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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (27 page)

BOOK: Indomable Angelica
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—¡Regocíjate, niña mía! Las hijas del pope, ¿sabes…? Se han quedado en su mugre…

Ella le miró para saber si hablaba en serio. Los ojos grises del pirata estaban muy cerca de los de Angélica. Y en ellos bailaba una llama inusitada. Ella dijo desdeñosa:

—Me congratula.

Él no negó haberlo hecho por ella. La empujó, acercándosele, por el sendero y la hizo subir por la pendiente escarpada que dominaba el mar. Ella sentía la quemazón de su palma a través de la tela de su traje y la especie de temblor que le agitaba.

—No me mires como si fuera a comerte —dijo el marqués—. ¿Me tomas por el Minotauro?

—No, pero sí por lo que sois.

—O sea…

—El Terror del Mediterráneo.

Pareció sentirse bastante satisfecho y aumentó la presión de su mano sobre el brazo de ella. Habían llegado a la cumbre de la isla y en el círculo de azul de la rada el
Hermes
parecía un hermoso juguete sobre la transparencia muaré del fondo del mar.

Escrainville dijo:

—Ahora cierra los ojos.

Angélica se estremeció. ¿A qué juego cruel iba a entregarse ahora? El pirata tuvo un rictus ante su mirada ansiosa.

—Cierra los ojos, animal indómito.

Para mayor seguridad le puso la mano sobre los párpados y siguió arrastrándola, siempre junto a él. Su mano se apartó. Ella la sintió sobre la cara como una caricia.

—Mira.

—¡Oh!

Los pocos pasos que acababan de dar los habían llevado hasta una explanada en la que se levantaban las ruinas de un templo.

Tres escalones que espejeaban de sal, subían hasta un atrio cuyas losas se resquebrajaban, cercadas de plantas cortas. Y allí, entre la invasión de los frambuesos silvestres de bayas amarillas y rosadas, era donde comenzaba la maravilla. Dos largas hileras de estatuas intactas, esbeltas, cada una sobre su pedestal, en vuelo inmaculado. Una danza inmóvil y empapada de luz sobre el azul incandescente del cielo.

—¿Qué es esto? —murmuró Angélica.

—Las diosas.

La arrastró a pasos lentos, hasta el centro de la avenida entre aquellas sonrisas marmóreas, aquellos brazos delicados tendidos hacia ellos, aquella reunión melancólica y divina, olvidada sobre la montaña, con el perfume de los frambuesos como único incienso y el hálito del mar como única ofrenda; y absorta toda en su admiración no se daba cuenta de que aquel hombre seguía manteniéndola apretada contra él. Al extremo de la avenida, sobre el ara, había un niño, un diosecillo triunfante, tendiendo su arco, un adorable chiquillo de nieve y oro, azotado por los vientos.

—¡Eros!

—¡Qué bello es! —dijo Angélica—. Es el dios del amor, ¿verdad?

—¿Os ha herido alguna vez con su flecha?

El pirata se había separado de ella. Con la punta del látigo se golpeaba nerviosamente las botas. Angélica sintió que se rompía el hechizo. No respondió y en busca de un poco de sombra, fue a apoyarse en el pedestal de una Afrodita de esbelta actitud.

—¡Debéis ser tan bella cuando estéis enamorada! —continuó él, después de un largo momento de silencio.

E hizo un gesto irritado. Su mirada vagó sobre las diosas, volvió hacia Angélica, pero ella no supo leer su expresión atormentada. ¿Adonde quería venir a parar…?

—¿Te imaginas que me has impresionado con tus aires de grandeza y que por eso no voy por las noches a domarte un poco como te mereces? —dijo él, arisco—. Eres muy presuntuosa al forjarte esas ideas. Desengáñate, no es eso. No hay esclava que haya podido imponerse al Terror del Mediterráneo, pero ya estoy harto de odio y de arañazos. Una vez, aisladamente, puede dar cierto atractivo a la aventura, pero a la larga, cansa. ¿No podrías intentar ser amable conmigo?

