Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (39 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Me llamo Clem. Me he perdido.

—No da la impresión que hayas estado durmiendo por ahí, tío.

—No lo he hecho.

—¿Y por qué estás aquí?

—Como he dicho, me he perdido.

El hombre se encogió de hombros.

—La estación de Waterloo está en esa dirección —dijo mientras señalaba más o menos en la dirección de la que procedía Clem—. Pero vas a tener que esperar mucho por el primer tren. —Captó la mirada que Clem dirigió al jardín y dijo—: Lo siento, tío, pero no puedes entrar. Si tienes una cama, vete a ella.

Clem no se movió, sin embargo. Había algo en uno de los hombres de la hoguera que estaba de pie dándole la espalda a la verja que lo dejó clavado en el sitio.

—¿Quién es ese, el que está hablando ahora? —le preguntó al guardián.

El hombre se dio la vuelta y miró.

—Ése es el cortesano —dijo.

—¿El cortesano? —dijo Clem—. Querrás decir Cortés, seguro.

No había levantado la voz para nombrar al hombre pero las sílabas debieron de transmitirse por el aire tranquilo porque cuando salieron de los labios de Clem, el orador dejó de hablar y se dio la vuelta poco a poco hacia la verja. Con el fuego ardiendo detrás de él, era difícil distinguir sus rasgos pero Clem sabía que no había cometido un error. El hombre se volvió de nuevo hacia sus compañeros de debate y les dijo algo que Clem no captó. Luego abandonó la hoguera y bajó hasta la verja.

—¿Cortés? —dijo su visitante—. Soy Clem.

El negro se hizo a un lado y abrió la verja para dejar que el hombre al que había llamado cortesano saliera del jardín. Este se quedó allí y estudió al extraño.

—¿Te conozco? —le dijo. No había hostilidad en su tono pero tampoco había calidez—. Te conozco, ¿no es cierto?

—Sí, sí que me conoces, amigo mío —respondió Clem—. Me conoces.

Caminaron juntos por la orilla del río tras dejar a los durmientes y la hoguera tras ellos. Pronto quedaron claros los muchos cambios que había sufrido Cortés. Por supuesto no estaba en absoluto seguro de quién era pero había otros cambios que Clem presentía que eran más profundos todavía. Había una franqueza en su forma de hablar y en la expresión de su rostro que era por momentos inquietante y tranquilizadora. Algo del Cortés que Taylor y él habían conocido había desaparecido, quizá para siempre. Pero había algo que iba a ocupar su lugar y Clem quería estar allí cuando llegara: ser el ángel que protegiera ese tierno ser.

—¿Pintaste tú las imágenes? —le preguntó.

—Con mi amigo Lunes —dijo Cortés—. Las hicimos juntos.

—Jamás te había visto pintar nada como eso.

—Son lugares en los que he estado —le dijo Cortés—, y personas que he conocido. Empiezo a recuperarlas cuando tengo los colores. Pero es algo lento. Es tanto lo que llena mi cabeza… —Se llevó los dedos a la frente, que presentaba una serie de laceraciones mal curadas—. Me confunde. Me llamas Cortés pero tengo otros nombres.

—¿John Zacharias?

—Ése es uno. Luego hay un hombre en mí llamado Joseph Bellamy y otro llamado Michael Morrison, y uno llamado Almoth y uno llamado Fitzgerald y uno llamado Sartori. Al parecer todos son yo, Clem. Pero eso no es posible, ¿verdad? Le pregunté a Lunes, a Carol y al irlandés y dijeron que la gente tiene dos nombres, a veces tres, pero nunca diez.

—Quizá has vivido otras vidas, Cortés, y las estés recordando.

—Si eso es verdad, no quiero recordar. Duele demasiado. No puedo pensar con claridad. Quiero ser un hombre con una vida. Quiero saber dónde empiezo y dónde termino, en lugar de seguir y seguir sin parar.

—¿Por qué es eso tan terrible? —dijo Clem, que de verdad era incapaz de ver el horror de semejante expansión.

