—Eso no significa que no puedas ganar.
—¿No? No. Como digáis. Entonces sí, estaba ganando. —Se levantó de la mesa y se quitó las lentes que había estado utilizando para estudiar las cartas.
—¿Ha salido algo de la Mácula durante el tiempo que llevas esperando?
—No, nada ha salido. De hecho, la vuestra es la primera voz que oigo desde que se fue Atanasio.
—Ahora forma parte del Sínodo —dijo Cortés—. Scopique lo persuadió para que se uniera a nosotros, representa al Segundo.
—¿Qué le ha pasado al eurhetemec? ¿No lo habrán asesinado?
—Murió de vejez.
—¿Estará Atanasio a la altura de esa tarea? —preguntó Jackeen; luego, al pensar que su pregunta traspasaba los límites del protocolo, dijo—: Lo siento. No tengo derecho a cuestionar vuestro buen juicio en esto.
—Tienes todos los derechos —dijo Cortés—. Tenemos que confiar plenamente en los demás.
—Si vos confiáis en Atanasio, entonces yo también —dijo Jackeen con sencillez.
—Entonces ya estamos listos.
—Hay una cosa de la que me gustaría informaros, si me lo permitís.
—¿Qué es?
—He dicho que no ha salido nada de la Mácula, y es cierto…
—¿Pero ha entrado algo?
—Sí. Anoche, estaba durmiendo aquí, debajo de la mesa —señaló la cama que tenía de mantas y piedra—, y me desperté helado hasta los huesos. Al principio no estaba seguro si era un sueño así que tardé en levantarme. Pero cuando lo hice, vi unas figuras que salían de la niebla. Docenas de ellas.
—¿Quiénes eran?
—Nullianacs —dijo Jackeen—. ¿Estáis familiarizado con ellos?
—Desde luego.
—Conté cincuenta al menos, que yo pudiera ver.
—¿Te amenazaron?
—No creo que me vieran siquiera. Tenían los ojos clavados en su destino…
—¿El Primero?
—Eso es. Pero antes de cruzar al otro lado se despojaron de sus ropas, hicieron hogueras y quemaron hasta la última cosa que llevaban puesta o se habían traído con ellos.
—¿Todos hicieron lo mismo?
—Hasta el último que vi. Fue extraordinario.
—¿Puedes enseñarme las hogueras?
—Nada más fácil —dijo Jackeen y apartó a Cortés de la mesa sin dejar de hablar—. Yo nunca había visto un nullianac, pero por supuesto he oído las historias.
—Son unas bestias —dijo Cortés—. Maté a uno en Vanaeph, hace unos meses y luego me encontré con uno de sus hermanos en Yzordderrex que asesinó a una niña que yo conocía.
—Les gusta la inocencia, tengo entendido. No pueden vivir sin ella. Y están todos emparentados entre sí, aunque nadie ha visto jamás a la hembra de la especie. De hecho, algunos dicen que no existe.
—Pareces saber mucho sobre ellos.
—Bueno, leo mucho —dijo Jackeen al tiempo que le echaba una mirada a Cortés—. Pero ya sabéis lo que se dice: No estudies nada salvo sabiendo…
—… que ya lo sabías.
—Eso es.
Cuando oyó aquel viejo reirán de sus labios Cortés miró a aquel hombre con un interés nuevo. ¿Era un aforismo tan vulgar que todos los estudiantes se lo sabían de memoria, o conocía Chicka Jackeen la importancia de lo que decía? Cortés dejó de caminar y Jackeen se detuvo a su lado y esbozó una sonrisa que rayaba en lo travieso. Ahora fue Cortés el que se puso a estudiar y su texto era el rostro del otro hombre, y, al leerlo, quedó demostrado el aforismo.
—Dios mío —dijo—. ¿Lucius?
—Sí, maestro. Soy yo.
—¡Lucius! ¡Lucius!
Los años se habían cobrado su precio, claro está, aunque no de una forma insoportable. Si bien el rostro que tenía delante ya no era el del acólito impaciente al que había enviado lejos de la calle Gamut, tampoco estaba marcado por más de una décima parte de los dos siglos que habían transcurrido desde entonces.
