Llamaron suavemente a la puerta abierta. Al volverse vio a Marjory Leung apoyada en el marco de la puerta, como una gacela, con una pierna recta y la otra ladeada, sonriendo y flexionando como un arco su larga figura.
—Hola —dijo.
Corso sonrió, sacudiendo la cabeza.
—¿Se ha ido?
—Justo ahora está doblando la esquina.
Se pasó una mano por el pelo.
—Adelante.
Leung se dejó caer en la silla del rincón y, al echar la cabeza hacia atrás, su larga melena se derramó por el respaldo.
—¿Comemos?
Corso sacudió la cabeza.
—Tengo que acabar estos datos.
—¿Cómo va?
—Son números, pura rutina. Me he estado dedicando en exclusiva a los rayos gamma.
—¿Has avanzado algo?
Él desvió la mirada hacia la puerta abierta. Entendiendo el mensaje, Leung la cerró.
—Poca cosa. Estoy casi seguro de que está en algún punto de la superficie, sea lo que sea. La periodicidad se parece demasiado a la rotación del planeta para que no lo esté. He estado revisando las imágenes por si encontraba algún objeto visual que pudiera corresponder al emisor de rayos gamma. Marte es grande, y tenemos más de cuatrocientas mil fotos de alta resolución. Es como buscar una aguja en un pajar.
Ella se irguió. Corso la vio desperezarse. La camisa, al subir, dejó a la vista su vientre plano. Se le despertó un recuerdo muy gráfico de la noche que habían pasado juntos.
—Pues si no puedes comer —dijo ella, moviendo la cabellera—, ¿qué tal si cenamos?
—Con mucho gusto.
—El gusto será mío —repuso la joven.
Ford estacionó el Land Cruiser junto a una hilera de motos destartaladas, y miró el letrero pintado a mano que había encima de la puerta de la pequeña oficina gubernamental. El rótulo la identificaba en francés y jemer como Oficina del Subconcejal del Distrito de Kampong Krabey, comuna de Svay Por. Al salir del coche, hacía tanto calor que se formaban como cortinas a su alrededor, distorsionando el aire.
—Válgame Dios —dijo Khon, con una mirada escrutadora al sórdido edificio de bloques de hormigón. —Espero que traigas muchos dólares.
Ford se palpó el bolsillo.
Llamaron a la puerta de madera. Una voz los hizo pasar. La oficina del subconcejal se componía de una sola habitación con paredes y suelo de cemento, recién encalada, con una mesa en medio orientada hacia la puerta y dos puestos de secretaria, uno a cada lado. Delante de la mesa principal había dos sillas metálicas, dispuestas con rígida formalidad. La puerta trasera daba a un retrete.
El subconcejal, un hombre apuesto con una cicatriz en la cara, se levantó con una enorme sonrisa, exhibiendo los dientes más grandes y blancos que Ford hubiera visto, rasgo que contrastaba fuertemente con su triste camisa de color verde aceituna, sus pantalones azules demasiado grandes y sus chanclas. Tenía un cuello grueso y carnoso, y su cara era una reluciente máscara de jovialidad.
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —exclamó en inglés, con los brazos extendidos.
Su expresión no habría estado fuera de lugar en el rostro de alguien que acabara de ganar la lotería. «Puede que la haya ganado», se dijo Ford, pensando en los inevitables sobornos que se avecinaban.
Khon pronunció un florido saludo en jemer. Ford se quedó callado, considerando —como de costumbre— que era mejor disimular su conocimiento del idioma.
—¡Hablamos inglés! —exclamó el hombre. —¡Siéntense, por favor, amigos especiales!
Ford y Khon se sentaron en las sillas de duro metal.
—Hre min gnam sa!
—gritó él a una de sus secretarias, que se levantó y salió corriendo, no sin hacer dos reverencias al pasar.
