—Había una vez una mujer…
Y con eso Cortés cerró la puerta. Por alguna inexplicable razón estaba tiritando y tuvo que quedarse en el umbral durante varios segundos antes de poder controlar los temblores. Cuando se volvió, se encontró a Clem al pie de la escalera, revisando una selección de velas.
—¿Sigue dormida? —le preguntó cuando Cortés se acercó.
—Sí. ¿Ha hablado contigo de algo, Clem?
—Muy poco. ¿Por qué?
—Acabo de escucharla contar un cuento en sueños. Algo sobre una mujer llamada Nisi Nirvana. ¿Sabes lo que significa eso?
—Nisi Nirvana. A Menos que el Cielo. ¿Es el nombre de alguien?
—Al parecer. Y debe de significar mucho para ella, por alguna razón. Con ese nombre mandó a Jude a buscarme.
—¿Y cómo es el cuento?
—De lo más extraño —dijo Cortés.
—Quizá te gustaba más cuando eras pequeño.
—Quizá.
—Si la oigo hablar otra vez, ¿quieres que te llame para que bajes?
—Creo que no —dijo Cortés—. Ya me lo sé de memoria.
Comenzó a subir las escaleras.
—Vas a necesitar unas velas ahí arriba —dijo Clem—. Y cerillas para encenderlas.
—Es cierto —dijo Cortés mientras daba la vuelta.
Clem le entregó media docena de velas gruesas, achaparradas y blancas. Cortés le devolvió una.
—Cinco es el número mágico —le dijo.
—He dejado un poco de comida en lo alto de las escaleras —le dijo Clem cuando Cortés empezó a subir otra vez—. No es lo que llamaríamos
haute
cuisine
pero alimenta. Y si no la recoges ahora, desaparecerá en cuanto vuelva el muchacho.
Cortés le dio las gracias desde las escaleras, recogió el pan, las fresas y la botella de cerveza que lo esperaban en lo alto y luego volvió a la sala de meditación y cerró la puerta tras él. Quizá porque todavía estaba preocupado por lo que había oído de labios de su madre, los recuerdos de Pai no estaban esperando en el umbral. La habitación estaba vacía, una célula del presente. Hasta que Cortés no hubo colocado las velas en la repisa de la chimenea y hubo encendido una de ellas, no oyó al místico hablando en voz baja tras él.
—Ahora te he angustiado —le decía.
Cortés se volvió hacia la habitación y encontró al místico en la ventana, donde con tanta frecuencia se entretenía, con una mirada de profunda preocupación en el rostro.
—No debería haberte preguntado —continuó Pai—. Es simple curiosidad. Oí a Abelove hablando de eso con el joven Lucius hace un día o dos y empecé a preguntármelo.
—¿Qué dijo Lucius?
—Dijo que recordaba que lo habían amamantado. Eso era lo primero que recordaba: el pecho en su boca.
Sólo entonces comprendió Cortés el tema que se debatía aquí. Una vez más, sus recuerdos habían hallado algún fragmento de conversación entre el místico y él relacionado con sus actuales preocupaciones. Habían hablado de recuerdos infantiles en esta misma habitación y el maestro se había sumido en la misma angustia que sentía ahora, y por la misma razón.
—Pero recordar un cuento —decía Pai—. En especial uno que no te gustaba…
—No era que no me gustara —dijo el maestro—. Al menos no me asustaba, como podría haberlo hecho un cuento de fantasmas. Era peor que eso…
—No tenemos que hablar de esto —dijo Pai y por un momento Cortés pensó que la conversación iba a apagarse ahí. No estaba en absoluto seguro que le hubiera importado mucho si así hubiera sido. Pero parecía haber sido una de las reglas no escritas de la casa que no se huía de ningún enigma, por muy desconcertante que fuese.
—No, quiero explicarlo si puedo —dijo el maestro—. Aunque lo que un niño teme es a veces difícil de desentrañar.
—A menos que podamos escuchar con el corazón de un niño —dijo Pai.
