—Tenemos que sujetarnos con fuerza —dijo Jude—. Sólo le pude echar un breve vistazo a lo que hay en el In Ovo pero no me gustaría perderme allí.
—No nos perderemos —dijo él y entró en el círculo.
Ella estaba con él un momento más tarde y el Expreso ya estaba cobrando velocidad. Las paredes sólidas del sótano y las estanterías vacías empezaron a desdibujarse. Las formas de su yo traducido comenzaron a moverse dentro de carne de ambos.
Las sensaciones que inspiró en él la travesía despertaron en Cortés recuerdos del viaje de ida, cuando Pai'oh'pah había permanecido a su lado en el lugar que ahora ocupaba Jude. Al recordarlo, sintió una punzada de pérdida inconsolable. Había tantas personas a las que había encontrado en estos Dominios y sobre las que nunca más volvería a poner los ojos. Algunos, como Efrit Espléndido y su madre, Nikaetomaas y Hurra, porque estaban muertos. Otros, como Atanasio, porque los crímenes que Sartori había cometido eran ahora sus crímenes y fuera cual fuera el bien que esperaba hacer en el futuro, nunca sería suficiente para ahogarlos. El dolor de esas pérdidas era por supuesto insignificante al lado del dolor mayor que había soportado en la Mácula pero no se había atrevido a detenerse demasiado tiempo sobre él por temor a que lo incapacitara. Ahora, sin embargo, pensó en ello y las lágrimas empezaron a fluir y arrastraron con ellas la última visión del sótano de Pecador antes de que el mosaico se hubiera llevado a los viajeros.
Por paradójico que pareciera, si estuviera abandonando aquel Dominio sólo, la desesperación quizá no habría sido tan profunda. Pero como le gustaba decir a Pai, lo cierto era que sólo había lugar para tres actores en cualquier drama, y la mujer que cambiaba a su lado y cuyo glifo veía arder entre lágrimas, le recordaría desde este momento que había abandonado Yzordderrex dejando a uno de los tres atrás.
C
iento cincuenta y siete días después de comenzar su viaje por los Dominios Reconciliados, Cortés volvió a pisar el suelo de Inglaterra. Aunque todavía no estaban ni a mediados de junio, la primavera había llegado de forma prematura y la estación que la seguía estaba en su momento cumbre. Las flores que aún debían tardar un mes más en florecer ya estaban desaliñadas y repletas de semillas. Abundaban los pájaros y los insectos, dado que las especies que normalmente aparecían separadas por meses esta vez se multiplicaban de forma simultánea. Se anunciaban los amaneceres estivales no con coros sino con corales que cantaban a pleno pulmón. A medio día, los cielos que cubrían el país de costa a costa estaban nublados por los millones de seres que se alimentaban, los revoloteos se ralentizaban durante la tarde hasta que al atardecer el estrépito se había convertido en una música (saciados y supervivientes por igual daban gracias por el día) tan cálida que acunaba incluso a los locos y los sumía en un sueño reparador. Si se podía planear y lograr una Reconciliación en el poco tiempo que quedaba antes del solsticio de verano, sería un país floreciente lo que el resto de Imajica iba a recibir: una Inglaterra de cosechas abundantes extendidas bajo un cielo lleno de melodías.
Estaba lleno de música ahora que Cortés salía despacio del Retiro y cruzaba la hierba moteada para llegar al perímetro del soto. El parque le resultaba conocido aunque los cenadores, cuidados con tanto cariño, eran ahora selvas y los céspedes mesetas.
—Son las tierras de Joshua, ¿verdad? —le dijo a Jude—. ¿Por dónde se va a la casa?
La mujer señaló al otro lado de una espesura de hierba dorada. El tejado de la mansión apenas era visible por encima de la espuma de frondas y mariposas.
—La primera vez que te vi fue en esa casa —le dijo él—. Lo recuerdo… Joshua te pidió que bajaras. Te llamaba por un apodo cariñoso que tú despreciabas, Mandarina, ¿no? Algo parecido. En cuanto te vi…
—No era yo —dijo Jude poniendo fin a tan romántico ensueño—. Era Quaisoir.
—Fuera lo que fuera ella entonces, lo eres tú ahora.
—Lo dudo. Fue hace mucho tiempo, Cortés. La casa está en ruinas y ya sólo queda un Godolphin. La historia no va a repetirse. No quiero que se repita. Y no quiero ser el objeto de nadie.
Cortés acusó recibo de la advertencia que había en esas palabras con una declaración de intenciones casi formal.
—Hiciera lo que hiciera que te hizo daño a ti o a cualquier otra persona — dijo—, quiero compensarlo. Si lo hice porque estaba enamorado, o porque era un maestro y pensé que estaba por encima del decoro común… estoy aquí para curar esa herida. Quiero la Reconciliación, Jude. Entre nosotros. Entre los Dominios. Entre los vivos y los muertos si puedo hacerlo.
—Esa sí que es toda una ambición.
—Tal y como yo lo veo, me han dado una segunda oportunidad. La mayor parte de la gente nunca la tiene.