—Esto es extraordinario —dijo Cortés.
—Pensé que quizá sabíais quién era y estabais jugando conmigo.
—¿Cómo podía saberlo?
—¿De verdad mi aspecto es tan diferente? —dijo el otro, obviamente un poco desalentado—. Me llevó veintitrés años dominar el lance de la conservación pero pensé que había atrapado los últimos años de mi juventud antes de que desaparecieran por completo. Una pequeña vanidad. Perdonadme.
—¿Cuándo llegaste aquí?
—Tengo la sensación de que fue hace toda una vida, así que lo más probable es que así haya sido. Al principio vagué de un lado a otro de los Dominios, estudié con un evocador tras otro, pero nunca me sentí cómodo con ninguno. Los comparaba con vos, sabéis. Así que ninguno me satisfacía.
—Fui un pésimo maestro —dijo Cortés.
—En absoluto. Me enseñasteis los fundamentos y yo he vivido de acuerdo con ellos y he prosperado. Quizá no a los ojos del mundo pero sí a los míos.
—La única lección que te di fue en aquellas escaleras. ¿Recuerdas, la última noche?
—Por supuesto que lo recuerdo. Las leyes del estudio, de los oficios y del miedo. Fue maravilloso.
—Pero no eran mías, Lucius. Me las enseñó el místico. Yo sólo las transmití.
—¿No es eso lo que hacen la mayor parte de los que enseñan?
—Creo que los más grandes perfeccionan la sabiduría, no se limitan a repetirla. Yo no refiné nada. Pensé que cada palabra que pronunciaba era perfecta, sólo porque caía de mis labios.
—¿Así que mi ídolo tiene los pies de barro?
—Eso me temo.
—¿Y creéis que no lo sabía? Vi lo que ocurrió en el Retiro. Os vi fracasar y por eso he esperado aquí.
—No te sigo.
—Sabía que no aceptaríais el fracaso. Esperaríais, haríais planes y, algún día, incluso si os llevaba mil años, volveríais para intentarlo otra vez.
— Uno de estos días le contaré cómo ocurrió en realidad y no te sentirás tan impresionado.
—Fuera como fuese, estáis aquí —dijo Lucius—. Y al fin cumplo mi sueño.
—¿Y cuál es?
—Trabajar con vos. Reunirme con vos en el Ana, maestro con maestro. —El hombre esbozó una amplia sonrisa—. Dios está en hoy su Cielo —dijo—. Si en algún momento soy más feliz que ahora, me moriré. ¡Ah! ¡Ahí, maestro! —Se detuvo y señaló al suelo a unos metros de distancia—. Esa es una de las hogueras de los nullianacs.
El lugar estaba carbonizado pero quedaban algunos restos de las túnicas de las criaturas entre las cenizas. Cortés se acercó.
—No tengo los recursos necesarios para revolverlas, Lucius. ¿Querrás hacerlo por mí?
Lucius se agachó para complacerlo, le dio la vuelta a las cenizas y sacó lo que quedaba de las ropas. Había fragmentos de trajes, túnicas y abrigos de varios estilos, uno delicadamente bordado, según la moda de Patashoqua, otro que apenas era algo más que una arpillera, un tercero con medallas clavadas, como si su dueño hubiese sido soldado.
—Deben de haber venido de toda Imajica —dijo Cortés.
—Emplazados —respondió Lucius.
—Esa parece una suposición razonable.
—¿Pero por qué?
Cortés reflexionó durante un momento.
—Creo que el Invisible los ha metido en su horno, Lucius. Los ha quemado.
—¿Así que está limpiando los Dominios?
—Sí, así es. Y los nullianacs lo sabían. Se despojaron de sus ropas, como penitentes, porque sabían que se dirigían a su juicio final.
—Veis —dijo Lucius—, es cierto que sois sabio.
—Cuando me vaya, ¿querrás quemar incluso estos últimos restos?
