D
espués de todo lo que Lunes había dicho sobre el estado de la ciudad, Jude esperaba encontrarla desierta por completo pero resultó que ese no era el caso. En el tiempo transcurrido desde el regreso del joven de South Bank y el momento en el que emprendieron la marcha hacia la finca, las calles de Londres, que estaban tan desprovistas de turistas soñadores y juerguistas como había afirmado Lunes, se habían convertido en el territorio de una tercera tribu mucho más extraña: la de los hombres y mujeres que se habían limitado a levantarse de sus camas y se habían puesto a vagar. Casi todos ellos estaban solos, como si, fuera cual fuera la inquietud que los había sacado a la noche, fuera demasiado dolorosa para compartirla con sus seres queridos. Algunos estaban vestidos para pasar el día en la oficina: traje y corbata, falda y zapatos prácticos. Otros llevaban lo mínimo imprescindible para no ofender a la decencia: había muchos descalzos, muchos más con el torso desnudo. Todos vagaban con el mismo paso lánguido y los ojos vueltos hacia arriba para examinar el cielo.
Por lo que Jude podía ver, los cielos no tenían nada impropio que mostrar. Observó unas cuantas estrellas fugaces pero tampoco era tan extraño verlas una noche clara de verano. Lo único que se le ocurría era que a esas personas se les había metido en la cabeza la idea de que la revelación vendría de las alturas y, tras haber despertado con la irracional sospecha de que tal revelación era inminente, habían salido a buscarla.
La escena no era muy diferente cuando llegaron a los barrios residenciales de las afueras: hombres y mujeres normales con pijama y camisón, de pie en las esquinas de las calles o en los jardines delanteros, contemplaban el cielo. El fenómeno se iba agotando a medida que se alejaban del centro de Londres (de Clerkenwell quizá), pero sólo para reaparecer cuando alcanzaron las afueras del pueblo de Yoke, donde, sólo unos días antes, Cortés y ella habían entrado empapados en la oficina de correos. Al bajar por los caminos que los dos habían recorrido penosamente bajo la lluvia, Jude se acordó de la ingenua ambición con la que había regresado al Quinto: la posibilidad de que se produjera un reencuentro entre Cortés y ella. Ahora volvía sobre sus pasos con todas esas esperanzas destruidas y llevando en su interior un hijo que pertenecía a su enemigo. Se había puesto fin a sus doscientos años de cortejo con Cortés, de forma definitiva e irrevocable.
La maleza que rodeaba la finca había aumentado de una forma monstruosa e hizo falta algo más que la fusta que había blandido Estabrook para despejar un camino hasta la verja. A pesar de toda su exuberancia, el follaje olía mal, como si se estuviera pudriendo a la misma velocidad que crecía y los capullos no se fueran a convertir en flores sino en putrefacción. Lunes agitó el cuchillo a diestra y siniestra, se abrió camino hasta la verja, atravesaron las chapas de hierro y entraron en el parque. Aunque era la hora de las polillas y las lechuzas, el parque estaba plagado de todo tipo de vida diurna. Los pájaros dibujaban círculos en el aire como si un cambio en los polos los hubiera confundido y no supieran llegar a sus nidos. Mosquitos, abejas, libélulas y todas las laberínticas especies de un día de verano revoloteaban sumidas en una confusión desesperada entre la hierba iluminada por la luna. Como los que contemplaban el cielo en las calles por las que habían pasado, la naturaleza presentía la inminencia y no podía descansar.
Pero el sentido de la orientación de Jude le prestó un valioso servicio. Si bien los bosquecillos esparcidos delante de ellos se parecían mucho entre sí bajo aquella luz azul grisácea, la mujer fijó el rumbo hacia el Retiro y los dos se encaminaron hacia allí con esfuerzo, ralentizados por barro del suelo y el grosor de la hierba. Por el camino, Lunes silbaba con la misma estupenda indiferencia por la melodía que Clem había comentado unas horas antes.