—Bonito día, ¿no? —dijo el subconcejal con otra sonrisa, juntando las manos por delante.
Ford se fijó en que le faltaban los pulgares.
—Mucho —contestó Khon.
—Kampong Krabey muy bueno de salud.
—Sí, es bastante saludable —dijo Khon.
—Me he dado cuenta enseguida de que aquí se respira un aire de puta madre.
—¡Bueno aire! ¡Kampong Krabey buen distrito!
Ford y Khon sonrieron y asintieron en señal de aprobación.
La secretaria reapareció con tres cocos a los que les habían quitado la parte de arriba con un machete, para poder beber su contenido con una pajita.
—¡Por favor! —dijo el funcionario.
Se bebieron el agua de coco, que todavía estaba caliente del árbol. Ford pensó que nunca había probado nada tan delicioso.
—Excelente —dijo Khon—. Qué magnífica hospitalidad brindan ustedes en el distrito de Kampong Krabey.
—¡El mejor coco! —exclamó el subconcejal, con tal vigor que arrancó una especie de gárgara a su pajita. Estampó la cáscara vacía sobre la mesa y eructó.
—¿Qué necesita, amigo? —preguntó, abriendo las manos. —Yo doy lo que sea.
—Vengo con el señor Kirk Mandrake —dijo Khon—, que practica el turismo de aventura. Yo soy Khon, su intérprete.
—¡Turismo aventura! —repitió el funcionario con un gesto vigoroso de aquiescencia, cuando estaba claro que no sabía lo que significaba. —¡Bien!
—Quiere visitar un templo en ruinas que recibe el nombre de Nokor Pheas.
—Yo no conoce templo este.
—Está en plena selva.
—¿Templo dónde está? ¿En distrito de Kampong Krabey?
—No, queda más allá del distrito. Para llegar tenemos que cruzar su distrito hacia el noreste.
La sonrisa se enfrió.
—¡Más allá de mi distrito, nada! ¡Nadie! ¡Ningún templo!
Khon se levantó para desenrollar un mapa en la mesa del funcionario.
—El templo está aquí, en las montañas de Phnom Ngue.
Esta vez no quedó ni rastro de la sonrisa.
—Es mala zona. Muy mala.
—Mi cliente, el señor Mandrake, quiere ver el templo.
—No pueden ir. Demasiado peligroso.
Khon siguió hablando, como si no hubiese oído al subconcejal.
—El señor Mandrake pagará bien por el permiso. También necesita que lo ayude usted a señalar los caminos en nuestro mapa. Naturalmente, preferiríamos no pisar ninguna mina. Usted conoce el distrito, y tiene mapas de eliminación de minas.
—Demasiado peligroso. Hablaré jemer para que me entienda. ¿No problema para usted si ahora hablo jemer, señor Mandrake?
Otra sonrisa luminosa.
—No, claro que no.
Empezó a hablar en jemer. Ford era todo oídos.
—¿Está loco? —dijo el funcionario—. Es una zona infestada por los jemeres rojos. Ahora son simples bandidos, que trafican con piedras preciosas y secuestran a gente para cobrar el rescate. Si le pusieran las manos encima a su cliente, a mí me crearía un problema descomunal. ¿Me entiende?
—Lo entiendo —dijo Khon, contestando en jemer—, pero es que mi cliente tiene muchas ganas de ver esas ruinas. Ha hecho el viaje a Camboya solo para eso. Será entrar y salir. No nos entretendremos. Descuide, sé lo que me hago. No es la primera vez que sirvo de guía para gente como él. El mes pasado, sin ir más lejos, me llevé a unos norteamericanos a Banteay Chhmar.
—No puedo autorizarlo.
—Le pagará bien.
El funcionario abrió las manos.
—¿De qué me sirve su dinero si se me viene encima un secuestro? ¡Y además de un norteamericano! ¿Qué sería de mi puesto? Ahora el distrito está en paz, sin problemas, y todos están contentos. Le advierto que no siempre ha sido así.
