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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (19 page)

BOOK: Indomable Angelica
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La tripulación la completaba un chiquillo griego llamado Mutcho.

—Bueno, ya estáis a bordo de mi barca, señora —prosiguió Melchor—; esto no es muy amplio, sobre todo con mi cargamento. No había yo previsto una dama entre mis pasajeros.

—¿No podéis, por favor, intentar tratarme como un muchacho?, ¿no se puede realmente tomarme por un gentilhombre?

—Tal vez, después de todo. Pero aquí, estamos entre nosotros. No es necesario representar una comedia.

—Es para acostumbraros a tener más naturalidad conmigo, en caso de que nos abordasen unos Infieles.

—Mi pobre pichona, con perdón vuestro, os hacéis ilusiones. Con esas gentes, seáis chico o chica, desde el momento en que tenéis una linda cara, iréis a la cazuela. Preguntádselo a Mezzo Morte, el almirante de la flota argelina. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Rió con ganas, lanzando miradas de comprensión a su marinero imperturbable. Angélica se encogió de hombros.

—En el fondo, es ridicula esta obsesión que parecen sentir complacidos respecto al encuentro fatal con los berberiscos o con el Gran Turco.

—No son obsesiones, señora —perdón… señor—; el que os está hablando ha sido capturado diez veces. Cinco fui canjeado casi en seguida, pero las otras veces me han hecho un arriendo de trece años de cautiverio en total. Me han hecho plantar viñas del lado del Bósforo y luego fabricar pan blanco para el serrallo de no sé qué pachá que tenía una quinta cerca de Constantinopla. ¡Me imagináis de panadero, a mí! ¡Qué miseria, pardiez…! Y sobre todo, para fabricarles esa especie de porquería de galletas aplastadas como pañuelos que hay que echar en el horno como fillos. ¡Ya le había yo cogido el aire, teníais que verme! Pero lo que no me gustaba entonces, era estar siempre rodeado de eunucos, con el sable en la mano, que vigilaban para que no fuera yo a echar un vistazo a las chicas a través de las celosías del harén…

—Amigo —dijo Savary—, no podéis pretender haber sufrido cautiverio si no habéis estado, como yo, con los marroquíes. Son los más feroces de los musulmanes. No bromean con su religión y odian a los cristianos hasta más no poder. Las ciudades del interior están prohibidas a los blancos e incluso a los turcos, que les parecen tibios en religión. Me enviaron a una villa del desierto llamada Tombuctú, a las minas de sal. Cuando vieron que yo no me decidía a morir me llevaron a otra villa, en Marrakés, para trabajar allí en la mezquita El Muasin y en la de la sultana Vahidé.

—¡
Va
! Ya decía yo que estar tan pelado como tú y no viajar más que con una botella de aguapié por todo bagaje, no vale más que amasar la tierra con boñiga de burro para hacer estrafalarias tartas o mezquitas impías.

—Amigo, me insultáis. No habéis visto nunca las mezquitas de Es Sabat en Mequinez, las de Karauin y Bab Guissa en Fez y, sobre todo, el palacio real del Rey, mayor que Versalles.

—Tartas, os digo, cubiertas apenas con un poco de yeso. Habladme en cambio de Santa Sofía o del Castillo de las Siete Torres en Constantinopla. ¡Esas son verdaderas construcciones! Sólo que eran construcciones cristianas de la época en que Constantinopla se llamaba Bizancio.

Maese Savary, temblando de indignación, limpió y se puso varias veces sus antiparras.

—En todo caso, esas tartas marroquíes equivalían a las turcas, que hacíais cocer para vuestro pachá de Istambul. En cuanto a mi bombona de aguapié, como decís, si supierais lo que contiene, hablaríais de ella con más respeto.

—Hombre, si nos ofrecéis un vaso de ella, acaso me desdiga y os presente mis excusas, abuelo.

Savary se levantó, solemne. Destapó con precaución de nodriza el tapón de corcho sellado con cera roja y puso el recipiente bajo la nariz de Melchor Pannassave.

