Read Imajica (Vol. 2): La Reconciliación Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (4 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Si bien el agujero ejercía la misma fascinación que el borde de un acantilado y la invitaba a asomarse a sus profundidades, la mujer se negó a sus peticiones y se detuvo a un metro o dos del borde. Salía un olor enfermizo de aquel lugar, aunque no era muy fuerte. O bien no se había utilizado el pozo últimamente o quizá sus ocupantes yacían a gran profundidad.

Una vez satisfecha su curiosidad, Jude miró a su alrededor para elegir la mejor ruta que la sacara de allí. Había no menos de ocho salidas, nueve incluyendo el pozo, y decidió dirigirse primero a la avenida que se encontraba enfrente de la calle por la que había entrado. Estaba oscura y llena de humo, y quizá la hubiera tomado si no hubiera visto señales de que los escombros la bloqueaban un poco más abajo. Fue a la siguiente y esta también estaba bloqueada, los fuegos parpadeaban entre las maderas caídas. Se encaminaba a la tercera puerta cuando oyó la voz de Dowd. Se volvió. El hombre se encontraba al otro extremo del pozo, con la cabeza un poco ladeada y una expresión decepcionada en la cara, como un padre que hubiera alcanzado al hijo que está haciendo pellas.

—¿No te lo había dicho? —dijo—. Conozco estas calles.

—Ya te había oído.

—No está tan mal que hayas venido aquí —dijo él mientras se dirigía hacia ella con paso tranquilo—. Me ahorra un insecto.

—¿Por qué quieres hacerme daño? —dijo Jude.

—Yo podría hacerte la misma pregunta —dijo él—. Te gustaría, ¿no? te encantaría verme herido. Y serías incluso más feliz si pudieras causar el daño en persona. ¡Admítelo!

—Lo admito.

—Eso es. ¿Después de todo, no soy un gran confesor? Y eso no es más que el comienzo. Tienes en tu interior unos secretos que yo ni siquiera sabía que tenías. —El hombre alzó una mano y dibujó un círculo mientras hablaba—. Empiezo a ver la perfección de todo esto. Las cosas van girando y girando, y vuelven al lugar donde todo empezó. Es decir, a ella. O a ti, en realidad no importa. Sois lo mismo.

—¿Gemelas? —dijo Jude—. ¿Es eso?

—Nada tan manido, pichoncita. Nada tan natural. Te insulté cuando te llamé sombra. Eres algo más milagroso que eso. Eres… —Se detuvo—. Bueno, espera. Esto no es del todo justo. Aquí estoy yo, contándote lo que sé, y a cambio no recibo nada de ti.

—Yo no sé nada —dijo Jude—. Ojalá lo supiera.

Dowd se inclinó y cogió un capullito, uno de los pocos que habían pisado y seguía intacto.

—Pero sea lo que sea lo que Quaisoir sabe, tú también lo sabes —dijo—. Al menos sobre cómo se derrumbó todo.

—¿Cómo se derrumbó qué?

—La Reconciliación. Estuviste allí. Oh, sí, sé que crees que tú no eras más que una espectadora inocente, pero en esta historia no hay nadie, nadie, inocente. Ni Estabrook, ni Godolphin, ni Cortés, ni su místico. Todos ellos tienen confesiones que hacer tan largas como sus brazos.

—¿Incluso tú? —le preguntó ella.

—Oh, bueno, conmigo es diferente. —El hombre suspiró al tiempo que olisqueaba la flor—. Yo sólo soy un pobre actorzuelo. Finjo mis éxtasis. Me gustaría cambiar el mundo, pero termino siendo un simple entretenimiento. Mientras que todos vosotros, amantes —pronunció la palabra con desdén— a los que el mundo les importa una mierda siempre que sigan sintiendo pasión, vosotros sois los que hacéis que ardan las ciudades y se derrumben las naciones. Vosotros sois los motores de la tragedia y la mayor parte del tiempo ni siquiera lo sabéis. Así que, ¿qué puede hacer un pobre actorzuelo si quiere que lo tomen en serio? te lo diré. Tiene que aprender a fingir muy bien sus sentimientos para que le permitan abandonar el escenario y entrar en el mundo real. He necesitado muchos ensayos para llegar a donde estoy, créeme. Empecé por abajo, ¿sabes?, muy abajo. Mensajero, portaestandarte. Una vez ejercí de chulo para el Invisible, pero fue cosa de una sola noche. Luego volví a servir a los amantes…

—Como Oscar.