—Tal vez una gran cantidad de dinero compense los inconvenientes.
Hubo una pausa.
—¿Cuánto?
—Cien dólares.
El funcionario echó las manos hacia arriba.
—¿Me toma el pelo? Que sean mil.
—¿Mil? Se lo voy a consultar a mi cliente.
Khon se volvió hacia Ford y dijo en inglés:
—El permiso cuesta mil dólares.
Ford frunció el ceño.
—Es mucho dinero.
—Ya, pero…
Khon se encogió de hombros.
Ford arrugó el ceño y la frente. Luego asintió con un gesto seco.
—De acuerdo, los pagaré.
—¡Y cien dólares más por acceder a los mapas de eliminación de minas! —exclamó el funcionario en jemer. Khon se dio la vuelta.
—¿Cien dólares más? ¡Ahora es usted quien me toma el pelo!
—Pues cincuenta.
Khon habló con Ford.
—Y otros cincuenta dólares por los mapas.
—¿Y las motos? Necesitaremos motos —dijo Ford, fingiéndose enfadado. —¿Cuánto nos gastaremos en total?
El regateo duró un cuarto de hora más, hasta que todos estuvieron de acuerdo. Mil ciento cuarenta dólares por el permiso, los mapas, el alquiler de dos motos, gasolina, algunas provisiones y el Land Cruiser como garantía mientras ellos estuvieran fuera. Ford sacó el dinero y se lo dio al concejal, que lo cogió con las dos manos, reverentemente, y lo guardó bajo llave en su escritorio, con una sonrisa inmaculada.
Ford y Khon salieron y se sentaron a la sombra de una yaca en espera de que les trajesen las motos de alquiler de un pueblo de los alrededores.
—Me pediste que trajera cinco mil dólares —dijo Ford—. El pobre no tenía ni idea de lo que estábamos dispuestos a pagar.
—Acaba de ganarse el sueldo de dos años. Está contento, nosotros también… ¿De qué sirve cuestionar la generosidad de los dioses?
Llegaron dos motos que conducían unos escuálidos adolescentes. Producían un ruido atronador, y antes de apagarse emitieron algunos estertores.
Ford se quedó mirando aquellas antiguallas, que se aguantaban con una especie de cinta adhesiva y alambre de embalar. Una tenía una jaula de bambú enganchada en la parte trasera, con grumos y regueros de sangre seca de cerdo.
—No puede ser verdad.
Khon se rió.
—¿Qué esperabas? ¿Harleys?
En lo primero que se fijó Ford cuando el camino desembocó en un pequeño claro fue en las colinas azules del fondo. Llevaban cinco horas circulando por una red de senderos forestales, y estaba exhausto, con los huesos desencajados. Frenó su moto y apagó el motor, mientras Khon le daba alcance. Vio que el camboyano sacaba con cuidado el mapa de su mochila y lo desplegaba, aunque a pesar de sus desvelos se estaba haciendo pedazos por la humedad y el desgaste. Khon escrutó el mapa a través de sus gruesas gafas. Finalmente levantó la vista.
—Aquello de allí son las montañas de Phnom Ngue, y las de detrás, las de la frontera con Tailandia.
—Caramba, qué calor. ¿Tú cómo lo haces, Khon?
—¿El qué?
—Seguir tan fresco y tan compuesto.
—Hay que cuidar las apariencias —dijo Khon, mientras plegaba el mapa con sus dedos regordetes y cuidados—. En la base de aquellas montañas está el pueblo de Trey Nhor, que es el último bastión de la soberanía camboyana. Después…, tierra de nadie.
