Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (78 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Estaba a punto de dejar el cuaderno en el suelo, al lado de la pluma cuando escuchó una insinuación de coherencia en la espuma que se golpeaba contra la ladera, debajo de él. Incapaz de encontrarle sentido al sonido, se aventuró hasta el borde. El suelo era demasiado reciente para ser sólido y amenazaba con deshacerse bajo su peso pero se asomó por encima todo lo que pudo y lo que vio y lo que oyó fue suficiente para obligarlo a apartarse del borde, arrodillarse en la tierra y con manos temblorosas comenzar a garabatear un mensaje que acompañase a los mapas.

Fue forzosamente breve. Oía ya las palabras con toda claridad, elevándose entre el oleaje. Lo distraían con promesas.


Nisi Nirvana
—decían—,
Nisi Nirvana…

Para cuando hubo terminado la nota, dejado el cuaderno y la pluma a su lado y vuelto al borde del promontorio, el sol de este Dominio comenzaba a salir entre las nubes de tormenta del cielo y derramaba su luz sobre las olas. Los haces las apaciguaron durante un momento, calmaron su frenesí y las perforaron, de modo que Cortés pudo vislumbrar por un instante el suelo sobre el que se movían. No era, al parecer, una tierra, en absoluto, sino otro cielo y en él había una esfera tan majestuosa que ante sus ojos todos los cuerpos de los cielos de Imajica (todas las estrellas, todas las lunas, todos los soles del mediodía) no podrían sumados haberse acercado a su gloria. Para sellar esta puerta se había construido la ciudad de su Padre, la puerta a través de la que se había susurrado el nombre de su madre en la fábula. Había permanecido cerrada durante milenios pero ahora se encontraba abierta y a través de ella se elevaba una música de voces que se dirigía a cada espíritu errante de Imajica y los llamaba para que volvieran a casa, al éxtasis.

Y en medio de todas había una voz que Cortés conocía y antes de que distinguiera siquiera su fuente, su mente ya le había dado forma al rostro que lo llamaba y su cuerpo sintió los brazos que lo envolverían y lo levantarían del suelo.

Y allí estaban (los brazos, el rostro), alzándose de la puerta para reclamarlo y ya no le hizo falla seguir imaginándolos.

—¿Has terminado? —se le preguntó.

—Sí —respondió—. He terminado.

—Bien —dijo Pai'oh'pah con una sonrisa—. Entonces ya podemos empezar.

La congregación que Chicka Jackeen había dejado en el perímetro del Primero había empezado a aventurarse poco a poco a lo largo de la península a medida que crecía su valor y su curiosidad. Lunes estaba por supuesto entre ellos y Jackeen estaba a punto de llamar al muchacho para pedirle que acudiera al lado del Reconciliador cuando Lunes dejó escapar un grito y señaló el promontorio. Jackeen se volvió y clavó los ojos (como hicieron todos) en las dos figuras que se encontraban en el cabo, abrazados. Más tarde habría muchas discusiones entre estos testigos sobre lo que habían visto en realidad. Todos estaban de acuerdo en que uno de los componentes de la pareja era el maestro Sartori, en cuanto al otro, las opiniones variaban. Algunos decían que habían visto a una mujer, otros un hombre y otros una nube con un trozo de sol ardiendo en su interior. Pero fueran cuales fueran esas ambigüedades, de lo que ocurrió después no cupo duda. Tras abrazarse, las dos figuras avanzaron hasta el límite del promontorio, dieron un paso más en el aire y desaparecieron.

Dos semanas más tarde, el penúltimo día de un sombrío diciembre, Clem estaba sentado delante del fuego del comedor del número 28, lugar del que apenas se había levantado desde Navidad, cuando oyó unos golpes frenéticos en la puerta de la calle. No llevaba reloj (¿qué importaba el tiempo ya?) pero supuso que la medianoche ya había quedado muy atrás. Lo más probable es que cualquiera que llamara a semejante hora estuviera desesperado o fuera peligroso pero en su desolado estado de ánimo actual no le importaba demasiado el daño que pudiera aguardarle en la calle. Aquí ya no le quedaba nada, en esta casa, en esta vida. Cortés se había ido, Judy se había ido y también, hacía muy poco, Tay. Habían pasado sólo cinco días desde que había escuchado a su amante susurrar su nombre.

—Clem… tengo que irme.

—¿Irte? —había respondido él—. ¿Adónde?

—Alguien ha abierto la puerta —fue la respuesta de Tay—. Están llamando a los muertos a casa. Tengo que irme.

Lloraron juntos un rato, las lágrimas brotaban de los ojos de Clem mientras el sonido de la angustia de Tay lo sacudía por dentro. Pero nada se podía hacer. Había llegado la llamada y aunque Tay estaba destrozado al pensar que debía separarse de Clem, su existencia entre ambas condiciones se había hecho insoportable y por debajo del dolor de la partida estaba el gozo de saber que la liberación era inminente. Su extraña unión se había acabado. Era hora de que los vivos y los muertos se separasen.