—Apreciad este aroma divino, capitán. ¡Por el solo transporte de este licor regio, unos reyes de Persia os pagarían diez sacos de oro!

—¡Puah! —dijo el marsellés—. Entonces, ¿esto no es vino siquiera? ¿Es una droga?

—Es pura «mumie» mineral, extraída de la roca sagrada del rey de Persia.

—He oído hablar de esa preciada porquería a unos mercaderes árabes, pero no me gusta mucho llevar esa mixtura a bordo de mi barca.

El marsellés miraba de reojo la bombona con aire receloso, mezclado, sin embargo, con cierta consideración. El sabio, satisfecho por el efecto obtenido sacó una barra de cera roja de su bolsillo, parecida a un trozo de yesca.

—Voy a sellarla de nuevo pero me colocaré bajo el viento, pues la esencia misma de la «mumie» puede inflamarse. Lo he sabido, haciendo diferentes experimentos.

—¡Queréis abrasarnos vivos! —gritó Pannassave—. Santa Madre, Nuestra Señora de la Guarda: así me veo recompensado por haberme compadecido de un pobre viejo que me parecía inofensivo. ¡Mirad, no sé cómo me contengo y no arrojo al mar vuestra maldita botella!

Hizo un gesto amenazador dirigido a la preciada bombona. Savary la cubrió con el cuerpo y el capitán se apartó riendo. Angélica también reía.

—Realmente, ¿habéis logrado salvar vuestra «mumie», señor Savary? Sois maravilloso.

—¿Creíais que era éste mi primer naufragio? —dijo el viejo, esforzándose en adoptar un aire desenvuelto, aunque se sintiera muy halagado.

El tiempo era otra vez magnífico. En el cielo algunas voluminosas nubes, amasadas con luz, corrían aún empujadas por un viento seco y sonoro que rizaba la cresta de las olas.

—Es una suerte que la borrasca se haya calmado en cuanto nos hemos alejado de las costas —prosiguió el marsellés, llenando su pipa—. Ahora, hasta Sicilia no tenemos ya delante de nosotros más que el mar azul.

—Y los berberiscos —insinuó maese Savary, al paño.

—Lo que no comprendo —dijo Angélica— es que después de todas las aventuras que habéis corrido unos y otros, tengáis aún valor para volver a la mar. ¿Por qué navegáis? ¿Qué es lo que os impulsa?, me pregunto.

—¡Vaya! Se diría que empezáis a estar a tono. ¡Buena señal! ¿Por qué navego? Yo tengo mi comercio, señora. Costeo de un puerto a otro con alguna mercancía. Por el momento, eso que veis ahí son paquetitos de papel de estaño que contienen salvia y borraja. Voy a cambiarlas en Oriente por té de Siam. Tisana por tisana, ¿no es cierto?

—El té no es de la familia de los mirtos ni del hinojo —dijo, docto, Savary—. Es la hoja de un arbusto parecido a la adelfa y cuyo cocimiento purifica el cerebro, aclara los ojos y es eficaz contra las ventosidades del cuerpo.

—Eso me parece bien —dijo el marsellés, socarrón—, pero prefiero el café turco. El té lo revendo a los caballeros de Malta, que comercian con los pueblos de Berbería, los argelinos, los tunecinos y los marroquíes. Todos bebedores de té, según parece. Llevaré también una pequeña carga de coral, y bien ocultas en mi faja, algunas bellas perlas del Océano Indico. ¡Y nada más…!

El patrón se desperezó, tendiéndose luego, sobre uno de los bancos, al sol.

Angélica, en la proa, luchaba con su cabellera. Tomó la decisión de colocarse frente al viento, dejando flotar a su espalda la suave cabellera de oro mate que se retorcía, tirando ligeramente de su cabeza hacia atrás y obligándola a levantar el rostro y entregarlo a la radiante caricia del sol. Melchor Pannassave la observaba entornando los ojos.

