Cortés les había advertido a todos que en la casa no había ninguna comodidad. No tenía muebles, ni agua ni electricidad. Pero el pasado estaba allí, dijo, y sería un consuelo para todos ellos después de los momentos que habían pasado en la torre del enemigo.
—Recuerdo esta casa —dijo Jude cuando salió del coche.
—Deberíamos tener cuidado los dos —le advirtió Cortés cuando subió los escalones—. Sartori dejó a uno de sus oviáceos dentro y a punto estuvo de volverme loco. Quiero deshacerme de él antes de que entremos todos.
—Voy contigo —dijo Jude al tiempo que lo seguía hacia la puerta.
—No creo que eso sea muy inteligente —dijo—. Déjame ocuparme de Descansito primero.
—¿Esa es la bestia de Sartori?
—Sí.
—Entonces me gustaría verlo. No te preocupes, no va a hacerme daño. Tengo un poquito de su maestro justo aquí, ¿recuerdas? —La joven se llevó la mano al vientre—. Estoy a salvo.
Cortés no puso objeción, se limitó a hacerse a un lado para dejar que Lunes forzara la puerta, cosa que hizo con la eficacia de un ladrón experto. Antes de que el muchacho hubiera bajado siquiera los escalones otra vez, Jude ya había cruzado el umbral y se enfrentaba al aire frío y rancio.
—Espera —dijo Cortés mientras la seguía al vestíbulo.
—¿Qué aspecto tiene esa criatura? —quiso saber ella.
—Parece un simio. O un bebé. No lo sé. Habla mucho, de eso estoy seguro.
—Descansito…
—Eso es.
—Un nombre perfecto para un lugar como este.
Jude había llegado al pie de la escalera y había levantado la cabeza hacia la sala de meditación.
—Ten cuidado —dijo Cortés.
—Te oí la primera vez.
—Creo que no terminas de entender lo poderoso…
—Yo nací ahí arriba, ¿verdad? —dijo la joven con un tono tan frío como el aire. Cortés no respondió, no hasta que ella se dio la vuelta y volvió a preguntar—: ¿Verdad?
—Sí.
Jude asintió con la cabeza y volvió a estudiar las escaleras.
—Dijiste que el pasado esperaba aquí —dijo.
—Sí.
—¿Mi pasado también?
—No lo sé. Es probable.
—No siento nada. Es como un puñetero cementerio. Unos cuantos recuerdos vagos, eso es todo.
—Ya vendrán.
—Estás muy seguro.
—Tenemos que estar completos, Jude.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Tenemos que estar… reconciliados… con todo lo que hemos sido antes de poder continuar.
—¿Supongamos que yo no quiero reconciliarme? ¿Supongamos que lo que quiero es volverme a inventar por completo, empezando ahora mismo?
—No puedes hacerlo —dijo él con sencillez—. Tenemos que estar completos antes de poder volver al hogar.
—Si eso es el hogar —respondió la joven mientras señalaba con la cabeza la sala de meditación—, te puedes quedar tú con él.
—No me refiero a la cuna.
—¿Entonces a qué?
—Al lugar antes de la cuna. Al cielo.
—Que le den por culo al cielo. Todavía no he solucionado lo de la Tierra.
—No te hace falta hacerlo.
—Eso déjame juzgarlo a mí. Ni siquiera he tenido una vida que pueda llamar propia y ya estás listo para encajarme en el gran proyecto. Bueno, pues creo que no quiero ir. Quiero ser mi propio proyecto.
—Puedes serlo. Como parte de…
—Como parte de nada. Quiero ser yo. Una ley en mí misma.
—No eres tú la que hablas. Es Sartori.
—¿Y qué si lo es?
—Sabes lo que ha hecho —respondió Cortés—. Las atrocidades. ¿Qué estás haciendo recibiendo lecciones de él?