Clem no había sabido lo que significaba en realidad la pérdida hasta que Tay se fue. El dolor de perder el cuerpo físico de su amante había sido bastante intenso pero perder el espíritu que de una forma tan milagrosa le habían devuelto fue inmensamente peor. No era posible, pensó, sentirse más vacío y seguir estando vivo. Varias veces durante aquellos oscuros días se preguntó si quizá debería matarse con la esperanza de poder seguir a su amante a través de esa puerta que ahora se encontraba abierta. Que no lo hiciera fue más una cuestión de responsabilidad que por falta de valor. Él era el único testigo que quedaba de los milagros de la calle Gamut. Si él se iba, ¿quién quedaría para contar la historia?

Pero tales imperativos le parecían muy frágiles a una hora como esta y cuando se levantó del lugar que ocupaba junto al fuego y cruzó el espacio que lo separaba de la puerta, se permitió pensar que si estos visitantes nocturnos llegaban con la muerte en las manos, quizá no la rechazase. Sin preguntar quién estaba al otro lado, quitó los cerrojos y abrió la puerta. Para su sorpresa, descubrió a Lunes de pie bajo la torrencial cellisca. A su lado permanecía un extraño que temblaba de frío con los ralos rizos pegados al cráneo.

—Éste es Chicka Jackeen —dijo Lunes mientras tiraba de su empapado invitado y lo hacía traspasar el umbral—. Jackie, este es Clem, la octava maravilla del mundo. ¿Qué, estoy demasiado mojado para que me des un abrazo?

Clem abrió los brazos y Lunes lo abrazó con fervor.

—Pensé que Cortés y tú os habíais ido para siempre —dijo Clem.

—Bueno, uno de nosotros sí —fue la respuesta.

—Eso me imaginaba —dijo Clem—. Tay fue tras él. Y también los aparecidos.

—¿Cuándo fue eso?

—El día de Navidad.

A Jackeen le castañeteaban los dientes y Clem lo acompañó hasta la chimenea, a la que había estado alimentando con astillas de los muebles. Le echó un par de patas de silla e invitó a Jackeen a sentarse al lado de las llamas para que se descongelase. El hombre le dio las gracias y se sentó. Lunes, sin embargo, tenía más carácter. Tras hacerse con el güisqui que aguardaba al lado del fuego, se metió varios tragos en el sistema y luego se puso a despejar la habitación; mientras arrastraba la mesa hacia una esquina explicó que necesitaban un poco de espacio para trabajar. Una vez despejado el suelo, se abrió la chaqueta, se sacó el diccionario geográfico de Cortés de debajo del brazo y lo dejó caer delante de Clem.

—¿Qué es esto?

—Es un mapa de Imajica —dijo Lunes.

—¿Obra de Cortés?

—Pues sí.

Lunes se puso en cuclillas y abrió el cuaderno de un papirotazo, sacó las hojas sueltas y le devolvió la cubierta a Clem.

—Escribió un mensaje ahí —dijo Lunes.

Mientras Clem leía las pocas palabras que Cortés había garabateado en la tapa, Lunes empezó a ordenar las hojas una al lado de otra en el suelo, las alineaba con cuidado para que los mapas se convirtieran en un continuo ininterrumpido. Y mientras trabajaba, hablaba con un entusiasmo en estado puro, como siempre.

—Sabes lo que quiere que hagamos, ¿verdad? ¡Quiere que dibujemos este mapa en todos los putos muros que encontremos! ¡En las aceras! ¡En nuestras frentes! En cualquier parte y en todas partes.

—Menuda tarea nos ha encomendado —dijo Clem.

—Yo estoy aquí para ayudaros —dijo Chicka Jackeen—. En calidad de lo que pueda.

Abandonó su sitio junto al fuego y se colocó al lado de Clem, desde donde podía admirar el dibujo que comenzaba a aparecer en el suelo, delante de ellos.

—Eso no es lo único que has venido a hacer, ¿verdad? —dijo Lunes—. Di la verdad.

—Bueno, no —dijo Jackeen—. También me gustaría encontrar una esposa. Pero eso tendrá que esperar.

—¡Cómo lo sabes, tío! —dijo Lunes—. Ahora, nuestro negocio es este.

Se levantó y salió del círculo que habían formado las páginas del cuaderno de Cortés. Aquí estaba Imajica, o más bien la pequeña parte que de ella había visto el Reconciliador: Patashoqua y Vanaeph; Beatrix y las montañas Jokalaylau; Mai-ké, la Cuna, L'Himby y el Kwem; la Vía Crucis, el delta e Yzordderrex. Y luego los cruces del exterior de la ciudad, y el desierto detrás, con una única pista que llevaba a la frontera del Segundo Dominio. Al otro lado de esa frontera, las páginas estaban prácticamente vacías. El viajero había esbozado la península en la que se había sentado pero más allá sólo había escrito: «Este es un nuevo mundo».

