Impacto (13 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

BOOK: Impacto
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Ford partió una rama y echó los trozos al fuego.

—Explícame lo del Hermano Número Seis.

—En los años cincuenta formó parte del grupo de estudiantes de Pol Pot en París. Entró en el Comité Central en la época de los campos de la muerte, con el nombre de Ta Prak.

—¿Tiene antecedentes?

—Una familia culta de Phnom Penh. El muy cerdo ordenó ejecutar a su propia familia: hermanos, hermanas, madre, padre y abuelos. Hacía gala de ello, como demostración de la pureza de sus ideales.

—Qué simpático.

—En el 98, después de la muerte de Pol Pot, desapareció en el norte y empezó a traficar con drogas y piedras preciosas. Sus «ideales revolucionarios» degeneraron en la criminalidad.

—¿Y ahora qué le motiva?

—La supervivencia pura y dura.

—¿El dinero no?

—Para sobrevivir hace falta dinero. ¿Qué coño quiere el Hermano Número Seis? Pues voy a decírtelo: vivir tranquilo lo que le queda de vida y morir de muerte natural. Es lo que quiere el asesino en serie: morirse de viejo, rodeado de hijos y nietos. Casi tiene ochenta años, pero se aferra a la vida como un hombre joven. Todo el horror del valle, de la mina, de la esclavitud, tiene una sola razón de ser: exprimir al máximo esos últimos años de vida. Ten en cuenta que si el muy cabrón se relajase, ni que fuera un segundo, sería hombre muerto, y él lo sabe. No lo apoyan ni sus propios soldados.

—Y de repente cae en sus manos un asteroide.

Khon miró a Ford fijamente, desde el otro lado de la hoguera.

—¿Un asteroide?

Ford asintió con la cabeza.

—La explosión de la que hablaban los monjes, el cráter, los árboles abatidos, las piedras preciosas radiactivas… Todo apunta hacia un impacto de asteroide.

Khon se encogió de hombros y echó una rama al fuego.

—Que se encargue tu gobierno.

—¿Has visto cómo buscaban los niños entre el montón de piedras? Los está matando. O destruimos la mina, o morirán.

Después de un rato de silencio, Khon buscó algo en su mochila y sacó una pequeña botella.

—Johnnie Walker etiqueta negra —dijo—. Despeja la cabeza.

Se la lanzó a Ford, que desenroscó el tapón nuevo y levantó la botella.

—Salud.

Después de dos tragos se la dio al camboyano, que bebió un poco y la dejó entre los dos. A continuación Khon levantó la tapa del arroz, asintió, apartó el cazo del fuego y sirvió arroz humeante en platos de zinc.

Ford cogió el suyo. Comieron en silencio, mientras el fuego quedaba reducido a brasas y ceniza.

«Vivir tranquilo lo que le queda de vida y morir de muerte natural.» Si en esos momentos al Hermano Número Seis no le impulsaba nada más, quizá no fuera tan difícil encargarse de él, a fin de cuentas.

—Khon, se me está ocurriendo algo.

23

Randall Worth amarró su barco en un atracadero en desuso del fondeadero de Harbor Island, y apagó las luces. Las chicas se habían ido a toda prisa de la isla del almirante, y estaban escondidas en una cala de Otter Island, donde pasarían el resto de la noche.

Joder, había que estar como una cabra para desembarcar en la isla con el almirante en casa, sobre todo desde que el viejo maricón había descubierto que le faltaba la mitad de sus antigüedades. Worth resolló de risa al imaginarse el momento en que el almirante se había encontrado su casa saqueada, y un zurullo en el suelo.

Sacó una Bud de la nevera, la abrió y bebió un buen trago. Si se arriesgaban tanto era que andaban sobre una pista para encontrar el tesoro. Se le puso dura al pensar en cómo se pasaría por la piedra a las dos zorras, a lo pirata, primero una y luego otra. Cuando ya tuviera el tesoro.

