Indomable Angelica (25 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

BOOK: Indomable Angelica
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—Lo garantizo en absoluto. Este mismo producto es el que entra en la composición de los más selectos perfumes para darles consistencia. Los perfumistas de Francia y de Italia lo pagan a precio de oro a quienes pueden suministrárselo en cantidad suficiente. Y os garantizo una cosecha abundante, sobre todo en Santorin…

—¡No iré a Santorin, viejo cuervo! —gritó el marqués-pirata, enfurecido otra vez—. Accedo a llevarte aún a Délos y a Mykonos, pero después tengo que arribar a Candía. ¿Quieres hacerme perder el gran mercado de la temporada?

—Qué es eso al lado de la fortuna que…

—¡Basta, no me calientes las orejas! ¡Recoge tus utensilios y lárgate! Vas a hacer que lamente no haberte vendido en Liorna con tus compañeros…

Maese Savary, con la humildad solícita que sabía muy bien aparentar, recogió su cubeta, dos grandes peines de madera, un pedazo de tela de saco y, doblando el espinazo, hizo ademán de marcharse.

—Sabéis —musitó al pasar junto a Angélica— he conseguido «salvarla».

—¿Qué?

—Mi «mumie» mineral.
La Linda
no se había hundido, aunque estuviera en mal estado. El ladrón del Marqués la había hecho izar a bordo. Logré entrar en ella un día y recobrar mi bombona.

—Y ahora
La Linda
está lejos —dijo Angélica, con amargura.

—¡Ay! El pobre Pannassave no podía esperar a que os curaseis para hacerse de nuevo a la mar. Se exponía a que oliesen su plan o a ser vendido como esclavo antes de haberlo podido llevar a cabo. Ya, en Liorna, el marqués ha liquidado todo un lote, en el cual figuraba vuestro criadito.

—¡Mi pobre Flipot! ¡Vendido!

—Sí, y me ha costado un trabajo ímprobo convencer a nuestro amo para que me conservase a bordo de su barco.

—¡Ah, estás aquí todavía, danzante del diablo! —gritó Escrainville volviendo con un gesto amenazador.

El sabio desapareció como una rata por una escotilla. Pero cuando Angélica volvió a su camarote, reapareció.

—Quisiera hablaros, señora. Oye, bonita mía —dijo a Ellis—, encárgate de vigilar a fin de que no nos expongamos a que nos molesten.

—Así pues, ¿habéis permanecido en esclavitud por mi causa, maese Savary? —preguntó Angélica, conmovida.

—¿Podía yo abandonaros? —dijo el viejo con sencillez—. Habéis estado muy grave y todavía no tenéis buena cara, pero todo se arreglará.

—¿No habéis estado enfermo vos también? Tenéis el cutis con manchas azules.

—Es aún el «pinio»; el plomo de Pannassave resulta difícil de quitar. He probado con limón, con espíritu de vino… Creo que esto se me irá con la piel —terminó alegremente el sabio— pero no tiene importancia. Lo importante es… escaparnos de las manos de estos piratas peligrosos —y bisbiseó, mientras miraba a su alrededor. ¡Pero tengo una idea! ¡Chist!

—¿Creéis que el marqués d'Escrainville va a ir a Candía?

—Con toda seguridad, porque tiene el propósito de presentaros en el «batistan».

—¿Qué es el «batistan»?

—El caravasar
[5]
donde se efectúan las ventas de los esclavos de alto precio. Los otros son expuestos en los bazares y en la plaza pública. El «batistan» de Candía es el más importante del Mediterráneo.

A Angélica se le puso la carne de gallina.

—No os inquietéis —continuó Savary— porque se me ha ocurrido una nueva idea. Para realizarla he tenido que persuadir a este coriáceo filibustero, de que nos conduzca al archipiélago con el pretexto de hacer allí fortuna con ciertos raros productos reservados a la perfumería.

—¿Porqué?