—¿Sabes lo que va a pasar mañana? —le preguntó Jude, que casi envidiaba su extraña serenidad.
—Sí, más o menos —dijo él—. Hay unos cielos, ¿sabes? Y el jefe nos va a dejar ir allí. Va a ser una pasada.
—¿No tienes miedo? —dijo ella.
—¿De qué?
—Va a cambiar todo.
—Bien —respondió el joven—. Estoy hasta los cojones de cómo son las cosas.
Luego volvió a retomar el hilo de la melodía que estaba silbando y siguió adelante por la hierba durante unos cien metros más hasta que un sonido más insistente que el jaleo que él armaba lo hizo callar.
—Escucha eso.
La actividad en el aire y la hierba había ido aumentado sin parar a medida que se acercaban al bosquecillo pero con el viento soplando en dirección contraria, el estrépito de la asamblea que se había reunido allí no había sido audible hasta ahora.
—Pájaros y abejas —comentó Lunes—. Y un huevo de ellos.
A medida que continuaban avanzando, la magnitud del parlamento que tenían delante se fue haciendo cada vez más aparente. Aunque la luz de la luna no penetraba demasiado en el follaje, estaba claro que en cada rama de cada uno de los árboles que rodeaba el Retiro, hasta en la ramita más diminuta, había pájaros. El olor de aquella concentración les irritaba la nariz, el fragor los oídos.
—Vamos a terminar con la cabeza espléndidamente cagada, ya lo verás —dijo Lunes—. O eso o las abejas nos matan a picotazos.
A estas alturas los insectos eran un velo vivo entre ellos y el bosquecillo, tan espeso que dejaron de intentar espantarlas con los brazos después de unos cuantos pasos y soportaron las muertes en la frente y las mejillas y los incontables revoloteos en el pelo para poder coger velocidad y echar una carrera hasta su destino. Ahora había pájaros en la hierba, plebeyos del parlamento a los que se les había negado un asiento en las ramas. Se elevaron en una nube repleta de graznidos ante los corredores y su alarma causó consternación en los árboles. Comenzó un ascenso atronador, la masa de vida tan inmensa que la violencia de su movimiento derribó las hojas tiernas. Para cuando Jude y Lunes llegaron a la esquina del bosquecillo, corrían a través de una lluvia doble: una verde que caía y la otra que ascendía cubierta de plumas.
Jude aceleró el paso, adelantó a Lunes y rodeó el Retiro (cuyas paredes estaban ennegrecidas a causa de los insectos) para llegar a la puerta. En el umbral se detuvo. Había una pequeña hoguera ardiendo en el interior, cerca del borde del mosaico.
—Algún cabrón llegó aquí primero —comentó Lunes.
—No veo a nadie.
El joven señaló un fardo echado en el suelo un poco más allá del fuego. Sus ojos, más acostumbrados que los de ella a ver vida entre los harapos, habían encontrado al que había hecho el fuego. Jude entró en el Retiro y supo antes de que levantara la cabeza quién era esta criatura. ¿Cómo no iba a saberlo? Ya habían sido tres las veces que con anterioridad (una aquí, una en Yzordderrex y una, en tiempos más recientes, en la torre de la Tabula Rasa) este hombre había hecho una aparición inesperada, como si quisiera demostrar lo que había afirmado no hacía tanto tiempo, que sus vidas estarían entrelazadas a perpetuidad, porque eran iguales.
—¿Dowd?
La figura no se movió.
—Cuchillo —le dijo a Lunes.
