Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (3 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—¿Y qué le harías que fuera peor? —dijo Dowd.

—Lo que ella les ha hecho a otros, una y otra vez.

—¿Y te parece que hizo esas cosas en persona?

—De ella no me extrañaría —dijo—. ¿Quién sabe qué cojones pasa allí arriba? La gente desaparece y vuelve a emerger hecha pedazos… —Intentó esbozar una ligera sonrisa, estaba claro ya que estaba nervioso—. Sabes que se lo merecía.

—¿Y tú? —preguntó Dowd—. ¿Qué te mereces tú?

—No estoy diciendo que sea un héroe —respondió el cegador—. Sólo digo que se lo tenía bien merecido.

—Ya veo —dijo Dowd.

Desde donde Jude se encontraba, lo que ocurrió a continuación fue más una cuestión de conjeturas que de observación. Vio que el mutilador de Quaisoir daba un paso para alejarse de Dowd con un gesto de repugnancia dibujado en el rostro, luego lo vio arremeter contra él corno si quisiera clavarle a Dowd el cuchillo en el corazón. Su ataque lo puso al alcance de los insectos, y antes de que la hoja pudiera encontrar la carne de su rival, aquellos debieron de saltar hacia el cegador porque este se retiró con un grito de pánico mientras se llevaba la mano libre a la cara. Jude ya había visto con anterioridad lo que siguió. El hombre se arañó los ojos, la nariz y la boca, las piernas le fallaron a medida que los insectos deshacían su organismo por dentro. Cayó a los pies de Dowd y rodó envuelto en un frenesí de frustración; al final se llevó el cuchillo a la boca y empezó a escarbar y a desangrarse en busca de las cosas que lo estaban deshaciendo. La vida lo abandonó mientras lo hacía, la mano se le cayó de la cara y dejó la hoja en la garganta, como si se hubiera ahogado con ella.

—Se acabó —le dijo Dowd a Quaisoir, que se había rodeado con los brazos el cuerpo estremecido y yacía en el suelo a unos metros del cadáver de su torturador—. No volverá a hacerte daño.

—Gracias, Señor.

—¿Las cosas de las que te acusó, niña?

—Sí.

—Cosas terribles.

—Sí.

—¿Eres culpable de ellas?

—Lo soy —dijo Quaisoir—. Quiero confesarlas antes de morir. ¿Querrás escucharme?

—Lo haré —dijo Dowd, cuya voz rezumaba magnanimidad.

Tras ser una simple espectadora de los acontecimientos que se producían, Jude dio ahora un paso hacia Quaisoir y su confesor, pero Dowd la oyó acercarse y se volvió para sacudir la cabeza.

—He pecado, mi Señor Jesús —decía Quaisoir—. He pecado tantas veces… Te ruego que me perdones.

Fue la desesperación que Jude oyó en la voz de su hermana, más que la negativa de Dowd, lo que evitó que diera a conocer su presencia. Quaisoir estaba
in extremis,
y dado que quedaba claro su deseo de comulgar con algún espíritu dispuesto a perdonar, ¿qué derecho tenía Jude a intervenir? Dowd no era el Cristo que Quaisoir creía pero, ¿importaba eso? ¿Qué lograría ahora revelando la auténtica identidad del padre confesor, además de añadir más dolor al sufrimiento de su hermana?

Dowd se había arrodillado al lado de Quaisoir y la había tomado entre sus brazos, demostrando con ello una capacidad de ternura, o al menos de emulación, de la que Jude nunca le habría creído capaz. Por su parte, Quaisoir estaba en éxtasis a pesar de sus heridas. Se agarraba a la chaqueta de Dowd y le daba las gracias una y otra vez por tanta amabilidad. Él la hacía callar con suavidad, le decía que no había necesidad de que hiciera un catálogo de sus crímenes.

—Los tienes en tu corazón y allí los veo —dijo—. Los perdono. Háblame en su lugar de tu marido. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido también a pedir perdón?

—No creía que estuvieras aquí —dijo Quaisoir—. Le dije que te había visto en el puerto, pero él no tiene fe.

—¿Ninguna?

—Sólo en sí mismo —dijo ella con amargura.