Ford asintió con la cabeza. Acto seguido se secó el sudor del rostro, se limpió las manos, cabalgó la moto, encendió su endeble motor y aceleró. Reemprendieron lentamente su camino, saltando y esquivando baches. Durante los siguientes kilómetros atravesaron varias aldeas: un racimo de casas con techo de paja sobre bloques, un búfalo de agua tirando de un carro, niños recitando al unísono en voz alta dentro del colegio (otra choza con techo de paja)… A partir de un punto, el camino empezó a subir. Apareció una cresta en la distancia. Entre las copas de los árboles se filtraba humo.
—Trey Nhor —dijo Khon.
El ruido agudo de las motos al circular por la selva era como el de una nube de mosquitos. Ford se alegró de que soplara brisa, aunque tuviera muy poco de refrescante. Pocos kilómetros después aparecieron las chozas del pueblo, desperdigadas entre ceibas gigantescas, que tenían unos troncos acanalados y unas raíces que reptaban por el suelo como serpientes. Poco después llegaron a una plaza sin asfaltar, rodeada de viviendas de bambú con techumbres de paja. En el centro de la plaza había un grupo de totems de los antepasados, como un grupo de demonios escuálidos. Ford miró a su alrededor: el pueblo parecía vacío.
Aparcaron las motos y desmontaron, tras bajar los caballetes. El minúsculo claro estaba envuelto por la selva, inmensa y susurrante, y entre los árboles prácticamente se perdía la presencia humana.
—¿Dónde están todos? —preguntó Ford.
—Parece que han huido. Menos uno.
Khon señaló una choza con la cabeza. En su interior Ford divisó a una mujer llena de arrugas. Khon se sacó de la mochila una bolsa de caramelos. Se acercaron.
—Esta zona sufrió mucho durante los campos de la muerte —dijo Khon—, y todavía tienen miedo a los desconocidos.
—Pregúntale si hay caminos para ir a los montes Phnom Ngue.
Parecía imposible que fuera tan vieja y no hubiera muerto; era pura osamenta recubierta por piel flácida, arrugada. Al mismo tiempo, sin embargo, llamaba la atención por su vivacidad. Estaba sentada en una estera, con las piernas cruzadas, apurando un cigarro. Al sonreír a Ford mostró su único diente. Khon le ofreció la bolsa abierta de caramelos. Ella metió una mano grande, con aspecto de garra, y cogió por lo menos la mitad.
Khon le habló en dialecto, y ella respondió animadamente, con gestos vigorosos de aquiescencia, mientras agitaba los dedos huesudos para señalar.
—Dice que es mejor que no entremos.
—Dile que vamos a ir, y que necesitamos que nos ayude.
Khon y la mujer hablaron un buen rato.
—Dice que a unos dos kilómetros al norte de aquí hay un monasterio budista al que solo se puede llegar a pie. Dice que los monjes son los ojos y los oídos de la selva. Es el primer sitio adonde habría que ir. Ellos nos indicarán el camino. Ella nos cuidará las motos mientras le duren los caramelos.
El camino subía entre yacas retorcidas, por una cresta muy frondosa. El calor era tan intenso que Ford sentía cómo penetraba en sus pulmones cada vez que respiraba. En media hora llegaron a un muro en ruinas hecho de sillares gigantes de laterita, llenos de lianas. Había una escalera antigua, que trepaba por una ladera. Siguiéndola, llegaron a una zona de hierba en la que estaban esparcidos unos bloques semienterrados. Al fondo había cinco torres desmochadas (cuatro en cada esquina y una en el centro); y todas ellas, asediadas por la jungla, mostraban los cuatro rostros de Vishnu mirando hacia los puntos cardinales. Un antiguo templo jemer.
En medio de las ruinas, en un claro de hierba, estaba el cascarón bombardeado de un monasterio budista mucho más reciente. Perdida la techumbre, sus paredes dentadas recortaban su silueta contra el cielo. Ford vio que al otro lado, por encima del follaje, se erguían las torres doradas de varias estupas, o tumbas. En el aire denso se oía un zumbido de abejas. Olía a sándalo quemado.