—Porque temo que no tendrá fin —respondió Cortés. Hablaba con firmeza, como un metafísico que hubiera llegado a un precipicio y describiera con calma el abismo que tenía a sus pies para aquellos que no podían (o no querían) estar allí con él—. Temo que estoy unido a todo lo demás —dijo—. Y entonces me voy a perder. Quiero ser este hombre o ese hombre pero no todos los hombres. Si soy todos, no soy nadie, ni nada.

Detuvo el paso constante y se volvió hacia Clem al tiempo que le ponía las manos en los hombros.

—¿Quién soy? —le dijo—. Sólo dímelo. Si me quieres, dímelo. ¿Quién soy?

—Eres mi amigo.

No era una respuesta muy elocuente pero era la única que Clem tenía. Cortés estudió el rostro de su compañero durante un minuto o más, como si quisiera comparar la potencia de este axioma con su miedo. Y poco a poco, mientras examinaba los rasgos de Clem, una sonrisa le tiró de las comisuras de la boca y unas lágrimas empezaron a brillarle en los ojos.

—Me ves, ¿no es cierto? —dijo en voz baja.

—Por supuesto que te veo.

—No me refiero a los ojos, me refiero a tu mente. Existo en tu cabeza.

—Claro como el cristal —dijo Clem.

Era más cierto ahora de lo que jamás lo había sido. Cortés asintió y su sonrisa se amplió.

—Otra persona intentó enseñarme eso mismo —dijo—. Pero no lo entendí. — Hizo una pausa y se sumió en sus reflexiones. Luego dijo—: No importa cómo me llame. Los nombres no son nada. Soy lo que soy en ti. —Deslizó los brazos alrededor de Clem y lo apretó contra sí—. Soy tu amigo.

Abrazó a Clem con fuerza, luego se apartó y las lágrimas empezaron a secarse.

—¿Quién me enseñó eso? —se preguntó.

—¿Judith, quizá?

Cortés sacudió la cabeza.

—Veo su rostro una y otra vez —dijo—. Pero no fue ella. Fue alguien que se fue.

—¿Fue Taylor? —dijo Clem—. ¿Recuerdas a Taylor?

—¿También me conocía?

—Te amaba.

—¿Dónde está ahora?

—Ésa es una historia completamente diferente.

—¿Lo es? —respondió Cortés—. ¿O todo es uno?

Siguieron caminando por la orilla del río, intercambiando preguntas y respuestas mientras andaban. A petición de Cortés, Clem le relató la historia de Taylor, desde su vida hasta su lecho de muerte, desde su lecho de muerte hasta la luz y Cortés, a su vez, le ofreció las pistas que tenía sobre la naturaleza del viaje del que había regresado. Aunque no podía recordar más que unos pocos detalles, sabía que, al contrario que Taylor, ese viaje no le había llevado a la claridad. Había perdido muchos amigos por el camino (sus nombres entremezclados con aquellos de las vidas que había vivido) y había visto las muertes de muchos otros. Pero también había presenciado las maravillas que había pintado en las paredes. Cielos sin sol cuya luz trémula era de color verde y dorado; un palacio de espejos, como Versalles; desiertos inmensos y misteriosos y catedrales de hielo llenas de campanas. Al escuchar los relatos del viajero, en los que los paisajes de mundos hasta ahora desconocidos se extendían en todas direcciones, Clem sintió que vacilaba la tranquilidad que había sentido al pensar en la noción de un yo sin fronteras que entraba en una aventura sin límites. Esas mismas divisiones de las que con tanta alegría había intentado apartar a Cortés al principio de su relato parecían ahora tentadoras. Pero eran una trampa y él lo sabía. Su consuelo al final lo asfixiaría y lo haría vacilar. Tenía que desprenderse de sus viejas y manidas formas de pensar si quería viajar junto a este hombre a lugares donde las almas muertas eran luz y el ser una función del pensamiento.