Dowd empezó a mecerla al tiempo que la acosaba con más preguntas, tan concentrado en su víctima que no percibió que Jude se acercaba. La mujer envidiaba el abrazo de Dowd, ojalá fueran sus brazos en los que yacía Quaisoir en lugar de los del hombre.

—¿Quién es tu marido? —preguntaba Dowd.

—Sabes quién es —respondió Quaisoir—. Es el Autarca. Gobierna Imajica.

—Pero no siempre fue el Autarca, ¿verdad?

—No.

—¿Y qué era antes? —quiso saber Dowd—. ¿Un hombre normal?

—No —dijo ella—. No creo que haya sido jamás un hombre normal. No lo recuerdo con exactitud.

El hombre dejó de mecerla.

—Creo que sí te acuerdas —dijo él, su tono había cambiado de una forma muy sutil—. Dime —dijo—. Dime, ¿qué era antes de gobernar Yzordderrex? ¿Y qué eras tú?

—Yo no era nada —dijo ella con sencillez.

—Entonces, ¿cómo es que llegaste tan alto?

—Me amaba. Desde el principio me amó.

—¿No le prestaste ningún servicio impío para que te elevara? —dijo Dowd.

La mujer dudó y él la presionó un poco más.

—¿Qué hiciste? —exigió saber—. ¿Qué? ¿Qué?

Había un eco distante de Oscar en aquel improperio, el sirviente que habla con la voz de su amo.

Intimidada por su furia, Quaisoir respondió:

—Visité el Bastión de Banu muchas veces —confesó—. Incluso el Anexo. Fui allí también.

—¿Y qué hay allí?

—Locas. Algunas que mataron a sus esposos, o a sus hijos.

—¿Y para qué buscabas a unas criaturas tan lastimosas?

—Hay… poderes… ocultos entre ellas.

Al oír eso, Jude prestó más atención que nunca.

—¿Qué clase de poderes? —dijo Dowd, que daba voz a la pregunta que Jude hacía en silencio.

—No hice nada impío —protestó Quaisoir—. Sólo quería purificarme. El Eje se me aparecía en sueños. Cada noche su sombra me cubría y me rompía la espalda. Sólo quería que me purificaran.

—¿Y te purificaron? —le preguntó Dowd. Una vez más, al principio la mujer no respondió hasta que él la presionó, incluso con dureza—. ¡Habla!

—No me purificaron, me cambiaron —dijo ella—. Las mujeres me contaminaron. Tengo una lacra en la piel y ojalá pudiera quitármela.—Empezó a rasgarse las ropas hasta que sus dedos encontraron su vientre y sus pechos—. ¡Quiero que me la saquen! —dijo—. Me produjo nuevos sueños, peores que antes.

—Cálmate —dijo Dowd.

—¡Quiero que se vaya! ¡Quiero que se vaya! —Una especie de ataque se había apoderado de ella de repente, y se debatió con tal violencia entre sus brazos que se desprendió de ellos—. La siento ahora en mí —dijo mientras con las uñas se arañaba los pechos.

Jude miró a Dowd, quería que interviniera pero él se limitó a levantarse y contemplar la angustia de la mujer; estaba claro que le complacía. El ataque que Quaisoir se infligía no era teatro. Se estaba haciendo sangre mientras seguía gritando que quería que le arrancaran la lacra. En medio de su agonía, un sutil cambio se iba apoderando de su piel, como si exudara la lacra de la que había hablado. Sus poros rezumaban un lustre iridiscente y las células de su piel empezaban a cambiar sutilmente de color. Jude conocía bien el color azul que veía extenderse por el cuello de su hermana, que le bajaba por el cuerpo y le subía hacia el rostro deformado. Era el color azul del ojo de la piedra, el azul de la Diosa.

—¿Qué es esto? —preguntó Dowd a la confesa.

—¡Fuera! ¡Fuera!

—¿Es esta la lacra? —El hombre se agachó a su lado—. ¿Lo es?

—¡Sácamela! —sollozó Quaisoir y empezó a atacar de nuevo su pobre cuerpo.

