem, la había abatido el hecho de no encontrar su lugar en el Evangelio de la Reconciliación. Pero ahora parecía que se le ofrecía una frágil hebra de esperanza. Como Dowd había estado tan impaciente por reivindicar en la torre, no le pertenecía a nadie. Los Godolphin estaban muertos, al igual que Quaisoir. Cortés se había ido tras los pasos de Cristo y Sartori estaba por ahí, construyendo su Nueva Yzordderrex o bien excavando un agujero para morir en él. Estaba sola y en un mundo en el que todos los demás estaban cegados por la obsesión y la obligación, la suya era una condición de cierta importancia. Quizá ahora sólo ella podía ver esta historia con distancia y juzgarla sin que influyera en ella lealtad alguna.
—Menuda elección —dijo.
—Quizá sería mejor que te olvidaras hasta de que he hablado, pichoncita —dijo Dowd. Su voz empezaba a quebrarse con cada frase pero el moribundo conservó lo mejor que pudo el tono desenfadado—. No son más que los chismes de un pobre actorzuelo.
—Si intento detener la Reconciliación…
—Estarás desafiando al Padre, al Hijo y es muy probable que al Espíritu Santo también.
—¿Y si no?
—Aceptas la responsabilidad de lo que pase.
—¿Por qué?
—Porque —la potencia de su voz había disminuido de tal forma que el sonido del fuego que había hecho la ahogaba—, porque creo que sólo tú puedes detenerla.
Y mientras hablaba, su mano dejó de agarrar el brazo femenino.
—Bueno… —dijo—. Está hecho… —Sus ojos empezaron a parpadear y a cerrarse—. ¿Una última cosa, pichoncita? —dijo luego.
—¿Sí?
—Es quizá pedir demasiado…
—¿Qué?
—Me pregunto… si podrías… ¿perdonarme? Sé que es ridículo… pero no quiero morir sabiendo que me desprecias.
Jude pensó en la cruel escena que él había interpretado con Quaisoir, cuando su hermana le había pedido algún gesto amable. Mientras ella dudaba, Dowd empezó a susurrar otra vez.
—Éramos… sólo un poco… iguales, ¿sabes?
Al oír eso, Jude alargó la mano para tocarle y ofrecerle el poco consuelo que pudiese, pero antes de que sus dedos lo alcanzasen, dejó de respirar y cerró los ojos con un último parpadeo.
Jude dejó escapar un pequeño gemido. Contra toda razón sintió una punzada de dolor, como si hubiera perdido algo al fallecer Dowd.
—¿Pasa algo? —dijo Lunes.
La joven se levantó.
—Depende del punto de vista, la verdad —dijo tomando prestado un cierto aire de fatalismo del hombre que yacía a sus pies. Era un tono que merecía la pena ensayar. Quizá lo necesitara bastante durante las próximas horas—. ¿Te sobra un cigarro? —le preguntó a Lunes.
Lunes sacó el paquete del bolsillo y se lo lanzó. Jude cogió uno y le devolvió el paquete también por el aire mientras ella volvía a la hoguera y se agachaba para sacar una rama ardiendo y encender el tabaco.
—¿Qué le pasó al tipo, doña?
—Está muerto.
—¿Y ahora qué hacemos?
Eso, ¿qué? Si alguna vez se ha dividido un camino, ha sido aquí. ¿Debería evitar la Reconciliación, (no sería muy difícil, las piedras estaban a sus pies) y dejar que la historia la llamara destructora por hacerlo? ¿O debería dejarla seguir su proceso y arriesgarse a poner fin a todas las historias, y los futuros también?
—¿Cuánto tiempo falta para que se haga de día? —le preguntó a Lunes.
El reloj que llevaba el joven formaba parte del botín con el que había vuelto a la calle Gamut tras su primer viaje. Lo consultó con un floreo.
—Dos horas y media —dijo.
Quedaba tan poco tiempo para actuar y menos aún para decidir qué curso seguir. Volver a Clerkenwell con Lunes era un callejón sin salida, de eso no cabía duda. Cortés era el agente del Invisible en esto y nada lo iba a distraer ahora de los asuntos de su Padre y sobre todo no la palabra de un hombre como Dowd, que se había pasado la vida sin acercarse demasiado a la verdad. Argumentaría que esa confesión había sido la venganza de Dowd sobre los vivos; un último y desesperado intento de arruinar una gloria que él sabía que no podía compartir. Y quizá fuese cierto, quizá la había embaucado.
