A mediodía salió de la casa un hombre vestido de blanco que repartió bebidas. Ford vio que los dos hombres, Seis y su consejero, bebían y charlaban como invitados a una fiesta al aire libre. El tiempo pasaba despacio. En la mina se hizo la hora de comer. Las filas andrajosas de seres humanos se reunieron en torno a varios fuegos, y cada uno recibió una bola de arroz en una hoja de banano. Cinco minutos y a seguir trabajando.
Al observar el campamento, Ford se dio cuenta de que había un grupo de élite formado por guardias de uniforme bien planchado que parecían vigilar al resto de los soldados. Los que patrullaban por el perímetro del campamento rondarían las dos docenas, e iban armados hasta los dientes con imitaciones chinas de AK-47, RPG, MI6 y morteros ligeros de sesenta milímetros de la época de la guerra de Vietnam. Vigilantes vigilando a vigilantes.
Pensó que tal vez fuera como en
El mago de Oz:
solo con matar a unos cuantos —o a uno solo—, todos los demás se mantendrían a raya.
A la una en punto se levantó de su escondite y caminó hacia el valle por un sendero descubierto, haciendo ruido y silbando. Cuando faltaban doscientos o trescientos metros para llegar a la casa blanca, una ráfaga destrozó las hojas que había sobre su cabeza, y tuvo que echar cuerpo a tierra. Poco después se reunieron tres soldados, que gritaban en algún dialecto montañés. Uno de ellos le apuntó a la cabeza, mientras los otros le registraban la ropa sin contemplaciones. Al ver que iba desarmado, lo levantaron a la fuerza, le ataron las manos a la espalda y lo empujaron por el camino. Pocos minutos más tarde estaba en la galería, frente al Hermano Número Seis.
Seis no dio muestras de sorpresa al verlo. Se levantó de su mecedora y se acercó tranquilamente, subiendo y bajando su cabeza de pájaro mientras lo examinaba como si fuera una escultura interesante. Ford, a su vez, examinó a quien le tenía prisionero. Iba vestido como un oficial colonial francés, con camisa blanca de seda bordada, pantalones cortos de color caqui, calcetines negros hasta las rodillas y zapatos de cordones. Fumaba latakia en una pipa Comoy, inglesa y cara, que desprendía nubes azules de humo aromático. Su cara era delicada, casi femenina. Con una arrugada cicatriz encima de la ceja izquierda, y el pelo blanco peinado hacia atrás con Vitalis, daba vueltas alrededor de Ford haciendo ruido con sus labios rojos de niña.
Una vez completada la inspección, se acercó a uno de los postes de la galería, vació la pipa, la limpió y, apoyándose en el poste, la llenó otra vez y la encendió. El proceso duró nada menos que cinco minutos.
—Tu parles francais?
—dijo por último, con una voz de una suavidad y una melosidad inesperadas, y en un francés elegante.
—Oui, mais je préfere
hablar inglés. Una sonrisa.
—No llevas identificación.
Su inglés era mucho más tosco, con un acento nasal jemer.
Ford no dijo nada. En la puerta de la casa apareció una figura encorvada, el consejero en quien ya había reparado. Llevaba pantalones caqui holgados, y el pelo, gris y ralo, le colgaba lacio en la frente. Muy ojeroso, debía de tener unos cincuenta años.
Seis se dirigió al recién llegado en jemer estándar.
—Hemos encontrado a un norteamericano, Tuk.
Este miró a Ford con ojos de sueño, bajo unos párpados caídos.
—¿Nombre? —preguntó Seis.
—Wyman Ford.
—¿Qué haces aquí, Wyman Ford?
—Buscarlo.
—¿Por qué?
—Para conversar.
Seis se sacó un cuchillo del bolsillo y dijo sin alterarse:
—Te corto el testículo. Luego conversamos.
Tuk hizo un gesto disuasorio con la mano y se volvió hacia Ford, a quien se dirigió en un inglés mucho más fluido, con acento británico.
—¿De dónde eres exactamente, en América?
Los pesados ojos se cerraron, y tardaron un poco en abrirse.
—De Washington capital.
Seis hizo señas a Tuk con el cuchillo, y dijo en jemer: —Estás perdiendo el tiempo. Deja que me lo trabaje con el cuchillo.
Tuk se volvió hacia Ford sin hacer caso.
—¿O sea que eres del gobierno?
—Efectivamente.
—¿Con quién has venido a conversar?
—Con él. Con el Hermano Número Seis.
El silencio fue tan brusco como gélido. Al cabo de un instante, Seis movió el cuchillo por delante de su cara.
—¿Para qué quieres verme?
—Para aceptar sus condiciones de rendición.
—¿Rendición? —Seis acercó mucho la cara.
—¿A quién?
Ford miró hacia arriba.
—A ellos.
Los dos hombres levantaron la vista hacia el cielo vacío.
—Disponen de… —Ford sonrió y miró su reloj.
—Unos ciento veinte minutos antes de que lleguen los Predator teledirigidos y los misiles de crucero.
Seis se lo quedó mirando.
—¿Quiere oír las condiciones? —preguntó Ford.
