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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (15 page)

BOOK: Indomable Angelica
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—Comprendo lo que queréis decir, Monseñor. No es el modo berberisco mostrar de antemano sus pabellones y los moros no han utilizado nunca bandera blanca junto a sus emblemas, pues sólo los cristianos emplean la bandera blanca como único signo de guerra.

—No lo comprendo —dijo Vivonne pensativo—. Me pregunto con qué clase de enemigo tenemos que habérnoslas.

Pese al mar encrespado, las galeras se acercaban en hilera, con velamen reducido, y comenzaban a agruparse en orden de combate, poniendo proa hacia la roca que marcaba la entrada de la caleta. En aquel momento aparecieron dos faluchos turcos. Eran más bien barcas de vela, con la ventaja, sin embargo, de tener el viento en popa.

El Almirante pasó el catalejo a su segundo que, después de haber estado mirando, se lo ofreció a Angélica. Pero ésta se servía ya del viejo y larguísimo anteojo, picado de cardenillo que maese Savary había sacado de su bagaje.

—Yo no veo en esas barcas más que unos negros y algunos malos mosquetes —dijo ella.

—¡Es una provocación y una insolencia!

Vivonne se decidió:

—Encargad a
La Descarada
, que es la más ligera, que les dé caza y los hunda. ¡Esos imbéciles no tienen siquiera artillería!

La Descarada
, avisada por medio de señales, se lanzó en persecución de los dos faluchos. Poco después, tronó el cañón y su retumbar repercutió en la costa. Angélica entregó precipitadamente el anteojo a Savary a fin de poder taparse los oídos con las dos manos.

Los faluchos no habían sido alcanzados y se largaban a plena mar.

La Flor de Lis
y
La Concordia
, que los tenían en su línea de tiro, excitadas por aquella presa fácil, tomaron la iniciativa de desviarse a fin de acercarse al blanco. El cañón tronó aún varias veces.

—¡Tocados!

La vela triangular de uno de los faluchos estaba tumbada sobre las olas. En unos segundos, el casco y su tripulación quedaron sumergidos y desaparecieron. Se divisaban unas cabezas negras en la cresta de las olas. El otro falucho quiso maniobrar para acercarse a ellos, pero el tiro preciso de
La Flor de Lis y La Concordia
lo aislaron. Tuvo que huir de nuevo.

—¡Bravo! —exclamó el Almirante—. ¡Que las tres galeras pongan proa otra vez hacia la entrada!

Los navios, ahora bastante alejados, realizaron la maniobra, no sin dificultad a causa del mar agitado. Se produjo cierta confusión en el dispositivo de combate previsto. Fue entonces cuando el vigía aulló desde su puesto:

—¡Jabeque de guerra a estribor! ¡Se nos viene encima…!

XII El combate naval contra el Rescator

En la entrada de la cala, acababa de aparecer un navio con las velas desplegadas. A rápida marcha, franqueaba el paso de las rocas.

—¡Virad de bordo, de frente al enemigo! —tronó Vivonne—. ¡Disparen las tres piezas a mi voz! ¡Fuego!

El gran cañón central reculó en la cujía. El olor de la pólvora picó en la nariz a Angélica, aturdida por la deflagración. A través del humo oyó cómo se sucedían las órdenes, claras, precisas.

—Los pedreros de estribor en posición. El jabeque nos pasa. Preparada toda la mosquetería y aparejar para virar después y volver al ángulo de tiro. ¡Fuego…!

Crepitó la salva, rodando los ecos del cañón, todavía sin extinguir. Pero el jabeque, habiendo esquivado las balas estaba aún lejos para que alcanzasen los mosquetes. Savary miraba con un anteojo, mostrando la satisfacción del naturalista que observa una mosca con la lupa.

—Hermoso barco, de teca de Siam. El valor de esta madera no tiene precio. Se necesitan cinco años después de haber retajado la corteza, para desjugarle en pie, y luego siete años para secarlo bajo techado, antes de aserrarlo. Bandera blanca en el palo mayor y pabellón del rey de Marruecos a popa y una marca especial, roja con escudo de plata en el centro.

—La insignia del monseñor el Rescator —dijo Vivonne, con amargura—. Lo hubiese apostado.

El corazón de Angélica dio un salto. Tenía, pues, enfrente aquel terrible Rescator, causante de la pérdida de su hijo, y al que los valientes oficiales de Su Majestad parecían temer con justo motivo. Vivonne y Brossardiére cambiaban impresiones, seguían atentamente las evoluciones del enemigo.

—Tiene un nuevo barco, ese maldito Rescator. De un corte espléndido. Muy baja la línea de flotación, apenas al alcance de la puntería parabólica de nuestros cañones. Por eso hemos fallado hace un momento, cuando lo teníamos de frente. Veintidós cañones en total. ¡Pardiez!

Por las portas abiertas en los costados del jabeque veíanse rebrillar las bocas redondas de los cañones y unos humos sospechosos salían de allí, revelando que los artificieros estaban en sus puestos, preparados para prender las mechas a la primera orden.

