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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (8 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—¿Y qué pensaba el original de todo esto?

—No lo sabía. La drogaste, la subiste a la sala de Meditación de la casa de la calle Gamut, encendiste un fuego abrasador, la desnudaste y empezaste el ritual. La ungiste, la depositaste en un círculo de arena del margen del Segundo Dominio, la tierra más sagrada de toda Imajica. Luego dijiste tus plegarias y esperaste. — El Autarca hizo una pausa para disfrutar de su relato—. Es, permíteme recordártelo, una conjuración muy larga. Once horas como mínimo contemplando cómo crece el
doppelgänger
en el círculo, al lado de su fuente. Tú te habías asegurado de que no hubiera nadie más en la casa, por supuesto, ni siquiera tu valioso místico. Era un ritual muy secreto. Así que estabas sólo y pronto te aburriste. Y cuando te aburrías, te emborrachabas. Así que allí estabas, sentado en la habitación con ella, contemplando su perfección a la luz del fuego, obsesionado con su belleza. Y al final, ya medio loco por culpa del coñac, cometiste el error más grande de tu vida: te arrancaste la ropa, entraste en el círculo y le hiciste casi todo lo que un hombre le puede hacer a una mujer, aunque ella estaba en estado comatoso y tú sufrías alucinaciones por culpa del ayuno y la bebida. No la follaste una sola vez, lo hiciste una y otra vez, como si quisieras elevarte en su interior. Una y otra vez. Luego caíste en un estupor a su lado.

Cortés comenzó a ver el error que se cernía sobre él.

—¿Me quedé dormido en el círculo?

—En el círculo.

—Y la consecuencia fuiste tú.

—Así es. Y déjame decirte que fue todo un nacimiento. La gente dice que no recuerda el momento en el que vino al mundo, pero yo sí. Recuerdo que abrí los ojos en el círculo, con ella a mi lado y esas lluvias de materia que caían sobre mí y se coagulaban alrededor de mi espíritu. Y se convertían en hueso. Se convertían en carne. —De su rostro había desaparecido toda expresión—. Recuerdo —dijo— que en un momento determinado ella se dio cuenta de que no estaba sola, se volvió y me vio echado a su lado. Yo estaba sin terminar. Toda una lección de anatomía, mojado y en carne viva. Jamás he olvidado el ruido que hizo…

—¿Y yo no desperté en ningún momento?

—Tú te habías arrastrado al piso de abajo para mojarte la cabeza y te habías quedado dormido. Lo sé porque fui yo el que te encontró, más tarde, tirado sobre la mesa del comedor.

—¿La conjuración siguió funcionado a pesar de que abandoné el círculo?

—Eres todo un técnico, ¿eh? Sí, aun así funcionó. Eras un sujeto fácil. Se necesitaban horas para decodificar a Judith y hacer su
doppelgänger.
Pero tú estabas incandescente. El eco te leyó en cuestión de minutos y me hizo en un par de horas.

—¿Supiste quién eras desde el principio?

—Oh, sí. Era tú, en tu lujuria. Era tú, repleto de ebrias visiones. Era tú, alguien que quería follar y follar y conquistar y conquistar. Pero también era tú cuando ya no lo podías hacer peor, con los huevos vacíos y la cabeza vacía, como si allí se hubiera instalado la muerte, sentado entre sus piernas intentando recordar para qué vivías. También era ese hombre, y era aterrador tener ambos sentimientos en mi interior a la vez.

El Autarca hizo una pequeña pausa.

—Sigue siéndolo, hermano.

—Te habría ayudado, seguro, si hubiera sabido lo que había hecho.