—¿Cuando debería estar recibiéndolas de ti, quieres decir? ¿Desde cuándo eres tan perfecto, maldita sea? —Cortés no respondió y ella entendió en su silencio otra señal de su nueva nobleza de pensamientos—. Ah, así que no vas a rebajarte a realizar ataques personales, ¿es eso?
—Ya lo discutiremos más tarde —dijo él.
—¿Discutirlo? —se burló ella—. ¿Qué vas a hacer, maestro, darnos una lección de ética? Quiero saber qué es lo que te convierte en un tipo tan excepcional, coño.
—Soy el hijo de Celestine —dijo Cortés en voz baja.
Ella se lo quedó mirando con la boca abierta.
—¿Que eres qué?
—El hijo de Celestine. Se la llevaron del Quinto…
—Sé a dónde la llevaron. Lo hizo Dowd. Creí que me había contado la historia entera.
—Esta parte no.
—Esta parte no.
—Había formas mejores de decírtelo. Siento no haber encontrado ninguna.
—No —dijo ella—. ¿Dónde mejor?
La mirada femenina volvió a lo alto de las escaleras. Cuando habló de nuevo, cosa que aún tardó un poco en hacer, fue en un susurro.
—Tienes suerte —dijo—. Tu hogar y el cielo son el mismo lugar.
—Quizá sea cierto en el caso de todos —murmuró él.
—Lo dudo.
Se produjo entonces un largo silencio, puntuado sólo por los desesperados intentos de Lunes de silbar fuera.
Por fin, Jude dijo:
—Ahora entiendo por qué estás tan desesperado por hacer las cosas bien. Estás… ¿cómo se dice? Estás ocupándote de los asuntos de tu Padre.
—En realidad no lo había pensado así…
—Pero así es.
—Supongo que sí. Sólo espero estar a la altura, eso es todo. Un minuto siento que todo es posible, al siguiente…
Cortés la estudió mientras fuera Lunes intentaba de nuevo silbar la melodía.
—Dime lo que estás pensando —le dijo él.
—Estoy pensando que ojalá me hubiera guardado tus cartas de amor — respondió ella.
Hubo otra dolorosa pausa, luego la joven le dio la espalda y se alejó hacia la parte trasera de la casa. Cortés permaneció al pie de la escalera, pensando que quizá debería ir con ella, por si el agente de Sartori estaba escondido allí, pero temía hacerle más daño con su escrutinio. Volvió a mirar la puerta abierta y los rayos de sol en la entrada. Jude no tenía la seguridad muy lejos si la necesitaba.
—¿Cómo va eso? —le gritó a Lunes.
—Hace calor —fue la respuesta—. Clem ha ido a buscar algo de comida y cerveza. Montones de cerveza. Deberíamos hacer una fiesta, jefe. Joder, nos la merecemos, ¿a que sí?
—Así es. ¿Cómo está Celestine?
—Está dormida. ¿Se puede entrar ya?
—Sólo un poco más —respondió Cortés—. Pero sigue silbando, ¿quieres? Ahí dentro hay una melodía escondida.
Lunes se echó a reír y ese sonido, que era por completo vulgar, por supuesto, y sin embargo tan improbable como la canción de una ballena, agradó a Cortés. Si Descansito seguía en la casa, pensó, su malicia no podría hacer mucho daño en un día tan milagroso como este. Más confortado, se dispuso a subir las escaleras; se preguntaba mientras subía si era posible que la luz del día hubiera ahuyentado todos los recuerdos y los hubiera hecho ocultarse. Pero cuando aún no había llegado a la mitad de las escaleras, tuvo la prueba de que no se habían ido. La forma fantasmal de Lucius Cobbitt, conjurada por su imaginación, apareció a su lado, con la nariz llena de mocos, lloroso y desesperado por escuchar palabras sabias. Momentos después, el sonido de su propia voz que le ofrecía el consejo que le había dado al muchacho aquella última y terrible noche.
—No estudies nada salvo con el conocimiento de que tú ya lo sabías. No adores nada…
Pero antes de haber completado el segundo aforismo recogió la frase una voz meliflua que procedía de arriba.