Ella le dirigió una mirada fría, que él no vio porque estaba paseando de un lado para otro. Sus botas resonaban acompasadas sobre las losas de mármol, dominando la estridencia inexorable de las cigarras.

—Debéis estar muy bella cuando os sintáis enamorada —repitió él, con voz sorda—. Con la cara que teníais una noche, desplomada en mis brazos, con los ojos cerrados, y vuestra boca entreabierta que decía: «¡amor mío!» —Y respondiendo a una expresión asustada—. No podéis acordaros. Estabais enferma, delirabais. Pero yo no ceso de recordarlo. Aquel rostro me obsesiona. ¡Debéis estar tan bella en los brazos de un hombre del que estéis enamorada!

Detuvo él su ir y venir, y alzó hacia el diosecillo Eros sus ojos pálidos, que mostraban una expresión patética.

—Quisiera ser ese hombre —dijo—. ¡Quisiera que me amaseis…!

Angélica lo esperaba todo menos un ruego semejante.

—¿Amaros? ¡A vos…! —gritó ella.

Y aquello le pareció tan absurdo que se echó a reír. ¿No sabía que era un ser abyecto, colmado de crímenes, un verdugo sin alma ni corazón? ¡Y quería que le amasen…! Su risa se desgranó, vibró en aquel silencio de lugar abandonado. El eco la devolvió, agudo y burlón, y el viento tardó en llevársela.

—¡…Amaros! ¡A vos…!

El marqués d'Escrainville se había quedado blanco como el mármol. Fue hacia Angélica y la abofeteó por dos veces con el revés de la mano. La boca de la joven se llenó de un sabor salado de sangre. Él la golpeó aún más y Angélica se desplomó a sus pies. Corría la sangre en la comisura de sus labios.

—¡Esa risa! —aulló él. Abrió la boca como si le costase trabajo recobrar el aliento—… ¡Puta…! ¡Cómo has osado! ¡Eres peor que la otra! ¡Peor que todas las otras! ¡Te venderé! Te venderé a un pacha vicioso, a un mercader de bazar, a un moro, a un bruto que te destruirá… Pero tu rostro de enamorada no será para otro… Te lo prohibo… ¡Y ahora, vete! ¡Vete! No tengo ganas de acarrearme la enemistad de Coriano y de mis hombres… ¡Vete! ¡Vete antes de que te mate!

Dos días después, los navios echaron el ancla ante Santorin. El marqués d'Escrainville salió de su camarote, en donde permanecía postrado entre el humo del hachís.

—Me has llevado pese a todo adonde querías, cucaracha del diablo —gritó furioso a Savary—. Y yo me pregunto, ¿qué aliciente puedes encontrar en esa roca, en esa piedra? Por mucho que miro, no veo ahí más cabras que en otros sitios; menos aún quizá. Ten cuidado de no engañarme, viejo zorro.

Maese Savary afirmó que la cosecha del ládano superaría cuanto pudiera esperarse; pero el pirata seguía desconfiando.

—Y me pregunto también dónde encuentran tus machos cabríos el medio de embadurnarse con tu mixtura. Ni un árbol, ni un matorral a simple vista.

Era cierto. Santorin, la antigua Thera, no se parecía a las otras islas. Era un prodigio natural, un acantilado cortado a pico de trescientas toesas, que mostraba una copa dorada como sorbete napolitano, todos los secretos de la tierra madre. En medio de las rocas oscuras, de las cenizas negras, de las tierras rojas superpuestas, corrían las vetas blancas de la piedra pómez, revelando que aquella extraña isla no era más que la pared de un volcán, cuyo centro ocupaba la rada. Enfrente, la isla de Therasia, representaba la otra orilla de aquel cráter. El volcán submarino estaba, además, siempre en actividad. Los habitantes se quejaban de los seísmos frecuentes que sacudían sus casuchas de adobe y cal y hacían surgir bruscamente del mar islotes de lava que la sacudida siguiente volvía a tragarse.