Banderolas de señales cubrieron sus obenques: «Rendios u os hundimos».

—¡Qué insolente! ¿Creerá que la flota del Rey de Francia se deja intimidar así? Está demasiado lejos para hundirnos.
La Concordia
se acerca y va a tenerlo pronto en su línea de tiro. ¡Izad el banderín de guerra blanco a proa y las flores de lis apopa!

En seguida se vio al adversario modificar el rumbo. Se puso a describir un arco de círculo, a fin de evitar las proas armadas de cañones apuntadas hacia tierra y hacia el Este. Navegó muy de prisa a toda vela. Tronaron varios cañonazos.
La Flor de Lis
y
La Concordia
, que habían perseguido los faluchos-cebo, volvían a intentar asestar un golpe directo al asaltante.

—¡Marrado! —comprobó Vivonne, con despecho. Tomó de su bombonera unos pistachos azucarados—. Ahora, desconfiemos. Va a cargar de nuevo sobre nosotros e intentar hundirnos. Prepararse a virar para presentarnos de frente.

La galera evolucionó.

Durante unos instantes un pesado silencio pareció gravitar y no se oía ya más que los golpes acompasados de los batintines de los cómitres, como sordos latidos de un corazón angustiado.

Luego, allá lejos, la fragata-corsario se puso en movimiento, volviendo hacia ellos como había previsto el almirante francés. Pasó como águila marina y se encontró llevada por su impulso muy atrás de toda la flota. Se detuvo de pronto y cambió de velamen.

—¡Experto maniobrista ese condenado pirata! —gruñó La Brossardiére—. ¡Lástima que sea un enemigo!

—Me parece mal escogido el momento de admirar su habilidad, monsieur de La Brossardiére —dijo secamente Vivonne—. Artilleros, ¿habéis vuelto a cargar vuestras piezas?

—Sí, Monseñor.

—Entonces, ¡toda la salva cuando os lo mande! Nosotros estamos de frente y él nos presenta el costado. Es el buen momento.

Pero lo que tronó fue la salva de los doce cañones de estribor del barco corsario.

Pareció brotar un geiser del mar, ocultando al adversario tras una cortina de espuma. Restos de todas clases se elevaron en el aire y una explosión ensordecedora repercutió progresivamente. Luego una ola enorme cayó sobre la chusma de
La Real
, mientras varios remos, a babor, se partían como cerillas.

Angélica se encontró, empapada, asida a la batayola de la galera que se enderezaba lentamente. El duque de Vivonne, arrojado al suelo, estaba ya en pie.

—No hay daño —dijo—. Nos ha marrado. ¡Mi catalejo, Brossardiére! Creo que ahora…

Se detuvo, quedando con la boca bierta, y en el rostro una expresión de azoramiento e incredulidad. En donde se hallaba hacía poco el barco-transporte, no se veía más que una especie de tromba arrastrando en su torbellino restos de maderos y remos rotos. El barco con sus cien forzados y su tripulación, y sobre todo, con sus 400 toneles de balas de cañón, cartuchos y metralla, se había ido a pique.

—¡Toda nuestra reserva de municiones! —musitó Vivonne, demudado—. ¡El muy bandido! Nos hemos dejado atrapar en su añagaza. No era a nosotros a quien apuntaba sino al transporte.

Las otras galeras, corriendo tras los faluchos, lo habían dejado al descubierto. Pero le hundiremos… nosotros también. La partida no está terminada. El joven almirante se arrancó sombrero y peluca empapados, y los arrojó al suelo con violencia.

—Que hagan avanzar
La Delfina
a primera línea. No ha disparado aún y su reserva de municiones está intacta.

A lo lejos el enemigo acechaba, maniobrando allí mismo, presentándose alternativamente de frente para ofrecer blanco más reducido, o de babor, con sus piezas cargadas que debían estar prontas a disparar.

La Delfina
estuvo con bastante rapidez en su sitio. Angélica recordó que en aquella nave era donde se encontraban los prisioneros cómplices del Rescator; los que habían salmodiado en árabe y cuyo cabecilla fue ejecutado la noche última; y pensó que no era prudente emplear prisioneros en maniobras difíciles de combate.

No había acabado de pensarlo cuando vio los largos remos de los galeotes del puesto de la borda levantarse a destiempo, y luego enredarse unos a otros.
La Delfina
que acababa de virar se bamboleó, vaciló, tembló como pájaro herido y, de pronto, se inclinó medio hundiéndose sobre el costado derecho. Se elevaron clamores y crujidos siniestros dominados por los gritos sobreagudos de los moros.

—¡Que cada galera descuelgue su falucho y su caique para prestar auxilio!

La maniobra fue muy lenta. Angélica se volvió, con las manos en los ojos. No podía soportar ya el espectáculo de la galera volcándose poco a poco. La mayoría de los marineros y la chusma toda, estaban condenados a morir bajo el casco, aplastados o ahogados. Unos soldados lanzados al mar se agitaban, paralizados por su pesado equipo, sus sables y sus pistolas, y pedían socorro.

