—Me equivoqué de vocación —dijo Clem con la expresión traviesa de Tay en los rasgos—. Robar es mucho más divertido que trabajar en la banca.
Llegados a este punto, Lunes solicitó permiso para tomar prestado el coche de Jude y volver al South Bank, donde quería recoger las pertenencias que se había dejado al apresurarse a seguir a Cortés. La mujer le dijo que sí pero le recomendó que volviera lo antes posible. Aunque fuera, en la calle, todavía había luz, iban a necesitar tantos brazos y voluntades fuertes como pudieran reunir para defender la casa cuando cayera la noche. Clem había acomodado a Celestine en lo que había sido el comedor; había colocado el más grande de los dos colchones en el suelo y se había sentado con ella hasta que se durmió. Cuando salió, la pendenciera presencia de Tay se había sosegado y el hombre que fue a reunirse con Jude en la puerta estaba tranquilo.
—¿Está dormida? —le preguntó Jude.
—No sé si eso es dormir o un coma. ¿Dónde está Cortés?
—Arriba, urdiendo algo.
—Habéis discutido.
—Eso no es nada nuevo. Todo lo demás cambia pero eso sigue igual.
Clem abrió una de las botellas de cerveza que aguardaban en el escalón y bebió con entusiasmo.
—Sabes, de vez en cuando me sorprendo preguntándome si todo esto no será una alucinación. Lo más probable es que tú lo entiendas mejor que yo (has visto los Dominios, sabes que es algo real) pero cuando yo me fui con Lunes a coger los colchones, había gente a sólo unas calles de aquí, paseaban bajo el sol como si fuera otro día más y yo pensé: Ahí detrás hay una mujer que lleva doscientos años enterrada viva, y su hijo, cuyo Padre es un Dios del que yo nunca he oído hablar…
—Así que te lo dijo.
—Oh, sí. Y cuando pensaba en ello, sólo quería irme a casa, cerrar la puerta con llave y fingir que no estaba pasando.
—¿Qué te detuvo?
—Lunes, sobre todo. El chaval se lo toma todo como viene. Y saber que Tay está en mi interior. Aunque eso me resulta tan natural que es como si siempre hubiera estado ahí.
—Quizá lo estaba —dijo Jude—. ¿Queda más cerveza?
—Sí.
Clem le pasó una botella y la mujer la golpeó contra el escalón igual que había hecho él. El tapón voló y salió un poco de espuma.
—¿Entonces qué te hizo querer huir? —dijo Jude tras aplacar su sed.
—No lo sé —respondió Clem—. El miedo a lo que viene, supongo. Pero es una estupidez, ¿no? listo el comienzo de algo sublime, como prometió Tay. La luz está llegando al mundo desde un lugar que ni siquiera soñamos que existía. Es el Nacimiento del Hijo Invicto, ¿verdad?
—Oh, a los hijos no les va a pasar nada —dijo Jude—. Como casi siempre.
—¿Pero no estás tan segura sobre las hijas?
—No, no lo estoy —le respondió ella—. Hapexamendios mató a las Diosas de toda Imajica, Clem, o al menos lo intentó. Y ahora me encuentro con que es el Padre de Cortés. No me siento muy cómoda haciendo su trabajo.
—Lo entiendo.
—Parte de mí piensa… —Jude dejó que su voz se perdiera en el silencio y dejó la idea sin terminar.
—¿Qué? —le preguntó Clem—. Dímelo.
—Parte de mí piensa que somos tontos al confiar en cualquiera de los dos, en Hapexamendios o en su Reconciliador. Si era un Dios tan cariñoso, ¿por qué hizo tanto daño? Y no me digas que Sus caminos son misteriosos porque eso es un montón de mierda y los dos lo sabemos.
—¿Has hablado con Cortés sobre eso?
—Lo he intentado, pero sólo tiene una cosa en la cabeza…
—Dos —dijo Clem—. La Reconciliación es una. Pai'oh'pah es la otra.