—Y esto —dijo Jackeen tras agacharse para indicar la cruz al final del promontorio— es donde terminó el peregrinaje del maestro.

—¿Es ahí donde está enterrado? —dijo Clem.

—Oh, no —dijo Jackeen—. Se ha ido a lugares que harán que esta vida parezca un sueño. Ha abandonado el círculo, ya sabe.

—No, no lo sé —dijo Clem—. Si ha abandonado el círculo, ¿dónde ha ido entonces? ¿Dónde se han ido todos?

—A su interior —dijo Jackeen. Clem comenzó a sonreír.

—¿Me permite? —dijo Jackeen al tiempo que se levantaba y le quitaba a Clem de entre los dedos la hoja que llevaba el último mensaje de Cortés.

«Amigos míos», había escrito, «Pai está aquí. Me he encontrado. ¿Querréis enseñarle estas páginas al mundo para que todos los viajeros puedan encontrar el camino a casa?».

—Creo que nuestra obligación está clara, caballeros —dijo Jackeen. Se inclinó de nuevo para colocar la última hoja en medio del círculo, marcando así el lugar de los espíritus al que había ido el Reconciliador—. Y cuando hayamos cumplido con esa obligación, aquí tenemos el mapa que nos mostrará el lugar al que debemos ir. Seguiremos al maestro. No hay nada más seguro. Todos nosotros le seguiremos, uno por uno.

Nota acerca del autor

Clive Barker, uno de los autores contemporáneos de terror y fantasía más aclamados del mundo, nació en Penny Lane, cerca de Liverpool (Reino Unido), en 1952. Tras licenciarse en Literatura Inglesa y Filosofía en su ciudad natal, a los veintiún años se mudó a Londres, donde fundó su propia compañía de teatro para representar las obras escritas por él. Ya en muchas de ellas, como
Colossus
(inspirada en Goya, su pintor favorito), aparecen los ingredientes con que elaborará el resto de su trabajo, cargado de erotismo, terror, fantasía y paisajes oníricos.

En 1984 ve la luz su colección de relatos
Libros de Sangre,
que, tras un discreto lanzamiento en el Reino Unido, gozó del favor de público y crítica con su publicación en Estados Unidos. Un año después, se estrenó como novelista con
The Damnation Game.

Tras publicar tres volúmenes más de
Libros de Sangre,
dio el salto al mercado internacional: sus obras empezaron a ser traducidas a otros idiomas e, incluso, dos de sus historias
(Rawhead Rex
y
Transmutations)
fueron llevadas al cine. Sin embargo, el propio autor quedó muy decepcionado con estas adaptaciones, hasta el punto de que en 1987 decidió dirigir él mismo su propia película,
Hellraiser,
basada en la novela
The Hellbound Heart (Hellraiser
en la edición en español). El filme se convirtió en una obra de culto del género de terror y dio lugar a la edición de varios cómics y a algunas secuelas cinematográficas, que no alcanzaron, sin embargo, el éxito de la película inicial.

En 1991 publica
Imajica,
obra maestra de la literatura fantástica. En esta ocasión, el escritor británico despliega su talento para crear atmósferas escalofriantes en un universo paralelo donde la imaginación se une con el misterio. Tras continuar con
The Thief of Always,
una serie de cómics de superhéroes para Marvel, y sin abandonar la literatura, Clive Barker da rienda suelta a sus otras dos grandes pasiones: el cine y la pintura. Sus dibujos se exhiben en la actualidad en Nueva York y Los Angeles (Estados Unidos). En los últimos años ha explorado campos completamente diferentes, como la literatura infantil
(Abarat),
que le ha llevado a firmar un acuerdo con Disney, y textos de corte autobiográfico que abordan la homosexualidad. Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas.

CLIVE BARKER, (Liverpool, Inglaterra, el 5 de octubre de 1952) es un escritor, director de cine y artista visual. Estudió Inglés y Filosofía en la Universidad de Liverpool.

Barker es uno de los más aclamados autores de horror y fantasía, comenzando con escritos de horror al principio de su carrera, recogidos en la serie Libros de Sangre (Books of Blood), y la novela faustiana El juego de las maldiciones (The damnation game). Posteriormente se trasladó hacia el género de la fantasía moderna con toques de horror. El estilo más característico de Barker es la idea de que existe un mundo subyacente y oculto que convive con el nuestro (una idea que comparte con Neil Gaiman), el rol de la sexualidad en lo sobrenatural y la construcción de mitologías coherentes, complejas y detalladas.

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