—Eso es más difícil todavía.
—Podemos intentarlo, ¿no es cierto? Cuéntame el cuento.
—Bueno, siempre empezaba de la misma manera. Mi madre decía: «quiero que lo recuerdes, hijo», y yo sabía de inmediato lo que seguía: «Había una mujer llamada Nisi Nirvana y entró en una ciudad repleta de iniquidades…».
Cortés volvió a escuchar la historia, esta vez de sus propios labios, contada al místico. La mujer, la ciudad, el crimen, el hijo y luego, con enfermiza inevitabilidad, la historia que comenzaba otra vez con la mujer, la ciudad y el crimen.
—Una violación no es un tema muy bonito para un cuento infantil — comentó Pai.
—Nunca utilizó esa palabra.
—Pero ese fue el crimen, ¿no es cierto?
—Sí —dijo él en voz baja, aunque lo incomodaba admitirlo. Era el secreto de su madre, el dolor de su madre. Pero sí, por supuesto, Nisi Nirvana era Celestine y la ciudad llena de terrores era el Primer Dominio. Le había contado a su hijo su propia historia, cifrada en una sombría fabulita. Pero lo que era más extraño era que había envuelto al oyente en el cuento e incluso en la propia narración del cuento, con lo que había creado un círculo que era imposible de romper porque todos los elementos que lo constituían estaban atrapados dentro. ¿Había sido esa sensación de encierro lo que lo había angustiado tanto cuando era niño? Pero Pai tenía otra teoría y le daba voz a través de los años.
—No me extraña que tuvieras tanto miedo —dijo el místico—, sin saber qué crimen era pero sabiendo que era terrible. Estoy seguro de que ella no quería hacer ningún daño pero tu imaginación debió de desmandarse.
Cortés no respondió, o, más bien, no pudo. Por primera vez en estas conversaciones con Pai, él sabía más que la historia y la discontinuidad fracturaba el espejo en el que había estado contemplando el pasado. Sintió una amarga sensación de pérdida que se sumaba a la angustia que se había traído a esta habitación. Era como si el cuento de Nisi Nirvana marcara la separación entre el yo que había ocupado estas habitaciones doscientos años antes, y que ignoraba su naturaleza divina, y el hombre que era ahora, que sabía que la historia de Nisi Nirvana era la historia de su madre y el crimen del que le había hablado era el acto que le había dado a él la vida. Ya no se podría coquetear más con el pasado después de esto. Había aprendido lo que necesitaba saber sobre la Reconciliación y ya no podía justificar más demoras. Había llegado el momento de abandonar el consuelo de la memoria y a Pai con ella.
Cogió la botella de cerveza y quitó el tapón de un golpe. Lo más probable es que no fuese una gran idea beber alcohol en este punto pero quería brindar por el pasado antes de que se desvaneciera por completo. Tuvo que haber un momento, pensó, en el que Pai y él habían levantado sus copas por el milenio. ¿Podría conjurar un momento así y unir su propósito al del pasado una última vez? Se llevó la botella a los labios y mientras bebía oyó a Pai riéndose al otro lado de la habitación. Miró hacia el místico y allí, ya desvaneciéndose, percibió un destello de su amante, no con una copa en la mano sino con una damajuana, brindando por el futuro. Levantó la botella de cerveza con la intención de rozar la damajuana, pero el místico se desvanecía demasiado rápido. Antes de que el pasado y el presente pudieran compartir el brindis, la visión había desaparecido. Era hora de empezar.
Abajo, Lunes había vuelto y hablaba muy excitado. Tras dejar la botella en la repisa de la chimenea, Cortés salió al rellano para averiguar a qué venía tanto escándalo. El muchacho estaba en la puerta, en plena descripción del estado de la ciudad a Clem y Jude. Jamás había visto un sábado por la noche más extraño, dijo. Las calles estaban prácticamente vacías. Lo único que se movía eran los semáforos.
—Al menos tendremos un viaje fácil —dijo Jude.
