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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

Inés del alma mía (32 page)

BOOK: Inés del alma mía
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Para asegurar el tránsito expedito al Perú, Valdivia mandó fundar una ciudad al norte, La Serena, y un puerto cerca de Santiago, Valparaíso, y luego volvió los ojos hacia el río Bío-Bío con ánimo de domar a los mapuche. Felipe me explicó que ese río es sagrado, porque ordena el flujo natural de las aguas, tranquiliza con su frescura la ira de los volcanes y a su paso crecen desde los más fornidos árboles hasta los más secretos hongos, invisibles, transparentes. De acuerdo con los documentos que Pizarro le diera a Valdivia, su gobernación lindaba con el estrecho de Magallanes, pero nadie sabía con certeza a qué distancia quedaba el famoso canal que unía el océano de oriente con el de occidente. En esos días llegó un barco enviado del Perú al mando de un joven capitán italiano de apellido Pastene, a quien Valdivia dio el rumboso título de almirante y mandó a explorar el sur. Bordeando la costa, Pastene vislumbró maravillosos paisajes de bosque profundo, archipiélagos y glaciares, pero no encontró el estrecho, que por lo visto queda mucho más al sur de lo supuesto. Entretanto, llegaban muy malas noticias del Perú, donde la situación política se había tornado desastrosa; salían de una guerra civil para caer en otra. Gonzalo Pizarro, uno de los hermanos del fallecido marqués, se había tomado el poder en abierta rebelión contra nuestro rey, y eran tales la corrupción, las traiciones y los perjuicios en el virreinato, que finalmente el emperador Carlos V mandó a La Gasca, un fraile empecinado, a poner orden. No gastaré tinta tratando de explicar los líos en la Ciudad de los Reyes por aquel entonces, porque ni yo misma los entiendo, pero menciono a La Gasca porque ese clérigo con la cara picada de viruela tomó una decisión que habría de cambiar mi destino.

Pedro hervía de impaciencia no sólo por conquistar más del territorio chileno, que los mapuche defendían a muerte, sino por participar en los acontecimientos del Perú y ponerse en contacto con la civilización. Llevaba ocho años alejado de los centros de poder y secretamente deseaba viajar al norte para reencontrarse con otros militares, hacer negocios, comprar, lucirse con la conquista de Chile y poner su espada al servicio del rey contra el insubordinado Gonzalo Pizarro. ¿Estaba cansado de mí? Tal vez, pero entonces no lo sospeché, me sentía segura de su amor, que para mí era tan natural como el agua de la lluvia. Si lo percibí inquieto, supuse que se fastidiaba un poco con la vida sedentaria, ya que la excitación de los primeros tiempos en Santiago, que nos mantenía con la espada en la mano de día y de noche, había dado paso a una existencia más ociosa y cómoda.

—Necesitamos soldados para la guerra en el sur y familias para poblar el resto del territorio, pero el Perú ignora a mis emisarios —me comentó Pedro una noche, ocultando sus verdaderas razones.

—¿Pretendes ir tú mismo, acaso? Te advierto que si te vas por un solo día, aquí quedará el descalabro. Ya sabes en qué anda tu amigo De la Hoz —dije por decir, puesto que, sin saberlo yo, él ya había tomado una decisión.

—Dejaré a Villagra en mi lugar, tiene mano dura.

—¿Cómo piensas tentar a la gente en el Perú para que venga a Chile? No todos son idealistas como tú, Pedro. Los hombres acuden donde hay riqueza, no sólo gloria.

—Veré la forma de hacerlo.

La idea fue suya, yo nada tuve que ver en ella. Pedro anunció con bombo y platillo que enviaría la nave de Pastene al Perú, y aquellos que desearan partir y llevarse su oro, podían hacerlo. Esto causó un entusiasmo delirante, no se habló de otra cosa en Santiago por semanas. ¡Irse! ¡Volver a España con dinero! Ése era el sueño de cada hombre que salía del viejo continente hacia las Indias: regresar rico. Sin embargo, cuando llegó el momento de inscribir a los viajeros, sólo dieciséis colonos decidieron aprovechar la oportunidad, vendieron sus propiedades a vil precio, embalaron sus pertenencias, juntaron su oro y se dispusieron a partir. Entre los viajeros que iban en la caravana al puerto se contaba mi mentor, González de Marmolejo, quien ya tenía más de sesenta años y de algún modo se las había ingeniado para enriquecerse en serio al servicio de Dios. También iba la señora Díaz, una «dama» española llegada a Chile un par de años antes en uno de los barcos. De dama poco tenía, sabíamos que era varón vestido de mujer. «Bolitas y piripicho está teniendo la doña entre las piernas, pues», me contó Catalina. «¡Las cosas que se te ocurren! ¿Por qué un hombre iba a vestirse de mujer?», le pregunté. «Pues para qué va a ser, señoray, para estar sacando dinerito de otros hombres no más...», me explicó. Basta de chismes.

