Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
Querida mía, lamenté profundamente tu desavenencia con Rosas por mi causa y sólo puedo decirte que en mí siempre encontrarás un amigo dispuesto a ayudarte. De todos modos, creo que deberías confesarle lo de tu estado. No puede tener un corazón tan duro para no conmoverse ante semejante noticia.
En tanto a la desgraciada ocurrencia de Racedo de alzarse con los huesos de Mariano Rosas, al enterarme, sufrí por ti porque imaginé cuánto te habría afectado. Yo mismo condené ese hecho innecesario y denigrante. Sin embargo, Laura, a ti te hablaré con el corazón en la mano: nada puedo hacer. Ahora soy un político, es decir, un hombre que necesita de medios para conseguir un fin, medios que no siempre son limpios y honestos, pero que justifican el fin que me he propuesto: formar, de una vez y por todas, esta bendita Patria nuestra. Mi fuerza se basa en dos puntos: la alianza que, con mi concuñado, Juárez Celman, hemos construido en el interior, y el ejército, que aún responde a mi nombre con la misma veneración que durante la expedición al sur. Eduardo Racedo es de mis oficiales más importantes y eficaces. Gracias a él, principalmente, pude lograr lo que logré en el desierto el año pasado. Si le ordenara que restituyera los huesos, en primer lugar, se negaría porque ya no es mi subalterno; y en segundo, perdería su apoyo invaluable. En fin, en este asunto tan penoso estoy atado de pies y manos.
En lo que respecta al cacique Epumer, me he preocupado personalmente del tema y estoy haciendo gestiones (las que puedo desde mi dudosa posición) para conseguir su libertad. Aún me quedan “amigos” en Buenos Aires que están interesados en que les deba favores, el senador Cambaceres uno de ellos, que ha mencionado la posibilidad de llevarlo a trabajar a su campo El Toro en Bragado. No tengo dudas de que la tan ansiada liberación de Epumer y de su familia está cerca. Espero, sinceramente, que esto compense el revés anterior.
No quiero aburrirte con tediosos chismes de política que van urdiendo esta compleja maraña que se llama “campaña electoral”. Debes saber que más de una vez me desazono porque las tengo todas en contra. Ya te habrás enterado de los disturbios del 15 de febrero en las calles porteñas a cargo de los rifleros y del intento de derrocar a Del Viso en Córdoba dos días atrás. Tejedor no se queda quieto y envía revoltosos a todas nuestras provincias para provocar levantamientos que derroquen a los gobiernos leales. Me siento un bombero que no tiene tiempo de apagar tantos incendios. Los del Comité de Paz me tienen patilludo con la cantinela de que debo deponer mi candidatura. ¿Por qué, me pregunto, debo someterme al chantaje de ese carcamán de Tejedor? Yo tengo derecho a presentarme como candidato porque nada legal me lo impide. Si depusiera mi candidatura, estaría complaciendo a estos que todavía se creen los dueños del país simplemente porque viven cerca del puerto y de la Aduana. Si el problema es evitar una guerra, pues díganle al irresponsable de Tejedor que pare de armar a sus ejércitos provinciales que se pavonean por las calles de Buenos Aires insultando a Avellaneda y deseándome la muerte. Si esto no es posible, y bueno, habrá guerra nomás. Todos saben que no me amedrento fácilmente.
Perdón, Laura mía, por haber descargado mis quejas sobre estas páginas que pretendían ser de otro tenor, pero al saber que serán tus ojos los que las leerán, mi mano vuela libremente y sin ataduras para escribir los pesares que me agobian. No creas que dudo de la victoria, sé que ocuparé el sillón de don Bernardino antes de que termine el año, pero a veces me desconsuelo porque me pregunto si tanto sacrificio y riesgo vale la pena, esto es, si podré lograr hacer de este país lo que deseo: una patria grande y próspera respetada en el mundo civilizado.
Esperando tu respuesta con ansias, quedo a tu entera disposición.
Tu servidor, J.A.R.”