—¿Vamos a alguna parte? La mujer se lo dijo y él pareció alegrarse bastante.
—Me gusta ir al campo —dijo—. Podemos hacer lo que queramos, joder.
—Con volver vivos es suficiente —le respondió ella—. Él confía en nosotros.
—No hay problema —dijo Lunes con tono alegre. Luego se dirigió a Clem—: Cuida del jefe, ¿eh? Si las cosas se ponen raras, siempre podemos llamar al irlandés y los demás.
—¿Les has dicho dónde estamos? —dijo Clem.
—No van a aparecer por aquí en busca de una cama, no te preocupes — dijo Lunes—. Pero tal y como yo lo veo, tío, cuantos más amigos tengamos, mejor. —Se volvió hacia Jude—. Estoy listo cuando quieras —dijo, y volvió a salir.
—Esto no debería llevar más de dos o tres horas —le dijo Jude a Clem—. Cuídate. Y a él.
La joven miró hacia las escaleras al hablar pero las velas que habían colocado arrojaban una luz demasiado frágil para que alcanzara la parte superior y no pudo ver a Cortés allí. Sólo cuando ella desapareció de la entrada y el coche rugía ya calle abajo, dio a conocer su presencia.
—Lunes ha vuelto —dijo Clem. —Lo he oído.
—¿Te interrumpió? Lo siento.
—No, no. Ya había acabado, de todos modos.
—Hace tanto calor esta noche —dijo Clem alzando los ojos hacia el cielo.
—¿Por qué no duermes un rato? Yo puedo hacer guardia.
—¿Dónde tienes a esa puñetera mascota tuya?
—Se llama Descansito, Clem, y está en el piso de arriba, vigilando.
—No confío en él, Cortés.
—No nos hará ningún daño. Ve a echarte.
—¿Has terminado con Pai?
—Creo que he aprendido todo lo que podía aprender. Ahora tengo que echarle un vistazo al resto del Sínodo.
—¿Cómo lo vas a hacer?
—Dejaré mi cuerpo arriba y me iré de viaje.
—Parece peligroso.
—No es la primera vez. Pero mi carne y mi sangre serán vulnerables mientras estoy fuera.
—En cuanto estés listo para irte, despiértame. Te vigilaré como un halcón. —Échate una hora de siesta primero.
Clem cogió una de las velas y fue a buscar algún sitio en el que acostarse tras dejar que Cortés ocupase su lugar en la puerta principal. El maestro se sentó en el escalón con la cabeza apoyada en el marco de la puerta y disfrutó de la escasa brisa que podía proporcionarle la noche. Ninguna farola funcionaba en la calle. Era la luz de la luna, y las estrellas que la rodeaban, la que hacía resaltar los detalles de la casa de enfrente y atrapaba el brillo de la pálida parte inferior de las hojas cuando el viento las levantaba. Envuelto en la calma, Cortés se adormeció y se perdió las estrellas fugaces.
—Oh, qué bonito —dijo la jovencita. No podía tener más de dieciséis años y cuando se reía, y su galán la había hecho reír mucho esta noche, parecía incluso más joven. Pero ahora ya no se reía. Estaba de pie en medio de la oscuridad mirando fijamente la lluvia de meteoros mientras Sartori la contemplaba a ella con admiración.
La había encontrado tres horas antes, vagando por la Feria de San Juan de Hampstead Heath y con su encanto no le había resultado muy difícil conseguir que lo dejase acompañarla. La feria no iba muy bien, con tan poca gente por la calle, así que cuando cerraron las atracciones, cosa que hicieron al primer signo del atardecer, Sartori la convenció para que fuera al centro con él. Comprarían un poco de vino, le dijo, y pasearían; encontrarían un lugar para sentarse, charlar y contemplar las estrellas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había permitido seducir a alguien (Judith había sido otro tipo de reto, algo completamente diferente) pero no le costó demasiado recordar los trucos del oficio y tuvo la satisfacción de contemplar cómo se desmoronaba la resistencia de la joven; además, el vino que había consumido contribuyó mucho a mitigar el dolor de las derrotas recientes.