—O me habrías rematado —dijo Sartori—. Me habrías sacado al jardín y me habrías pegado un tiro como si fuera un perro rabioso. No sabía lo que harías, así que fui al piso de abajo. Roncabas como un carretero. Te miré durante un buen rato, quería despertarte, quería compartí el terror que sentía, pero llegó Godolphin antes de que yo reuniera el valor para hacerlo. Fue justo antes del amanecer. Había venido para llevar a Judith a casa. Me escondí. Contemplé cómo te despertaba Godolphin, os oí hablar, os vi subir las escaleras como dos hombres a punto de ser padres y entrar en la sala de meditación. Luego oí los gritos de alegría y supe de una vez para siempre que yo no era un hijo deseado.

—¿Qué hiciste?

—Robé algo de dinero y algunas ropas. Luego me escapé. El miedo desapareció después de un tiempo. Empecé a darme cuenta de lo que era, del saber que poseía. Y me di cuenta de que tenía esta… ansia. Tu ansia. Quería gloria.

—¿Y esto es lo que hiciste para conseguirla? —dijo Cortés mientras se volvía hacia la ventana. La devastación que había abajo era cada vez más clara a medida que se afianzaba la luz del cometa—. Gran trabajo, hermano.

—En otro tiempo esta fue una gran ciudad. Y habrá otras, igual de magníficas. Más espléndidas porque esta vez seremos dos los que las construyamos. Y dos los que las gobernemos.

—Te has equivocado conmigo —dijo Cortés—. Yo no quiero un imperio.

—Pero no puede dejar de surgir —dijo Sartori, enardecido por la visión—. Tú eres el Reconciliador, hermano. Eres el que ha de sanar Imajica. ¿Sabes lo que podría suponer eso para los dos? Si reconcilias los Dominios tendrá que haber una gran ciudad, una nueva Yzordderrex que los gobierne de un extremo a otro. Yo la fundaré y la administraré, y tú puedes ser el Papa.

—No quiero ser Papa.

—¿Qué quieres entonces?

—A Pai'oh'pah, para empezar. Y encontrarle algún sentido a todo esto.

—Nacer para ser el Reconciliador ya tiene sentido suficiente para cualquiera. No necesitas más objetivos. No huyas de ello.

—¿Y para qué naciste tú? No puedes construir ciudades para siempre. —Clavó los ojos en la desolación—. ¿Por eso la has destruido? —preguntó—. ¿Para poder empezar otra vez?

—Yo no la destruí. Hubo una revolución.

—Que tú alimentaste, con tus masacres —dijo Cortés—. Estaba en una pequeña aldea llamada Beatrix hace unas semanas…

—Ah, sí. Beatrix. —Sartori aspiró una buena bocanada de aire—. Eras tú, por supuesto. Sabía que había alguien vigilándome, pero no sabía quién. Me temo que la frustración me convirtió en un ser cruel.

—¿Llamas a eso cruel? Yo lo llamo inhumano.

—Quizá te lleve un poco de tiempo entenderlo, pero de vez en cuando son necesarios tales extremos.

—Conocía a algunas de aquellas personas.

—Jamás tendrás que ensuciarte las manos con asuntos tan desagradables. Yo haré todo lo que sea necesario.

—Yo también —dijo Cortés.

Sartori frunció el ceño.

—¿Es eso una amenaza? —dijo.

—Esto empezó conmigo y terminará conmigo.

—¿Pero con qué yo, maestro? ¿Ése —señaló a Cortés—, o éste? No lo ves, no estamos hechos para ser enemigos. Podemos lograr muchas más cosas si trabajamos juntos. —Posó la mano en el hombro de Cortés—. Teníamos que encontrarnos. Por eso el Eje guardó silencio durante todos estos años. Estaba esperando que vinieras, que volviéramos a reencontrarnos. —Su rostro se abatió—. No seas mi enemigo. La idea de…

Lo interrumpió un grito de alarma procedente del exterior de la habitación. Le dio la espalda a Cortés y se encaminó a la puerta al mismo tiempo que un soldado aparecía en el corredor que había detrás, con la garganta abierta y la mano intentando restañar los borbotones sin mucho éxito. Tropezó, cayó contra la pared y resbaló hasta el suelo.