—¿Vamos a recoger esas piedras o qué? —dijo Lunes.
—Creo que no queda más remedio —le respondió ella todavía pensativa.
—¿Para qué son?
—Son… como una pasadera —dijo ella, su voz perdió fuerza cuando la distrajo una idea.
Pues claro que eran una pasadera. Eran una forma de volver a Yzordderrex, que de repente parecía un camino abierto, un camino en el que quizá todavía pudiera encontrar algo que la guiara durante estas últimas horas y la ayudara a tomar una decisión.
Tiró el cigarrillo a las brasas.
—Vas a tener que llevar estas piedras a la calle Gamut sólo, Lunes.
—¿Dónde vas tú?
—A Yzordderrex.
—¿Por qué?
—Es demasiado complicado de explicar. Tú sólo tienes que jurarme que harás exactamente lo que yo te diga.
—Estoy listo —dijo el muchacho.
—De acuerdo. Escucha. Cuando me vaya, quiero que lleves las piedras a la calle Gamut y que transmitas un mensaje con ellas. Tiene que entregarse a Cortés en persona, ¿lo entiendes? No se lo confíes a nadie más. Ni siquiera a Clem.
—Entiendo —dijo Lunes esbozando una sonrisa de placer ante aquel inesperado honor—: ¿Qué tengo que decirle?
—Adónde me he ido, para empezar.
—Yzordderrex.
—Eso es.
—Luego dile… —Jude lo meditó un momento—. Dile que la Reconciliación no es segura y que no debe empezar el oficio hasta que yo me ponga de nuevo en contacto con él.
—No es segura y no debe empezar el oficio…
—… hasta que yo me ponga de nuevo en contacto con él.
—Lo tengo. ¿Hay algo más?
—Eso es todo —dijo Jude—. Ahora todo lo que tengo que hacer es encontrar el círculo.
Empezó a examinar el mosaico, buscaba las sutiles diferencias de tono que marcaban las piedras. Por experiencia sabía que una vez que las quitaran de sus nichos, el Expreso de Yzordderrex estaría en marcha, así que le dijo a Lunes que esperara fuera hasta que ella se hubiera ido. El muchacho pareció preocuparse pero Jude le dijo que no le pasaría nada.
—No es eso —dijo Lunes—. Quiero saber lo que significa el mensaje. Si le estás diciendo al jefe que no es seguro, ¿significa eso que no va a abrir los Dominios?
—No lo sé.
—Pero yo quiero ver Patashoqua y L'Himby e Yzordderrex —dijo él, recitaba los lugares como si fueran conjuros.
—Ya lo sé —dijo Jude—. Y créeme, quiero que los Dominios se abran tanto como tú.
Jude estudió el rostro del joven bajo la luz moribunda de la hoguera, buscaba algún indicio de que lo había tranquilizado, pero a pesar de toda su juventud, Lunes era un maestro del encubrimiento. Tendría que confiar en que pondría sus obligaciones como mensajero por encima de su deseo de ver Imajica y que transmitiría el espíritu de su advertencia, aunque no fuera el texto exacto.
—Tienes que hacerle entender a Cortés el peligro que corre —le dijo Jude con la esperanza de que ese giro lo hiciera consciente de su responsabilidad.
—Lo haré —le respondió él, ya un tanto irritado por su insistencia.
Jude dejó el tema y volvió a la tarea de buscar las piedras. Lunes no se ofreció a ayudarla, sino que se retiró a la puerta y desde allí dijo:
—¿Cómo vas a volver?
Jude ya había encontrado cuatro de las piedras y los pájaros del tejado habían dado comienzo a una nueva cacofonía, sugiriendo con ello que presentían un cambio bajo sus patas.
—Me ocuparé de ese problema cuando llegue el momento —le respondió ella.
Los pájaros emprendieron el vuelo de repente y, desconcertado, Lunes salió del Retiro. Jude levantó la cabeza para mirarlo mientras sacaba otra piedra. El fuego que se interponía entre ellos ya se había atizado y había surgido una llama, ahora se revolvían las cenizas, que se elevaban en una sucia nube y ocultaban la puerta. La joven examinó el mosaico, quería ver si se había saltado alguna piedra pero los picores y dolores que recordaba de la primera vez que había cruzado empezaban a trepar por su cuerpo, prueba de que el lugar de paso estaba haciendo su trabajo.