El día señalado, los viajeros subieron al barco y acomodaron sus baúles cerrados a machote en las cabinas que les asignaron, con el oro adentro, a buen resguardo. En eso aparecieron en la playa Valdivia y otros capitanes, acompañados por numerosos criados, a ofrecerles una comida de despedida, deliciosos pescados y mariscos recién sacados del mar, regados con vinos de la bodega personal del gobernador. Pusieron toldos de lona sobre la arena, almorzaron como príncipes y lloriquearon un poco con los emotivos discursos, sobre todo la dama del piripicho, que era muy sentimental y remilgada. Valdivia insistió en que los colonos dejaran constancia del oro que llevaban, para evitar problemas posteriores, sabia medida que contó con la aprobación general. Mientras el secretario anotaba cuidadosamente en su libro las cifras que los viajeros le daban, Valdivia se trepó al único bote disponible y cinco vigorosos marineros lo condujeron al barco, donde lo esperaban varios de sus más leales capitanes, con quienes pensaba ponerse al servicio de la causa del rey en el Perú. Al darse cuenta de la burla, los incautos vecinos quedaron aullando de ira y algunos se lanzaron a nado en persecución del bote, pero el único que lo alcanzó recibió un golpe de remo que casi lo desnuca. Puedo imaginar la desolación de los esquilmados al ver la nave inflar las velas y enfilar hacia el norte, llevándose sus posesiones terrenales.

Al recio capitán Villagra, quien no se andaba con contemplaciones, le tocó reemplazar a Valdivia en calidad de teniente gobernador y enfrentarse con los furibundos colonos en la playa. Su aspecto robusto, su cara colorada plantada entre los hombros, su gesto adusto y su mano en la empuñadura de la espada, impusieron orden. Les explicó que Valdivia partía al Perú a defender al rey, su señor, y a buscar refuerzos para la colonia en Chile, por eso se había visto obligado a hacer lo que hizo, pero prometía devolverles hasta el último doblón con su parte correspondiente de la mina de Marga-Marga. «Al que le guste, bueno, y al que no, se las verá conmigo», concluyó. Eso a nadie tranquilizó.

Puedo comprender las razones de Pedro, que vio en ese engaño, tan impropio de su recto carácter, la única solución al problema de Chile. Puso en la balanza el daño que hacía a esos dieciséis inocentes y la necesidad de impulsar la conquista, beneficiando a miles de personas, y pesó más lo segundo. Si lo hubiese consultado conmigo, seguramente yo habría aprobado su decisión, aunque la habría llevado a cabo de modo más elegante —y además lo habría acompañado—, pero sólo compartió su secreto con tres capitanes. ¿Pensó que yo arruinaría el plan con habladurías? No, porque en los años que llevábamos juntos yo había demostrado discreción y fiereza para defender su vida y sus intereses. Creo, más bien, que temió que yo intentara retenerlo. Se fue llevándose lo mínimo indispensable, pues si hubiese empacado como correspondía, yo habría adivinado sus propósitos. Partió sin despedirse de mí, tal como muchos años antes se fuera de mi lado Juan de Málaga.

La trampa de Valdivia, porque no fue otra cosa, por muy encumbrada que fuese la causa, resultó ser un regalo del cielo para Sancho de la Hoz, quien entonces podía culparlo de un crimen concreto: había estafado a la gente, robado el fruto de años de trabajo y penurias a sus propios soldados. Merecía la muerte.

Cuando supe que Pedro se había ido, me sentí mucho más traicionada que los colonos embaucados. Perdí el control de mis nervios por primera y última vez en mi vida. Durante un día completo destrocé lo que estaba a mi alcance y chillé de rabia, que ya veréis quién soy yo, Inés Suárez, que a mí nadie me deja tirada como un trapo, que para eso soy la verdadera gobernadora de Chile y todos saben cuánto me deben, que qué sería de esta ciudad de mierda sin mí, que he cavado acequias con mis propias manos, he curado a cuanto apestado y herido hemos tenido, he sembrado, cosechado y cocinado para que no perezcan de hambre y, como si fuera poco, he blandido las armas como el mejor de los soldados, que Pedro me debe la vida, lo he amado y servido y dado contento, que nadie lo conoce mejor que yo, ni le aguantará sus manías como yo, y dale y dale a la cantaleta, hasta que Catalina y otras mujeres me ataron a la cama y fueron a pedir socorro. Quedé debatiéndome en mis ligaduras, poseída por el demonio, con Juan de Málaga instalado a los pies de mi cama, burlándose de mí. Al poco rato acudió González de Marmolejo, muy deprimido, porque era el más anciano de los engañados y daba por descontado que nunca se repondría de la pérdida. De hecho, no sólo recuperó sus bienes con intereses, sino que al morir, varios años más tarde, era el hombre más rico de Chile. ¿Cómo lo hizo? Misterio. Supongo que en parte yo le ayudé, porque nos asociamos en la crianza de caballos, idea que me rondaba desde el inicio del viaje a Chile. El clérigo llegó a mi casa dispuesto a intentar un exorcismo, pero cuando comprendió que mi mal era sólo indignación de amante despechada se conformó con salpicarme agua bendita y rezar unas avemarías, tratamiento que me devolvió la cordura.

