En lo alto de las escaleras dudó un momento. La luz que se derramaba por la puerta de la sala de Roxborough se movía de forma muy tenue. Cogió la cachiporra con las dos manos y atravesó la puerta. La habitación se mecía con las luces, la sólida mesa con sus sólidas sillas mareadas por el movimiento. Examinó la habitación de esquina a esquina y tras encontrar que cada sombra estaba vacía, se dirigió a la puerta que llevaba al vestíbulo con tanta delicadeza como le permitía su corpulencia. El balanceo de las luces se fue deteniendo a medida que avanzaba y había cesado cuando alcanzó la puerta. Al salir, un perfume le invadió los senos nasales, tan dulce como amargo era el dolor agudo y repentino que le invadió el costado. Intentó volverse pero su atacante lo clavó una segunda vez. La madera se le cayó de la mano y se le escapó un grito de los labios…
—¿Oscar?
Jude no quería dejar la pared de la celda de Celestine cuando se estaba deshaciendo con tal entusiasmo (los ladrillos caían unos sobre otros a medida que se deshacía la argamasa que los unía y las estanterías se estaban agrietando, listas para caer) pero el grito de Oscar reclamó su atención. Volvió a la salida por el laberinto, el sonido de la capitulación del muro levantaba ecos por los pasillos y la confundía pero encontró la senda de vuelta a las escaleras después de un momento; iba chillando el nombre de Oscar por el camino. No hubo respuesta en la biblioteca en sí así que decidió subir de nuevo a la sala de reuniones. Esta también estaba silenciosa y vacía, al igual que el vestíbulo cuando llegó allí, la única señal de que Oscar había pasado por allí era un bloque de madera tirado cerca de la puerta. ¿Qué demonios estaba haciendo ese hombre? Jude salió para ver si había vuelto al coche por alguna razón pero no había señales de él bajo el sol, lo que restringía las opciones a una sola: la torre.
Irritada pero ya un poco nerviosa, miró la puerta abierta que llevaba de vuelta al sótano; se debatía entre el deseo de volver para recibir a Celestine y seguir a Oscar hasta la torre. Un hombre de su corpulencia era perfectamente capaz de defenderse sólo, razonó pero no podía evitar sentir un cierto residuo de responsabilidad, había sido ella la que lo había convencido para que viniera aquí.
Una de las puertas parecía un ascensor pero se cuando acercó, oyó el zumbido del motor en funcionamiento así que en lugar de esperar, prefirió ir a las escaleras y empezar a subir. Aunque el tramo estaba oscuro no dejó que eso la frenara sino que ascendió por los escalones de tres en tres y cuatro en cuatro hasta que llegó a la puerta que conducía al último piso. Mientras tanteaba en busca del picaporte, escuchó una voz en la suite que había detrás. Las palabras eran indescifrables pero la voz parecía cultivada, casi entrecortada. ¿Había sobrevivido algún miembro de la Tabula Rasa después de todo? ¿Quizá Bloxham, el Casanova del sótano?
Empujó la puerta y la abrió. Había más luz al otro lado, aunque no mucha más. Todas las habitaciones del pasillo eran pozos turbios, todos tenían las cortinas corridas. Pero la voz la condujo a través de las tinieblas hacia un par de puertas, una de las cuales estaba entreabierta. Una luz ardía al otro lado. Judith se acercó con cautela, la moqueta que tenía bajo los pies era lo bastante recargada para silenciar sus pasos. Aun cuando el orador interrumpió su monólogo durante unos momentos, ella siguió avanzando y alcanzó la suite sin un sólo ruido. No tenía mucho sentido esperar, pensó, una vez que había llegado al umbral. Sin una palabra empujó la puerta y la abrió.
Había una mesa en la habitación y sobre ella yacía Oscar envuelto en un charco doble, uno de luz, el otro de sangre. Jude no chilló, ni siquiera sintió nauseas, aun cuando yacía abierto como un paciente en plena operación. Sus pensamientos pasaron volando por el horror y se dirigieron al hombre y su agonía. Estaba vivo. Jude le veía el corazón latiendo como un pez en un estanque rojo, exhalaba su último suspiro.