La muchacha (se llamaba Mónica) era tan encantadora como dócil. Al principio sus ojos sólo se encontraban con los de Sartori de una forma tímida pero todo eso formaba parte del juego y él se conformó con seguirle la corriente un rato para distraerla de la inminente tragedia. Vergonzosa como era, la muchachita no rechazó al hombre cuando este sugirió que dieran un paseo por los solares de los edificios derribados detrás de Shiverick Square, aunque comentó algo sobre que quería que él la tratara con cuidado. Y eso hizo. Caminaron juntos en medio de la oscuridad hasta que encontraron un punto donde la maleza era menos espesa y se formaba una especie de bosquecillo. El cielo estaba despejado sobre sus cabezas y la joven tenía allí una hermosa visión de la lluvia de meteoros que desaparecían en el cielo.
—Siempre hace que me dé un poco de miedo —le dijo ella con un acento arrabalero carente de encanto—. Mirar las estrellas, quiero decir.
—¿Y eso por qué?
—Bueno… somos tan pequeños, ¿verdad?
Sartori le había pedido antes que le hablara un poco de su vida y la joven le había ofrecido retazos de su biografía, primero sobre un chico llamado Trevor, que le había dicho que la quería pero que se había ido con su mejor amiga; luego sobre la colección de ranas de porcelana de su madre y cuánto le gustaba vivir en España porque allí todo el mundo era mucho más feliz. Pero ahora, sin que le preguntara nada, la chica le dijo que no le importaban nada España, Trevor, ni las ranas de porcelana. Era feliz, dijo y la visión de las estrellas, que normalmente la asustaba, hoy la hacía sentir deseos de volar, a lo que él le contestó que, de hecho, podían volar juntos, sólo tenía que pedirlo.
Y al oír eso, la muchacha apartó la vista del cielo con un suspiro resignado.
—Sé lo que quieres —dijo—. Sois todos iguales. Volar. ¿Así es como lo llamas tú entonces?
Sartori dijo que lo había entendido mal, por completo. No la había traído aquí para manosearla y molestarla. Eso estaba muy por debajo de los dos.
—¿Entonces qué? —le preguntó ella.
Le respondió con un gesto de la mano, demasiado rápido para que pudiera contradecirlo. El segundo acto primario, después de aquel para el que ella pensó que la había traído aquí. La lucha que presentó fue casi tan resignada como su suspiro anterior y estaba muerta en el suelo en menos de un minuto. Sobre su cabeza las estrellas seguían cayendo con una abundancia que recordaba del momento que había vivido doscientos años antes. Una lluvia de cuerpos celestiales impropia de aquella estación, una lluvia que presagiaba los asuntos de la noche siguiente.
Desmembró y destripó a la muchacha con el mayor de los cuidados y depositó los trozos alrededor del claro de un modo consagrado por los siglos. No había necesidad de apresurarse. Este oficio era mejor completarlo en los momentos más lúgubres que preceden al alba y todavía quedaban unas horas para entonces. Cuando esos momentos llegaran y se llevara a cabo el oficio, había depositado grandes esperanzas en el resultado. El cuerpo de Godolphin estaba ya frío cuando lo había utilizado y su propietario no era lo que se dice inocente. Las criaturas que había podido tentar en el In Ovo con un cebo tan poco apetecible habían sido por tanto primitivas. Mónica, por otro lado, era un cuerpo cálido y no había vivido lo suficiente para estar muy manchada. Su muerte abriría una brecha más profunda en el In Ovo que la de Godolphin y a través de ella, Sartori esperaba atraer a una especie muy concreta de oviáceo, adaptada de una forma única al trabajo que traería la mañana: una especie lustrosa, dura y amarga que lo ayudaría a demostrar, antes de que cayera la noche, lo que era capaz de hacer un niño nacido para destruir.