—Como Oscar.

—Lo odiabas, ¿verdad?

—No, sólo me aburría, él y toda su familia. Se parecía mucho a su padre, y al padre de su padre, y así sucesivamente hasta llegar al chiflado de Joshua. Me impacienté. Sabía que las cosas al final cambiarían y yo tendría mi momento, pero estaba harto de esperar y de vez en cuando dejaba que se me notara.

—Y conspirabas.

—Desde luego. Quería apresurar las cosas, empujarlas hacia el momento de mi… emancipación. Estaba todo calculado. Pero así soy yo, ¿sabes? Soy un artista con alma de contable.

—¿Contrataste a Pai para que me matara?

—No a sabiendas —dijo Dowd—. Yo puse unas cuantas cosas en marcha pero nunca me imaginé que nos fueran a llevar tan lejos. Ni siquiera sabía que el místico estaba vivo. Pero a medida que ocurrían las cosas, comencé a ver lo inevitable que era todo esto. Primero la aparición de Pai. Luego que tú conocieras a Godolphin y que os enamorarais. Tenía que pasar. Después de todo, para eso naciste. Por cierto, ¿lo echas de menos? Di la verdad.

—Apenas he pensado en él —respondió ella, sorprendida por cuánto había de verdad en aquella afirmación.

—Ojos que no ven, corazón que no siente, ¿eh? Ah, me alegro tanto de no poder sentir amor… Cuán miserable te hace. Ese dolor puro, sin mezcla — reflexionó él por un momento, luego dijo—: Se parece mucho a la primera vez, ¿sabes? Amantes que anhelan, mundos que tiemblan. Claro que la última vez yo era un simple portaestandarte. Esta vez tengo intención de ser el príncipe.

—¿A qué te refieres cuando dices que nací para enamorarme de Godolphin? Ni siquiera recuerdo haber nacido.

—Creo que ya es hora de que lo hagas —dijo Dowd, que tiró la flor cuando empezó a aproximarse a ella—. Aunque estos ritos de paso nunca son fáciles, pichoncita, así que prepárate. Al menos has elegido un buen lugar. Podemos sentarnos en el borde con los pies colgando mientras hablamos sobre cómo viniste al mundo.

—Ah, no —dijo ella—. Yo no me acerco a ese agujero.

—¿Crees que quiero matarte? —dijo él—. En absoluto. Sólo quiero que te desprendas de unos cuantos recuerdos. No es mucho pedir, ¿verdad? Sé justa. Yo te he dejado entrever lo que hay en mi corazón. Ahora me tienes que enseñar el tuyo. —La sujetó por la muñeca—. No pienso aceptar un no por respuesta —dijo y la atrajo al borde del pozo.

Jude jamás se había aventurado tan cerca y la proximidad le daba vértigo. Aunque lo maldijo por tener fuerza suficiente para arrastrarla hasta allí, también se alegró de que la sujetara con tal firmeza.

—¿Quieres sentarte? —dijo él. Ella sacudió la cabeza—. Como quieras — continuó—. Hay más probabilidades de que te caigas, pero la decisión es tuya. Te has convertido en una mujer muy terca, pichoncita, ya me he dado cuenta. Eras bastante más dúctil al principio. Claro que para eso te criaron.

—A mí no me criaron para nada.