Más allá de las casitas con cúpula del puerto, un sendero en escalera subía hacia la cumbre ocupada por un molino de viento de aspas membranosas rojas y verdes y por ruinas.

Angélica, en su paseo, se sentó a la sombra del gimnasio de los efebos, frente a unos jóvenes danzarines inmóviles. Un brazo roto, una mano de finos dedos yacían en tierra, cerca de ella, entre los guijarros. Aquella cosa grácil, brazo de chiquillo o de adolescente, pesaba mucho; el peso de los siglos.

Angélica intentó levantarlo, luego renunció a ello y descansó a la sombra de un discóbolo. Se resentía aún de los golpes recibidos la víspera. La tristeza la abrumaba. Se preguntó si no podría intentar evadirse, yéndose hacia el interior; pero la aridez del paisaje la desalentó. Poco después oyó ruido de esquilas, y por el sendero apareció maese Savary, acompañado de sus inevitables cabras y de un griego con el cual conversaba amigablemente. El rostro del sabio estaba radiante.

—Os presento a Vassos Mikolés, señora —dijo—. ¿Qué os parece este guapo mozo?

Angélica disimuló cortésmente su sorpresa. Había admirado a veces la belleza de los hombres griegos, algunos de los cuales conservaban la gracia y el vigor de aquellos mismos efebos que danzaban en torno de ellos. Pero aquel calificativo no cuadraba al mozo, que le parecía especialmente esmirriado. En su rostro astuto, rodeado de una barba castaña pero rala, y en su torso flaco, un poco encorvado, había algo que le asemejaba a su presentador. Los ojos de Angélica fueron de uno a otro.

—Sí, sí —dijo Savary, encantado—, habéis adivinado justamente: es mi hijo.

—¡Vuestro hijo, maese Savary! ¿Tenéis, pues, hijos?

—Unos pocos por todo el Levante —dijo el viejo, con amplio ademán—. ¡Je! ¡Je! ¿Qué queréis? Era yo más joven y vivaracho que ahora cuando desembarqué por primera vez en la isla Santorin. No era más que un francesito como todos los franceses: pobre, pero galante.

Explicó que, al pasar de nuevo por allí, unos quince años después, había comprobado con satisfacción que el vastago de las Cicladas se había hecho un excelente aprendiz de pescador. Durante aquel último viaje había confiado a la familia Mikolés, quien consideraba al viajero francés con tanta veneración como al propio gran Ulises, un barril entero de «mumie» mineral, traído de Persia con peligro de su vida.

—¿Os dais cuenta, señora, de lo que eso significa? ¡Un barril entero! ¡Ahora estamos salvados!

Angélica no acaba de ver por qué, ni cómo, el flaco vastago del pequeño boticario parisién podría serles de gran utilidad contra dos tripulaciones de corsarios. Pero Savary era confiado. Había encontrado cómplices. Vassos y sus tíos se reunirían con ellos en Candía con el barril de la «mumie». ¡Y entonces ocurrirían grandes cosas en el reino de los esclavos!

XXIII Llegada a Candía.

En la mazmorra con otras cautivas.

Desde hacía unas horas el
Hermes
se balanceaba suavemente ante el puerto de Candía. La luz se había hecho más densa. Un colorido chillón evocaba el Oriente. Y la brisa de tierra traía olor a aceite caliente y a naranja tibia. Un suelo muy rojo sangraba al borde del muelle, en la hondura de las callejas. El polvo teñía de rosa toda la ciudad y las murallas venecianas con heridas recientes de los últimos combates de Creta, en otro tiempo isla de cristianos y ahora posesión musulmana. Los actuales dueños revelaban su presencia plantando allí los gruesos cirios blancos de sus minaretes entre los campanarios y cúpulas de las iglesias griegas o venecianas. No bien llegó Escrainville, embarcó en el caique y marchó a tierra.