Sus pensamientos volvieron a su encuentro con Abbey en el muelle. «Más adentro, más adentro.» Sintió que nacía en su interior una rabia tremenda, como si tuviera humo de meta en la cabeza. Odiaba a todo el pueblo. Ahora los niños que se metían con él en el colegio, y lo llamaban Worthless, eran entrenadores, agentes de seguros, mecánicos, pescadores, contables… Los mismos cabrones, solo que adultos. Pues se los follaría a todos, empezando por Abbey y Jackie, y luego los mataría. Abbey le recordaba a su madre, que se había tirado a todos los barrigones del pueblo, mientras él no tenía más remedio que oír los golpes y los gemidos a través de las paredes de papel de la caravana. El mejor día de su vida fue cuando su madre se había estampado contra un árbol en su moto japonesa. Habían tenido que cortarla a pedazos.

Tiró la lata de cerveza por la borda y abrió otra con dedos temblorosos. Dos largos sorbos, y en medio minuto no quedaba nada. La tiró, abrió la tercera, eructó y se la echó gaznate abajo. Sintió que los efectos del alcohol le llegaban al cerebro, pero no servían de nada contra el mono de la meta; no aliviaban en absoluto el cosquilleo de hormigas y gusanos. Subió por su garganta un sabor amargo, de náuseas, y le empezó a temblar un músculo del cuello. Una de las llagas había vuelto a sangrar.

Su vista recayó en la RG del cuarenta y cuatro que tenía apoyada en la consola. La cogió y abrió el cilindro. Quizá fuera buena idea disparar un par de veces, para comprobar que aún funcionaba. Sacó las balas sin disparar y las examinó. Estaban un poco manchadas, pero aún se veían en buen estado. Las empujó otra vez, cerró el cilindro y salió a la cubierta. Después de respirar hondo varias veces, miró a su alrededor. Con el dinero del tesoro ya no tendría que tratar con subnormales como Doyle. Adiós a los robos con escalo, y al riesgo de ir a la cárcel. Abriría el bar con el que siempre había soñado, con tele de pantalla plana, paredes de madera, mesa de billar y cerveza inglesa de barril. En la cárcel se había pasado horas en su celda reconstruyendo mentalmente el local, con serrín en el suelo, olor a cerveza y patatas fritas, barra de roble circular y camareras con minifalda que meneaban culitos respingones.

Su ensoñamiento se hizo pedazos por culpa de otro escalofrío en la columna vertebral, una sensación desagradable de hormigueo a la que no pensaba sucumbir. Todavía no. Jamás se dejaría controlar por la meta.

¿Contra qué podía disparar? Había salido un cuarto de luna, gracias a la cual pudo ver que a unos veinticinco metros el suave oleaje mecía una boya de langostas. En otros tiempos había sido bastante buen tirador, pero era consciente de que el arma era una birria y de que veinticinco metros eran demasiado para una pistola del cuarenta y cuatro.

Tenía las manos sucias. Al limpiárselas en la camisa, se palpó las costillas. Caray, qué flaco se estaba quedando. Volvió a sentir el hormigueo de antes, como de lombrices retorciéndose bajo la piel.

Levantó el revólver con las dos manos y apuntó hacia la boya. Después de amartillar el arma, disparó.

Hubo una detonación ensordecedora, acompañada de un fuerte retroceso. Un metro a la derecha de la boya surgió un chorro de agua.

—Mierda —dijo en voz alta.

Volvió a apuntar, se relajó, intentando controlar el temblor de sus manos, y disparó de nuevo. Esta vez el agua salpicó a la izquierda. Esperó a que se le pasara la irritación para apuntar por tercera vez, controlando la respiración, serenándose y apretando despacio. Esta vez la boya de langostas salió disparada con un ruido seco, entre una lluvia de trozos de poliestireno.

