—No —dijo.
—Me temo que sí —respondió Cortés—. La mataron en el palacio.
Floccus se volvió a quitar las gafas y se pasó el pulgar y el dedo medio por el caballete de la nariz y los párpados inferiores.
—Es espantoso —dijo.
—Era una mujer muy valiente.
—Lo era.
—Y se resistió con gran energía. Pero nos superaban en número.
—¿Y cómo escapaste tú? —preguntó Floccus, y en aquel interrogante no había ninguna acusación.
—Es una historia muy larga —dijo Cortés—, y creo que todavía no estoy preparado para contarla.
—¿En qué dirección vas? —preguntó Dado.
—Nikaetomaas me dijo que los carestes tenéis una especie de campamento en la frontera con el Primero. ¿Es eso cierto?
—Desde luego que lo tenemos.
—Entonces es allí adónde voy. Dijo que un hombre que yo conocía… ¿Conoces a Estabrook? A él lo curaron allí. Quiero sanar a Pai.
—Entonces será mejor que vayamos juntos —dijo Floccus—. No hay razón para que yo siga esperando aquí. El espíritu de Nikae habrá pasado hace ya mucho tiempo.
¿Tienes algún medio de transporte?
Desde luego que sí —dijo con el rostro más animado—. Un coche magnífico que encontré en el Caramess. Está aparcado allí. —Señaló al otro lado de la muchedumbre.
—Si sigue allí… —comentó Cortés. —Está vigilado —dijo Dado con una gran sonrisa—. ¿Me permites ayudarte con el místico?
Colocó el brazo bajo Pai, que a estas alturas ya había perdido la conciencia por completo, y empezaron a atravesar la multitud mientras Dado gritaba para despejar el camino. Muy poca gente le hizo caso hasta que empezó a gritar:
«¡Ruukassh! ¡Ruukassh!»,
lo que tuvo el efecto deseado de dividir al gentío.
—¿Qué es
Ruukassh?
—le preguntó Cortés.
—Contagioso —respondió Dado—. Ya no falta mucho.
Unos pasos más y apareció el vehículo ante ellos. Dado tenía buen gusto cuando se dedicaba al saqueo. Desde aquel primer y glorioso viaje por la autopista de Patashoqua, Cortés no había vuelto a poner los ojos sobre un vehículo de líneas tan puras, tan impecable… y tan absolutamente inapropiado para un viaje por el desierto. Era de color azul pálido con un borde plateado, las llantas blancas, el interior forrado de piel. Sentado en el capó, con la correa atada a uno de los retrovisores, estaba su guardián y antítesis: un animal emparentado con el ragemy (a través de la hiena) y que lucía los atributos menos agradables de ambas especies. Era redondo y mantecoso como un cerdo, pero el lomo y los flancos estaban cubiertos por un manto de piel moteada. Tenía el hocico corto pero largos bigotes. Las orejas se le levantaron como las de un perro en cuanto vio a Dado, y lanzó una serie de ladridos y chillidos tan agudos que hicieron que la voz de Dado, por contraste, pareciera la de un bajo profundo.
—¡Buena chica! ¡Buena chica! —dijo.
La criatura se había alzado sobre sus achaparradas patas y movía el trasero encantada con el regreso de su amo. Tenía el vientre repleto de tetas que se agitaban al ritmo de su bienvenida.
Dado abrió la puerta y allí, en el asiento del pasajero estaba la razón para que la criatura defendiera de aquel modo el vehículo: una carnada de cinco retoños desgañifados, miniaturas perfectas de su madre. Dado sugirió que Cortés y Pai ocuparan el asiento trasero, mientras mamá Sighshy, como la llamó, se sentaba con sus pequeños. El interior olía igual que los animales, pero el anterior dueño había sido muy aficionado al confort y había cojines para sostener la cabeza y el cuello del místico. Cuando se invitó a Sighshy a que volviera a entrar en el vehículo, el hedor se multiplicó por diez; la madre le gruñó a Cortés de una forma muy poco amistosa, pero Dado la tranquilizó hablándole como a una niña y el animal pronto se acurrucó en el asiento, a su lado, dándole de mamar a sus gordezuelos pequeños. Una vez reunidos todos los viajeros, el vehículo se puso en marcha rumbo a las montañas.
