—Sacad a Celestine de aquí —les dijo a Jude y Lunes—. Algo terrible está ocurriendo arriba.
Dejó la puerta y se dirigió a las escaleras.
—¿Necesitas ayuda? —dijo Jude.
—No. Quédate con ella. Te necesita.
Al oír eso, Celestine pronunció sus primeras palabras desde que había dejado la celda.
—No la necesito —dijo.
Clem se dio la vuelta de repente, volvió con la mujer y le puso la nariz a milímetros de la suya.
—¡Sabe, me está resultando difícil encontrarla agradable, mujer! —le soltó.
Jude lanzó una carcajada al escuchar con tanta claridad los irascibles tonos de Tay. Había olvidado lo bien que habían encajado su naturaleza y la de Clem antes de que la enfermedad se hubiera llevado el avinagramiento de Tay.
—Estamos aquí por usted, que no se le olvide —dijo Tay—. Y usted aún estaría ahí abajo quitándose pelusas del ombligo si Judy no nos hubiera traído.
Celestine entrecerró los ojos.
—Pues vuelve a ponerme allí —dijo.
—Sólo por eso —Jude contuvo el aliento, no iría a hacerlo, ¿verdad? —, voy a darle un gran beso y a pedirle con toda corrección que deje de ser una vieja cascarrabias. —La besó en la nariz y añadió—: Y ahora vámonos —le dijo a Lunes y antes de que Celestine pudiera pensar en una respuesta, Clem se dirigió a las escaleras, las subió y desapareció de su vista.
Agotado por su efusión de dolor, Sartori le dio la espalda a Cortés y se dirigió despacio a la silla en la que estaba sentado al principio de la entrevista. Haraganeaba por el camino, le daba patadas a aquellos trozos rastreros que venían a adorarlo e hizo una pausa para levantar la vista hacia el cuerpo destripado de Godolphin, luego lo puso en movimiento con un toque, de tal modo que su corpulencia lo eclipsaba y lo descubría por momentos a medida que él se acercaba a su pequeño trono. Había peripeteria reunida a su alrededor en una horda servil, pero Cortés no espero a que les ordenara que lo atacasen. Sartori no era menos peligroso por la desesperación que acababa de expresar, todo lo que hacía era liberarlo de cualquier última esperanza de paz que pudiera quedar entre ellos. Y también liberaba a Cortés. Esto tenía que terminar con la desaparición de Sartori o el diablo que había decidido ser desharía la gran obra de nuevo. Cortés cogió aliento; en cuanto su hermano se volviera, dejaría volar el pneuma y terminaría con aquello.
—¿Qué te hace pensar que puedes matarme? —dijo Sartori sin volverse todavía—. Dios está en el Primer Dominio y madre abajo, casi muerta. Estás sólo. Todo lo que tienes es tu aliento.
El cuerpo de Godolphin continuaba balanceándose entre ellos pero aquel hombre seguía dándole la espalda.
—Y si a mí me destejes, ¿qué te haces a ti en el proceso? ¿Has pensado en eso? Mátame y quizá te matas a ti mismo.
Cortés sabía que Sartori era capaz de plantar tales dudas durante toda la noche. Era el complemento de su propio talento perdido para seducir: dejar caer las posibilidades en la tierra prometida. No permitiría que eso lo retrasara. Con el pneuma listo, se fue en busca de aquel hombre, sólo lo contuvo un momento el balanceo del cadáver de Godolphin, luego se detuvo al otro lado. Sartori seguía negándose a mostrarle el rostro y Cortés no tuvo más opción que malgastar un poco del aliento asesino con palabras.
—Mírame, hermano —dijo.