—¿Por qué has vuelto? —le preguntó a Cortés después de un rato.

—Ojalá lo supiera —respondió Cortés.

—Deberíamos ir a buscar a Judith. Creo que es posible que sepa más sobre esto que cualquiera de los dos.

—No quiero abandonar a estas personas, Clem. Me acogieron.

—Lo entiendo —dijo Clem—. Pero Cortés, ahora no pueden ayudarte. No entienden lo que está pasando.

—Y nosotros tampoco —le recordó Cortés—. Pero escucharon cuando les conté mi historia. Me vieron pintar y me hicieron preguntas y cuando les conté las visiones que tenía, no se burlaron de mí. —Se detuvo y señaló el río y los edificios del Parlamento—. Los legisladores vendrán pronto —dijo. —¿Les confiarías lo que te acabo de contar? Si les dijéramos que los muertos vuelven en los rayos de sol y que hay mundos donde el cielo es verde y dorado, ¿qué dirían?

—Dirían que estábamos locos.

—Sí. Y nos tirarían al arroyo con Lunes, Carol, el irlandés y todos los demás.

—No están en el arroyo porque tuvieran visiones, Cortés —dijo Clem—. Están ahí porque han sufrido abusos o se han maltratado a sí mismos.

—Lo que significa que no pueden cubrir su desesperación igual que los demás. No hay nada que los distraiga de su dolor. Así que se emborrachan y se vuelven locos y al día siguiente están incluso más perdidos que el día anterior. Pero aun así, yo preferiría confiar en ellos que en todos los obispos y ministros. Quizá estén desnudos, ¿pero no es esa una condición sagrada?

—Y también una muy vulnerable —señaló Clem—. No puedes arrastrarlos a esta guerra.

—¿Quién dijo que iba a haber una guerra?

—Judith —respondió Clem—. Pero incluso si ella no lo hubiera dicho, está en el aire.

—¿Sabe quién va a ser el enemigo?

—No. Pero la batalla será dura y si te importa esta gente, no los pondrás en primera línea. Estarán allí cuando la guerra termine.

Cortés lo sopesó durante unos minutos. Por fin dijo:

—Entonces serán los pacificadores.

—¿Por qué no? Pueden extender la buena nueva.

Cortés asintió.

—Eso me gusta —dijo—. Y a ellos también les gustará.

—¿Entonces vamos a buscar a Judith?

—Creo que sería lo más inteligente. Pero primero tengo que despedirme.

El día vino con ellos cuando volvieron sobre sus pasos por la orilla y para cuando llegaron al paso subterráneo, las sombras ya no eran negras sino de un color azul grisáceo. Algunos de los rayos habían encontrado el camino a través de los puentes y las barricadas de cemento y se iban acercando poco a poco al umbral del jardín.

—¿Dónde te habías ido? —dijo el irlandés, que había venido a recibir a su cortesano a la verja—. Pensamos que te habías escabullido.

—Quiero que conozcas a un amigo mío —dijo Cortés—. Este es Clem. Clem, este es el irlandés; esta es Carol y Benedict. ¿Dónde está Lunes?

—Dormido —dijo Benedict, el antiguo guardián.

—Clem es diminutivo de ¿qué? —preguntó Carol.

—Clement.

—Yo le he visto antes —dijo la mujer—. ¿Tú no traías sopa antes? La traías, ¿a que sí? Yo nunca me olvido de una cara.

Cortés abrió la marcha, atravesó la verja y entró en el jardín. La hoguera ya casi se había apagado pero había suficientes brasas para descongelar unos dedos helados. Se agachó al lado del fuego y hurgó en él con un palo para reavivar las llamas mientras le hacía un gesto a Clem para que viniera a calentarse. Pero Clem se detuvo en seco cuando empezaba a agacharse.

—¿Qué pasa? —dijo Cortés.

Los ojos de Clem abandonaron el fuego y se dirigieron a las formas envueltas en trapos que seguían dormitando a su alrededor: veinte o más, todavía perdidos en sus sueños, aunque la luz empezaba a deslizarse sobre ellos.