—Ya debe de estar aquí la turba —comentó Sartori con un dejo de satisfacción—. Es hora de que tomes una decisión, hermano. ¿A partir de aquí continuamos juntos, o quieres que gobierne el Quinto yo sólo?

Se elevó un nuevo estruendo, lo bastante fuerte para ahogar cualquier otro intercambio; Sartori interrumpió sus consejos y salió al corredor.

—Quédate aquí —le dijo a Cortés—. Piensa en ello mientras esperas.

Cortés hizo caso omiso de la orden. En cuanto Sartori dobló la esquina, él lo siguió. La conmoción murió en cuanto lo hizo, y a su paso quedó sólo el silbido grave de la tráquea del soldado, ruido que lo acompañó en su persecución. Cortés aceleró el paso, de repente temía que una emboscada estuviera aguardando a su otro yo. No cabía duda de que Sartori merecía la muerte. No cabía duda de que la merecían los dos. Pero había muchas cosas que aún no le había sacado a su hermano, sobre todo en relación con el fracaso de la Reconciliación. Había que guardarlo de todo mal, al menos hasta que Cortés le hubiera arrancado todas las piezas del rompecabezas. Llegaría el momento en que los dos tendrían que pagar el precio de todos sus excesos, pero ese momento no había llegado todavía.

Al pasar por encima del soldado muerto, oyó la voz del místico. La única palabra que pronunció fue: «Cortés».

Al oír ese tono (como ningún otro que hubiera oído o soñado jamás), toda preocupación por el bienestar de Sartori, o por el suyo propio, quedó aplastada. Su único pensamiento era llegar al lugar donde estaba el místico, posar sus ojos sobre él y rodearlo con sus brazos. Habían estado separados demasiado tiempo. Nunca más, se juró mientras corría. Fueran cuales fueran los edictos o las obligaciones que se presentaran ante ellos, fuera cual fuera la maldad que intentara separarlos, nunca más dejaría ir al místico.

Dobló la esquina. Delante se encontraba la puerta que llevaba a la antecámara. Sartori estaba en el otro extremo, ya casi había desaparecido, pero al oír que Cortés se aproximaba, se giró y volvió los ojos hacia el corredor. Se descompuso la sonrisa de bienvenida que lucía en honor de Pai'oh'pah, y en dos zancadas había alcanzado la puerta para cerrarla de un portazo ante el rostro de su artífice. Al darse cuenta de que lo habían dejado atrás, Cortés chilló el nombre de Pai, pero la puerta se había cerrado antes de que la sílaba saliera de sus labios y había hundido a Cortés en una oscuridad casi absoluta. El juramento que había hecho segundos antes estaba roto, volvían a estar separados incluso antes de haber podido reunirse. Encolerizado, se arrojó contra la puerta, pero como todo lo demás que había en esta torre, la puerta estaba construida para durar un milenio. Por muy fuerte que la golpeara, todo lo que conseguía era unos cuantos cardenales. Le dolían, pero el recuerdo de la sonrisa obscena de Sartori cuando le contó lo mucho que le gustaban los místicos le escocía todavía más. Era probable que en ese mismo instante el místico estuviese en los brazos de Sartori. Abrazado, besado, poseído.

Se arrojó contra la puerta una última vez y luego renunció a ataques tan primitivos. Cogió aire, lo expulsó en el interior de su puño y estrelló el pneuma contra la puerta tal y como había aprendido a hacer en las Jokalaylau. Había tenido un glaciar bajo su mano en aquella primera ocasión y el hielo se había agrietado sólo después de varios intentos. Esta vez, ya fuera porque su deseo de estar al otro lado de la puerta era más fuerte que las ganas de liberar a las mujeres del hielo, o sencillamente porque ahora era el maestro Sartori, un hombre que tenía nombre propio y que sabía al menos un poco sobre el poder que empuñaba, el acero sucumbió al primer golpe y se abrió una grieta desigual en la puerta.