Leyó la intención de hacerlo en el cuerpo de Sartori, un movimiento que comenzaba en los talones, el torso y la cabeza. Pero antes de que apareciera la cara, Cortés oyó un sonido tras él y volvió los ojos para ver allí al tercer actor (el fallecido Godolphin) caerse de su horca. Tuvo tiempo de vislumbrar los oviáceos que ocupaban el cuerpo, luego lo tuvo encima. Debería haber sido fácil hacerse a un lado pero las bestias habían hecho algo más que anidar en su cuerpo. Estaban muy ocupados en los músculos podridos de Godolphin, organizando la resurrección que Sartori le había rogado a Cortés que llevara a cabo. Los brazos del cadáver lo agarraron de golpe y su corpulencia, mucho más inmensa por el peso de los parásitos, lo hizo caer de rodillas. El aliento salió de su boca en forma de aire inofensivo y antes de que hubiera podido tomar otra bocanada, le habían atrapado los brazos y se los habían retorcido hasta casi rompérselos a la espalda.
—Nunca le des la espalda a un hombre muerto —dijo Sartori cuando por fin mostró el rostro.
No había allí una expresión de triunfo, aunque había incapacitado a su enemigo con una rápida maniobra. Volvió sus ojos llenos de dolor hacia la hueste de peripeteria que había sido la horca de Godolphin y con el pulgar de la mano izquierda describió un círculo diminuto. Las bestezuelas siguieron su indicación al instante y apareció un movimiento en la nube.
—Yo soy más supersticioso que tú, hermano —dijo Sartori mientras se llevaba la mano a la espalda y tiraba la silla. El mueble no se quedó donde se había caído sino que rodó por la habitación como si el movimiento de arriba tuviera alguna correspondencia abajo—. Yo no voy a ponerte la mano encima —continuó Sartori—. Por si acaso hay alguna consecuencia para un hombre que le quita la vida a su hermano. —Levantó las palmas de las manos—. Mira, yo soy inocente —dijo mientras daba un paso atrás hacia las cortinas corridas—. Vas a morir porque el mundo se está derrumbando.
Mientras hablaba, el movimiento que rodeaba a Cortés aumentó cuando los peripeteria obedecieron la indicación de su invocador. Como individuos eran insustanciales pero en masa tenían una autoridad considerable. A medida que aumentaba la velocidad de sus giros, se generaba una corriente lo bastante fuerte para levantar por el aire la silla que Sartori había volcado. Se desclavaron de las paredes las lámparas, que se llevaron trozos de yeso con ellas; se arrancaron las manijas de las puertas y el resto de las sillas subieron en un arrebato para unirse a la tarantela y terminaron convertidas en astillas al estrellarte unas contra otras. Incluso la mesa, enorme como era, empezó a moverse. En el ojo de la tormenta, Cortés se debatió para liberarse del frío abrazo de Godolphin. Quizá lo hubiera hecho, si hubiera dispuesto de tiempo, pero el círculo y su carga de fragmentos se cerraron sobre él demasiado rápido.
Incapaz de protegerse, todo lo que podía hacer era inclinar la cabeza contra el granizo de madera, yeso y vidrio, el asalto le había arrebatado el aliento de golpe. Sólo una vez levantó los ojos para buscar a Sartori entre la tormenta. Su hermano permanecía pegado a la pared, la cabeza echada hacia atrás mientras contemplaba la ejecución. Si había algún sentimiento en su rostro, era el de un hombre ofendido por lo que veía, un cordero obligado a contemplar impotente cómo quedaba reducido a pulpa su compañero.
Al parecer no había oído la voz que se alzaba en el pasillo exterior, pero Cortés sí. Era Clem, que llamaba al maestro y golpeaba la puerta. A Cortés no le quedaban fuerzas para responder. Su cuerpo se encorvaba entre los brazos de Godolphin a medida que aumentaba la descarga y le golpeaba el cráneo, las costillas y los muslos. Clem, que Dios le bendijese, no necesitaba ninguna contestación. Se estrelló contra la puerta repetidas veces y la cerradura explotó de repente 'haciendo que se abrieran las dos puertas a la vez.