—Porque necesitamos cómplices.

—Y esperáis encontrarlos en las islas griegas.

—¿Quién sabe? —dijo Savary, misterioso—. Señora, voy a ser muy indiscreto, pero puesto que estamos los dos metidos en una mala aventura, no guardéis rencor a vuestro viejo amigo si os hace algunas preguntas. ¿Por qué os habéis lanzado, sola, a este azaroso viaje? Yo, correría tras mi «mumie» pero ¿y vos?

Angélica suspiró. Después de un instante de vacilación, se confió al viejo sabio. Como, después de haber creído durante varios años que su marido, el conde de Peyrac, había muerto, condenado, había adquirido ella la certeza de que se había librado del suplicio. Como, buscando e indagando, tuvo que ponerse en viaje hacia Candía donde subsistía un débil indicio de hallar el rastro del desaparecido. Savary movió su barbita en silencio.

—¿Os parece que estoy loca, que soy una inconsciente por haberme lanzado así a esta aventura? —dijo Angélica.

—Ciertamente, lo estáis. Pero os disculpo. Yo también soy un viejo loco. Lo dejo todo y me marcho hacia los peligros sin reflexionar. Me entrego a mi sueño en busca del rastro de mi «mumie», como vos os metéis de cabeza en las peores necedades, porque allá lejos, no sabéis dónde, resplandece vuestro amor como estrella en la oscuridad del desierto. ¿Estamos locos? No lo creo. Más allá de la razón hay un instinto que nos guía y nos hace estremecer. Así ocurre con la varita de avellano al pasar por encima del manantial oculto. ¿No habéis oído hablar del fuego griego? —preguntó, cambiando súbitamente de tema—. En tiempos de Bizancio, una secta de sabios lo poseía. ¿De dónde lo habían obtenido? Según mis investigaciones hechas en los propios lugares, fueron los adoradores del Fuego de Zoroastro, en la región de Persépolis, situada en la frontera de Persia con la India. Este era el secreto que dio la invencibilidad a Bizancio, mientras los sabios bizantinos supieron conservar la fórmula del fuego inextinguible. ¡Ay! Se perdió hacia el año 1203 con la invasión de Bizancio por los Cruzados. Pues bien; yo estoy seguro de que el secreto se encuentra en la mumie mineral. Pues arde sin apagarse, y tratada de cierta manera, desprende una esencia volátil sumamente inflamable y casi explosiva. He realizado el experimento esta mañana sobre una ínfima partícula. ¡Sí, señora, he descubierto otra vez el secreto del fuego griego!

En su exaltación había levantado la voz. Ella le recomendó prudencia. No debían olvidar que no eran más que dos pobres esclavos en manos de un verdugo implacable.

—No temáis nada —afirmó Savary—. Si os hablo de mis descubrimientos no es porque vuelva yo a recaer en mis manías, sino también porque ellas nos ayudarán a recobrar nuestra libertad. Tengo mi plan y os garantizo el éxito, si logramos llegar hasta la isla de Santorin.

—¿Por qué Santorin?

—Ya os lo revelaré cuando llegue el momento.

Savary se eclipsó.

Al acercarse la noche, el navio se llenó de nuevos rumores. Se oyeron gritos de mujeres, mezclados con juramentos de hombres; un ruido de golpes, de carreras desatinadas de pies descalzos por los dédalos del barco, llantos, luego largos alaridos espasmódicos medio sofocados por las voces broncas de los hombres y sus grandes risotadas.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó Angélica a su solícita compañera.

—Los hombres doman a las nuevas cautivas.

—¿Qué les hacen? —La joven desvió los ojos—. Pero ¡eso es horrible! —protestó Angélica con voz apagada—. Es intolerable. Hay que hacer algo.

El gemido suplicante de una mujer forzada se elevó muy cercano como un sollozo. Ellis contuvo a Angélica:

—¡No vayas allí! Siempre pasa así. Es su derecho.