Jude no pudo soportarlo más. Permitir que su hermana muriera en paz en los brazos de un sucedáneo de divinidad era una cosa. Esta automutilación, otra muy distinta. Rompió su voto de silencio.

—Detenla —dijo.

Dowd levantó la cabeza de su objeto de estudio y se pasó el pulgar por la garganta para hacerla callar. Pero ya era demasiado tarde. A pesar de su confusión, Quaisoir había oído hablar a su hermana. Se ralentizaron sus ataques y su cabeza ciega se volvió hacia Jude.

—¿Quién está ahí? —quiso saber.

Había una furia desnuda en el rostro de Dowd, pero intentó hacerla callar con suavidad. Sin embargo, no había forma de aplacarla.

—¿Quién está contigo, Señor? —le preguntó.

Con su respuesta, el hombre cometió un error que desbarató toda la ficción. Le mintió.

—No hay nadie —dijo.

—He oído la voz de una mujer. ¿Quién está ahí?

—Ya te lo he dicho —insistió Dowd—. Nadie. —Le puso la mano sobre el rostro—. Ahora cálmate. Estamos solos.

—No, no lo estamos.

—¿Acaso dudas de mí, niña? —replicó Dowd. Su voz, tras la dureza de sus últimas interrogantes, moduló la pregunta de tal modo que casi parecía que lo había herido la falta de fe de la mujer. La respuesta de Quaisoir fue quitarle en silencio la mano de la cara y sujetarla con fuerza entre sus dedos azules y salpicados de sangre.

—Eso está mejor —dijo él.

Quaisoir le recorrió con los dedos la palma de la mano. Luego dijo:

—No hay cicatrices.

—Siempre habrá cicatrices —dijo Dowd, pródigo en gestos dogmáticos. Pero no había entendido a qué se refería la mujer con aquel comentario.

—No hay cicatrices en tus manos —dijo ella.

La retiró de entre los dedos femeninos.

—Cree en mí —dijo.

—No —respondió ella—. Tú no eres el Hombre de los Pesares. —La alegría había desaparecido de su voz, que ahora era pastosa, casi amenazante—. No puedes salvarme —dijo ella, y de repente comenzó a agitarse como una loca para alejar al impostor de ella—. ¿Dónde está mi Salvador? ¡Quiero a mi Salvador!

—No está aquí —le dijo Jude—. Nunca lo estuvo.

Quaisoir se volvió hacia Jude.

—¿Quién eres? —dijo—. Ya he oído tu voz en alguna parte.

—Mantén la boca cerrada —dijo Dowd mientras apuñalaba el aire con el dedo—. O por lo más sagrado que probarás los insectos…

—No le tengas miedo —dijo Quaisoir.

—Sabe que no es eso lo más inteligente —respondió Dowd—. Ya ha visto de lo que soy capaz.

Deseosa de tener alguna excusa para hablar, para que Quaisoir pudiera oír de nuevo la voz que conocía pero a la que todavía no le podía poner nombre, Jude defendió la presunción de Dowd.

—Lo que dice es cierto —le dijo a Quaisoir—. Nos puede hacer daño a las dos, mucho daño. No es el Hombre de los Pesares, hermana.

Ya fuera la repetición de las palabras que la misma Quaisoir había utilizado varias veces, Hombre de los Pesares, o el hecho de que Jude la hubiera llamado hermana, o ambas cosas, el rostro invidente de la mujer se abatió y desapareció el desconcierto de su expresión. Luego se levantó del suelo.

—¿Cómo te llamas? —murmuró—. Dime tu nombre.

—No es nada —dijo Dowd, haciéndose eco de la descripción que Quaisoir había hecho de sí misma minutos antes—. Es una mujer muerta. —Hizo un movimiento hacia Jude—. Entiendes tan poco… —dijo—. Y por eso te he perdonado muchas cosas. Pero ya no puedo consentirte más. Has estropeado un bonito juego y no quiero que estropees nada más.

Se llevó la mano izquierda, con el índice extendido, a los labios.

—No me quedan muchos insectos —dijo—, así que con uno tendrá que servir. Una lenta descomposición. Pero incluso una sombra como tú se puede deshacer.