—Ah, sí, el glorioso Pai'oh'pah.
—¿Sabías que se casó con él?
—Sí, me lo dijo.
—Debió de ser toda una criatura.
—Yo tengo ciertos prejuicios —dijo Jude con sequedad—. Intentó matarme.
—Cortés dijo que esa no era la naturaleza de Pai.
—¿No?
—Me dijo que le ordenó que viviera su vida como asesino o como puta. Es culpa suya, dice. Se culpa de todo a sí mismo.
—¿Se culpa a sí mismo o sólo asume la responsabilidad? —dijo ella—. Hay cierta diferencia.
—No lo sé —dijo Clem, que no quería que lo metieran en tales sutilezas—. Desde luego está perdido sin Pai.
Sobre eso la mujer guardó silencio, quería decir que ella también estaba perdida, que ella también se consumía por alguien pero para admitir esto no confiaba ni siquiera en Clem.
—Me dijo que el espíritu de Pai sigue vivo, como el de Tay —decía Clem—. Y cuando todo esto termine…
—Dice muchas cosas —lo interrumpió Jude, cansada de oír a todo el mundo repetir las sabias palabras de Cortés.
—¿Y tú no le crees?
—¿Qué sé yo? —dijo ella, dura ahora como una piedra—. No pertenezco a este Evangelio. No soy su amante y no pienso ser su discípula.
Oyeron algo tras ellos y se volvieron para encontrar a Cortés de pie en la entrada, el brillo de la luz rebotaba en el escalón como candilejas. Tenía el rostro cubierto de sudor y la camisa pegada al pecho. Clem se puso en pie a toda velocidad con expresión culpable y con el talón tiró una de las botellas. Esta bajó dos escalones rodando y derramando cerveza espumosa antes de que Jude la atrapara.
—Hace calor ahí arriba —dijo Cortés.
—Y no va a mejorar —comentó Clem.
—¿Puedo hablar contigo?
Jude sabía que quería decirle algo sin que ella lo oyera pero o Clem era demasiado candoroso para darse cuenta, cosa que dudaba, o bien no estaba dispuesto a seguirle el juego. Se quedó en el escalón y obligó a Cortés a acercarse a la puerta.
—Cuando vuelva Lunes —dijo—, me gustaría que fueras a la finca y trajeras las piedras del Refugio. Voy a llevar a cabo la Reconciliación arriba, donde tengo mis recuerdos para ayudarme.
—¿Por qué envías a Clem? —dijo Jude sin levantarse ni girarse siquiera—. Yo conozco el camino, él no. Sé que aspecto tienen las piedras, él no.
—Creo que estarás mejor aquí —respondió Cortés.
Entonces la mujer se volvió.
—¿Para qué? —dijo—. No le sirvo de nada a nadie. A menos que sólo quieras tenerme vigilada.
—En absoluto.
—Entonces déjame ir —le dijo Jude—. Me llevaré a Lunes para que me ayude. Clem y Tay pueden quedarse aquí. Son tus ángeles, ¿no?
—Si lo prefieres así —dijo Cortés—. A mí no me importa.
—Volveré, no te preocupes —dijo ella burlona mientras levantaba la botella de cerveza—. Aunque sólo sea para brindar por el milagro.
Poco después de esta conversación, con la marea azul del atardecer elevándose en la calle y levantando el día hasta los tejados, Cortés dejó sus debates con Pai y fue a sentarse con Celestine. En la habitación de su madre se meditaba mejor que en la que acababa de abandonar, donde los recuerdos de Pai se habían convertido en algo tan fácil de conjurar que a veces le costaba creer que el místico no estuviese allí en carne y hueso. Clem había encendido velas al lado del colchón sobre el que dormía Celestine y su luz mostraba a Cortés una mujer tan profundamente dormida que ningún sueño la inquietaba. Aunque estaba lejos de estar demacrada, sus rasgos eran austeros, como si la carne estuviera a medio camino de convertirse en hueso. La estudió durante un rato, se preguntaba si su rostro adquiriría algún día aquella severidad, luego volvió a los pies de la cama, al lado de la pared y se sentó en cuclillas allí mientras escuchaba la lenta cadencia del aliento de su madre.