Laura se quitó el bastidor y los carretes de hilo de la falda, y se puso a escribir. La carta de Roca le había hecho bien; le había devuelto la confianza al hacerla sentir querida por un hombre a quien ella admiraba. Ni siquiera la había molestado su negativa para ayudarla a recuperar los huesos de Mariano Rosas; la conformaba que hubiese sido sincero. En cuanto a la libertad de Epumer, Agustín se pondría más contento que ella, que había perdido interés. Los destellos de rencor que en ocasiones la dominaban alcanzaban también a los familiares de Nahueltruz, aunque después se avergonzaba por albergar sentimientos tan mezquinos.
Terminó de escribir la misiva y se la entregó a María Pancha junto con la dirección de Alejandro Roca. Veinte días más tarde, un sirviente de don Alejandro trajo otra carta, esta vez fechada en La Paz. Córdoba. La comunicación epistolar se mantuvo fluida y sin interrupción, y tanto escribir como leer esas cartas constituían un momento de solaz para ambos. Laura tenía la impresión de que su amistad con Julio Roca era de las cosas más sólidas con las que contaba.
Perdonar es divino
Nahueltruz leía unos documentos que requerían de su firma cuando el ama de llaves le anunció que una mujer deseaba verlo. Le presentó su tarjeta personal que rezaba «Lady Leighton».
—Habla francés —dijo la mujer—, pero con acento español.
¿Acaso Leighton no era el inglés comprometido con Laura? ¿Es que sería tan descarada de visitarlo luego de casada?
—¿Cómo es? —preguntó de mal modo y, ante el desconcierto del ama de llaves, rehizo la pregunta—: Me refiero, madame La Roche, a cómo es físicamente. ¿Es rubia?
—No, no. Su cabello es castaño, tirando a rojizo. Sus ojos, muy azules —agregó.
—Hágala pasar a la sala. La alcanzaré en un minuto.
En su dormitorio, se peinó, se perfumó y se puso el saco. Avanzó por el corredor a paso rápido. En la sala, lo aguardaba Esmeralda Balbastro, recientemente convertida en lady Leighton.
—¡Santo Dios, Esmeralda! —exclamó, mientras se aproximaba para saludarla—. ¡Qué sorpresa me has dado!
Se abrazaron y se besaron en ambas mejillas, y Nahueltruz le pidió que volviera a sentarse.
—Espero que la sorpresa sea grata, querido. No le reprocharas a Blasco por haberme dado tu dirección en París, ¿verdad? —Y mientras le pasaba un dedo por la mejilla, agregó—: Ya no estas enfadado conmigo, ¿sí?
—¿Enfadado? —se extrañó Guor.
—La última vez que nos vimos en tu casa, no nos despedimos precisamente en términos amistosos.
Guor le dispensó una sonrisa sutil para indicar que desestimaba el altercado.
—Supongo que te movieron buenas intenciones —dijo, y de inmediato cambió de tema—: ¿Qué haces en París? Me resulta increíble verte aquí.
—Una mujer recién casada tiene derecho a su viaje de bodas, ¿no?
Guor levantó las cejas y aguardó la explicación.
—Sí, acabo de casarme, Lorenzo, y debo confesarte que este segundo matrimonio me sienta mejor de lo que imaginé. Lord Edward Leighton es mi esposo. Ahora me llaman
lady
Leighton —agregó, con fingida soberbia.
—¿El mismo Leighton que iba a desposarla a ella?
—A Laura —remarcó Esmeralda—. Sí, el mismo —aseguró.
Madame La Roche entró con una bandeja y la dejó frente a ellos, sobre una mesita. Preguntó si tomarían té o café, pero, como Esmeralda se ofreció para servirlo, Guor la despidió.
—No te sorprendas tanto, Lorenzo —dijo, mientras vertía café en una taza—. El hecho de que Laura haya rechazado a Edward por causa tuya no significa que el hombre se haya dado por vencido con las de mi sexo. Ya ves, nos conocimos, nos enamoramos, nos casamos. Así de simple. Y debo admitir que estoy feliz como jamás pensé que volvería a estarlo. Feliz —recalcó, con aire sereno, y Nahueltruz sintió envidia.