El cuchillo del cirujano había quedado tirado en la mesa a su lado y su propietario, al que en estos momentos ocultaban las sombras, dijo:
—Aquí estás. Entra, ¿quieres? Entra. —Colocó las manos, que estaban limpias, sobre la mesa—. Sólo soy yo, pichoncita.
—Dowd…
—¡Ah! Nada como que te recuerden. Parece una cosa tan pequeña, ¿verdad? Pero no lo es. De verdad, no lo es.
Sus modales conservaban la antigua teatralidad pero aquella antigua cualidad meliflua había desaparecido de su voz. Al oírlo, y más aún al verlo, se dio cuenta de que parecía una parodia de sí mismo, su rostro una máscara tallada a hachazos.
—Únete a nosotros, por favor, pichoncita —dijo—. Estamos en esto juntos, después de todo.
Por mucho que le sorprendiera verlo (¿aunque no le había advertido Oscar que no era nada fácil matar a esta clase de criaturas?) no se sentía intimidada por él. Había visto todos sus trucos, engaños y representaciones; lo había visto colgando sobre un abismo rogando por su vida. Era un ser ridículo.
—Yo no tocaría a Godolphin, por cierto —dijo.
La mujer hizo caso omiso del consejo y se acercó a la mesa.
—Su vida pende de un hilo —continuó Dowd—. Sí se le mueve, te juro que se le caen las entrañas. Mi consejo es que lo dejes ahí echado. Disfruta el momento.
—¿Disfrutar? —dijo ella; emergía en su voz el asco que sentía, aunque sabía que eso era exactamente lo que aquel hijo de puta quería escuchar.
—No tan alto, cielito —dijo Dowd, como si le molestara el volumen de su voz—. Vas a despertar al niño. —Se echó a reír—. Es un niño, en realidad, comparado con nosotros. Unan vida tan corta…
—¿Por qué has hecho esto?
—¿Por dónde empiezo? ¿Por los pequeños motivos? No. Por el grande. Lo he hecho para ser libre. —Se inclinó hacia ella, su rostro era un rompecabezas de claroscuros bajo la lámpara—. Cuando exhale su último aliento, pichoncita, cosa que ya no tardará en ocurrir, será el final de los Godolphin. Cuando él desaparezca, no seremos esclavos de nadie.
—Eras libre en Yzordderrex.
—No. La cadena era larga, quizá, pero no era libre. Sentía sus deseos. Sentía sus incomodidades. Una pequeña parte de mí sabía que debería estar en casa con él, haciéndole el té y secándole entre los dedos de los pies. En el fondo de mi corazón, seguía siendo su esclavo. —Miró de nuevo el cuerpo—. Parece casi un milagro, el modo que tiene de pervivir a pesar de todo.
Estiró la mano hacia el cuchillo.
—¡Déjalo! —le soltó ella y él se retiró con sorprendente presteza.
La joven se inclinó sobre Oscar, temerosa de tocarlo por miedo a provocar una conmoción mayor en su traumatizado organismo y que se detuviera. Tenía espasmos en el rostro y sus labios pálidos estaban llenos de diminutos temblores.
—¿Oscar? —le murmuró ella—. ¿Me oyes?
—Oh, mírate, pichoncita —la arrulló Dowd—. Poniéndote toda tierna con él. Recuerda cómo te utilizó. Cómo te oprimió.
Judith se inclinó un poco más sobre Oscar y volvió a llamarlo.
—Jamás nos amó a ninguno de los dos —continuó Dowd—. Éramos sus bienes. Parte de su…
Los ojos de Oscar se abrieron con un parpadeo.
—… herencia —terminó Dowd pero la palabra apenas pudo oírse. Al abrirse los ojos de Oscar, Dowd dio un segundo paso atrás y se ocultó entre las sombras.
Los labios pálidos de Oscar formaron las sílabas del nombre de Judith, pero ningún sonido acompañó el movimiento.
—Oh, Dios —murmuró la mujer—, ¿me oyes? Quiero que sepas que todo esto no ha sido en vano. La he encontrado. ¿Entiendes? La he encontrado.