Seis le puso la hoja del cuchillo en el cuello y la giró ligeramente. Ford notó que se le empezaba a clavar en la carne.
—¡Te corto el cuello!
Tuk tocó suavemente el brazo de Seis.
—Sí —dijo con naturalidad—. Queremos oír las condiciones.
El cuchillo redujo su presión. Seis se apartó.
—Tienen dos opciones. Opción A: no rendirse. En dos horas la mina quedará arrasada por misiles de crucero y aviones teledirigidos Predator. Después vendrá la CIA a limpiar la zona; a limpiarla de ustedes. Puede que muera, o puede que se escape. Pase lo que pase, la CIA lo perseguirá hasta la muerte. No tendrá descanso en su vejez.
Una pausa.
—Opción B: rendirse a mí, abandonar la mina e irse. En dos horas quedará arrasada por bombas norteamericanas. La CIA le paga un millón de dólares por colaborar. Vivirá el resto de su vida en paz, como amigo de la Agencia. Su vejez será tranquila, descansada y segura económicamente.
—¿Por qué la mina no gusta a CIA? —preguntó Seis. —Aquí todo legal.
—¿No sabe quién compra sus piedras preciosas?
—Piedras vendo a Tailandia, todo legal.
Tuk asintió despacio, como en señal de acuerdo, con los ojos entornados.
—Sí, claro, todo legal. Está vendiendo piedras de miel a mayoristas como Piyamanee Limited.
—¡Todo legal! —dijo Seis.
—¿Sabe a quién se las venden los mayoristas de Bangkok?
—¿Qué más me da? Yo no incumplo leyes.
—Que no incumpla las leyes no significa que no nos esté cabreando.
Seis guardó silencio.
—Le voy a explicar una cosa —añadió Ford. —Los mayoristas de Bangkok están vendiendo las piedras a intermediarios de varios países de Oriente Próximo. Estos le sirven de pantalla a un traficante saudí que se las vende en grandes cantidades a compradores de Quetta, Pakistán, los cuales pagan el transporte por mulas de las gemas a Al Qaeda, en Waziristán del Sur. ¿Sabe qué hace Al Qaeda con las piedras?
Seis lo miraba fijamente. Saltaba a la vista que nunca lo había pensado.
—Al Qaeda las tritura, concentrando la radiactividad, y las usa para fabricar bombas sucias.
—Yo no sé nada. ¡Nada! —dijo Seis, enfadado, con voz estridente.
Ford sonrió.
—Ya, ni usted ni el sargento Schultz.
[2]
—¿Quién es el sargento Schultz?
Ford esperó, alargando el silencio.
—¿Bueno, qué? ¿La opción A o la opción B?
—Tú solo eres un hombre que viene con historia tonta, y nada más.
Seis escupió.
—Hágase una pregunta, Hermano Número Seis: ¿vendría yo aquí sin refuerzos?
—¡No traes pruebas, ni siquiera identificación!
—¿Quiere pruebas?
La mirada de Seis se hizo más penetrante. Ford señaló las colinas con la cabeza.
—Le voy a enseñar pruebas. Voy a ordenar que un Predator dispare un misil en lo alto de una de esas colinas. ¿Le basta?
Seis tragó saliva, haciendo que su desagradable nuez se moviera. No dijo nada. Los párpados de Tuk seguían caídos.
—Desáteme las manos —dijo Ford. Seis murmuró una orden. A Ford le desataron las manos.
—Aparte el cuchillo.
El camboyano se lo guardó en la funda. Ford señaló hacia el oeste.
—¿Ve aquella colina del fondo, la que tiene dos puntas? Pues le vamos a dar con un misil pequeño.
—¿Cómo das orden?
Ford sonrió. Sabía que la mayoría de los camboyanos de cierta edad le tenían un temor casi sobrenatural a la CIA, temor del que esperaba aprovecharse.
—Tenemos nuestras maneras.
Ahora Seis sudaba.
—Dentro de media hora tendrá su prueba. Entretanto me gustaría ser tratado como un huésped de honor, no como un delincuente.
Señaló a los hombres armados.
Seis dijo algo, y bajaron sus fusiles.
—Aquí encima, sobre sus cabezas, hay muchos aparatos que no ven. Como me ocurra algo, lloverán muerte y destrucción a una velocidad que no le dará tiempo ni de ir a mear.
El rostro de Seis permaneció impasible. Se inclinó para escupir en la galería.
—Tienes media hora. Luego te mueres.
Volvió a su mecedora con paso cansino, se sentó y empezó a balancearse.
Pocas veces, por no decir nunca, había visto Abbey una isla tan desolada como Egg Rock, poco más que un montón de rocas azotadas por las olas del Atlántico. Tardaron menos de cinco minutos en llegar a la conclusión de que allí no había ningún cráter. Tras vagar desconsoladas, descansaron en la roca más alta de la isla. Las gaviotas graznaban, dando vueltas sobre sus cabezas. Alrededor tronaba el mar contra las rocas.
—¿Y ahora qué? —dijo Jackie al sentarse a su lado.
—Menuda pifia.
Abbey tragó saliva.
—Aún nos queda Shark.