Bajó la pistola, henchido de satisfacción. Había que celebrarlo. Hurgó en la cabina, apartando los aparejos de pesca, y sacó la pipa y el alijo. Hizo los preparativos con dedos temblorosos. Como quien se ahoga, y sube en busca de aire, chupó con mucha fuerza, llenándose de meta hasta el último lóbulo y el último rincón de aire de los pulmones.

Se dejó caer de espaldas contra el timón, mientras sentía que el efecto de la droga iba irradiando desde sus pulmones hasta su tallo encefálico de reptil, antes de pasar a su cerebro superior. Gimió en voz alta de puro placer, con la dicha absoluta de que el puto mundo se fuera ablandando y disolviendo en un manso lago de satisfacción y de total despreocupación.

Retrepándose en la silla de lona, Abbey miró el cielo con los pies en la borda. Medianoche. El
Marea
estaba anclado en una cala profunda del lado sur de Otter Island. La noche era una explosión de estrellas, con el arco de la Vía Láctea cruzando el firmamento. El agua lamía el casco, y en la parrilla chisporroteaba un bistec.

—¿Y el meteorito? —dijo Jackie.

—Aún no hemos acabado de buscar por la isla. Puede que no hayamos visto el cráter.

—Yo allí no vuelvo.

Abbey bebió a gollete de la única botella de vino de verdad que se había llevado, un Brunello de il Marroneto, cosecha del 2000. Magnífico vino. No se atrevía a decirle a su amiga que le había costado casi cien dólares.

—Déjame probarlo. —La voz de Jackie se vio interrumpida un instante por la botella.

—Un poco seco para mi gusto. ¿Te importa si lo rebajo con algo?

Abbey sonrió.

—Por mí, perfecto.

Volvió a girarse hacia el cielo nocturno. Cada vez que lo miraba experimentaba una euforia peculiar, y se sentía dominada por un sentimiento que solo podía calificarse de religioso.

—Qué grande, lo de allá arriba —dijo.

—¿Dónde?

Señaló hacia las alturas.

—No me lo puedo ni imaginar.

—El que no se lo puede imaginar es el cerebro humano. Son números demasiado altos. El universo tiene un diámetro de ciento cincuenta y seis mil millones de años luz; y eso solo es nuestra parte, la que vemos nosotros.

—Hummm.

—Hace unos años, el telescopio espacial
Hubble
estuvo enfocado durante once días en un punto vacío del cielo nocturno que no era mayor que una mota de polvo. Durante todas esas noches captó hasta la luz más tenue en aquel puntito del cielo. Era un experimento para saber qué podía haber allí. ¿Sabes qué vieron?

—¿El agujero izquierdo de la nariz de Dios?

Abbey se rió.

—Diez mil galaxias. Galaxias que nunca se habían visto, con quinientas mil estrellas cada una; y eso en un solo puntito del cielo, elegido al azar.

—¿Tú crees de verdad que hay vida inteligente en algún otro sitio del universo?

—Lo exigen las matemáticas.

—¿Y Dios?

—Si existe Dios, un Dios de verdad, no se parecería en nada al atontado del Jehová con el que soñaban los pastores que cuidaban sus rebaños. El Dios que hizo todo esto sería… de una magnificencia incomprensible.

Abbey bebió un poco más de la botella de vino, que estaba abierta. La verdad era que podía acostumbrarse perfectamente a los buenos caldos. A fin de cuentas, quizá fuera mejor volver a la universidad y doctorarse. La idea estropeó inmediatamente su buen humor.

—Bueno, ¿y qué haremos con el meteorito, si lo encontramos?

—Venderlo por eBay. Que no se haga demasiado la carne.

Jackie retiró los bistecs de la parrilla, los puso en platos de cartón y le dio uno a Abbey. Durante unos minutos comieron en silencio.

—Vamos, Abbey, no te sigas engañando. ¿En serio te crees que lo encontraremos? Esto es perder el tiempo, como cuando salimos a buscar el tesoro de Dixie Bull.

—¿Qué más da? ¿Tú no te diviertes?

Jackie tomó un sorbito de vino con refresco.