Cuando se decidió a mirar de nuevo vio desplegarse, muy altas en el cielo, diez velas blancas azotadas por el viento. El jabeque estaba ahora casi a un cable de la galera almirante. Se podía ver brillar la madera, como barnizada, con su casco panzudo que navegaba ágilmente; y se distinguían los rostros morenos de los berberiscos envueltos en amplios mantos, con cinturones de vivos colores. Armados de mosquetes, llenaban la batayola de proa a popa. En esta última, rodeados de una guardia de jenízaros con turbantes verdes y sables cortos, había dos hombres. Inmóviles, observaban atentamente con su catalejo la galera
Real
.

Angélica creyó al principio, pese a sus atuendos europeos, que eran también moros, porque sus caras le parecían oscuras; pero vio luego las manos blancas de los dos hombres y comprendió que iban enmascarados.

—Mirad —dijo junto a ella Vivonne, con voz sorda—, el más alto, vestido de negro con manto blanco es
él
, el Rescator. El otro, es su segundo, un hombre llamado, o al que llaman Jasón. Sucio aventurero pero buen marino. Sospecho que es francés.

Angélica tendió una mano temblorosa hacia el anteojo de Savary.

En el círculo turbio del instrumento, los dos hombres le parecieron más claramente distintos, como podrían serlo Sancho Panza y Don Quijote; pero su emparejamiento no se prestaba a la sonrisa. El capitán Jasón era un hombre rechoncho, vestido a lo militar con casaca de solapas ceñida por ancho cinturón. Un enorme sable daba sobre sus botas altas. Todo en él contrastaba con la silueta alta y delgada del pirata llamado Rescator, vestido con traje negro de corte español algo anticuado. Llevaba unas botas muy ceñidas de vueltas adornadas doradas con borlas. Un pañuelo rojo anudado a lo corsario le cubría la cabeza, así como un gran chambergo negro de plumas rojas.

Sin embargo, rendía homenaje al Islam por su amplio manto de lana blanca con bordados en oro que flotaba al viento.

Angélica pensó, estremecida, que se asemejaba a Mefistófeles. Emanaba de su presencia una especie de fascinación. ¿Habría él visto así, inmóvil, impasible, hundirse en las olas la galera en donde un niño alzaba los brazos al cielo llamando a su padre?

—¡Pero a qué se espera para hundirla! —exclamó ella, sobreexcitada.

Olvidaba el espectáculo de horror a su alrededor.
La Delfina
seguía medio volcada. A fuerza de heroísmo los marineros lograban mantenerla aún sobre el costado, pero era evidente que no podría enderezarla maniobra alguna, y haciendo agua por la popa comenzaba, pese a las bombas en acción, a hundirse lentamente.

Bajaban un caique al costado del jabeque. Tocó las olas y el segundo del Rescator tomó asiento en él.

—Han solicitado parlamentar —dijo Vivonne sorprendido.

Poco después el hombre subió a bordo, y presentándose ante los oficiales, se inclinó profundamente, a la manera oriental.

—Os saludo, señor Almirante —dijo en un francés muy correcto.

—Yo no saludo a los renegados —respondió Vivonne.

Una extraña sonrisa se adivinó bajo la máscara negra, y el hombre se persignó.

—Soy cristiano como vos, señor, y mi amo, monseñor el Rescator, también lo es.

—¡Unos cristianos no pueden estar el frente de tripulaciones de infieles!

—Nuestras tripulaciones se componen de árabes, de turcos y de blancos. Lo mismo que las vuestras, señor —dijo lanzando una mirada hacia el lugar de la chusma—; la única diferencia es que las nuestras no están encadenadas.

—Basta de discursos. ¿Qué proponéis?

—Dejadnos libertar y recoger los moros nuestros que hicisteis prisioneros con esa galera,
La Delfina
, y nos retiraremos sin proseguir el combate.

Vivonne lanzó una mirada hacia la galera en peligro.

—Vuestros moros están destinados a perecer con esa galera condenada.

—Nada de eso. Nos proponemos enderezarla.

—¡Es imposible!

—Podemos hacerlo. Nuestro jabeque es más rápido que vuestras galeras que parecen pataches —terminó con un matiz de desprecio en la voz—. Pero decidios pronto porque el tiempo apremia y dentro de unos instantes será demasiado tarde para obrar.

Se libraba un combate en el alma de Vivonne. Sabía muy bien que no podía hacer nada por
La Delfina
. Aceptar era salvar el magnífico barco y varios centenares de hombres, pero ¡capitular ante un enemigo inferior en número! Como responsable de la escuadra real, no tenía elección. Por fin dijo, apretando los dientes:

—Acepto.

—Os lo agradezco, señor Almirante. Y os saludo.

—¡Traidor!

—Mi nombre es Jasón —dijo el hombre con ironía.

Se alejó hacia la escala. El duque de Vivonne escupió sobre sus pasos.

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