—¡Su derecho!

Ellis explicó con su dulce voz que los piratas tenían derecho al reparto del botín. Y «cobraban» en carne y en cequíes después de la venta. Además, si las mujeres más bellas estaban reservadas para la voluptuosidad, un gran número de ellas eran vendidas sobre todo como esclavas, es decir, como sirvientas-bestias de carga ligadas a los innumerables servicios de los caravasares. Su precio aumentaba si podían llevarlas al mercado encinta, pues el hijo sería futuro esclavo. Los hombres del marqués d'Escrainville se esforzaban pues en elevar el valor de la «mercancía».

Angélica se tapó los oídos, aulló a su vez que estaba ya harta de aquellos salvajes, que quería marcharse de allí.

Cuando el segundo, Coriano, se presentó seguido de dos negritos que llevaban una bandeja cargada de vituallas, ella le llenó de injurias y se negó a tomar un solo bocado.

—¡Pero es preciso que comáis! —exclamó el tuerto, trágico—. ¡No tenéis más que la piel y los huesos! ¡Es una catástrofe!

—¡Que dejen de atormentar a esas mujeres! ¡Haced cesar esa orgía! —Asestó un puntapié a la bandeja y tiró los platos al suelo—. ¡Haced que cesen esos gritos!

Coriano se apresuró cuanto se lo permitían sus cortas piernas. Se oyó chillar a Escrainville.

—¡Ah, tú te felicitabas de que ella tuviera carácter! ¡Estás lucido, sí! ¡Si mi tripulación no va a poder fornicar en su propio barco…!

Ella le vio llegar a grandes zancadas, con la peor de las caras.

—¿Según parece os negáis a comer?

—¡Creéis que vuestras saturnales son lo más apropiado para abrirme el apetito!

Angélica, enflaquecida, encrespada, con su traje en exceso holgado, parecía un enfermizo adolescente. Una media sonrisa arqueó los labios del pirata.

—¡Está bien! Ya he dado órdenes. Pero poned por vuestra parte un poco de buena voluntad. Madame de Plessis-Belliére, ¿me concedéis el honor de venir a cenar conmigo en la toldilla?

XXI La leyenda del Rescator

Los cojines estaban colocados alrededor de una mesa baja. Habían traído unas cacerolas redondas de plata llenas de una leche agria y espesa, en la cual flotaban unas bolitas de carne envueltas en pámpanos perfumados. Salsas con cebollas, pimienta, paprika y azafrán en pequeños platillos ponían sobre la mesa manchas verdes, fojas y amarillas.

—Probad el «dolma» —dijo Coriano echando un cucharón lleno en el plato de Angélica—; si esto no os gusta os servirán pescado.

El jefe-pirata vigilaba a su segundo con gesto burlón.

—Te sienta bien hacer de nodriza. ¡No hay duda de que has nacido para eso!

Coriano se enojó.

—Es preciso que alguien se tome el trabajo de reparar las averías —chilló—. Ya es bastante que no se haya muerto. Si se deja desfallecer ahora, no acabaremos nunca.

El marqués se enfadó a su vez.

—¿Qué más quisieras que hiciese? —aulló—. La dejo que adopte sus aires de grandeza, la invito a comer con gran reverencia, andamos de puntillas. Mis hombres tienen que comportarse como niños de coro; en la cama, bien arropados, a las ocho de la noche…

Angélica se echó a reír. Los dos filibusteros se interrumpieron para mirarla con la boca abierta.

—¡Se ríe!

La fisonomía hirsuta de Coriano se iluminó.

—¡Por la Madona! Si quisiera reírse así en el mercado sacaríamos 2 000 piastras más.

—¡Imbécil! —dijo Escrainville despreciativo—. ¿Conoces a muchas que se rían en el mercado? Y ésta, créeme, no es de ese género. Podremos considerarnos dichosos si se mantiene tranquila. ¿Por qué os reís, mi bella señora?