Oscar hizo un pequeño gesto de asentimiento y luego, con agónica delicadeza, se pasó la lengua por los labios y cogió aliento suficiente para decir:
—No era cierto…
Jude captó las palabras pero no su sentido.
—¿Qué no era cierto? —dijo.
El moribundo volvió a humedecerse los labios y contorsionó el rostro por el esfuerzo que le suponía hablar. Esta vez sólo era una palabra:
—Herencia…
—¿Que no era una herencia? —dijo ella—. Lo sé.
Oscar esbozó la más pequeña de las sonrisas, sus ojos recorrían el rostro de la mujer, desde la frente a las mejillas, de allí a los labios y luego volvían a los ojos, para mirarse en ellos sin timidez.
—Te… quería… —le dijo.
—También lo sé —le susurró ella.
Y entonces la mirada masculina perdió claridad. Su corazón dejó de latir en su estanque de sangre; los nudos de su rostro se deshicieron al cesar el corazón. Se había ido. El último de los Godolphin, muerto sobre la mesa de la Tabula Rasa.
Judith se incorporó y se quedó mirando el cadáver, aunque hacerlo la angustiaba. Si alguna vez tenía tentaciones de jugar con la oscuridad, que esta visión fuera el azote de esa tentación. No había nada poético ni noble en esta escena, sólo quebranto.
—Pues ya está —dijo Dowd—. Es gracioso. No me siento diferente. Quizá lleve su tiempo, claro. Supongo que la libertad hay que aprenderla, como cualquier otra cosa. —Judith percibió la desesperación bajo aquellos balbuceos, una desesperación apenas oculta. La criatura estaba sufriendo—. Deberías saber algo —dijo.
—No quiero oírlo.
—No, escucha, pichoncita. Quiero que sepas… Él me hizo exactamente lo mismo, sobre esta misma mesa. Me destripó delante de la Sociedad. Quizá sea una minucia querer venganza, pero claro, yo no soy más que un pobre actorzuelo. ¿Qué voy a saber yo?
—¿Los mataste a todos por eso?
—¿A quién?
—A la Sociedad.
—No, aún no. Pero ya llegaré a ellos. Por los dos.
—Llegas demasiado tarde. Ya están muertos.
Eso lo acalló durante quince segundos enteros. Cuando empezó otra vez fue con más cháchara, tan vacía como el silencio que quería llenar.
—Fue esa maldita purga, ya sabes; se ganaron demasiados enemigos. Durante los próximos días van a aparecer maestros menores hasta debajo de las piedras. Todo un aniversario, ¿eh? Me voy a coger la gran cogorza. ¿Y tú? ¿Cómo lo vas a celebrar, sola o con amigos? Esa mujer que encontraste, por ejemplo. ¿Le van las fiestas?
Jude maldijo en silencio su indiscreción.
—¿Quién es? —continuó Dowd—. No me digas que Clara tenía una hermana. —Se echó a reír—. Lo siento, no debería reírme pero es que estaba como una regadera; supongo que ahora te das cuenta. No te entendía. Nadie te entiende salvo yo, pichoncita y yo te entiendo…
—… porque somos iguales.
—Exacto. Ya no pertenecemos a nadie. Somos nuestra propia invención. Haremos lo que queramos, cuando queramos y nos importarán una mierda las consecuencias.
—¿Y eso es la libertad? —dijo ella con tono neutro, por fin había apartado los ojos de Oscar y los había levantado para contemplar el cuerpo deforme de Dowd.
—No intentes decirme que no la quieres —dijo Dowd—. No te estoy pidiendo que me ames por esto, no soy tan estúpido, pero al menos admite que es lo más justo.
—¿Por qué no lo asesinaste en su cama hace años?
—No era lo bastante fuerte. Está bien, me doy cuenta que en estos momentos quizá no irradie salud y eficacia por todos mis poros, pero he cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. He estado ahí abajo, entre los muertos. Fue muy… educativo. Y mientras estaba allí abajo, empezó a llover. Qué lluvia más dura, pichoncita, en serio. Jamás he visto nada parecido. ¿Quieres ver lo que me cayó encima?