Angélica, en el puente, contemplaba la ciudad, por fin alcanzada, que había sido el objeto de sus locas peregrinaciones.

De la antigua Creta, lugar elegido por el Minotauro y por el temible Laberinto, quedaba Candía, ciudad devoradora y explosiva, moderno laberinto adonde venían a perderse y confundirse todas las razas, pues por estar situada a igual distancia de la costa de Asia, de África y de Europa, era su nudo gordiano.

Sin embargo, no se veía ningún turco. Habíales bastado a las fragatas corsarias arbolar el pabellón del duque de Toscana —verde y blanco— para que desde lo alto de un fuerte hicieran una amplia señal con la bandera otomana —roja con la media luna blanca—, que era a lo que se limitaban todas las formalidades de visita.

Una veintena de galeras y navios de guerra y varios centenares de barcas o veleros, se balanceaban anclados en la rada o a lo largo del muelle.

Angélica se fijó en una galeota muy coquetona, con diez cañones brillantes, recién pulidos.

—¿No es una galera francesa? —dijo ella, henchida de esperanza.

Savary, que estaba sentado junto a ella, con su paraguas entre las rodillas, lanzó una mirada distraída.

—Es una galera de Malta. Ved el pabellón rojo con la cruz blanca. La flota de Malta es una de las más hermosas del Mediterráneo. Los caballeros del Cristo son muy ricos. Por otra parte, ¿qué podríais esperar de los franceses en Candía, vos que sois una cautiva…?

Y explicó que Candía, ya fuese griega, francesa, veneciana o turca, seguiría siendo lo que había sido en el curso de los siglos: la guarida de los piratas cristianos, como Alejandreta era la de los otomanos y Argel la de los berberiscos. Aun expuestos a pagar peaje al gobernador turco, los piratas arbolando pabellón de Toscana, de Nápoles, de Malta, de Sicilia, de Portugal y cobijando a menudo bajo sus banderas las muestras menos recomendables de toda la cristiandad, volvían irresistiblemente a Candía para efectuar allí su mercado.

Angélica contempló las mercancías amontonadas en los muelles y gabarras: había, era cierto, tejidos, pescados, barricas de aceite y montones de sandías y melones, pero la cantidad y la variedad de los productos no podían compararse con las apiladas en un puerto comercial ni parecían corresponder a tan crecido número de barcos.

—La mayoría son barcos de guerra —observó ella—. ¿Qué hacen ahí?

—¿Y qué hacemos nosotros aquí? —dijo Savary, con ojos chispeantes—. Observad esos navios; casi todos tienen las calas cerradas, cuando lo corriente es que el barco que comercia y lleva mercancía honrada, debe abrirlas al llegar al puerto. Ved los piquetes de centinelas reforzados en los puentes. ¿Qué custodian? La mercancía más preciada.

Angélica no pudo contener un escalofrío.

—¿Esclavos? ¿Serán todos mercaderes de esclavos…?

Savary no respondió, porque un caique miserable acababa de abrirse paso hasta el
Hermes
. Un europeo con sombrero de plumas descoloridas e indumento raído se erguía en la popa, arbolando un minúsculo banderín, del tamaño de un pañuelo: unos luises de oro sobre fondo de argento.

—Un francés —gritó de nuevo Angélica, que pese a las advertencias sarcásticas del sabio persistía en buscar aliados entre sus compatriotas.

El pasajero de la canoa la oyó, y después de breve reflexión, le dirigió un leve sombrerazo.

—¿Está a bordo Escrainville? —gritó.

Como nadie se preocupó de responderle, trepó por la escala que colgaba. Dos o tres marineros que hacían una guardia indolente no mostraron solicitud ni contrariedad ante aquella visita intempestiva y siguieron jugando a las cartas y cascando pipas de girasol.

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