—Sí, claro.
—Se acerca niebla —observó Abbey.
El banco de niebla, una línea baja y gris sobre el horizonte, se acercaba por el sur. Abbey vio que empezaba a sepultar Monhegan Island, que desapareció en la grisura. Poco después fue la isla de al lado, Mañana, más pequeña, la que fue devorada. Abbey oía lamentarse cada pocos segundos la solitaria sirena de la isla de Mañana.
Deslizó la mirada por el agua hasta Shark Island, un puntito de tierra situado a unos trece kilómetros mar adentro. Con menos de una hectárea, sin árboles, desierta, era la última isla de la lista. Si no estaba ahí el meteorito… Mientras tiraba una piedra, reflexionó con pesimismo sobre sus posibilidades de encontrar un cráter en Shark. Las nubes del cielo empezaron a juntarse, proyectando su sombra sobre ella, y un aire menos luminoso que antes las envolvió en un fuerte olor a algas.
—Va a llover —advirtió Jackie. —Vámonos al barco.
Abbey asintió con la cabeza. Bajaron con cuidado por las rocas, y después de cruzar las algas de la orilla subieron al bote y lo sacaron a las olas, que eran suaves. El mar estaba en calma. Parecía serenarse, efecto habitual en la niebla. Abbey remó con fuerza hacia el
Marea,
y poco después subieron a la popa. Una vez en la cabina de control, repasó mentalmente una lista: nivel de combustible, baterías, sentina. Puso el motor en marcha, despertando el Yanmar con un ruido sordo. Justo cuando encendía los sistemas electrónicos, entró Jackie.
—Vamos a buscar una cala bien guapa para echar el ancla y pillar un colocón.
—Nos vamos a Shark Island.
Jackie gimió.
—No, por favor, con niebla no; me duele la cabeza del vino de anoche.
—El aire fresco te sentará bien.
Abbey se inclinó hacia la carta. Shark Island estaba en pleno Atlántico, rodeada de arrecifes y azotada por corrientes peligrosas. Sería peliagudo llegar. Sintonizó la VHF en el canal de meteorología, y una voz informática, de una extraña monotonía, empezó a recitar la previsión.
—Mejor que nos quedemos un rato aquí estacionadas, esperando a que despeje la niebla —dijo Jackie.
—Es nuestra oportunidad. El mar está relativamente tranquilo.
—Ya, pero la niebla…
—Llevamos radar y carta digital.
A medida que se les echaba encima el banco de niebla, una penumbra misteriosa cayó sobre el mar.
Jackie se derrumbó en el asiento que había junto al timón.
—Vamos, Abbey, ¿no podríamos descansar un poco? Yo tengo resaca.
—Se aproxima mal tiempo. Si no aprovechamos ahora la calma, quizá tengamos que esperar varios días. Mira, en cuanto desembarquemos solo tardaremos cinco minutos en explorar aquella roca.
—No, por favor.
Abbey puso una mano en el hombro de su amiga.
—Jackie, nos espera el meteorito.
Esta soltó un bufido de sarcasmo.
—Hay que levar anclas, primera oficiala.
Mientras se alejaba con paso cansino, el banco de niebla engulló el barco e hizo que el mundo se redujese a unos pocos metros de crepúsculo gris.
Jackie encajó el ancla y metió el pasador.
—¿Sabes que eres como el capitán Bligh, el del motín de la
Bounty
?
Atenta a la carta digital, Abbey puso el barco en movimiento y giró la proa del
Marea
hacia Shark Island.
—Allá vamos, eBay.
Ford esperó en la galería a que pasaran los minutos. Estaba rodeado de soldados con sus armas preparadas. Seis seguía en la mecedora, contemplando el valle y haciendo crujir ligeramente la madera al balancearse una y otra vez… El aire, impregnado de un calor brutal, incluso en la sombra de la galería, no se movía un ápice. Un cacofónico rumor llegaba de la mina, donde varias filas de peones andrajosos penaban en un ciclo interminable de horror, entre disparos esporádicos que acababan sin contemplaciones con una vida más. En torno a la pila de rocas se agolpaba un enjambre de niños. Por el cielo, blanco y candente, subía el humo de los fuegos de la cocina. Tuk estaba muy quieto, con los ojos cerrados, como si durmiese. Los soldados cambiaban nerviosos de postura, lanzando miradas hacia el cielo o hacia la loma de dos puntas.
El lento balanceo cesó con un crujido. Seis echó un vistazo al pesado Rolex que llevaba en la muñeca, y levantó los prismáticos para examinar la colina.
—Cuarenta minutos. Nada. Yo dado a ti diez minutos gratis.
Ford se encogió de hombros.
—Vamos a casa —le dijo Seis, levantándose de la mecedora. —Dentro más fresco.
Los hombres armados empujaron a Ford hasta la parte trasera de la casa. Detrás de la cocina, junto a una pocilga, había un anexo, una especie de cobertizo. Dentro de la habitación, hecha de troncos, solo se veía una mesa de madera y una silla. En cuanto entraron ellos, los cerdos de fuera empezaron a chillar y a bufar de entusiasmo.