Aquella sinceridad tan natural la ablandó.
—¿Quieres acercarte a la casa, por los viejos tiempos? —le preguntó.
—No a menos que tú quieras.
—No, gracias. Yo ya sufrí mi pequeño ataque de
déjà vu
cuando convencí a Charlie para que me trajera aquí.
Cortés le había hablado por supuesto sobre su encuentro con Estabrook en las tiendas de los carestes y sobre el subsiguiente fallecimiento del hombre. No se había mostrado demasiado conmovida.
—Era un viejo cabrón muy difícil, sabes —comentó ahora—. En el fondo yo debía de saber que era un Godolphin, de otro modo jamás habría soportado sus malditos y absurdos juegos.
—Creo que al final había cambiado —dijo Cortés—. Quizá te habría gustado un poco más.
—Tú también has cambiado —dijo ella cuando echaron a andar hacia la verja—. La gente va a hacer muchas preguntas, Cortés. Por ejemplo, ¿dónde has estado y qué has estado haciendo?
—¿Y por qué tiene que saber nadie que he vuelto? —dijo él—. Jamás signifiqué mucho para nadie, salvo para Taylor y él se ha ido.
—Para Clem también.
—Quizá.
—La decisión es tuya —dijo Jude—. Pero cuando tienes tantos enemigos, es posible que necesites a algunos de tus amigos.
—Prefiero seguir siendo invisible —le dijo él—. De esa forma nadie me ve, ni enemigos ni amigos.
Cuando empezaba a verse el muro que limitaba la propiedad los cielos cambiaron con una precipitación casi sobrenatural. Las pocas nubes algodonosas que minutos antes flotaban por el cielo azul se congregaron ahora en un banco encapotado que primero derramó una ligera llovizna y un minuto después estallaba como una presa. Pero el chaparrón tuvo sus ventajas ya que lavó de su ropa, cabello y piel las últimas trazas del polvo de Yzordderrex. Para cuando hubieron trepado por la malla de troncos y enredaderas que rodeaba la verja y recorrido penosamente el embarrado camino que llevaba al pueblo (para allí refugiarse en la oficina de correos), podrían haberse hecho pasar por dos turistas (uno de los cuales con un gusto un tanto extraño en cuanto a ropas de excursionismo) que se habían alejado demasiado de los lugares conocidos y necesitaban ayuda para volver a casa.
Aunque ninguno de los dos tenía ninguna moneda en curso en los bolsillos, a Jude no le costó mucho convencer a uno de los dos chavales que pararon en la oficina de correos de que los llevara de vuelta a Londres prometiéndole unos sustanciosos emolumentos al final del viaje si lo hacía. La tormenta empeoró durante el trayecto pero Cortés bajó la ventanilla de atrás y se quedó mirando el paisaje que pasaba ante sus ojos, una Inglaterra que hacía medio año que no veía, contento de dejar que la lluvia lo volviera a empapar por completo.
Jude mientras tanto tuvo que soportar el monólogo de su conductor. Tenía el paladar rebelde, lo que hacía que de cada tres palabras, una fuera ininteligible pero lo esencial de la cháchara quedaba bastante claro. En opinión de cada observador del tiempo que él conocía, dijo, y estas eran gentes que vivían al lado de la tierra y tenían formas de predecir inundaciones y sequías que no ha tenido jamás ninguno de esos meteorólogos que tan bien hablan, el país estaba a punto de entrar en un verano desastroso.
—Nos vamos a cocer o a ahogar —dijo profetizando meses de monzones y olas de calor.
Jude ya había oído hablar así en otras ocasiones, claro está; el tiempo es una obsesión para los ingleses. Pero tras abandonar las ruinas de Yzordderrex, con el ojo ardiente del cometa en los cielos y el aire apestando a muerte, aquel casual parloteo apocalíptico del joven la inquietó. Era como si estuviera deseando que algún cataclismo se apoderara de su pequeño mundo, sin comprender ni por un momento lo que eso implicaba.
Cuando el muchacho se aburrió de predecir desastres, empezó a hacerle preguntas, de dónde venían y a dónde iban ella y su amigo cuando los sorprendió la tormenta. Jude no vio razón para no decirle que habían estado en la finca y así se lo dijo. La respuesta le valió lo que su estudiado desinterés no había logrado durante los tres cuartos de hora previos: el silencio del chaval. Le lanzó una mirada torva por el espejo retrovisor y luego encendió la radio, demostrando así, si no otra cosa, que la sombra de la familia Godolphin era suficiente para acallar incluso a un agorero. Llegaron a las afueras de Londres sin más intercambios, el joven sólo rompió el silencio cuando necesitó indicaciones.
—¿Quieres que te dejemos en el estudio? —le preguntó ella a Cortés.
