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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (33 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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3

No creyó haberse dormido pero era tan difícil distinguir entre el sueño y la vigilia como lo había sido en la cama de Quaisoir. Las visiones que había visto en la oscuridad de su propio vientre eran tan insistentes como un sueño profético y se quedaron con ella, la música de la lluvia era el acompañamiento perfecto para el recuerdo. Fue sólo cuando las nubes siguieron su camino, se llevaron el diluvio hacia el sur y el sol apareció entre las empapadas cortinas, cuando la venció el sueño.

Despertó al escuchar el sonido de la llave de Cortés en la cerradura. Era de noche, o casi y su compañero encendió la luz de la habitación de al lado. Jude se sentó en la cama y estaba a punto de llamarlo cuando lo pensó mejor y, en lugar de eso, lo miró a través de la puerta medio abierta. Vio su rostro durante un sólo instante pero aquel breve destello fue suficiente para que deseara que entrara a cubrirla de besos. No lo hizo. En lugar de eso se paseó de un lado a otro de la otra habitación, masajeándose las manos como si le doliesen, primero se trabajaba los dedos, luego las palmas.

Al fin no pudo seguir siendo paciente y se levantó, murmurando su nombre con voz somnolienta. Él no la oyó al principio y Jude tuvo que hablar otra vez antes de que él se diera cuenta de que lo llamaban. Sólo entonces se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa.

—¿Todavía despierta? —le dijo con cariño—. No deberías haberme esperado levantada.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Sí, por supuesto. —Se llevó las manos a la cara—. Esto es muy duro, ya sabes. No esperaba que fuera tan difícil.

—¿Quieres hablar sobre ello?

—En otro momento —dijo él al tiempo que se acercaba a la puerta. Ella le tomó las manos—. ¿Qué es esto? —le dijo él.

La joven seguía sujetando el huevo pero no por mucho tiempo. Él se lo sacó de la palma con la facilidad de un ratero. Jude quería arrebatárselo y recuperarlo pero luchó contra el instinto y lo dejó estudiar el premio.

—Muy bonito —dijo. Luego, con menos ligereza—: ¿De dónde ha salido?

¿Por qué dudaba y le costaba contestar? ¿Porque él parecía tan cansado y ella no quería cargarlo con nuevos misterios cuando él tenía de sobra con los suyos? En parte era eso, pero había otra parte que le resultaba menos clara. Algo que ver con que en la visión lo había visto mucho más deshecho de lo que lo estaba en este momento, herido y desgraciado, y, por alguna razón, ese estado debía seguir siendo su secreto, al menos durante un tiempo.

Él se llevó el huevo a la nariz y lo olió.

—Huelo a ti —dijo.

—No…

—Sí, lo huelo. ¿Dónde lo has tenido guardado? —Le puso la mano vacía entre las piernas—. ¿Aquí dentro?

La idea no era tan absurda. De hecho, quizá se lo deslizara en ese bolsillo, cuando lo recuperara, y disfrutara de su peso.

—¿No? —dijo el hombre—. Bueno, estoy seguro de que piensa que ojalá lo hicieras. Creo que a la mitad del mundo le gustaría trepar ahí dentro si pudiera. —Presionó la mano contra ella—. Pero es mío, ¿no es cierto?

—Sí.

—Nadie entra ahí salvo yo.

—No.

Jude respondía de forma automática, con los pensamientos puestos tanto en reclamar el huevo como en sus posesivas palabras.

—¿Tienes algo con lo que podamos colocarnos? —le dijo él.

—Tenía algo de chocolate…

—¿Dónde está?

—Creo que me fumé lo que me quedaba. No estoy segura. ¿Quieres que mire?

—Sí, por favor.

Estiró la mano para recuperar el huevo pero antes de que sus dedos pudieran cogerlo, el hombre se lo llevó a los labios.

—Quiero quedármelo —dijo él—. Olerlo un rato. No te importa, ¿verdad?

—Me gustaría recuperarlo.