—Por supuesto.
—Es su voluntad que purifiquemos este lugar.
—Empezaré de inmediato.
—Y yo volveré al Quinto para terminar mis preparativos.
—¿Está el Retiro aún en pie?
—Sí. Pero no es allí donde estaré. He vuelto a la calle Gamut.
—Era una casa magnífica.
—Sigue siendo magnífica a su manera. Te vi allí, en las escaleras, hace sólo unas noches.
—¿En espíritu allí y en carne y hueso aquí? ¿Hay perfección mayor?
—Estar en carne y hueso y en espíritu en toda la Creación —dijo Cortés.
—Sí. Eso sería todavía mejor.
—Y ocurrirá. Todo es Uno, Lucius.
—No había olvidado esa lección.
—Bien.
—Pero si me permitís pediros algo…
—¿Si?
—¿Querríais llamarme Chicka Jackeen de ahora en adelante? He perdido los mejores años de mi juventud, así que muy bien podría perder el nombre también.
—Que sea entonces maestro Jackeen.
—Gracias.
—Te veré dentro de unas horas —dijo Cortés y con eso dirigió sus pensamientos hacia el regreso.
Esta vez no hubo desvíos ni pérdidas de tiempo, ni por razones sentimentales ni por ninguna otra. Pasó a la velocidad de sus intenciones por Yzordderrex, recorrió la Vía Crucis, pasó por encima de la Cuna y de las ignaras alturas de las Jokalaylau, cruzó el Monte del Ola Bayak y Patashoqua (cuyas puertas aún tenía que cruzar) y por fin volvió al Quinto, a la habitación que había dejado en la calle Gamut.
El día estaba en la ventana y Clem en la puerta, esperando paciente el regreso de su maestro. En cuanto vio una chispa de animación en el rostro de Cortés empezó a hablar, su mensaje era demasiado urgente para retrasarlo un segundo más de lo necesario.
—Ha vuelto Lunes —dijo.
Cortés se estiró y bostezó. Le dolía la nuca y la región lumbar y tenía la vejiga a punto de estallar, pero al menos al volver no había descubierto que le habían fallado los intestinos como había predicho Ácaro Bronco.
—Bien —dijo. Se puso en pie, cojeó hasta la chimenea y se agarró a ella mientras con unas patadas intentaba devolverle la vida a sus embotadas piernas—. ¿Cogió todas las piedras?
—Sí, las trajo. Pero me temo que Jude no ha vuelto con él.
—¿Y dónde coño está?
—No quiere decírmelo. Lunes dice que tiene un mensaje de ella pero que no se lo va a confiar a nadie más que a ti. ¿Quieres hablar con él? Está abajo, desayunando.
—Sí, mándalo subir, ¿quieres? Y si puedes, búscame algo de comer. Cualquier cosa menos salchichas.
Clem bajó las escaleras y dejó a Cortés cruzando la habitación para abrir la ventana de par en par. Había amanecido la última mañana que el Quinto vería irreconciliado y la temperatura ya era lo bastante alta para marchitar las hojas de los árboles. Al oír las ruidosas pisadas de Lunes en las escaleras, Cortés se volvió para recibir al mensajero, que apareció con una hamburguesa medio comida en una mano y un cigarrillo a medio fumar en la otra.
—¿Tenías algo que decirme? —le dijo Cortés.
—Sí, jefe. De parte de Jude.
—¿Adónde se ha ido?
—A Yzordderrex. Eso es parte de lo que se supone que tengo que contarte. Se ha ido a Yzordderrex.
—¿La viste irse?
—No del todo. Me hizo esperar fuera mientras ella se iba, así que eso es lo que hice.
—¿Y el resto del mensaje?
—Me dijo —el joven hizo entonces un gran esfuerzo de concentración— que te dijese dónde se había ido y eso he hecho; luego me dijo que te dijese que la Reconciliación no es segura, y que hicieses nada hasta que ella se pusiese otra vez en contacto contigo.
—¿Que no es segura? ¿Esas fueron sus palabras?