Había más luz fuera que dentro, por supuesto, y del mismo modo que antes, la arrastraron a la habitación oscurecida a toda prisa y pasó rozando al asombrado Clem. Los peripeteria estaban tan desesperados como siempre por quedarse con una rebanada de luz y los remolinos de sus filas se sumieron en la confusión ante la aparición de la misma. Cortés sintió que se aflojaban los brazos que lo sostenían cuando los oviáceos que habían dado vida al cadáver de Godolphin dejaron su labor para unirse al tumulto. Con las energías de la habitación distraídas, los restos giratorios empezaron a perder impulso pero no antes de que un trozo de la mesa astillada golpeara una de las puertas abiertas y la arrancara de sus goznes. Clem vio venir la colisión y se apartó antes de que lo golpeara a él también al tiempo que su grito de alarma despertaba a Sartori.
Cortés miró a su hermano. Había abandonado toda pretensión de inocencia y estudiaba al extraño del pasillo con los ojos brillantes. Sin embargo no dejó el lugar que ocupaba ante la pared. Caía ahora una lluvia de escombros que salpicaba la habitación de un extremo a otro, y estaba claro que no tenía ningún deseo de meterse en ella. En lugar de eso, levantó el brazo para arrebatarle un uredo al ojo con la intención de derribara Clem antes de que pudiera intervenir otra vez.
La masa de Godolphin hacía doblarse a Cortés, pero este hizo un esfuerzo por incorporarse y gritarle al mismo tiempo una advertencia a Clem, que volvía a estar en el umbral. Clem oyó el grito y vio que Sartori se sacaba algo del ojo. Aunque no sabía lo que significaba ese gesto, se apresuró a defenderse y se agachó detrás de la puerta superviviente al tiempo que el golpe asesino volaba hacia él. En ese mismo instante, Cortés hacía un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie y arrojar lejos de sí el cuerpo de Godolphin. Le echó un rápido vistazo a Clem para asegurarse de que su amigo había sobrevivido y, al ver que así era, echó a andar hacia Sartori. Su cuerpo ya había recuperado el aliento y podría haber despachado con toda facilidad un pneuma contra su enemigo. Pero sus manos deseaban algo más que aire. Querían carne, querían hueso.
Sin preocuparse por los desechos que tenía tanto a los pies como cayéndole del aire, corrió hacia su hermano, que presintió que se acercaba y se giró. Cortés tuvo tiempo de ver en su cara una sonrisa salvaje, luego se lanzó sobre él. El impulso los tiró a los dos contra las cortinas. La ventana que Sartori tenía detrás se rompió en mil pedazos y la barra de encima se rompió y derribó la cortina.
Esta vez la luz que llenó la habitación fue una llamarada y cayó directamente sobre el rostro de Cortés. El maestro quedó cegado por un momento pero su cuerpo todavía sabía lo que tenía que hacer. Empujó a su hermano hacia el alféizar y lo levantó para tirarlo. Sartori estiró una mano para buscar algo a lo que aferrarse y se agarró a la cortina caída, pero sus pliegues no le sirvieron de mucho. La tela se rasgó cuando cayó hacia atrás y su cuerpo salvó el alféizar con la ayuda de los brazos de su hermano. Aun entonces luchó para evitar la caída pero Cortés no le dio cuartel. Sartori agitó los brazos por un momento, buscando algo en el aire. Luego desapareció de las manos de Cortés y su grito con él, cayó, abajo, sin retorno.
Cortés no vio la caída y se alegró de ello. Sólo cuando se detuvo el grito se apartó de la ventana y se cubrió el rostro mientras el círculo del sol resplandecía con un color azul, verde y rojo tras sus párpados. Cuando por fin abrió los ojos, fue para ver la devastación. Lo único que quedaba entero en la habitación era Clem y hasta él estaba maltrecho. Se había levantado del suelo y contemplaba a los oviáceos, que habían luchado con tanta vehemencia por un trozo de luz y se habían marchitado por un exceso de la misma. Su materia compuesta de unas escaras deslucidas, sus saltos y vuelos reducidos a un miserable arrastrarse para apartarse de la ventana.