—… salvo para adorar a tu propio ser. Y no temas nada…
La imagen de Lucius Cobbitt se desvaneció cuando Cortés siguió subiendo, pero la voz aumentó de volumen.
—… salvo con la certeza de que tú eres el creador de tu enemigo y su única esperanza de curación.
Y al oír la voz comprendió al fin que la sabiduría que le había conferido a Lucius no había sido nunca suya. Se había originado con el místico. La puerta que llevaba a la sala de meditación estaba abierta y Pai estaba subido al alféizar y le sonreía desde el pasado.
—¿Cuándo lo inventaste? —preguntó el maestro.
—No lo inventé. Lo aprendí —respondió el místico—. De mi madre. Y ella lo aprendió de su madre, o de su padre, ¿quién sabe? Y ahora tú puedes transmitirlo.
—¿Y qué soy yo? —le preguntó al místico—. ¿Tu hijo o tu hija?
Pai parecía casi avergonzado.
—Tú eres mi maestro.
—¿Eso es todo? ¿Seguimos siendo maestros y sirvientes? No digas eso.
—¿Qué debería decir?
—Lo que sientes.
—Oh. —El místico sonrió—. Si te dijera lo que siento, estaríamos aquí todo el día.
El brillo travieso en sus ojos era tan entrañable, y el recuerdo tan real, que Cortés tuvo que hacer un esfuerzo para no cruzar la habitación y abrazar el espacio donde se había sentado su amigo. Pero había trabajo que hacer (los asuntos de su Padre, como Jude lo había llamado) y eso era más urgente que dejarse llevar por los recuerdos. Cuando hubieran expulsado a Descansito de la casa, entonces volvería aquí y buscaría una lección más profunda: la del oficio de la Reconciliación. Necesitaba con urgencia esa preparación y en los ecos de esta habitación seguro que abundaban los intercambios sobre ese tema.
—Volveré —le dijo a la criatura del alféizar.
—Estaré esperando —respondió esta.
Cortés volvió la vista atrás y el sol, al atrapar la ventana que tenía detrás, por un momento consumió la silueta de la criatura y le mostró no una figura completa sino un fragmento. A Cortés le dio un vuelco el estómago, aquella imagen le recordó a otra con una fuerza atroz: la Mácula, envuelta en un caos turbio y en el aire que soplaba por encima de su cabeza, los harapos aulladores de su amada criatura, que volvía al Segundo con advertencias.
—Perdidos —había dicho mientras luchaba contra la fuerza de la Mácula—. Estamos… perdidos.
¿Le había ofrecido alguna respuesta tranquilizadora que le arrancara la tormenta de los labios? No lo recordaba. Pero oyó de nuevo al místico pidiéndole que buscara a Sartori, diciéndole que su otro yo sabía algo que él, Cortés, no sabía. Y luego había desaparecido, se lo habían arrebatado desde el Primer Dominio y allí lo habían silenciado.
Con el corazón acelerado, Cortés se quitó ese horror de la cabeza y volvió a mirar el alféizar. Estaba vacío. Pero la exhortación de Pai de que buscara a Sartori seguía en su cabeza. ¿Por qué era tan importante? se preguntó. Incluso si el místico había descubierto de algún modo la verdad sobre los orígenes de Cortés en el Primer Dominio y no había conseguido comunicárselo, tenía que saber también que Sartori desconocía el secreto tanto como su hermano. ¿Entonces cuál era ese conocimiento que el místico había creído que Sartori poseía para que la criatura desafiara los límites del Reino de Dios y lo incitara a perseguir al otro?