Su mente le daba vueltas a todo lo que había aprendido, o recordado, en la habitación de arriba. Como tantas cosas de la magia con la que se estaba familiarizando, el oficio de la Reconciliación no era un gran ceremonial.
Mientras la mayor parte de las religiones predominantes en el Quinto se regodeaban en rituales para no permitir que sus rebaños vieran su falla de perspicacia (liturgias y réquiems, mandamientos y sacramentos, todos creados para amplificar esos diminutos granos de comprensión que en realidad poseen los hombres santos), tal teatro es superfluo cuando los ministros tienen la verdad entre sus manos y con la ayuda del recuerdo, quizá todavía pudiera convertirse en uno de esos ministros.
Había descubierto que el principio de la Reconciliación no era muy difícil de entender. Cada doscientos años, al parecer, el In Ovo producía una especie de flor: un loto de cinco pétalos que flotaba durante un momento muy breve en esas aguas letales, inmune a su veneno y a sus habitantes. Este santuario tenía varios nombres pero el más sencillo, y el más utilizado, era el Ana. En él se reunían los maestros y llevaban allí análogos de los Dominios que representaba cada uno. Una vez que se reunían las piezas, el proceso seguía su propio impulso. Los análogos se fundían y, con el poder que les daba el Ana, florecían, hacían retroceder al In Ovo y abrían el camino entre los Dominios Reconciliados y el Quinto.
—Las cosas fluyen hacia el éxito —había dicho el místico hablando desde tiempos mejores—. Es el instinto natural de cada cosa que se rompe, volver a estar entera. E Imajica está rota hasta que se Reconcilie.
—¿Entonces por qué ha habido tantos fracasos? —había preguntado Cortés.
—No ha habido tantos —había respondido Pai—. Y siempre los destrozaron fuerzas externas. A Cristo lo derribó la política. A Pineo lo destruyó el Vaticano.
Siempre personas externas que destruyen las mejores intenciones del maestro.
Nosotros no tenemos ese tipo de enemigos.
Qué palabras tan irónicas, ahora que las veía en perspectiva. Cortés no podía permitirse de nuevo tal autosuficiencia, no con Sartori todavía vivo y la escalofriante imagen de la última y desesperada aparición de Pai en la Mácula todavía en mente.
No valía la pena revivirlo. Se quitó de la cabeza la visión lo mejor que pudo y, en su lugar, posó la mirada en Celestine. Era difícil pensar en ella como su madre. Quizá, entre los innumerables recuerdos de los que había hecho acopio en esta casa, había algún vago recuerdo de cuando era un bebé en estos brazos, de cuando había puesto su boca sin dientes en esos pechos y se había alimentado. Pero si estaba allí, lo había evitado. Quizá sólo había demasiados años, y vidas, y mujeres, entre este momento y aquellos abrazos. Era capaz de encontrar en su interior la forma de agradecerle la vida que le había dado, pero era difícil sentir algo más.
Después de un rato, la vigilia empezó a deprimirlo. Aquella mujer se parecía demasiado a un cadáver, allí echada, y él a un doliente cumplido pero sin amor en sus gestos. Se levantó para irse pero antes de dejar la habitación, se detuvo a su lado y se inclinó para acariciarle la mejilla. No había puesto su piel sobre la de ella desde hacía veintitrés o veinticuatro décadas y quizá, después de esto, no lo volvería a hacer. La mujer no estaba fría, como él esperaba que estuviese, sino cálida y su hijo mantuvo la mano allí más tiempo de lo que había pretendido.
En algún lugar de las profundidades de su sopor, Celestine sintió la caricia y pareció alzarse hacia un lugar en el que soñaba con él. Su austeridad se suavizó y sus labios pálidos dijeron:
—¿Hijo?
