No desearlo la posibilidad de regresar algún día, por supuesto, pero de momento, rodeado por la bruma y el sol de Los Angeles, me parece un mundo muy distante. Es extraordinario el modo en que acabas dividido cuando has crecido en un país y lo abandonas por otro. Para un escritor como yo, mucho más preocupado por los viajes hacia lo desconocido y por la melancolía y las dichas que proporcionan, el cambio ha demostrado ser una experiencia educativa.
Espero que estas líneas autobiográficas iluminen la historia que sigue a continuación, como también espero que parte de los sentimientos que me impulsaron a escribir esta novela permanezcan contigo cuando llegues a la última página. Cristo e Inglaterra no han abandonado mi corazón, por supuesto —y jamás lo harán—, pero escribir sobre un tema concreto crea una magia especial. Magnifica las pasiones que han inspirado la historia y, una vez el trabajo está concluido, las entierra; las aleja de la vista y de la mente para permitir que el escritor pueda trasladarse. Sigo soñando con Inglaterra de vez en cuando, y hace poco escribí acerca de Jesús caminando sobre las aguas de la metafísica en
Everville
, cuando le dice a Tesla Bombeck que «las vidas son las hojas del árbol de la historia». Pero jamás volveré a experimentar los mismos sentimientos que me acompañaron mientras escribía
Imajica
. Esas emociones tan especiales han desaparecido entre sus páginas para ser redescubiertas por cualquiera que desee encontrarlas. Si te apetece hacerlo, conviértelas en algo tuyo.
Clive Barker,
Los Angeles, 1994
C
omo ocurre con los distritos teatrales de tantas grandes ciudades de toda Imajica, ya sea en los Dominios Reconciliados o en el Quinto, el barrio en el que se encontraba el Ipse había sido un lugar de cierta mala fama en otros tiempos, cuando los actores de ambos sexos complementaban sus magros salarios con los cinco números de siempre: contratación, retiro, seducción, conjunción y giros, todos interpretados por horas, noche y día. Sin embargo, el centro de todas estas actividades se había trasladado al otro lado de la ciudad, donde el floreciente número de clientes de clase media se sentía menos expuesto a la mirada de aquellos de sus coetáneos que iban en busca de entretenimientos más respetables. La calle Lujuria y sus alrededores surgieron en cuestión de meses y pronto se convirtió en el tercer kesparate más rico de la ciudad, dejando que el distrito teatral fuera declinando hasta alcanzar un lugar más legítimo en el mundo.
Quizá porque no despertaba demasiado interés en el público fue por lo que sobrevivió a los traumas de las últimas horas mejor que la mayor parte de los kesparates de su tamaño. Había visto algo de acción. Los batallones del general Mattalaus habían atravesado sus calles de camino al sur, hacia la calzada, donde los rebeldes estaban intentando construir un puente improvisado para cruzar el delta. Más tarde, un grupo de familias del Caramess se había refugiado en el Rialto de Koppocovi. Pero no se había levantado ninguna barricada y no se había quemado ninguno de los edificios. El Deliquium recibiría la mañana intacto. Su supervivencia, sin embargo, no se achacaría al desinterés general sino a la presencia en su perímetro de la Colina del Pálido, un lugar que no era ni colina ni carecía de color, sino que era un círculo conmemorativo en cuyo centro reposaba un pozo utilizado desde tiempos inmemoriales para depositar los cuerpos de los hombres ejecutados, de los suicidas, de los indigentes y, en ocasiones, de los románticos que preferían pudrirse en tales compañías. Llegada la mañana, susurrarían los rumores que los fantasmas de estas almas olvidadas se habían levantado para defender su tierra y evitar que los vándalos y los constructores de barricadas destruyeran el kesparate, que habían rondado por los escalones del Ipse y el Rialto y habían aullado en las calles como perros enloquecidos tras tanto perseguir la cola del cometa.
Con las ropas hechas jirones y en la garganta una súplica inquebrantable, Quaisoir atravesó el corazón de varias batallas y escapó casi ilesa. En las calles de Yzordderrex esta noche había muchas mujeres como ella, destrozadas por el dolor; todas le rogaban a Hapexamendios que retornara hijos o maridos a sus brazos y, en su mayor parte, recibían paso franco entre las líneas, no les hacía falta más contraseña que sus sollozos.
Las batallas en sí no la afligían, en sus tiempos había organizado y supervisado ejecuciones masivas. Pero una vez que las cabezas rodaban, ella siempre se había apresurado a irse y había dejado que fuera otra persona la que se ocupara de las consecuencias con una pala. Ahora tenía que pisar con los pies descalzos unas calles que más parecían mataderos y su legendaria indiferencia ante el espectáculo de la muerte se vio arrollada por un horror tan profundo que varias veces tuvo que cambiar de dirección para evitar una calle que hedía demasiado a entrañas o a sangre quemada. Sabía que tendría que confesar esta cobardía cuando por fin encontrara al Hombre de los Pesares, pero sus culpas eran tantas que una falta más o menos apenas importaría ya.