Este se lo pasó y, una vez armada, Jude cruzó el Retiro y avanzó hacia el fardo. Dowd tenía las manos cruzadas en el pecho, como si pensara expirar donde yacía. Tenía los ojos cerrados pero eran la única parte del rostro que le quedaba. El ataque de Celestine le había abierto casi hasta el último milímetro y a pesar de sus legendarios poderes de recuperación, había sido incapaz de reparar el daño causado. Había perdido la máscara y se le veía el hueso. Y sin embargo respiraba, si bien de forma débil y de vez en cuando gemía para sí, como si soñara con el castigo o la venganza. Jude sintió tentaciones de matarlo mientras dormía para poner fin a este amargo asunto allí mismo. Pero sentía curiosidad por saber por qué estaba aquí. ¿Había intentado volver a Yzordderrex y había fracasado o estaba esperando que volviera alguien por aquí y se reuniera con él? Cualquiera de las dos cosas podría ser significativa en estos volátiles tiempos, y aunque en su actual estado viperino, se sentía perfectamente capaz de despacharlo a la otra vida, esta criatura siempre había sido un agente en los tratos de almas superiores y quizá todavía se le pudiera dar algún uso como mensajero. Se agachó a su lado y pronunció su nombre por encima del clamor de los pájaros que volvían a posarse en el tejado. Dowd abrió los ojos con lentitud y añadió su brillo mojado a la humedad de sus facciones.
—Mírate —le dijo a Jude—. Estás radiante, pichoncita. —Era una frase de vodevil y a pesar de su miserable estado, la pronunció con cierto don—. Yo, por supuesto, parezco una inmundicia. ¿Quieres acercarte un poco más? No me queda energía para elevar el volumen.
Jude dudó en complacerlo. Aunque Dowd estaba al borde de la extinción, había una capacidad ilimitada para la malicia en su interior y, con los restos del Eje todavía clavados en su piel, el poder de hacer daño.
—Te oigo muy bien desde donde estoy —le dijo.
—Puedo aguantar unas cien palabras a este volumen —regateó él—. El doble si susurro.
—¿Y qué nos queda por decirnos?
—Ah —respondió él—. Tantas cosas. Crees que ya has escuchado la historia de todo el mundo, ¿verdad? La mía. La de Sartori. La de Godolphin. Incluso la del Reconciliador a estas alturas. Pero te falta una.
—¿Sí, no me digas? —dijo ella, no le importaba mucho—. ¿La de quién?
—Acércate más.
—Lo oiré desde aquí o no lo oiré.
Dowd la miró con los ojos muy pequeños y brillantes.
—Eres una zorra, una auténtica zorra.
—Y tú estás desperdiciando palabras. Si tienes algo que decir, dilo. ¿De quién es la historia que me falta?
El hombre esperó un tiempo antes de responder para sacarle el poco drama que pudiese a la escena. Por fin dijo:
—La del Padre.
—¿Qué padre?
—¿Hay más de uno? Hapexamendios. El Primigenio. El Invisible. Aquel del Primer Dominio.
—Tú no conoces
esa
historia —le dijo ella.
Dowd levantó el brazo a una velocidad sorprendente y había cerrado la mano alrededor del brazo femenino antes de que ella pudiera ponerse fuera de su alcance. Lunes vio el ataque y vino corriendo pero ella lo detuvo antes de que se lanzara contra Dowd y lo envió de nuevo a sentarse junto al fuego.
—No pasa nada —le dijo—. No va a hacerme daño. ¿Verdad? —Estudió a Dowd—. ¿Y bien? —dijo de nuevo—. No puedes permitirte perderme. Soy el último público que tendrás y lo sabes y si no me cuentas a mí esta historia, no se la vas a contar a nadie. No a este lado del infierno.
El hombre lo reconoció en voz baja.
—Cierto —dijo.
—Entonces cuéntamelo. Desahógate.
Dowd respiró laboriosamente y luego empezó.
—Lo vi una vez, sabes —dijo—. Al Padre de Imajica. Vino a mí en el desierto.
—¿Así que se te apareció en persona, nada menos? —dijo ella, su escepticismo quedaba patente.
—No del todo. Lo oí hablando desde el Primero. Pero vi indicios, ya sabes, en la Mácula.