—¿Cómo lo sabes? —dijo él—. Hace dos minutos afirmabas que ni siquiera recuerdas el pasado. ¿Cómo sabes lo que debías ser, lo que tenías que ser? —El hombre se asomó al pozo—. El recuerdo está en tu cabeza, en alguna parte, pichoncita. Sólo tienes que tener la voluntad de dejarlo salir. Si Quaisoir buscaba a alguna diosa, quizá tú también lo hiciste, aun cuando no lo recuerdes. Y si lo hiciste, entonces quizá seas algo más que la Nectarina de Joshua. Quizá representes algún papel en todo esto con el que yo no había contado.

—¿Y dónde iba a conocer yo alguna diosa, Dowd? —respondió Jude—. Vivía en el Quinto, en Londres, en Notting Hill Gate. Allí no hay diosas.

Y en el mismo momento de hablar pensó en Celestine, enterrada bajo la torre de la Tabula Rasa. ¿Era acaso hermana de las deidades que rondaban por Yzordderrex? ¿Una fuerza transformadora encerrada por un sexo que veneraba lo inamovible? Al recordar a la prisionera y su celda, la mente de Jude se hizo de repente más liviana, como si se hubiera bebido un güisqui de un trago con el estómago vacío. Después de todo, la había tocado lo extraordinario. Si había ocurrido una vez, ¿por qué no muchas veces? Y si había ocurrido ahora, ¿por qué no en su olvidado pasado?

—No tengo forma de volver —dijo para dejar clara la dificultad que aquello presentaba, tanto por ella como por Dowd.

—Es muy fácil —replicó él—. Tú sólo piensa en lo que se siente al nacer.

—Ni siquiera recuerdo mi infancia.

—Tú no tuviste infancia, pichoncita. No tuviste adolescencia. Naciste tal y como eres, de la noche a la mañana. Quaisoir fue la primera Judith y tú, dulce palomita mía, eres su única réplica. Perfecta, quizá, pero aun así una réplica.

—No pienso… no quiero… creerte.

—Pues claro que al principio debes negar la verdad. Es perfectamente comprensible. Pero tu cuerpo sabe lo que es verdad y lo que no lo es. Te estremeces por dentro y por fuera…

—Estoy cansada —dijo ella, aunque sabía que esa explicación era de una debilidad lastimosa.

—Lo que sientes es algo más que cansancio —dijo Dowd—. Admítelo.

A medida que él la pinchaba, Jude recordó los resultados de las últimas revelaciones que él le había hecho sobre su pasado, cómo había caído al suelo de la cocina, desjarretada por cuchillos invisibles. Ahora no se atrevía a sucumbir a un derrumbamiento semejante, con el pozo a unos centímetros de donde se encontraba, y Dowd lo sabía.

—Tienes que enfrentarte a los recuerdos —decía él—. Limítate a escupirlos. Vamos. Te sentirás mejor, te lo prometo.

La mujer empezaba a sentir que tanto sus miembros como su resolución se debilitaban con cada palabra, pero la perspectiva de enfrentarse a aquello que yacía en la oscuridad del fondo de su cabeza (y por mucho que desconfiara de Dowd, no dudaba que allí había algo horrendo) era casi tan aterradora como la idea de que el pozo la absorbiera. Quizá sería mejor morir en ese mismo instante, dos hermanas que se extinguían en menos de una hora, y no llegar a saber jamás si las afirmaciones de Dowd eran reales o no. Pero supongamos también que le hubiera estado mintiendo durante todo aquel tiempo (la actuación más brillante del pobre actorzuelo hasta la fecha) y que ella no fuera una sombra, que no fuera una réplica, una cosa criada para prestar un servicio, sino una niña natural con padres naturales: una criatura en sí misma, un ser real y completo. Entonces se estaría entregando a la muerte por miedo a descubrir quién era y Dowd habría encontrado en ella otra víctima. La única forma de derrotarlo era ponerlo en evidencia, hacer lo que no dejaba un momento de pedirle que hiciera: entrar en la oscuridad que esperaba en el fondo de su cabeza, lista para abrazar las revelaciones que ocultara. Poco importaba lo que fuera Judith, ya existía; ya fuera real o una réplica, un ser natural o criado de forma artificial. No tenía forma de escapar de sí misma en el mundo de los vivos. Mejor sería saber la verdad de una vez por todas.