—Lo recuperarás —le dijo él con un leve aire de condescendencia, como si aquella posesividad fuera infantil—. Pero necesito un recuerdo, algo que me haga pensar en ti.

—Te daré una de mis braguitas —le dijo Jude.

—No es lo mismo.

Se puso el huevo en la lengua, lo giró y con el movimiento lo cubrió de saliva. Ella lo contempló y él le devolvió la mirada. El muy puñetero sabía que ella quería su juguete pero no pensaba a rebajarse a rogarle para recuperarlo.

—Dijiste algo de chocolate —dijo él.

Jude volvió al dormitorio, encendió la lámpara de la mesilla de noche y buscó en el cajón superior del tocador, el último sitio donde había escondido la marihuana.

—¿Dónde has ido hoy? —le preguntó él.

—Fui a casa de Oscar.

—¿Oscar?

—Godolphin.

—¿Y cómo está Oscar? ¿Vivito y coleando?

—No encuentro el chocolate. Debo de habérmelo fumado todo.

—Me estabas hablando de Oscar.

—Se ha encerrado en su casa.

—¿Dónde vive? Quizá debería ir a verle. Tranquilizarlo.

—No querrá verte. No quiere ver a nadie. Cree que se está acabando el mundo.

—¿Y tú qué piensas?

Jude se encogió de hombros. Estaba furiosa con él aunque no decía nada y no sabía con exactitud por qué. Le había quitado el huevo durante un rato pero eso no era un delito capital. Si la piedra le proporcionaba un poco de protección, ¿por qué tendría ella que codiciarla para ella sola? Estaba siendo muy mezquina con él y pensaba que ojalá pudiera ser otra cosa pero sin el calor del sexo resplandeciendo entre ellos, él parecía más grosero. No era un defecto que esperara encontrar en él. Dios sabe que le había acusado de infinitas deficiencias en su época, pero falta de delicadeza nunca había sido una de ellas. Si acaso, siempre había sido un tipo demasiado refinado, discreto y hábil.

—Me estabas hablando del final del mundo —dijo él.

—¿Ah, sí?

—¿Oscar te asustó?

—No. Pero vi algo que sí.

Le contó, en pocas palabras, lo del cuenco y sus profecías. Él escuchó sin hacer ningún comentario, luego dijo:

—El Quinto se está tambaleando. Los dos lo sabemos. Pero a nosotros no nos tocará.

Jude había oído lo mismo en boca de Oscar, o algo muy parecido. Estos dos hombres querían ofrecerle un refugio para la tormenta. Debería sentirse halagada. Su amante miró el reloj.

—Tengo que salir otra vez —dijo—. Aquí estarás a salvo, ¿verdad?

—Estaré bien.

—Deberías dormir. Recuperar fuerzas. Van a reinar las tinieblas antes de que vuelva a brillar la luz y nosotros vamos a encontrar parte de esa oscuridad en el otro. Es natural. No somos ángeles, después de todo. —Se echó a reír—. Bueno, tú quizá lo seas, pero yo no.

Y mientras hablaba, se metió el huevo en el bolsillo.

—Vuelve a la cama —le dijo a Jude—. Volveré por la mañana. Y no te preocupes, nada se va a acercar a ti salvo yo. Te lo juro. Estoy contigo, Judith, todo el tiempo. Y no son sólo palabras de amor.

Y con eso le dirigió una sonrisa y se fue, y allí la dejó preguntándose de qué había estado hablando en realidad si no era de amor.

Capítulo 11
1


¿Y quién cojones eres tú? —le preguntó el rostro sucio y barbudo al extraño que había tenido la mala fortuna de ponerse en el camino de su somnolienta visión.

El hombre al que estaba interrogando, y al que había cogido por el cuello, sacudió la cabeza. Había sangrado por una corona de cortes y arañazos que le recorría la frente, poco antes se había golpeado el cráneo contra un muro de piedra para intentar silenciar el estrépito de voces que resonaban entre sus sienes. No había funcionado. Seguía habiendo demasiados nombres y rostros allí dentro para poder clasificarlos. La única forma que tenía de responder a su interrogador era sacudiendo la cabeza. ¿Quién era él? No lo sabía.