—Ahora soy una sombra, ¿no? —le dijo Jude—. Creí que éramos iguales, tú y yo. ¿Recuerdas ese discurso?

—Eso fue en otra vida, pichoncita —dijo Dowd—. Esto es diferente. Aquí podrías hacerme daño. Así que me temo que va a tener que ser gracias y buenas noches.

La mujer empezó a alejarse de él, se preguntaba al hacerlo cuánta distancia tendría que poner entre ellos para estar fuera del alcance de sus malditos insectos. El hombre contempló su retirada con una expresión de lástima en el rostro.

—No sirve de nada, pichoncita —dijo—. Conozco estas calles como la palma de mi mano.

La mujer hizo caso omiso de su condescendencia y dio otro paso hacia atrás con los ojos clavados en la boca en la que anidaban los insectos, pero también consciente de que Quaisoir se había levantado y se encontraba a menos de un metro de su defensor.

—¿Hermana? —dijo la mujer.

Dowd se dio la vuelta y apartó la atención de Jude el tiempo suficiente para que esta echara a correr. El hombre dejó escapar un grito cuando ella huyó y la mujer ciega se precipitó hacia el sonido, lo agarró por el brazo y por el cuello y lo atrajo hacia ella. El ruido que hizo en ese instante no se parecía a nada de lo que Jude hubiera oído de labios humanos, y lo envidió: un grito capaz de hacer pedazos los huesos como si fueran de cristal y despojar el aire de su color. Se alegró de no haber estado más cerca, podría haberla postrado de rodillas.

Miró atrás sólo una vez, a tiempo de ver cómo Dowd escupía el insecto letal en las cuencas vacías de Quaisoir, y rezó para que su hermana tuviera mejores defensas contra el daño que le podía hacer que el hombre que le había vaciado los ojos. En cualquier caso, poco podía hacer ella para ayudar. Era mejor correr ahora que tenía la oportunidad, para que al menos una de las dos sobreviviera al cataclismo.

Giró por la primera esquina que encontró y siguió doblando esquinas a partir de entonces, para poner tantas decisiones como pudiera entre ella y su perseguidor. No cabía duda de que el alarde de Dowd era verdad. Era cierto que conocía estas calles, donde afirmaba haber triunfado en otros tiempos, como la palma de su mano. De lo que se deducía que cuanto antes saliera de ellas y entrara en un terreno desconocido para ambos, más probabilidades tendría de perderlo. Hasta entonces, tenía que ser rápida y tan invisible como pudiera. Dowd la había apodado sombra y como ella debía ser, oscuridad sumida en unas tinieblas más profundas, precipitada y veloz, ahora vista y ya desaparecida.

Pero su cuerpo no quería complacerla. Estaba cansado, acosado por dolores y estremecimientos. En su pecho se habían encendido hogueras gemelas, una en cada pulmón. Una jauría invisible le arrancaba sangre de los talones. Pero no se permitió reducir el ritmo hasta que dejó atrás las calles de los teatros y los burdeles y sus pies la llevaron a un lugar que podría haber servido de escenario para una tragedia de Pluthero Quexos: un círculo de cien metros de anchura, rodeado por un muro alto de piedra negra y lustrosa. Las hogueras que aquí ardían no bramaban sin control, como ocurría en tantos otros lugares de la ciudad, sino que parpadeaban por decenas en la parte superior de los muros; diminutas llamas blancas, como lamparillas, que iluminaban el pavimento inclinado que descendía hasta una abertura en el centro del círculo. No sabía cuál era su función. ¿Una entrada al inframundo secreto de la ciudad, quizá, o un pozo? Había flores por todas partes; la mayor parte de los pétalos se habían caído y podrido y cubrían el pavimento bajo de sus pies con una capa resbaladiza que al acercarse al agujero la obligaba a pisar con cuidado. Crecía la sospecha de que aquello era un pozo, el agua envenenada a causa de los muertos. Había obituarios garabateados en el pavimento: nombres, fechas, mensajes, hasta toscas ilustraciones, su número iba aumentando a medida que se acercaba al borde. Algunos incluso se habían inscrito en la pared interior del pozo, hechos por dolientes con la valentía o la angustia suficiente para atreverse a desafiar la caída.

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