Angélica respondió:

—No voy siempre a llorar.

Cedió al aplacamiento de la noche azul, ahora apacible. El islote parecía alejarse como un barco de ensueño, tras una bruma ligera, con su templo allí arriba, teñido de plata por los rayos de la luna que se elevaba. El marqués d'Escrainville siguió su mirada y dijo:

—Apolo tenía antaño seis templos. En la isla, danzaban todos los días a la belleza.

—Ahora hacéis que reine aquí el terror.

—No os enternezcáis. Es preciso que esos griegos degenerados sirvan para algo.

—¿Es útil arrancar los hijos a sus madres?

—Estaban destinados a morirse de hambre en estas islas áridas.

—¿Y esos desgraciados ancianos sin fuerzas que he visto subir a vuestro barco?

—¡Oh! Esos es diferente. Los tomo para hacerles un favor.

—¿De veras? —dijo ella, irónica.

—¡Pues sí! Figuraos que en la isla de Keos, una tradición impone que a los sesenta años los habitantes se envenenen o se expatríen. No gustan los Gerontes en estos parajes.

La observaba con su sonrisa sardónica.

—…Tenéis todavía muchas cosas que aprender en el Mediterráneo, mi bella dama.

Un esclavo se acercó y colocó un narguilé turco junto a él. Comenzó a fumar con la cabeza echada hacia atrás.

—Mirad el cielo estrellado. Mañana, al amanecer, aparejaremos para Kyouros. Hay allí, tendido bajo las adelfas, un dios Marte dormido. Los habitantes de la isla no le han pulverizado aún para convertirlo en cal. ¿Os gustan las estatuas?

—Sí. El Rey, en Versalles, ha adornado con ellas sus jardines…

El templo surgía ahora de la noche, suspendido en pleno cielo. Angélica dijo a media voz:

—Los dioses han muerto.

—Pero no las diosas.

El marqués d'Escrainville seguía observándola con los ojos entornados.

—Ese traje no os sienta mal, después de todo. Economiza sorpresas agradables y deja adivinar suficientemente aquello que oculta.

Angélica fingió no haber oído. Se había puesto a comer no pudiendo ya enfurruñarse más tiempo con su estómago; y el sabor del «mast», aquella leche agria, no le disgustaba.

—¿Estamos lejos de Candía? —preguntó.

—No mucho. Estaríamos ya si ese diablo de boticario no me hubiera engatusado con sus discursos ni me hubiera hecho perder el tiempo de isla en isla. Cuando no está aquí me dan ganas de aplastarle como una chinche, pero cuando aparece y me coge del botón de la casaca para convencerme de que me trae la fortuna, me dejo gobernar como un niño. ¡Ah, no importa! Uno de los beneficios del Oriente es poder dejar que pase el tiempo sin prisa. Exhaló una larga bocanada.

—¿Es que tenéis prisa por llegar a Candía?

—Tengo prisa por saber la suerte que me está reservada. Según parece, habéis vendido en Liorna el criadito que me acompañaba, ¿no?

—Sí, y hasta he hecho un buen negocio. No me esperaba tanto, pero he tenido la suerte de topar con un señor italiano que buscaba un preceptor capaz de enseñar la lengua francesa a su hijo. Y esto me ha permitido subir el precio.

—¡Flipot, maestro de francés! —exclamó Angélica; y de nuevo se desgranó, ligera, su risa.

Le costó trabajo recobrar la seriedad. Logró, sin embargo, preguntar al mercader de esclavos si recordaba el nombre del señor italiano a quien le había vendido Flipot, a fin de poder, más adelante, rescatar a su pobre servidor. Ahora fue el marqués d'Escrainville el que soltó una ruidosa carcajada.

—¿Rescatarle? ¿Tenéis entonces la esperanza de veros libre? Sabed, bella dama, ¡que no se escapa nadie de un harén!

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