Cortés no estaba muy seguro de querer responder pero durante ese momento de duda, ella volvió a hablar, la misma pregunta. Esta vez respondió.
—¿Sí, mamá? —dijo.
—¿Recordarás lo que te conté? ¿Y ahora qué? se preguntó Cortés.
—No… no estoy seguro —le dijo—. Lo intentaré.
—¿Te lo cuento otra vez? Quiero que lo recuerdes, hijo.
—Sí, mamá —dijo él—. Eso estaría bien. Cuéntamelo otra vez.
Celestine esbozó una sonrisa infinitesimal y comenzó a repetir una historia que al parecer había repetido muchas veces.
—Había una vez una mujer llamada Nisi Nirvana…
Pero apenas había empezado cuando el sueño que estaba teniendo dejó de reclamarla y la mujer empezó a deslizarse de nuevo hacia un Jugar más profundo y su voz empezó a perder poder a medida que se iba.
—No te pares, mamá —le apuntó Cortés—. Quiero oírlo. Había una mujer…
—Sí…
—… llamada Nisi Nirvana.
—Sí. Y fue a una ciudad repleta de iniquidades, donde ningún fantasma era sagrado y no había cuerpo completo. Y algo allí le hizo un gran daño…
La voz de la mujer volvía a recuperar su fuerza pero la sonrisa, incluso aquel diminuto indicio, había desaparecido.
—¿Qué daño fue ese, mamá?
—No te hace falta saber el daño, hijo. Lo sabrás algún día y ese día desearás poder olvidarlo. Sólo has de entender que es un daño que sólo los hombres les pueden hacer a las mujeres.
—¿Y quién le hizo este daño? —preguntó Cortés.
—Ya te lo he dicho, hijo, un hombre.
—¿Pero qué hombre?
—Su nombre no importa. Lo que importa es que ella huyó de él y volvió a su propia ciudad y supo que debía sacar algo bueno de esa cosa mala que le habían hecho. ¿Y sabes qué era eso tan bueno?
—No, mamá.
—Era un bebé pequeñito. Un bebé pequeñito y perfecto. Y ella lo quiso tanto que se hizo grande después de un tiempo y ella supo que tendría que dejarla, así que le dijo: «Tengo un cuento que contarte antes de que te vayas». ¿Y sabes cuál era el cuento? Quiero que lo recuerdes, hijo.
—Cuéntamelo.
—Había una vez una mujer llamada Nisi Nirvana. Y se fue a una ciudad de iniquidades…
—Esa es la misma historia, mamá.
—… donde ningún fantasma era sagrado…
—
No has terminado la primera historia. Acabas de empezar otra vez.
—… y no había cuerpo completo. Y algo allí…
—Para, mamá —dijo Cortés—. Para.
—… le hizo un gran daño…
Angustiado por este bucle, Cortés apartó la mano de la mejilla de su madre. Pero ella no detuvo la narración, por lo menos no al principio. El cuento continuaba exactamente de la misma forma que antes: la huida de la ciudad, lo bueno que se sacaba de lo malo, el bebé, el bebé pequeñito y perfecto. Pero ahora que ya no tenía la mano en la mejilla, Celestine volvía a hundirse en un sopor irreflexivo y su voz iba perdiendo definición poco a poco. Cortés se levantó y caminó de espaldas hasta la puerta mientras la rueda susurrada volvía a dibujar un círculo completo.
—Así que ella dijo: Tengo un cuento que contarte antes de que te vayas. Cortés buscó a sus espaldas y abrió la puerta con los ojos clavados en su madre y en sus palabras difusas.
—¿Y sabes cuál era el cuento? —decía Celestine—. Quiero… que… lo… recuerdes… hijo.
Cortés siguió mirándola mientras salía al pasillo sin ruido. Los últimos sonidos que oyó le habrían parecido tonterías a cualquier oído salvo al suyo, pero había oído este cuento con la frecuencia suficiente para saber que estaba comenzando de nuevo mientras se hundía en un sopor sin sueños.