Se subió la manga y puso el brazo en el estanque de luz. Allí estaba la razón de su apariencia llena de bultos. El brazo, y era de suponer que el cuerpo entero, era un mosaico de retazos, con la carne medio sellada encima de fragmentos de piedra que la criatura había deslizado en sus heridas. Jude reconoció al instante la iridiscencia que corría por los fragmentos y le prestaba cierto encanto a la carne miserable de Dowd. La lluvia que había caído sobre su cabeza eran los trozos desprendidos del Eje.
—Sabes lo que es, ¿no es cierto?
La joven odiaba la facilidad con la que aquella criatura leía en su rostro pero no había razón para negar lo que sabía.
—Sí, lo sé —dijo ella—. Estaba en la torre cuando empezó a derrumbarse.
—Menudo regalo de Dios, ¿eh? Soy más lento, claro, con esta clase de peso encima, pero después de hoy no tendré que andar llevando y trayendo cosas, así que, ¿qué me importa que me lleve media hora cruzar la habitación? Tengo poder en mi interior, pichoncita, y no me importa compartir…
Se detuvo y retiró el brazo de la luz.
—¿Qué fue eso?
Jude no había oído nada pero ahora sí: un rumor sordo que provenía de abajo.
—¿Qué demonios estabas haciendo ahí abajo? No estarías destruyendo la biblioteca, espero. Quería darme esa satisfacción en persona. Oh, vaya. Bueno, ya habrá oportunidades de sobra para hacer el bárbaro. Está en el aire, ¿no te parece?
Los pensamientos de Jude volaron hacia Celestine. Dowd era muy capaz de hacerle daño. Tenía que volver abajo y advertir a la Diosa, quizá pudiera encontrar algún modo de defenderse. Mientras tanto, le seguiría la corriente.
—¿Dónde vas a ir después de esto? —le preguntó a Dowd, había relajado el tono todo lo que pudo.
—De Vuelta a Regent's Park Road, pensé. Podemos dormir en la cama de nuestro amo. Eh, ¿qué estoy diciendo? Por favor, no pienses que quiero tu cuerpo. Sé que el resto del mundo piensa que el cielo está en tu regazo pero yo llevo célibe doscientos años y he perdido por completo el impulso sexual. Podemos vivir como hermanos, ¿no es cierto? ¿A que eso no suena tan mal?
—No —dijo ella mientras luchaba contra el impulso de escupirle su asco a la cara—. La verdad es que no.
—Bueno, mira, ¿por qué no me esperas abajo? Me queda algún asuntillo que hacer aquí. Los rituales hay que respetarlos.
—Lo que tú digas —respondió Jude.
La mujer lo dejó con su despedida, fuera la que fuera, y volvió a las escaleras. El rumor sordo que había llamado la atención de Dowd había cesado pero ella se apresuró a bajar el tramo de cemento llena de esperanza. La celda estaba abierta, lo sabía. En cuestión de segundos podría los ojos sobre la Diosa y lo que quizá fuera más importante, Celestine posaría los ojos sobre Jude. En cierto sentido, lo que Dowd había dicho allí arriba era verdad. Con Oscar muerto, era cierto que ya era libre de la maldición de su creación. Ya era hora de conocerse a sí misma y de que la conocieran.
Mientras recorría la habitación que quedaba de la casa de Roxborough y empezaba a bajar las escaleras que llevaban al sótano, sintió el cambio que había invadido el laberinto inferior. No tuvo que buscar la celda, la energía que invadía el aire se movía como una marea invisible y la llevaba hacia su fuente. Y allí estaba, delante de ella: el muro de la celda convertido en un montón de astillas y escombros, la brecha que había provocado su derrumbamiento se elevaba hasta el techo. La disolución que ella había iniciado todavía continuaba. Cuando se aproximó cayeron más ladrillos, la argamasa convertida en polvo. Se enfrentó a la caída y trepó por encima de las ruinas para asomarse a la celda. Dentro estaba oscuro pero sus ojos encontraron pronto la forma momificada de la prisionera, echada en el suelo.