Oscar le había dicho en este mismo punto que las incomodidades del trayecto disminuían con cada viaje y sus palabras resultaron proféticas. Tuvo tiempo, mientras las paredes se desdibujaban a su alrededor, para echarle un vistazo a la puerta a través del torbellino de cenizas y se dio cuenta, demasiado tarde, que debería haber salido a ver el mundo una última vez antes de dejarlo. Luego el Retiro desapareció y el delirio del In Ovo comenzó a oprimirla, legiones de sus prisioneros se izaban para reclamarla. Al viajar sola, pasó más rápido que cuando había pasado con Oscar (al menos esa fue su impresión) y había salido al otro lado antes de que los oviáceos tuvieran tiempo de olisquearle los talones a su glifo.
Las paredes del sótano del mercader Pecador eran más brillantes de lo que las recordaba. La razón: una lámpara que ardía en el suelo a un metro del círculo, y detrás una figura, el rostro desdibujado, que vino hacia ella con una cachiporra y la dejó inconsciente en el suelo antes de que Jude hubiera pronunciado una palabra siquiera a modo de explicación.
E
l manto de la noche caía sobre el Quinto Dominio y Cortés encontró a Ácaro Bronco cerca de la cima del Monte Ola Bayak, contemplando los últimos y oscuros colores del día que caían del cielo. Mientras lo hacía comía un tazón de salchichas y otro de encurtidos entre los pies y entre ambos había un gran tarro de mostaza en el que hundía carne y verduras por igual. Aunque Cortés había llegado aquí como proyección (su cuerpo se había quedado sentado con las piernas cruzadas en la sala de meditación de la calle Gamut), no le hacía falta nariz o paladar para apreciar el gusto fuerte de la comida de Bronco; con la imaginación bastaba.
Ácaro levantó los ojos cuando se acercó Cortés, sin inmutarse al ver que el fantasma lo contemplaba comer.
—Llegas temprano, ¿no? —comentó tras echarle un vistazo al reloj de bolsillo que le colgaba del abrigo por un trozo de cuerda—. Todavía nos quedan horas.
—Lo sé. Sólo he venido…
—… para ver cómo me iba —dijo Ácaro Bronco con el picor de los encurtidos en la voz—. Bueno, pues aquí estoy. ¿Estás listo en el Quinto?
—En ello estamos —dijo Cortés un poco revuelto.
Aunque había viajado de esta forma incontables veces cuando era el maestro Sartori (su mente, gracias al poder de los lances, había llevado su imagen y su voz por todos los Dominios) y se había vuelto a familiarizar con la técnica con bastante facilidad, la sensación era muy extraña, maldita sea.
—¿Qué aspecto tengo? —le preguntó a Ácaro Bronco y mientras hablaba recordó cómo había intentado describir al místico en estas mismas laderas.
—Insustancial —respondió Ácaro Bronco, que guiñó los ojos para mirarlo y luego volvió a su almuerzo—. Y por mí estupendo, porque no hay salchichas suficientes para dos.
—Todavía me estoy acostumbrando a todo lo que soy capaz de hacer.
—Bueno, pues que no te lleve mucho tiempo —dijo Ácaro Bronco—. Tenemos trabajo que hacer.
—Y yo debería haberme dado cuenta de que tú formabas parte de ese trabajo la primera vez que estuve aquí, pero no fue así y por ello te pido disculpas.
—Aceptadas —dijo Ácaro Bronco.
—Debiste pensar que estaba loco.
—Desde luego, ¿cómo diría?, desde luego que me confundiste. Me llevó varias días comprender por qué demonios te comportabas de una forma tan escandalosa. Pai habló conmigo, ya sabes, intentó que lo entendiese. Pero yo llevaba tanto tiempo esperando que viniese alguien del Quinto que sólo lo escuchaba a medias.
—Creo que Pai esperaba que al encontrarme contigo yo recordase quién diablos era.
—¿Cuánto tardaste?
—Meses.
—¿Fue el místico el que te ocultó de ti mismo en primer lugar?
—Sí, por supuesto.
—Bueno, pues lo hizo demasiado bien. Así aprenderá. ¿Y dónde estás en carne y hueso, por cierto?
—De vuelta en el Quinto.
—Sigue mi consejo y no lo dejes allí demasiado tiempo. Yo me encuentro con que los intestinos se amotinan y cuando vuelves, te encuentras sentado en medio de la mierda. Claro que eso podría ser una debilidad personal.
Eligió otra salchicha y se puso a masticarla mientras le preguntaba a Cortés por qué diablos le había pedido al místico que lo hiciera olvidar.