—He visto zurullos más bonitos —comentó Clem.
Luego empezó a dar vueltas por la habitación y a tirar de todas las cortinas, el polvo que levantaba convertía al sol en algo sólido al entrar y no dejaba que a los peripeteria les quedara sombra alguna en la que refugiarse.
—Taylor está aquí —dijo cuando terminó el trabajo.
—¿En el sol?
—Mejor que eso —respondió Clem—. En mi cabeza. Pensamos que necesitas unos ángeles guardianes, maestro.
—Yo también —dijo Cortés—. Gracias. A los dos.
Se volvió hacia la ventana y miró al yermo en el que había caído Sartori. No esperaba ver allí un cuerpo y no lo vio. Sartori no había sobrevivido todos aquellos años como Autarca sin encontrar cien lances que le protegiesen el pellejo.
Se encontraron a Lunes, que había oído romperse la ventana por encima de su cabeza y subía las escaleras cuando ellos bajaban.
—Pensé que la había espichado, jefe —dijo.
—Casi —fue la respuesta.
—¿Qué hacemos con Godolphin? —dijo Clem cuando el trío comenzó el descenso.
—No hace falta que hagamos nada —dijo Cortés—. Hay una ventana abierta.
—No creo que vaya a volar a ninguna parte.
—No, pero los pájaros pueden llegar hasta él —dijo Cortés con ligereza—. Mejor engordar a los pájaros que a los gusanos.
—Eso tiene un cierto sentido malsano, supongo —dijo Clem.
—¿Y cómo está Celestine? —le preguntó Cortés al muchacho.
—Está en el coche, toda envuelta y sin decir mucho. Creo que no le gusta el sol.
—Después de doscientos años en la oscuridad, no me sorprende. La pondremos cómoda una vez que lleguemos a la calle Gamut. Es una gran dama, caballeros. Y también es mi madre.
—Así que es de ahí de dónde has sacado esa terquedad —comentó Tay.
—¿Es segura esa casa a la que vamos? —preguntó Lunes.
—Si te refieres a cómo evitamos que entre Sartori, no creo que podamos.
Habían llegado al vestíbulo, que estaba tan lleno de sol como siempre.
—¿Entonces qué crees que va a hacer el muy hijo de puta? —se preguntó Clem.
—No va a volver aquí, de eso estoy seguro —dijo Cortés—. Creo que vagará por la ciudad un tiempo. Pero antes o después algo lo empujará a volver al lugar al que pertenece.
—¿Que es dónde?
Cortés abrió los brazos.
—Aquí —dijo.
C
on toda seguridad no había vía pública más embrujada en todo Londres aquella abrasadora tarde que la calle Gamut. Ni aquellos lugares de la ciudad famosos por sus fantasmas, ni aquellos puntos anónimos (conocidos sólo por videntes y niños) donde se reunían los aparecidos, podían jactarse de más almas ansiosas por debatir los acontecimientos en lugar de sus muertos que esa calleja de Clerkenwell. Si bien eran pocos los ojos humanos, ni siquiera aquellos preparados para ver lo maravilloso (y el coche que había entrado en la calle Gamut poco después de las cuatro contenía varios pares de ojos así) los que podían ver a los fantasmas como entidades sólidas, su presencia quedaba bastante clara, marcada por lugares fríos y quietos en medio de la calima reluciente que se alzaba de la carretera y por los perros callejeros que se reunían en grandes números en las esquinas, atraídos por el silbido agudo que algunos muertos acostumbraban a emitir. Y así se cocía la calle Gamut en su propio calor, un estofado bien cargado de espíritus.