—¿Y qué aspecto tenía?
—El de un hombre, por lo que pude ver.
—O por lo que imaginaste.
—Quizá sí —dijo Dowd—. Pero no imaginé lo que me dijo…
—Que te elevaría. Te convertiría en su alcahuete. Ya me has contado antes todo eso, Dowd.
—No todo —dijo él—. Tras verlo, volví al Quinto, utilicé lances que Él me había susurrado para cruzar el ln Ovo y busqué a lo largo y ancho de Londres una mujer que sería bendita entre las mujeres.
—¿Y encontraste a Celestine?
—Sí. Encontré a Celestine; en Tyburn, de hecho, mirando un ahorcamiento. No sé por qué la elegí a ella. Quizá por lo mucho que se rió cuando el hombre besó la soga y yo pensé, esa no es ninguna sentimental, no va a llorar y gemir si la llevan a otro Dominio. No era hermosa, ni siquiera entonces, pero tenía cierta transparencia, ¿sabes? Algunas actrices la tienen. Las grandes, en cualquier caso. Un rostro que podía transmitir emociones extremas y no parecer trivial. Quizá me encapriché un poco de ella… —Se estremeció—. Todavía era capaz de eso cuando era más joven. Así que me presenté y le dije que quería mostrarle un sueño viviente, un sueño que jamás olvidaría. Al principio se resistió pero en aquellos tiempos yo podría haber convencido a la propia luna, así que me dejó drogaría con ecos y llevármela. Fue un viaje infernal. Cuatro meses para cruzar los Dominios. Pero al final conseguí llevarla allí, de vuelta a la Mácula.
—¿Y qué pasó?
—Se abrió.
—¿Y?
—Vi la Ciudad de Dios.
Aquí al menos había algo que ella quería saber.
—¿Cómo era? —le dijo.
—Sólo fue un vistazo…
Tras negarle la cercanía de su presencia durante tanto tiempo, Jude se inclinó hacia él y repitió la pregunta a escasos milímetros de su desfigurado rostro.
—¿Cómo era?
—Inmensa, reluciente y exquisita.
—¿Dorada?
—De todos los colores. Pero no fue más que un vistazo. Luego los muros parecieron explotar y algo se extendió hacia Celestine y se la llevó.
—¿Viste lo que era?
—He intentado recordarlo, una y otra vez. A veces pienso que era como una red, a veces como una nube. No lo sé. Fuera lo que fuera, se la llevó.
—Y tú intentaste ayudarla, por supuesto —dijo Jude.
—No, me cagué en los pantalones y me largué arrastrándome. ¿Qué podía hacer yo? Ella le pertenecía a Dios. Y a la larga, ¿no fue ella la afortunada?
—¿Raptada y violada?
—Raptada, violada e imbuida de divinidad, al menos un poco. Mientras que yo, que había hecho todo el trabajo, ¿qué era yo?
—Un chulo.
—Sí. Un chulo. En cualquier caso, ella ha tenido su venganza —dijo el hombre con amargura—. Se ha servido bien.
Era cierto. A la vida que tanto Oscar como Quaisoir no habían conseguido apagar en Dowd, Celestine prácticamente le había puesto fin.
—¿Y ese es el cuento del Padre? —dijo Jude—. Ya había oído la mayor parte.
—Ése es el cuento. ¿Pero cuál es la moraleja?
—Dímelo tú.
El moribundo sacudió un poco la cabeza.
—No sé si te estás burlando de mí o no.
—Estoy escuchando, ¿no? Y da gracias por los pequeños favores. Podrías estar aquí tirado sin público alguno.
—Bueno, en parte es eso, ¿no? No carezco de público. Podrías haber llegado aquí cuando ya estuviera muerto. Podrías, quizá, no haber venido aquí en absoluto. Pero nuestras vidas han colisionado una última vez. Esa es la forma que tiene el destino de decirme que me desahogue.