Y fue entonces, cuando llegó a la esquina de la calle al final de la cual se encontraba el teatro de Pluthero Quexos, cuando alguien la llamó por su nombre. Se detuvo y buscó al que la llamaba. Un hombre vestido de azul se levantaba en ese momento de un escalón, la fruta que había estado pelando en una mano, la hoja con la que la pelaba en la otra. No parecía dudar de su identidad.
—Tú eres su mujer —dijo.
¿Era este el Señor?, se preguntó. El hombre que había visto en los tejados del puerto se había perfilado contra un cielo brillante y había sido difícil distinguir sus rasgos. ¿Podría ser él?
El hombre llamaba a alguien del interior de la casa situada tras los escalones en los que había estado sentado, en otro tiempo un burdel, a juzgar por los grabados obscenos del pórtico. El discípulo, un oethac, salió con una botella en una mano mientras con la otra alborotaba el cabello de un pequeño cretino, desnudo y con la piel brillante. La mujer empezó a dudar de su primer juicio, pero no se atrevió a irse hasta haber visto sus esperanzas confirmadas o hechas añicos.
—¿Eres el Hombre de los Pesares? —dijo.
El hombre que pelaba la fruta se encogió de hombros.
—¿No lo somos todos esta noche? —dijo mientras tiraba la fruta sin probarla.
El cretino bajó de un salto los escalones, la cogió con un gesto brusco y se la metió entera en la boca, de tal modo que la cara se le abultaba y el zumo se le escurría entre los labios.
—Tú eres la que has provocado todo esto —dijo el que había pelado la fruta al tiempo que con el cuchillo señalaba a Quaisoir. Se dio un momento la vuelta y miró al oethac—. Estaba en el puerto. La vi.
—¿Quién es? —dijo el oethac.
—La mujer del Autarca —fue la respuesta—. Quaisoir.
Dio un paso hacia ella.
—Eres tú, ¿no es así?
No podía negarlo más de lo que podía huir, Si este hombre era de verdad Jesús, no podía empezar a rogar su perdón con una mentira.
—Sí —le dijo—. Soy Quaisoir. Era la mujer del Autarca.
—Es una puta belleza —dijo el oethac.
—Su aspecto no importa —le dijo el que pelaba la fruta—. Lo importante es lo que ha hecho.
—Sí —dijo Quaisoir y se atrevió a creer que este era en verdad el Hijo de David—. Eso es lo que importa de verdad. Lo que he hecho.
—Las ejecuciones…
—Sí.
—Las purgas…
—Sí.
—He perdido a muchos amigos y ha sido por tu causa.
—Oh, Señor, perdóname —dijo la mujer mientras caía de rodillas.
—Te vi en el puerto esta mañana —dijo Jesús, y se acercó cuando ella se arrodilló—. Sonreías.
—Perdóname.
—Mirabas a tu alrededor y sonreías. Y pensé cuando te vi…
Estaba a sólo tres pasos de ella.
—… con los ojos brillantes…
La mano pegajosa del hombre sujetó la cabeza de Quaisoir.
— Pensé, esos ojos…
Levantó el cuchillo…
—… tienen que desaparecer.
… y lo volvió a bajar, rápido y afilado, afilado y rápido, para arrancarle la vista a su discípula antes de que esta pudiera empezar a chillar.
Las lágrimas que de repente llenaron los ojos de Jude escocían como ninguna lágrima que hubiera derramado jamás. Dejó escapar un sollozo, más de dolor que de pena, y se apretó las palmas de las manos contra las cuencas de los ojos para restañar el llanto. Pero no cesaba. Las lágrimas seguían fluyendo, calientes y ásperas, haciendo que le palpitara la cabeza entera. Sintió que el brazo de Dowd sujetaba el suyo y se alegró. Sin su apoyo, estaba segura de que se habría caído.
—¿Qué pasa? —dijo él.
La respuesta, que estaba compartiendo algún tipo de agonía con Quaisoir, no era algo que pudiera decirle a Dowd.
—Debe de ser el humo —dijo—. Casi no veo.
—Ya casi estamos en el Ipse —respondió él—. Pero tenemos que seguir moviéndonos un poco más. En los espacios abiertos no estamos seguros.
Cosa muy cierta. Los ojos de Jude, que en ese momento sólo podían ver latidos rojos, se habían posado durante la última hora en atrocidades suficientes para alimentar toda una vida de pesadillas. La Yzordderrex de sus anhelos, la ciudad cuyo aire picante, ese aire que había salido del Retiro meses antes y la había invocado como la llamada de un amante, estaba prácticamente en ruinas. Quizá por eso Quaisoir derramaba aquellas lágrimas ardientes.