—Escucha —dijo.

Uno de los durmientes se estaba riendo, en voz tan baja que apenas se oía.

—¿Quién es? —dijo Cortés. El sonido era contagioso y trajo una sonrisa a su rostro.

—Es Taylor —dijo Clem.

—Aquí no hay nadie que se llame Taylor —respondió Benedict.

—Bueno, pues está aquí —le contestó Clem.

Cortés se levantó y examinó a los dormidos. En la otra esquina del jardín, Lunes yacía de espaldas, una manta le cubría apenas la ropa salpicada de pintura. Un rayo de luz de la mañana había encontrado su camino, recto y brillante, entre las columnas de cemento, se había acomodado sobre su pecho y le había atrapado la barbilla y los pálidos labios. Como si aquel color dorado le hiciera cosquillas, el joven se reía en sueños.

—Ése es el muchacho que hizo los cuadros conmigo —dijo Cortés.

—Lunes —recordó Clem.

—Eso es.

Clem se abrió camino con cuidado a través del dormitorio hasta llegar al lado del joven. Cortés lo siguió pero antes de que alcanzara al durmiente, la risa se desvaneció. La sonrisa de Lunes, sin embargo, permaneció en sus labios y el sol atrapó el vello rubio de su labio superior. No abrió los ojos pero cuando habló lo hizo como si fuera capaz de ver.

—Mírate, Cortés —dijo—. El viajero ha vuelto. No, estoy impresionado, de verdad.

No era del todo la voz de Taylor (la forma de la laringe tenía veinte años menos) pero la candencia era suya, así como aquella calidez llena de malicia.

—Clem te dijo que andaba por aquí, he de suponer.

—Por supuesto —dijo Clem.

—Tiempos extraños, ¿eh? Yo siempre decía que había nacido en la época equivocada pero al parecer he muerto en la adecuada. Tanto que ganar, tanto que perder.

—¿Por dónde empiezo? —dijo Cortés.

—Tú eres el maestro, Cortés, no yo.

—¿Maestro, eso es lo que soy?

—Todavía está recordando, Tay —explicó Clem.

—Bueno, pues debería darse prisa —dijo Taylor—. Ya has tenido tus vacaciones, Cortés. Ahora tienes unas cuantas curaciones que hacer. Hay un vacío de mil demonios esperando llevarnos a todos si la jodes. Y si viene —la sonrisa desapareció del rostro de Lunes—, si viene, ya no habrá más espíritus en la luz porque no habrá ninguna luz. ¿Dónde está tu secuaz, por cierto?

—¿Quién?

—El místico.

El aliento de Cortés se aceleró.

—Lo perdiste una vez y yo fui a buscarlo. Y además lo encontré, lloraba a sus hijos. ¿No te acuerdas?

—¿Quién era? —preguntó Clem.

—No lo conociste —dijo Taylor—. Si lo hubieras conocido, lo recordarías.

—No creo que Cortés se acuerde —dijo Clem al mirar el rostro desazonado del maestro.

—Oh, el místico está ahí dentro, en alguna parte —dijo Taylor—. Una vez visto, nunca olvidado. Vamos, Cortés. Di su nombre por mí. Lo tienes en la punta de la lengua.

El rostro de Cortés adquirió una expresión dolorida.

—Es el amor de tu vida, Cortés —dijo Taylor empujándolo con suavidad—. Di su nombre. Atrévete. Di su nombre.

Cortés frunció el ceño y vocalizó en silencio pero al final, su garganta liberó a su rehén.

—Pai… —murmuró.

Taylor sonrió a través del rostro de Lunes.

—¿Sí…?

—Pai'oh'pah.

—¿Qué te dije? Una vez visto, nunca olvidado.

Cortés dijo el nombre una y otra vez, lo respiraba como si las sílabas fuesen un conjuro. Luego se volvió hacia Clem.

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