—Bueno, pues sal ahora mismo de aquí, joder —dijo el hombre.

Tenía una botella de vino barato en la mano y su hedor, mezclado con una podredumbre más profunda, en el aliento. Empujó a su víctima contra el muro de cemento de este paso subterráneo y se arrimó a él.

—No
pues
dormir donde te salga de los huevos. Si
quies
echarte, me preguntas antes, cojones. Yo digo quién duerme aquí. ¿No es verdad?

Giró los ojos inyectados en sangre hacia la tribu que había salido gateando de sus lechos de basura y periódicos para ver cómo se divertía su líder. Habría sangre, no cabía duda. Siempre la había cuando Tolland se sulfuraba y por alguna razón aquel intruso lo sulfuraba mucho más que los otros que habían reposado allí sus cabezas sin techo sin su permiso.

—¿No es verdad? —dijo otra vez—. ¿Irlandés? ¡Díselo! ¿No es verdad?

El hombre al que se había dirigido murmuró algo incoherente. La mujer que estaba a su lado, con una cabeza de cabello decolorado hasta casi la extinción pero con las raíces negras, se acercó tanto que Tolland incluso podría haberla golpeado, algo que sólo muy pocos se atrevían a hacer.

—Es verdad, Tolly —le dijo—. Es verdad. —Miró a la víctima sin piedad—. ¿Crees que este tío es judío? Tiene nariz de judío.

Tolland engulló un trago de vino.

—¿Eres un puto judío de esos? —dijo.

Alguien entre la multitud dijo que deberían desnudarlo y mirar. La mujer, que respondía a un buen número de nombres pero a la que Tolland llamaba Carol cuando se la tiraba, hizo amago de ir a hacer precisamente eso pero el borracho le lanzó un golpe y se retiró.

—Tú quítale las putas manos de encima —dijo Tolland—. Ya nos lo dirá él, ¿a que sí, colega? Nos lo vas a decir. ¿Eres un puto judío de esos o no?

Cogió al hombre por la solapa de la chaqueta.

—Estoy esperando —dijo.

La víctima rebuscó una palabra y encontró una:

—… Cortés…

—¿Cortesano? —dijo Tolland—. ¿Ah, sí? ¿Con que un cortesano? ¡Pues a mí me importa una mierda lo que seas! No te quiero aquí.

El otro asintió e intentó despegarse de los dedos de Tolland pero su captor no había terminado. Estrelló al hombre contra la pared con tanta fuerza que le quitó el aliento.

—¿Irlandés? Coge la puta botella.

El irlandés recuperó la botella de las manos de Tolland y dio un paso atrás para dejar que hiciera todo el mal que pudiera.

—No le mates —dijo la mujer.

—¿Y a ti qué cojones te importa? —escupió Tolland y asestó dos, tres, cuatro puñetazos en el plexo solar del cortesano seguidos por un rodillazo en la ingle. Sujeto contra el muro por el cuello, el hombre no podía hacer mucho para defenderse pero ni siquiera lo intentó, aceptó el castigo aunque las lágrimas de dolor le brotaban de los ojos. Se quedó mirando a través de ellos con una expresión de perplejidad en el rostro y emitiendo pequeñas exclamaciones de dolor con cada golpe.

—Está majara, Tolly —dijo el irlandés—. ¡Míralo! ¡Es un puñetero majara!

Tolland no miró al irlandés ni frenó la paliza, se limitó a asestarle una nueva andanada de golpes. El cuerpo del cortesano colgaba ahora sin fuerzas de la mano del otro, su rostro cada vez más vacío con cada golpe.

—¿Me oyes, Tolly? —dijo el irlandés—. Está chiflado. No siente nada.

—No te metas en esto, joder.