Después de un rato se secaron, pero el dolor persistió. Aunque despreciaba al hombre en el que se apoyaba, sin su ayuda se habría caído al suelo y allí habría permanecido. Él la convencía para continuar, paso a paso. El Ipse ya estaba cerca, le decía, sólo una o dos calles más allá. Allí podría descansar mientras él se empapaba de los ecos de glorias pasadas. La joven apenas prestaba atención al monólogo de su acompañante. Era su hermana la que llenaba sus pensamientos, la anticipación del encuentro ahora teñida de desasosiego. Se había imaginado que Quaisoir habría entrado protegida en estas calles, y que al verla Dowd se habría limitado a retirarse y dejarlas disfrutar de su reencuentro. ¿Pero y si a Dowd no lo invadía un pavor supersticioso? ¿Y si, en lugar de eso, atacaba a una de ellas, o a ambas? ¿Tendría Quaisoir alguna forma de defenderse contra sus insectos? Empezó a secarse los ojos llorosos mientras seguía avanzando entre tropezones, resuelta a ver con toda claridad cuando llegara el momento y preparada para escapar del látigo de Dowd.
El monólogo de este, cuando cesó, lo hizo de forma repentina. Se paró e hizo detenerse a Jude a su lado. La mujer levantó la cabeza. La calle que tenía delante no estaba bien iluminada, pero el fulgor de los fuegos lejanos se abría paso entre los edificios y allí, arrastrándose bajo uno de aquellos vacilantes rayos de luz, vio a su hermana. Jude dejó escapar un sollozo. A Quaisoir le habían arrancado los ojos y sus torturadores la perseguían. Uno era un niño, otro un oethac. El tercero, el más salpicado de sangre, era también el más humano pero sus rasgos quedaban deformados por el placer que obtenía del tormento de Quaisoir. El cuchillo cegador todavía seguía en su mano y ahora lo levantaba sobre la espalda desnuda de su víctima.
Antes de que Dowd pudiera hacer algo para detenerla, Jude chilló: «¡alto!».
El cuchillo se detuvo en pleno descenso y los tres perseguidores de Quaisoir se dieron la vuelta y miraron a Jude. El niño no se dio cuenta de nada, su rostro era un vacío retrasado. El que empuñaba el cuchillo permaneció también en silencio, aunque su expresión era de incredulidad. Fue el oethac el que habló, las palabras que pronunció mal articuladas pero invadidas por el terror.
—Tú… no… Te acerques —dijo, la mirada temerosa iba y volvía entre la mujer herida y su eco, sana y fuerte.
El cegador recuperó entonces la voz y quiso decirle que se callara, pero el oethac siguió farfullando.
—¡Mírala! —dijo—. ¿Qué cojones es esto, eh? Mírala.
—Tú cierra el pico —dijo el cegador—, No va a tocarnos.
—Eso no lo sabes —dijo el oethac mientras cogía al niño con un brazo y se lo colgaba del hombro—. No fui yo —continuó mientras se retiraba—. Yo no le puse ni un dedo encima. Lo juro. Por mis cicatrices, lo juro.
Jude hizo caso omiso de sus ambages y dio un paso hacia Quaisoir. En cuanto se movió, el oethac huyó. Pero el cegador se mantuvo firme en su sitio, la hoja que llevaba en la mano lo envalentonaba.
—Me ocuparé de ti igual que de ella —le advirtió—. Me da igual quién cojones seas, ¡ya me encargaré yo de ti!
Desde un poco más atrás Jude escuchó la voz de Dowd, transmitía una autoridad que ella no le había oído jamás.
—Yo la dejaría en paz si fuera tú —dijo.
Sus palabras obtuvieron una respuesta de Quaisoir. Levantó la cabeza y la giró en la dirección de Dowd. No sólo le habían clavado un puñal en los ojos sino que prácticamente se los habían arrancado de las cuencas. Al ver los agujeros, Jude se avergonzó de haberse inquietado tanto por el pequeño dolor que sentía por afinidad, no era nada al lado del sufrimiento de Quaisoir. Y sin embargo, la voz de la mujer era casi alegre.
—¿Señor? —dijo—. Mi dulce Señor, ¿es esto castigo suficiente? ¿Querrás perdonarme ahora?
Ni la naturaleza del error que estaba cometiendo Quaisoir ni la profunda ironía que suponía pasaron desapercibidas para Jude. Dowd no era ningún salvador, pero al parecer estaba encantado de asumir ese papel. Respondió a Quaisoir con una delicadeza tan fingida como la sonoridad que había aparentado segundos antes.
—Por supuesto que te perdono —dijo—. Para eso estoy aquí. Jude quizá hubiera sucumbido a la tentación de desengañar a Quaisoir en ese mismo instante, si no hubiera sido porque la pantomima de Dowd había servido para distraer al cegador.
—Dime quién eres, niña —exigió Dowd.
—Sabes de sobra quién es, joder —escupió el cegador—. ¡Quaisoir! ¡Es la puta Quaisoir!
Dowd se volvió para mirar a Jude, en sus ojos había más comprensión que sorpresa. Luego volvió a mirar al cegador.
—Así es —dijo.
—Sabes lo que ha hecho igual que yo —dijo el hombre—. Se merece algo peor que esto.
—¿Peor, tú crees? —dijo Dowd al tiempo que seguía avanzando hacia el hombre, que, con ademán nervioso, se pasaba el cuchillo de una mano a otra, como si percibiera que la capacidad de ser cruel de Dowd multiplicaba la suya por cien y estuviera preparado para defenderse si fuera necesario.