—Hasta ahora lo único que hemos hecho es arrastrar el culo por el bosque. Y la persecución en Ripp Island me ha pegado un susto de muerte. No es la aventura que me imaginaba.

—Ahora no podemos abandonar.

Jackie sacudió la cabeza.

—A tu padre le dará un ataque cuando se entere de que le has robado el barco.

—Tomado prestado.

—Te echará de casa, y ya te puedes olvidar de ir otra vez a la universidad.

—¿Quién te ha dicho que quiera volver a la universidad? —dijo Abbey, acalorada.

—¡Vamos, Abbey! ¡Pues claro que tienes que volver a la universidad! ¡Si eres la persona más lista que conozco!

—Mi padre ya me da bastante la lata. Solo me faltas tú.

—No hay ningún meteorito —dijo desafiante Jackie.

Abbey levantó la botella, apuró el vino y se llenó la boca de sedimentos, que escupió por la borda.

—Hay un meteorito, y lo vamos a encontrar.

Por encima del agua llegó el ruido de tres disparos bien medidos. Después se hizo otra vez el silencio.

—Parece que esta noche han salido los paletos —comentó Abbey.

24

Ford advirtió un extraño silencio en la jungla mientras se acercaban al borde del valle. En los márgenes de la zona afectada por el impacto, la vida había abandonado a la vegetación. Circulaba entre los árboles una niebla ligera, como un humo lleno de olor a gasolina quemada, dinamita y carne humana en descomposición. A medida que se aproximaban al claro hacía más calor, y Ford oía actividad, aunque sin verla: golpes de hierro contra una piedra, berridos de soldados y, de vez en cuando, un disparo y un grito.

Los troncos se espaciaron, dejando ver la luz del otro lado. Ya estaban en el claro. Detrás había cientos de árboles caídos, pegados al suelo por la explosión, destrozados, desgarrados, sin hojas. La zona de la mina en sí era como un panorama salido del círculo más bajo y bullicioso del infierno, un hormiguero de monstruosa actividad.

Ford se volvió hacia Khon, y lo observó por última vez. El camboyano daba el pego como minero: cara sucia, andrajos, y las costras y llagas que habían simulado con barro y tinte rojo de corteza de árbol. Seguía estando gordo, pero ahora su gordura parecía más bien fruto de una enfermedad.

—Tienes buena pinta —dijo Ford, adoptando un tono ligero.

La expresión torva de Khon se dulcificó. Ford le tendió una mano y cogió la de su amigo.

—Cuídate. Y… gracias.

—Ya sobreviví una vez a los jemeres rojos —señaló Khon alegremente. —Puedo hacerlo otra.

El orondo hombrecillo se abrió un camino entre los troncos caídos, y al llegar al claro cojeó hacia la fila de mineros. Un soldado gritó y lo metió a la fuerza en la fila, haciendo gestos con su arma. Khon avanzó dando tumbos, como si estuviera drogado, y desapareció entre la masa humana en movimiento.

Ford miró su reloj: faltaban seis horas para entrar en acción.

Durante las horas siguientes, Ford dio vueltas al campamento y observó la rutina. Cuando ya faltaba poco para mediodía, se acercó con precaución al comienzo del valle, evitando las patrullas, y desde una loma observó la casa blanca donde tenía su corte el Hermano Número Seis. Se había pasado toda la mañana en una mecedora de la galería, fumando en pipa y contemplando el panorama de abajo con una sonrisa satisfecha, como un viejo abuelo viendo jugar a sus nietos en el jardín. Varios soldados llegaron y se fueron; traían informes, recibían órdenes o se turnaban para montar guardia. A Ford le llamó la atención un hombre escuálido y de aspecto lúgubre, con bolsas en los ojos, cuerpo encorvado y expresión compungida, que no se apartaba ni un instante de Seis. Parecía algún tipo de amanuense, porque se inclinaba hacia él, le hablaba al oído, lo escuchaba y tomaba notas.

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