La decisión prendió una llama en su cráneo y los primeros fantasmas del pasado aparecieron en su mente.

—Oh, diosa mía —murmuró al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza—. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?

Se vio a sí misma echada sobre las tablas desnudas de una habitación vacía; un fuego ardía en la chimenea, un fuego que calentaba su sueño y lisonjeaba su desnudez con su lustre. Alguien le había marcado el cuerpo mientras dormía, había pintado sobre él un diseño que reconoció (el glifo que había visto en su mente por primera vez cuando había hecho el amor con Oscar, y que luego había vuelto a vislumbrar cuando atravesó los Dominios), la espiral de su carne, esta vez pintada sobre su propia piel con media docena de colores.

Se movió en sueños y las hélices parecieron dejar rastros de sí mismas en el aire allí donde ella había estado, su persistencia suscitaba otro movimiento, y este otro en el anillo de arena que rodeaba su dura cama. Se elevaba a su alrededor como la cortina de la Aurora Boreal, rielando con los mismos colores con los que habían pintado su glifo, como si algo de su anatomía esencial permaneciera en el aire de aquella habitación. Quedó hechizada por la belleza de aquella visión.

—¿Qué estás viendo? —oyó que le preguntaba Dowd.

—A mí —respondió ella—, echada en el suelo… en medio de un círculo de arena.

—¿Estás segura de que eres tú? —dijo él.

Estaba a punto de verter una copa entera de desdén sobre esa pregunta cuando se dio cuenta de su importancia. Quizá no fuera ella, sino su hermana.

—¿Hay alguna forma de saberlo? —dijo ella.

—Pronto lo verás —le respondió él.

Y así fue. La cortina de arena empezó a agitarse con más violencia, como si la hubiera embargado un viento desatado dentro del círculo. Brotaban de él partículas que se iban intensificando a medida que el viento las lanzaba contra el aire oscuro: motas del color más puro se elevaban como estrellas recién nacidas y luego volvían a caer, ardían en su descenso hacia el lugar donde ella, la testigo, yacía. Estaba echada en el suelo cerca de su hermana y recibía la lluvia de color como la tierra agradecida que necesitaba ese alimento si quería crecer, hincharse y dar frutos.

—¿Qué soy? —dijo ella mientras seguía la caída del color para intentar vislumbrar el suelo sobre el que caía.

La belleza de lo que había visto hasta ahora la había calmado y le había inspirado una cierta sensación de vulnerabilidad. Cuando vio su propio cuerpo sin terminar, la conmoción la sacó de golpe del recuerdo. De repente volvía a tambalearse al borde del pozo y sólo la mano de Dowd evitaba que se cayera. Un sudor helado le invadió los poros.

—No me sueltes —dijo.

—¿Qué estás viendo? —le preguntó él.

—¿Nacer es esto? —sollozó ella—. Oh, Cristo, ¿esto es nacer?

—Vuelve al recuerdo —dijo él—. ¡Tú lo has empezado, así que termínalo! — La sacudió—. ¿Me oyes? ¡Termínalo!

La mujer vio el rostro del sirviente encolerizado ante ella. Vio detrás el pozo anhelante. Y en medio, en la habitación iluminada por el fuego de la chimenea que la esperaba en su cabeza vio una pesadilla peor que todo lo demás: su anatomía, apenas terminada, yacía en un círculo de perversos encantamientos, abierta hasta que las destilaciones del cuerpo de otra mujer puso piel sobre sus músculos y color en esa piel, puso el tono en sus ojos y el brillo en sus labios, le dio los mismos pechos, el mismo vientre, el mismo sexo. Esto no era un nacimiento, era una duplicación. Era un facsímile, un parecido robado a un original dormido.

—No lo soporto —dijo ella.

—Te lo advertí, pichoncita —respondió Dowd—. Nunca es fácil volver a vivir los primeros momentos.

—Ni siquiera soy real —dijo ella.

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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