El agotamiento reclamó a Cortés después de un par de kilómetros o tres, y se quedó dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Pai. La carretera se fue deteriorando a un ritmo constante a lo largo de las horas siguientes, y la incomodidad del viaje lo sacó varias veces de su adormecimiento con retazos de sueños pegados a él. No eran sueños de Yzordderrex y tampoco eran recuerdos de las aventuras que Pai y él habían compartido durante sus viajes por Imajica. Era al Quinto a donde volvía su mente durante aquellos sopores intermitentes en los que rechazaba los horrores y asesinatos de los Dominios Reconciliados para ir en busca de territorio más seguro.
Salvo que ya no era seguro, por supuesto. El hombre que había sido en aquel Dominio (el Espurio de Klein, el amante y el falsificador) era una invención y nunca más podría volver a esa vida sencilla y sibarítica. Había vivido una mentira, cuya magnitud ni siquiera la más suspicaz de sus amantes (Vanessa, cuyo abandono había dado comienzo a toda aquella empresa) habría podido imaginarse; y a partir de esa mentira habían salido tres vidas enteras de auto—engaño. Al pensar en Vanessa recordó la antigua cochera convertida en casa, ahora vacía, de Londres, y la desolación que había sentido al pasearse por ella sin nada que ofrecer salvo una sarta de romances rotos, unos cuantos cuadros falsificados y la ropa que llevaba puesta. Ahora resultaba risible, pero aquel día había pensado que no se podía caer más bajo. ¡Qué ingenuidad! Desde entonces había aprendido lecciones suficientes sobre la desesperación para llenar un libro, y el recordatorio más amargo yacía sumido en un sueño herido a su lado.
Si bien era angustioso contemplar la pérdida de Pai, se negó el lujo de rechazar esa posibilidad. En el pasado le había vuelto la espalda a los aspectos desagradables de la vida con demasiada frecuencia y los resultados habían sido catastróficos. Ahora tenía que enfrentarse a los hechos. El estado del místico era más frágil con cada hora que pasaba, tenía la piel helada y respiraba de una forma tan superficial que en ocasiones apenas era perceptible. Incluso si todo lo que Nikaetomaas había dicho sobre los poderes curativos de la Mácula resultaba ser cierto, no habría ninguna cura milagrosa para un mal tan profundo. Cortés tendría que volver al Quinto sólo y confiar en que Pai'oh'pah se recuperase lo suficiente para seguirlo después de un tiempo. Cuanto más retrasara ese regreso, menos oportunidades tendría de reunir ayuda para la guerra contra Sartori.
De que esa guerra se produciría no le cabía duda. La necesidad de conquistar ardía con furia en su otro yo, como quizá había ardido en él en otro tiempo hasta que el deseo, el lujo y el olvido la habían amortiguado. ¿Pero dónde encontraría tales aliados? ¿Hombres y mujeres que no se echaran a reír (igual que se habría reído él seis meses atrás) cuando empezara a hablar sobre los saltos entre Dominios que él había hecho y los riesgos que corría el mundo por culpa de un hombre con su mismo rostro? Desde luego no iba a encontrar imaginaciones lo bastante flexibles entre su grupo de coetáneos como para abrazar las visiones que él iba a describir a su regreso. Como dictaba la moda, desdeñaban la fe después de que las esperanzas de una juventud dedicada a la carne y a las estrellas se vieran hechas añicos por los sudores de medianoche y el reflejo que les devolvía el espejo por la mañana. Lo máximo que le había oído confesar a cualquiera de ellos era un vago panteísmo e incluso eso lo negarían estando sobrios. De todos ellos sólo a Clem le había oído expresar alguna fe en la religión organizada y esos dogmas eran tan contrarios al mensaje que traía él de los Dominios como los principios de un nihilista. Incluso si se pudiera sacar a Clem del riel de la Comunión para unirse a Cortés, no serían más que un ejército de dos contra un maestro que había perfeccionado sus poderes hasta el punto de poder ponerse al mando de los Dominios.