Una exclamación en el piso de abajo hizo que renunciara al enigma. Jude lo llamaba a gritos, Bajó las escaleras a toda velocidad, siguió su voz por toda la casa y entró en la cocina, que era grande y fría. Jude estaba de pie cerca de la ventana, esta se había desmoronado muchos años antes y le había dado acceso a las enredaderas del jardín de atrás; tras haber entrado, las plantas se habían podrido en una oscuridad que su propia abundancia había espesado. El sol sólo podía colar finos rayos a través de aquella trampa de follaje y madera, pero eran suficientes para iluminar tanto a la mujer como al cautivo cuya cabeza tenía sujeta bajo el pie. Era Descansito, con la descomunal boca derrumbada como una máscara de la tragedia y los ojos alzados hacia Jude.
—¿Es esto? —dijo ella.
—Esto es.
Descansito dio comienzo a una ronda de finos maullidos cuando apareció Cortés, maullidos que luego convirtió en palabras:
—¡Yo no he hecho nada! Pregúntale, pregúntale por favor si he hecho algo. No, nada. Sólo me estaba quitando de en medio, nada más.
—Sartori no está muy contento contigo —dijo Cortés.
—Bueno, no sé cómo iba a conseguirlo —protestó—. No contra tipos como tú. No contra un Reconciliador.
—Así que eso lo sabes.
—Ahora sí. «Tenemos que estar completos» —citó la criatura, había captado el tono de Cortés a la perfección—. «Tenemos que estar reconciliados con todo lo que fuimos…»
—Estabas escuchando.
—No puedo evitarlo —dijo la criatura—. Nací así de inquisitivo. Pero no lo entendí —se apresuró a añadir—. No estoy espiando, lo juro.
—Mentiroso —dijo Jude. Luego se dirigió a Cortés—: ¿Cómo lo matamos?
—No tenemos que matarlo —le dijo él—. ¿Tienes miedo, Descansito?
—¿A ti qué te parece?
—¿Me jurarías lealtad si se te permitiera vivir?
—¿Dónde tengo que firmar? ¡Enseñadme el sitio!
—¿Dejarías vivir a esta cosa? —dijo Jude.
—Sí.
—¿Para qué? —exigió saber ella mientras le clavaba el tacón—. Míralo.
—No —rogó Descansito.
—Júralo —dijo Cortés tras agacharse a su lado.
—¡Lo juro! ¡Lo juro!
Cortés levantó la vista y miró a Jude.
—Levanta el pie —le dijo.
—¿Confías en esto?
—Aquí no quiero ninguna muerte —dijo—. Ni siquiera la de este. Suéltalo, Jude. —La joven no se movió—. He dicho que lo sueltes.
Con reticencia en cada músculo, la mujer levantó el pie medio centímetro y Descansito quedó libre con cierto esfuerzo; al instante le cogió la mano a Cortés.
—Soy vuestro, Liberatore —dijo la criatura colocando la fría y húmeda frente en la palma de la mano de Cortés—. Mi cabeza está en vuestras manos. Por Hyo, por Heretea, por Hapexamendios, encomiendo mi corazón a vos.
—Aceptado —dijo Cortes, y se levantó.
—¿Qué debería hacer ahora, Liberatore?
—Hay una habitación en lo alto de las escaleras. Espérame allí.
—Por siempre jamás.
—Con unos minutos será suficiente.
Descansito se retiró hasta la puerta, hacía reverencias un poco mareado, luego echó a correr.
—¿Cómo puedes confiar en una criatura como esa? —dijo Jude.
—No confío. Todavía no.
—Pero estás dispuesto a intentarlo.
—Estás maldita si no puedes perdonar, Jude.
—Tú podrías perdonar a Sartori, ¿verdad? —dijo ella.
—Él soy yo, es mi hermano y es mi hijo —respondió Cortés—.
¿
Cómo podría no perdonarlo?
Una vez asegurada la casa se trasladó el resto de la compañía. Lunes, el eterno carroñero, se fue a hacer una batida por las casas y calles vecinas en busca de cualquier cosa que pudiera encontrar que les ofreciera un mínimo de comodidad. Volvió tres veces con un botín y la tercera vez se llevó a Clem con él. Regresaron media hora más tarde con dos colchones y brazadas de ropa de cama, demasiado limpia para que se la hubieran encontrado abandonada.