—Supongo que si lo has aceptado es porque el tal Leighton es un hombre valioso. No te imagino al lado de un mentecato por más blasones que ostente.
—Aunque para ti el nombre Leighton sea lo más parecido a un insulto, creo que si llegaras a conocer a Edward lo apreciarías sinceramente. Es un hombre extraordinario. Ahora entiendo por qué Laura, a pesar de seguir enamorada de ti, se permitió pensar en un matrimonio con él.
—No la nombres —ordenó Guor, y escondió la mirada en la taza con café.
—Vamos, Lorenzo. ¿Aún aferrado a rencores vanos?
—¿También tú? —se molestó—. ¿Es que nadie ve lo que yo veo? ¿Nadie puede imaginar lo que yo siento? Me han convertido en el villano de la historia y a ella, en la pobre y dulce princesa desvalida.
—En cierta forma, lo es.
—Una ladina y taimada mujer, eso es verdaderamente —dijo Nahueltruz—. Volví a creer en ella a pesar de lo sucedido en Río Cuarto, volví a confiar y a amarla, y una vez más me mintió y me traicionó. El único culpable soy yo. Como un estúpido caí nuevamente bajo su embrujo, volví a dejarme seducir. Esta vez, sin embargo, no me costó tan caro porque pude borrarla de mi corazón de un plumazo, no queda en mí vestigio de amor por ella —recalcó con demasiada pasión para resultar verosímil.
Esmeralda sorbió su té, mientras aguardaba a que Nahueltruz recuperara la calma.
—Está embarazada —dijo al cabo, pero de inmediato se decepcionó porque la noticia no obró en Lorenzo como ella había imaginado—. ¿Ya lo sabías?
—El padre Agustín escribió para decírmelo. En realidad, para increparme, para exigirme que me haga cargo del niño.
—Es tu hijo, Lorenzo —abogó Esmeralda.
Guor dejó la taza sobre la mesa haciéndola tambalear y se puso de pie.
—¡Bien podría serlo de Roca!
—Sabes que lo que dices es injusto. Hacía tiempo que Roca y Laura habían dejado de verse simplemente porque él estaba en el sur.
—Sí, exterminando a mi gente.
—Sí, querido, exterminando a tu gente. Pero ahora discutimos otra cuestión. Ahora hablamos de una criatura inocente que sufrirá consecuencias dolorosas por culpa del rencor ciego de su padre.
—¡No soy su padre! Roca y Laura volvieron a encontrarse cuando éramos amantes.
—Lo hicieron en calidad de amigos, y lo sabes. Ella fue a verlo por ti, Lorenzo. ¿No te das cuenta? Lo hizo movida por el inmenso amor que te tiene. Y por ese mismo amor, voló a Río Cuarto cuando se enteró de que tú habías marchado hacia allá en busca de quien profanó la tumba de tu padre. Estaba delicada de salud y, sin embargo, viajo en contra de la voluntad de medio mundo.
Guor se maldijo por aflojar tan fácilmente cuando del bienestar de Laura se trataba. Debería importarle un maravedí si vivia o moria; no obstante, le importaba.
—¿Por qué estaba delicada de salud? —preguntó.
—A causa de su embarazo. —Nahueltruz permaneció en silencio y Esmeralda prosiguió—: Al llegar a Río Cuarto, después de eso viaje tan largo y fatigoso en tren, comenzó a sangrar, con dolores muy fuertes en el vientre. Casi pierde al niño. Un doctor de la villa, Javier, según entiendo, es su apellido, la tomó a su cargo y se ha ocupado de ella. La mantuvo en cama por semanas y le prohibió regresar a Buenos Aires. Otro viaje como ése, dijo, le costaría la vida al niño, posiblemente a ella. Por lo tanto, tu hijo nacerá en Río Cuarto, donde todo comenzó siete años atrás.
—¿Cómo sabes todo esto?
—María Pancha me escribió para contarme.