Había otra posibilidad y esa era Judith. Ella desde luego no se burlaría de los relatos de sus viajes pero la habían tratado de una forma tan atroz desde el principio de esta tragedia que no se atrevía a esperar perdón por su parte, y mucho menos compañerismo. Además, ¿quién sabía dónde se hallaba su verdadera lealtad? Si bien es posible que se pareciera a Quaisoir hasta el último detalle, la habían hecho en el mismo útero exangüe que había producido al Autarca. ¿No era por tanto la hermana espiritual de este: no nacida sino hecha? Si tenía que elegir entre el carnicero de Yzordderrex y aquellos que pretendían destruirlo, ¿se podía confiar en que se aliara con los destructores cuando su victoria significaría que ella perdería a la única criatura de Imajica que compartía su condición? Aunque ella y Cortés habían significado mucho el uno para el otro (¿quién sabía de cuántas relaciones habían disfrutado a lo largo de los siglos, cuántas veces habían vuelto a encender el deseo que los había unido en un primer momento y luego se habían vuelto a separar y habían olvidado que se conocían?), tendría que tratarla con la cautela más absoluta de ahora en adelante. Jude había sido una víctima inocente en los dramas de otra época, un juguete en manos crueles y descuidadas. Pero la mujer en la que se había convertido a lo largo de las décadas no era ninguna víctima, ni tampoco un juguete y si (o quizá cuando) alguna vez llegaba a ser consciente de su pasado, era perfectamente capaz de vengarse del hombre que la había hecho, por mucho que hubiera afirmado amarlo en otro tiempo.
Al ver que su pasajero había despertado al fin, Floccus le dio a Cortés un informe de sus progresos. Iban bastante bien de tiempo, dijo. En menos de una hora llegarían a las montañas, al otro lado de las cuales se hallaba el desierto.
—¿Cuánto tiempo calculas que falta para la Mácula? —le preguntó Cortés.
—Estaremos allí antes de caer la noche —le prometió Floccus—. ¿Cómo se encuentra el místico?
—No muy bien, me temo.
—No habrá razón para llorarle —dijo Floccus con tono alegre—. He conocido a personas que estaban a las puertas de la muerte y que se recuperaron en la Mácula. Es un lugar en el que ocurren milagros. Claro que todos lo son, si sólo supiéramos cómo mirar. Eso es lo que me enseñó el padre Atanasio. Tú estuviste en la cárcel con Atanasio, ¿no es cierto?
—En realidad yo no estaba en la cárcel. No como él.
—¿Pero lo conociste?
—Ah, sí. Fue el sacerdote de nuestra boda.
—¿Te refieres a ti y al místico? ¿Estáis casados? —Lanzó un silbido—. Vaya, señor, eres lo que yo llamo un hombre con suerte. He oído hablar mucho de estos místicos pero nunca he oído hablar de ninguno que se hubiera casado. Suelen ser amantes. Rompen los corazones. —Volvió a silbar—. Bueno, eso es fantástico — dijo—. Nos aseguraremos de que la dama sale de esta, señor, tú no te preocupes. Oh, lo siento. No es una dama, ¿verdad? Tengo que dejar de equivocarme. Es sólo que cuando la miro, a esta criatura me refiero, veo una dama, ¿sabes? Supongo que en eso reside el milagro.
—Forma parte de ello.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Adelante, pregunta.
—Cuando la miras, ¿tú qué ves?
—He visto todo tipo de cosas —respondió Cortés—. He visto mujeres. He visto hombres. Incluso me he visto a mí mismo.
—Pero en este momento —dijo Floccus—. ¿Qué ves ahora mismo?