Oyó gritar a Sartori al otro lado, pero no perdió el tiempo intentando encontrarle algún sentido. En lugar de eso, lanzó un segundo pneuma contra el acero partido y esta vez atravesó con la mano toda la puerta, al tiempo que los trozos volaban bajo su palma. Se llevó el puño a la boca una tercera vez y olió su propia sangre al hacerlo pero, fuera cual fuera el daño que aquello le estaba haciendo, todavía no se expresaba en forma de dolor. Cogió aliento por tercera vez y lo lanzó contra la puerta con un grito que habría hecho avergonzarse a un samurái. Las bisagras chillaron y la puerta se abrió de golpe. La había atravesado aun antes de que cayera al suelo, pero sólo para encontrar abandonada la antecámara que había detrás, al menos por los vivos. Tres cadáveres, compañeros del soldado que había dado la alarma, yacían tirados en el suelo, todos abiertos por una única cuchillada. Saltó sobre ellos para llegar a la puerta; su mano rota aumentaba con sus gotas los charcos que pisoteaba.

El pasillo que se encontraba detrás hedía a humo, como si algo medio podrido se estuviera quemando en las entrañas del palacio. Pero entre las tinieblas, a cincuenta metros de él, vio a Sartori y a Pai'oh'pah. No sabía qué ficción se había inventado Sartori para disuadir al místico de que cumpliera su misión, pero había resultado eficaz. Salían a toda velocidad de la torre sin siquiera lanzar una mirada atrás, como amantes recién escapados de las garras de la muerte.

Cortés cogió aire, no para producir un pneuma esta vez sino un grito. Gritó el nombre de Pai por el pasadizo, dividía el humo con su llamada como si las sílabas pronunciadas por la boca de un maestro tuvieran una presencia literal. Pai se detuvo y miró atrás. Sartori cogió el brazo del místico como si quisiera apurarlo, pero los ojos de Pai ya habían encontrado a Cortés y se negaba a dejarse llevar. En su lugar, se desprendió con un gesto de la mano de Sartori y dio un paso hacia él. La cortina de humo separada por su grito se había vuelto a unir y desdibujaba el rostro del místico, pero Cortés leyó en su cuerpo la confusión que sentía. No parecía saber si debía avanzar o retirarse.

—¡Soy yo! —lo llamó Cortés—. ¡Soy yo!

Vio a Sartori al lado del místico y captó fragmentos de las advertencias que le susurraba, algo sobre que el Eje les había invadido la cabeza.

—No soy ninguna ilusión, Pai —dijo Cortés mientras avanzaba—. Soy yo, Cortés. Soy real.

El místico sacudió la cabeza y volvió los ojos hacia Sartori, luego miró de nuevo a Cortés, confundido por lo que veía.

—Sólo es un truco —decía Sartori, que ya no se molestaba en susurrar—. Vámonos, Pai, antes de que nos domine de verdad. Puede volvernos locos.

Demasiado tarde, quizá, pensó Cortés. Ya se había acercado lo suficiente para la ver la expresión del rostro del místico, y había locura: los ojos muy abiertos, los dientes apretados, el sudor dibujaba riachuelos rojos en la sangre que le salpicaba la mejilla y la frente. El antiguo asesino hacía mucho tiempo que había perdido el apetito por la muerte (eso al menos había quedado claro en la Cuna, cuando había dudado a la hora de matar aunque sus vidas habían dependido de ello), pero lo había hecho aquí, y la angustia que sentía estaba escrita en cada arruga de su rostro. No era extraño que a Sartori le hubiera resultado tan fácil que el místico renunciara a su misión. Estaba al borde del colapso mental. Y ahora que se enfrentaba a dos rostros que conocía y ambos hablaban con la voz de su amante, estaba perdiendo el poco equilibrio que le quedaba.

Pai acercó la mano al cinturón, del que pendía una de las cintas letales que había empuñado el pelotón de ejecución. Cortés la oyó cantar al aproximarse, su hoja no había quedado embotada por la matanza que ya había cometido.

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