Su compañero tardó un poco en contestar pero cuando lo hizo fue para responder que sí, ahí era adonde quería ir. Jude le proporcionó las instrucciones al conductor y luego volvió la mirada hacia Cortés. Éste seguía mirando por la ventana, la lluvia le salpicaba la frente y las mejillas como si fuera sudor, le colgaban gotas de la nariz, la barbilla y las pestañas. La más pequeña de las sonrisas le arqueaba las comisuras de la boca. Al sorprenderle así, desprevenido, Jude casi se arrepintió de haber rechazado su propuesta en la finca. Este rostro, a pesar de todo lo que había hecho la mente que había detrás, era el rostro que se le había aparecido mientras dormía en la cama de Quaisoir, el amante soñado cuyas caricias imaginadas le habían provocado unos gritos tan altos que su hermana los había oído desde dos habitaciones más allá. Desde luego que jamás podrían volver a ser los amantes que se habían cortejado en la gran casa dos siglos atrás. Pero la historia que compartían los marcaba de formas que todavía tenían que descubrir y quizá, cuando se hubieran hecho todos esos descubrimientos, podrían encontrar la manera de convertir en realidad las hazañas que había soñado ella en la cama de Quaisoir.
La tormenta los había precedido a la ciudad, había desatado su torrente y seguía ya su camino, así que cuando llegaron a las afueras había suficiente cielo azul sobre sus cabezas para prometer una tarde cálida, aunque resplandeciente. Sin embargo, el tráfico seguía atascado y los últimos cinco kilómetros del viaje les llevaron casi tanto tiempo como los anteriores cincuenta. Para cuando llegaron al estudio de Cortés, su conductor, acostumbrado a las tranquilas carreteras que rodeaban la finca, ya estaba más que harto de toda la empresa y había roto varias veces su silencio para maldecir el tráfico y advertir a sus pasajeros que iba a exigir una recompensa muy considerable por las molestias.
Jude salió del coche junto con Cortés y en las escaleras del estudio (fuera del alcance del oído del conductor) le preguntó si tenía dinero suficiente dentro para pagarle al hombre. Prefería tomar un taxi desde aquí, dijo, que sufrir su compañía más tiempo. Cortés respondió que si había algún dinero en metálico en el estudio, desde luego no sería suficiente.
—Al parecer voy a tener que aguantarle, entonces —dijo Jude—. No importa. ¿Quieres que suba contigo? ¿Tienes una llave?
—Habrá alguien abajo —replicó él—. Tienen una de repuesto.
—Entonces supongo que ya está. —Separarse así era pasar de lo sublime a lo trivial, increíble después de todo lo que había pasado—. Te llamaré cuando hayamos dormido los dos.
—Es probable que hayan cortado el teléfono.
—Entonces llámame desde una cabina, ¿de acuerdo? No voy a estar en casa de Oscar, estaré en la mía.
La conversación podría haberse acabado ahí si no hubiera sido por la respuesta de Cortés.
—No te apartes de él por mí —le dijo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Sólo que tú tienes tus aventuras —dijo.
—¿Y qué? ¿Que tú tienes las tuyas?
—No exactamente.
—¿Entonces qué?
—Quiero decir que no son en realidad aventuras. —Cortés sacudió la cabeza—. No importa. Ya hablaremos de eso en otro momento.
—No —dijo Jude mientras lo cogía del brazo cuando él intentó volverse—. Vamos a hablar de eso ahora.
Cortés suspiró cansado.
—Mira, no importa —dijo.
—Si no importa, entonces dímelo.
Él dudó unos segundos. Luego dijo:
—Me he casado.
—¿Así que te has casado? —respondió ella con fingida ligereza—. ¿Y quién es la afortunada? ¿No será la niña de la que hablabas?
—¿Hurra? Dios santo, no.
Hizo una pausa de apenas un momento y frunció el ceño.
—Vamos —dijo ella—. Escúpelo.
—Me casé con Pai'oh'pah.
El primer impulso de Jude fue echarse a reír (la idea era absurda) pero antes de que el sonido escapara de sus labios, sorprendió el ceño en el rostro masculino y el asco superó a la risa. No era ningún chiste. Se había casado con el asesino, aquella cosa sin sexo que era una función de cada deseo de su amante. ¿Y por qué se asombraba tanto? Cuando Oscar le había descrito la especie, ¿no había sido ella la que había comentado que esa era la idea que tenía Cortés del paraíso?
—Menudo secreto guardabas —dijo ella.
—Te lo habría contado antes o después.
Fue ahora cuando Jude se permitió una pequeña carcajada, suave y amarga.
—Ahí atrás estuviste a punto de hacerme creer que había algo entre nosotros.
—Eso es porque lo había —respondió él—. Porque siempre lo habrá.
—¿Y por qué habría de importarte eso ahora?
—Tengo que aferrarme a un poco de lo que fui. Lo que soñé.
—¿Y qué soñaste?
—Que nosotros tres… —Se detuvo y suspiró. Y luego—: Que nosotros tres encontrábamos una forma de estar juntos.
No la miraba a ella sino al espacio vacío que había entre ellos, donde con toda claridad quería que estuviese su amado Pai.
—El místico habría aprendido a amarte —le dijo él.