Cortés miró al místico.
—Veo a Pai —dijo—. Veo el rostro que amo.
Floccus no respondió y después de tanta efusión, Cortés sabía que tenía que haber algún significado en su silencio.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí. Somos amigos, ¿no? Al menos en ello estamos. Dímelo.
—Estaba pensando que no es bueno que te preocupe mucho el aspecto que tiene. La Mácula no es lugar para estar enamorado de las cosas tal y como son. Allí la gente sana pero también cambia, ¿entiendes? —Separó las dos manos del volante para doblar las palmas, como si fueran una balanza—. Tiene que haber un equilibrio. Algo se da, algo se quita.
—¿Qué clase de cambios? —dijo Cortés.
—Es diferente en unos u otros —dijo Floccus—. Pero lo verás por ti mismo, muy pronto. Cuando nos acercamos al Primer Dominio, nada es lo que parece.
—¿No ocurre lo mismo con todo? —dijo Cortés—. Cuanto más vivo, de menos cosas parezco estar seguro.
Las manos de Floccus habían vuelto al volante, su estallido de risueñas palabras se había nublado de repente.
—No creo que el padre Atanasio hablara alguna vez de eso —dijo—. Quizá lo hizo. No me acuerdo de todo lo que dijo.
La conversación terminó ahí y dejó a Cortés preguntándose si al traer al místico de vuelta a las fronteras del Dominio del que habían exiliado a su pueblo, al devolver al gran transformador a una tierra en la que la transformación era un suceso vulgar, no estaría deshaciendo el lazo que Atanasio había atado en la Cuna de Chzercemit.
A Jude nunca le había impresionado demasiado la retórica arquitectónica y no encontró nada en los patios ni en los pasillos del palacio del Autarca que la disuadiera de esa indiferencia. Vio algunas cosas que le recordaron a los esplendores de la naturaleza: el humo que vagaba por los jardines abandonados como la bruma de la mañana o que se aferraba a la piedra fría de las torres como las nubes al pico de una montaña. Pero aquellos pequeños retruécanos eran pocos. En su mayor parte reinaba la ampulosidad: todo construido a una escala que pretendía inspirar asombro pero que a sus ojos no era más que monolítica.
Se alegró cuando por fin llegaron a los aposentos de Quaisoir, habitaciones que, a pesar de toda su absurda ornamentación, al menos estaban humanizadas por sus excesos. Y allí oyeron también la primera voz amiga en muchas horas, aunque el tono de bienvenida se convirtió en horror cuando su propietaria, la doncella de
Quaisoir, Concupiscencia, la poseedora de muchas colas, vio que su ama había adquirido una hermana gemela y había perdido los ojos durante la noche que había pasado buscando la salvación. Sólo después de muchos lamentos pudieron persuadirla para que cuidara de Quaisoir, cosa que hizo con las manos temblorosas. El cometa estaba ya realizando su escarpado ascenso por los cielos y desde la ventana de Quaisoir, Jude tuvo una visión panorámica de la desolación. Había oído y visto suficiente en el poco tiempo que llevaba aquí para darse cuenta que Yzordderrex se encontraba en el momento justo para sufrir la calamidad que la había invadido y que algunos en esta ciudad, quizá muchos, habían alimentado el fuego que había destruido los kesparates y habían dicho de él que era una llamarada justa y purificadora. Hasta Pecador (que no tenía ni un sólo hueso anarquista en su cuerpo) había insinuado que a Yzordderrex le había llegado la hora. Pero Jude todavía lloraba su desaparición. Esta era la ciudad que le había rogado a Oscar que le mostrara, la ciudad cuyo aire había olido de una forma tan tentadora y especiada y cuya calidez, al salir del Refugio aquel día, le había parecido paradisiaca. Ahora volvería al Quinto Dominio con las cenizas de aquel lugar en las suelas de los zapatos y con la carbonilla de sus incendios en la nariz, como una turista que volviera de Venecia con imágenes de burbujas en una laguna.