—¿Por qué no lo dejas en paz?

—Está en mi puta parcela —dijo Tolland.

Arrastró al cortesano para alejarlo de la pared, luego le dio la vuelta con un balanceo. La pequeña multitud se retiró un poco para dejarle a su líder sitio para jugar. Con el irlandés en silencio, no se oyeron más objeciones y dejaron Tolland siguiera golpeando al cortesano hasta derribarlo. Luego terminó la faena con un aluvión de patadas. Su víctima se llevó las manos a la cabeza y se encogió para protegerse lo mejor que pudo entre lloriqueos. Pero Tolland no pensaba dejar que el rostro del hombre quedara intacto. Bajó los brazos y le apartó las manos al tiempo que levantaba la bota para estrellarla allí. Pero antes de que pudiera hacerlo, la botella de Tolland se golpeó contra el suelo y lo salpicó todo de vino al romperse en mil pedazos. El borracho se volvió hacia el irlandés.

—¿Por qué coño hiciste eso?

—No deberías pegarles a los majaras —respondió el hombre y por su tono ya se arrepentía del desastre.

—¿Vas pararme tú?

—Lo que digo…


¿
Tas
diciendo que vas pararme tú, cojones?

—No está bien de la cabeza, Tolly.


Pos entós
voy a meterle un poco de seso a patadas —respondió Tolly. Dejó caer los brazos de su víctima y volvió su perturbada atención hacia el disidente.

—¿O
quies
hacerlo tú? —dijo.

El irlandés negó con la cabeza.

—Venga —dijo Tolland—. Hazlo tú por mí. —Pasó por encima del cortesano para llegar hasta el irlandés—. Vamos… —dijo otra vez—. Venga…

El irlandés empezó a retirarse al tiempo que Tolland se iba acercando. El cortesano, mientras tanto, se había dado la vuelta y estaba empezando a irse a rastras sangrando por la nariz y por las heridas de la frente que se le habían vuelto a abrir. Nadie se movió para ayudarlo. Cuando Tolland se enfurecía, como ahora, su cólera no conocía límites. Cualquiera que se cruzara en su camino (ya fuera hombre, mujer o niño) estaba perdido. Rompía huesos y cabezas sin pensarlo un momento; una vez había machacado una botella en el ojo de un hombre a menos de veinte metros de este mismo punto por el delito de mirarlo durante demasiado tiempo. No había ni una sola ciudad de cartones al norte o al sur del río donde no lo conocieran y donde no se rezara con la esperanza de que nunca les hiciera una visita.

Antes de que pudiera agarrar al irlandés, este levantó las manos y reconoció la derrota.

—De acuerdo, Tolly, de acuerdo —dijo—. Fallo mío. Te lo juro, lo siento.

—Me rompiste la puta botella.

—Te voy a buscar otra. En serio. Voy ahora mismo.

El irlandés conocía a Tolland desde hacía más tiempo que cualquier otro miembro de este círculo y estaba familiarizado con las reglas del apaciguamiento: abundantes disculpas, presenciadas por tantos miembros de la tribu de Tolland como fuese posible. No era infalible pero hoy funcionó.

—¿Te voy a buscar una botella ahora? —dijo el irlandés.

—Tráeme dos, puta roña.

—Eso es lo que soy, Tolly. Soy roña.

—Y una para Carol —dijo Tolland.

—También la compro.

Tolland amenazó al irlandés con un dedo mugriento.

—Y no vuelvas a intentar cabrearme otra vez o te arranco los putos huevos.

Hecha esta promesa, Tolland se volvió de nuevo hacia su víctima. Al ver que el cortesano ya se había alejado a rastras, dejó escapar un rugido incoherente de furia y los presentes que se encontraban a un metro o dos del espacio que lo separaba de su objetivo se retiraron. Tolland no se apresuró sino que observó cómo se ponía en pie el cortesano con gran esfuerzo y empezaba a huir con paso vacilante entre el caos de cajas y ropa de cama desperdigada.

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