Esmeralda dejó el sofá y se acercó a Guor. Le pasó las manos por la cintura y apoyó la mejilla sobre su pecho.
—Ah, Lorenzo, querido, ¿por qué sufres inútilmente? En Río Cuarto te aguardan tu mujer y tu hijo. ¿Por qué te emperras en permanecer a tantas millas de la felicidad?
—Porque no sería feliz junto a ella —expresó Guor, sin tintes de rabia—. Se acostó con el asesino de mi pueblo y eso no puedo perdonárselo.
El doctor Javier calculaba que el bebé nacería en los primeros días de mayo. Durante las últimas semanas, Laura había comenzado a sentirse mejor. A pesar de estar «redonda como un tonel y pesada como la mesa de roble de la Santísima Trinidad», el clima fresco le sentaba de maravillas. Atrás habían quedado las bochornosas jornadas estivales cuando parecía que la falta de aire o las permanentes amenazas de vahídos terminarían por volverla loca. El doctor Javier mantenía su prescripción, y Laura debía comer sin sal. La conminaba a no permanecer demasiado tiempo sentada para evitar la hinchazón de los pies, pero a Laura le costaba moverse. El peso del vientre, que se hacía sentir en la parte baja de la columna y en la cintura, la había vuelto torpe y desgarbada. Caminaba como podía, olvidándose de las lecciones de decoro de la abuela Ignacia. Dormir tampoco le resultaba fácil, y ya no encontraba manera de acomodar la panza sin que la molestara. A veces deseaba que su bebé naciera pronto para recuperar la potestad sobre su cuerpo y sus funciones, pero luego se arrepentía al reflexionar que en ningún sitio como en su vientre su hijo estaría tan protegido.
Magdalena decidió viajar a Río Cuarto para asistir al nacimiento de su nieto, y así se lo comunicó a Laura en una carta que llegó la tercera semana de abril. El doctor Pereda y tía Carolita la acompañarían. Laura no cabía en sí de dicha y sus afecciones pasaron a un segundo lugar mientras planeaba la recepción. En su carta, Magdalena le preguntaba cómo llamaría al niño en caso de ser varón, y sugería el nombre José Vicente.
—En este aspecto —manifestó Laura— haré caso de la vieja Alcira, la criada de mi bisabuela Pilarita, y tendré extremo cuidado al nombrar a mi hijo. No lo llamaré José Vicente, porque mi padre nunca fue un hombre plenamente feliz. Lo llamaré como nadie se ha llamado en nuestra familia. Si es varón lo llamaré Gabriel, como el arcángel que anunció la buena noticia a María. Mi hijo también será un mensajero de buenas noticias para mí.
—¿Sólo Gabriel? —se extrañó María Pancha.
—Sólo Gabriel —ratificó Laura.
—¿Y si es niña?
—Si es niña, se llamará Rosa María. Rosa, porque será simple y bella como la flor, y María, en honor de la Virgen, porque a ella se la consagraré.
«Laura no es la misma», pensó María Pancha. Se tratase de su maternidad o de la influencia de doña Generosa y el padre Marcos, lo cierto era que había cambiado; la notaba serena; no resignada, pero sí contenta, como si hubiese aprendido a encontrar satisfacción en acontecimientos y personas que no se reducían a Nahueltruz y a su mundo. Hacía tiempo que no se dormía llorando ni despotricaba contra su suerte; la voluntad de Dios debía ser aceptada. Nunca había sido frívola ni apegada al dinero, pero sí se había mantenido ocupada en resolver problemas económicos, en administrar sus bienes y en presentar batalla a una sociedad que la condenaba, circunstancias que la habían vuelto incrédula, belicosa y hasta despectiva. Ahora, sin embargo, les daba valor a las cuestiones espirituales y hablaba de Dios y de la Virgen con la devoción de una beata. A pesar de haber perdido la silueta y de un sinfín de malestares, se quejaba poco y amanecía con una sonrisa. «Pero nunca deja de pensar en él», se lamentó María Pancha.