—¡Eh! ¿Por qué navego? —continuó, sonriendo—. Porque no hay nada mejor en el mundo para un hijo de Marsella que bogar en una cáscara de nuez entre la mar y el cielo, azules los dos. Y cuando, además, tiene uno ante los ojos una linda muchacha que deja flotar los cabellos al viento… entonces se dice uno que…

—¡Vela latina a estribor! —anunció el viejo marinero, separando los dientes.

—Cállate, charlatán, interrumpes mi sueño.

—Es una fusta árabe.

—Iza el pabellón de la Orden de Malta —ordenó, irritado, Pannassave.

El grumete se movió para ir a desplegar en la popa un estandarte rojo con una cruz blanca atravesada. No sin ansiedad observaron los ocupantes del pequeño velero las reacciones de la fusta.

—Se alejan —dijo Pannassave, reanudando con satisfacción su reposo—. Para todo quien sea moreno y lleve la media luna, en el Mediterráneo no hay mejor contraveneno que el pabellón de esos buenos frailes de la Orden de San Juan de Jerusalén. Evidentemente, ya no residen en Jerusalén, ni en Chipre, ni siquiera en Rodas. Pero todavía están en Malta. Hace ya siglos que los musulmanes no tienen peor enemigo. Los españoles, los franceses, los genoveses, hasta los venecianos, son enemigos de paso. Pero la Orden de San Juan, esa, es el Enemigo, el fraile-guerrero. Siempre presto, con su cruz blanca sobre el pecho, a rajar a un sarraceno en dos. Por eso yo, Melchor Pannassave, que sé ver las cosas, no he vacilado en gastarme cien libras para obtener la franquicia de su pabellón. He tenido que subir hasta mil pero, como veis, están bien empleadas. Tengo también un pabellón francés, un emblema del duque de Toscana, otro trapo indefinido que, con suerte, podría librarme de los españoles, y también un salvoconducto para los marroquíes. Este último papel, es un tesoro. No hay muchos que lo posean. Como veis, señora, sean berberiscos o no, estamos bien resguardados.

XVI Un “mal encuentro”

En el pequeño velero provenzal no había ni camarote, ni camareta de tripulación. El grumete Mutcho colgó dos hamacas y desplegó una tela embreada para proteger un poco a Angélica del rocío del mar. El viento disminuyó, cesó, pero casi en seguida volvió a soplar cambiando de cuadrante. En la oscuridad, que era ahora casi total, los marineros se dedicaron a la maniobra de las velas.

—¿No encendéis linternas? —preguntó la joven.

—¡Para que nos descubran!

—¿Quién?

—Cualquiera lo sabe —dijo el provenzal, con un amplio ademán hacia el horizonte misterioso.

Angélica escuchó el murmullo profundo del mar. Poco después salió la luna tendiendo un camino de plata hasta ellos.

—¡Ah! Creo que se va a poder cantar —dijo Melchor Pannassave, volviendo a coger la guitarra con satisfacción.

Angélica escuchaba las notas vibrantes de una «canzonetta» napolitana difundirse en el silencio del mar. Una idea iba surgiendo en ella. En el Mediterráneo se canta. Los forzados olvidan sus penas y los marinos olvidan los peligros que les acechan. Las voces ricas y vigorosas han sido en todo tiempo patrimonio de las razas meridionales. «Y él, a quien llamaban la Voz de Oro del Reino —pensó ella—, no ha podido cantar sin que su reputación traspasara las tierras y los mares».

Reanimada por súbita esperanza, aprovechó un momento en que Pannassave recobraba aliento para preguntarle si no había oído hablar en el Mediterráneo de un cantante que tenía una voz particularmente bella y cautivadora. El marsellés reflexionó y nombró a todos los que desde las orillas del Bosforo a las costas de España, pasando por las de Córcega e Italia, eran célebres por sus dotes de tenor; pero ninguno respondía a la filiación del antiguo trovador del Languedoc.

Se durmió decepcionada.