—Eso fue lo que dijo. En serio.
—¿Sabes de qué estaba hablando?
—A mí que me registren, jefe. —Sus ojos habían abandonado a Cortés para dirigirse a la esquina más oscura de la habitación—. No sabía que tenías un mono —dijo—. ¿Te lo trajiste del otro lado contigo?
Cortés miró hacia la esquina. Descansito estaba allí y había levantado la vista para mirar inquieto al maestro; era de suponer que se había introducido a hurtadillas en la sala de meditación en algún momento de la noche.
—¿Come hamburguesas? —dijo Lunes mientras se ponía en cuclillas.
—Puedes probar —dijo Cortés con tono distraído—. Lunes, ¿eso es todo lo que dijo Jude, que no es segura?
—Eso es, jefe. Lo juro.
—¿Llegó al Retiro y sin más te dijo que no volvía?
—Oh, no, se tomó su tiempo —dijo Lunes, que hizo una mueca cuando la criatura a la que había tomado por un mono se escabulló de su esquina y echó a andar hacia la hamburguesa que le ofrecía.
El joven intentó levantarse pero el ente le enseñó los dientes con una sonrisa de tal ferocidad que Lunes se lo pensó mejor y se limitó a estirar el brazo todo lo que pudo para mantener a la bestia lo más lejos posible de su rostro. Descansito redujo el paso al acercarse lo suficiente para oler la comida y en lugar de arrebatarle el alimento, se lo quitó a Lunes de la mano con la mayor delicadeza y los meñiques levantados.
—¿Quieres hacer el favor de terminar la historia? —dijo Cortés.
—Ah, sí. Bueno, había un tipo en el Retiro cuando llegamos y ella estuvo un buen rato de palique con él.
—¿Era alguien que conocía?
—Oh, sí.
—¿Quién?
—No me acuerdo del nombre —dijo Lunes, pero al ver el ceño fruncido de Cortés protestó—: Eso no formaba parte del mensaje, jefe. Si lo hubiera sido, me habría acordado.
—Recuérdalo de todos modos —dijo Cortés, que empezaba a sospechar que allí había una conspiración.
Lunes se levantó y le dio unas cuantas chupadas nerviosas al cigarrillo.
—No recuerdo. Había un montón de pájaros, ya sabes, y abejas y qué sé yo. Ni siquiera estaba escuchando. Era algo corto como Cody, o Doba o…
—Dowd.
—¡Sí! Eso es. Era Dowd. Y estaba muy jodido, el tío, en serio.
—Pero vivo.
—Bueno, sí, durante un rato. Como te he dicho, estuvieron hablando.
—¿Y fue después de eso cuando ella dijo que se iba a Yzordderrex?
—Eso es. Me dijo que te trajera las piedras y el mensaje con ellas.
—Y has hecho ambas cosas. Gracias.
—El jefe eres tú, jefe —dijo Lunes—. ¿Eso es todo? Si me necesitas, estoy en la puerta. Va a hacer un calor del copón.
Volvió abajo armando un gran estruendo por las escaleras.
—¿Queréis que deje la puerta abierta, Liberatore? —dijo Descansito mientras mordisqueaba la hamburguesa.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Arriba me siento sólo —dijo la criatura.
—Juraste obediencia —le recordó Cortés.
—No confiáis en ella, ¿verdad? —replicó Descansito—. Creéis que ha ido a reunirse con Sartori.
Hasta ahora no lo había pensado. Pero la idea, ahora que flotaba en el ambiente, no se le antojó tan improbable. Jude había confesado en esta misma casa lo que sentía por Sartori, y estaba claro que creía que él también la amaba. Quizá se había limitado a escabullirse del Retiro mientras Lunes le daba la espalda para ir a encontrarse con el padre de su hijo. Si ese era el caso, era un comportamiento bastante paradójico, ir en busca de los brazos de un hombre a cuyo enemigo ella acababa de ayudar a conseguir la victoria. Pero no era este un día que pudiera perder analizando tales acertijos. Jude había hecho lo que había hecho, punto.