El sol estaba ya alto cuando Angélica despertó. El mar aparecía en calma. El barco navegaba a una velocidad media. El patrón parecía dormitar al timón. Angélica vio la silueta acurrucada de Flipot, y al pequeño grumete igualmente adormecido, con su camisa roja abierta sobre su pecho moreno. De Savary, ni señal. Ni tampoco de su querida botella de «moumie» o agua mineral.

Angélica se precipitó, y sacudió al patrón, medio despierto.

—¿Qué habéis hecho de maese Savary? ¿Le habéis desembarcado a la fuerza de noche?

—Si seguís agitándoos así, bella damita, será preferible que os desembarque a vuestra vez.

—¡Oh, habéis cometido tal cobardía…! ¿Porque no tenía dinero? Os dije, sin embargo, que yo pagaría por él.

—¡Oh, basta!, ¡basta ya! Calmaos. ¡Sois una verdadera Tarasca, a fe mía! ¿Os figuráis entonces que un barco puede entrar en un puerto de noche, como si dijéramos en una nube, y luego salir otra vez, sin ruido ni zozobra, ni visitas del almirantazgo, de la policía, de la cuarentena, cuando no son piratas…? Debéis tener el sueño muy pesado para no haberos enterado de nada.

—Pero entonces, ¿dónde está? —exclamó Angélica, desolada—. ¿Se ha caído al mar?

—En efecto, es raro —convino de pronto el marsellés, lanzando una mirada alrededor.

Hasta donde alcanzaba la vista el mar estaba azul y centelleante.

—Aquí estoy —dijo una voz cavernosa, que hubiera podido ser la del dios de las aguas.

Y una cara de carbonero surgió, levantando una trampilla de la cala. El viejo sabio logró salir del agujero y comenzó a secarse con la mano la frente manchada, mientras examinaba un objeto negro que tenía en la otra.

El marsellés soltó la carcajada.

—No os fatiguéis, abuelo, el grafito, «pinio» lo llamamos nosotros, no se puede quitar. Es peor que la agalla del roble.

—Extraña materia —dijo el sabio—. Diríase mineral de plomo.

Un golpe de mar le hizo tropezar y el trozo que tenía en la mano cayó en un ruido sordo y pesado. Melchor Pannassave se enfureció de pronto.

—¿No podéis tener un poco de cuidado? Si llega a caer al mar hubiese yo tenido que desembolsar mil libras.

—El mineral de plomo se ha puesto muy caro en vuestros parajes —dijo pensativamente el boticario.

El otro pareció lamentar sus palabras y se calmó.

—Lo he dicho por decir. No es un delito transportar plomo, pero yo preferiría que hicierais como si no hubieseis visto nada. ¿Qué hacíais revolviendo en mi cala?

—Quería estibar más sólidamente mi botella a fin de no exponerme a que ruede o reciba un golpe en las idas y venidas sobre el puente. ¿Tenéis un poco de agua dulce para lavarme la cara, amigo?

—Aunque la tuviera de sobra no os la daría para semejante menester. No hay agua ni pasta de jabón que lo quite. Se necesita limón o un vinagre muy fuerte y no los llevo a bordo. Tendréis que esperar a que toquemos tierra.

—¡Extraña materia! —repitió el sabio, que fue a sentarse en un rincón, resignándose a conservar aquella cara de carbonero.

Angélica se instaló sobre una vela plegada, en el fondo del barco, un poco al abrigo del viento. Masticó sin ganas la loncha de salazón acompañada de galletas y pimientos dulces que Pannassave repartió entre sus pasajeros. Miraba ella el trozo de grafito y lejanos recuerdos emergían de su memoria. Savary, por sabio que fuese, parecía ignorar que el«pinio» no era plomo bruto, sino escoria de plata en polvo recién salida de la amalgamación y sobre la que habían quemado vapores de azufre para hacerla todavía más negra y de aspecto más terroso. Era el artificio que empleaba en otro tiempo el conde de Peyrac para hacer pasar la plata de su mina de Argentiére a España y a Inglaterra, y ella había oído decir que muchos contrabandistas hacían lo mismo en el Mediterráneo.

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