Al otro día vino a verme Cecilia, quien ya tenía varios niños, pero ni la maternidad ni los años habían logrado dejar huella en su porte real y su rostro liso de princesa inca. Gracias a su talento para el espionaje y su condición de esposa del alguacil Juan Gómez, conocía todo lo que sucedía puertas adentro en la colonia, incluso mi reciente pataleta. Me encontró en cama, todavía agotada por los exabruptos del día anterior.

—¡Pedro me las pagará, Cecilia! —anuncié a modo de saludo.

—Te traigo buenas nuevas, Inés. No tendrás que vengarte de él, otros lo harán por ti —me anunció.

—¿Qué dices?

—Los descontentos, que son muchos en Santiago, planean acusar a Valdivia ante la Real Audiencia en el Perú. Si no pierde la cabeza en el patíbulo, al menos pasará el resto de su vida en un calabozo. ¡Mira qué buena suerte tienes, Inés!

—¡Esto es idea de Sancho de la Hoz! —exclamé, saltando fuera de la cama para vestirme deprisa.

—¿Cómo ibas a imaginar que ese necio te haría tan grande favor? De la Hoz ha hecho circular una carta pidiendo que Valdivia sea destituido y muchos vecinos ya la han firmado. La mayoría de la gente quiere deshacerse de Valdivia y nombrarlo gobernador a él —me comunicó Cecilia.

—¡Ese fantoche no se da por vencido! —mascullé, atándome los botines.

Unos meses antes el malvado cortesano había intentado asesinar a Valdivia. Como todos los planes que se le ocurrían, ése también era bastante pintoresco: se fingió muy enfermo, se metió en la cama, anunció que agonizaba y quería despedirse de sus amigos y enemigos por igual, incluso del gobernador. Instaló a uno de sus secuaces detrás de una cortina, armado de una daga, para acuchillar a Valdivia por la espalda cuando éste se inclinara sobre la cama a oír los susurros del supuesto moribundo. Estos detalles ridículos y el hecho de jactarse de ellos perdían a De la Hoz, porque yo me enteraba de sus tramoyas sin ningún esfuerzo de mi parte. En esa ocasión advertí nuevamente del peligro a Pedro, quien al principio se rió a carcajadas y se negó a creerme, pero después aceptó investigar a fondo el asunto. El resultado dio por culpable a Sancho de la Hoz, quien fue condenado a la horca por segunda o tercera vez, ya perdí la cuenta. Sin embargo, a última hora Pedro lo perdonó, para mantener la costumbre.

Terminé de vestirme, despedí a Cecilia con una disculpa y corrí a hablar con el capitán Villagra para repetirle las palabras de la princesa y asegurarle que si De la Hoz tenía éxito, los primeros en perder la cabeza serían él mismo y otros hombres leales a Pedro.

—¿Tenéis pruebas, doña Inés? —quiso saber Villagra, rojo de ira.

—No, sólo rumores, don Francisco.

—Con eso me basta.

Y sin más arrestó al intrigante y lo hizo decapitar de un hachazo esa misma tarde, sin darle tiempo ni de confesarse. Después ordenó pasear la cabeza por la ciudad, cogida por los pelos, antes de clavarla en una picota para escarmiento de los dudosos, como es usual en estos casos. ¿Cuántas cabezas he visto expuestas así en mi vida? Imposible contarlas. Villagra se abstuvo de arremeter contra al resto de los conspiradores, escondidos como ratas en sus casas, porque habría tenido que arrestar a la población entera, tanto era el malestar contra Valdivia que reinaba en Santiago. Así este capitán eliminó en una sola noche el germen de una guerra civil y así nos libramos de la sabandija que era Sancho de la Hoz. Ya era tiempo.

Pedro de Valdivia demoró un mes en llegar al Callao porque se detuvo en varios lugares del norte a esperar noticias de Santiago; necesitaba estar seguro de que Villagra había manejado hábilmente la situación y le cubría las espaldas. Sabía de la rebelión de Sancho de la Hoz porque lo había alcanzado un mensajero con la mala nueva, pero no quería ser responsable directo de su fin, ya que ello podía acarrearle problemas con la justicia. Le complacía sobremanera que su fiel lugarteniente resolviera la conspiración a su manera, aunque aparentó sorpresa y desagrado ante los hechos, pues no olvidaba que su enemigo contaba con buenos contactos en la corte de Carlos V

Para hacerse perdonar por mí, Pedro me mandó con un veloz jinete, desde La Serena, una carta de amor y una extravagante sortija de oro. Hice pedazos la carta y regalé el anillo a Catalina con la condición de que lo hiciera desaparecer de mi vista, porque me hacía hervir la sangre.

En el camino al norte el gobernador reunió a un grupo de diez selectos capitanes, a quienes aperó con armaduras, armas y caballos, valiéndose del oro de los esquilmados vecinos de Santiago, y partió con ellos a ponerse bajo las banderas del clérigo La Gasca, legítimo representante del rey en el Perú. Para encontrarse con el ejército de La Gasca, los hidalgos debieron trepar las cumbres heladas de los Andes forzando a los caballos, que caían vencidos por la falta de aire, mientras a ellos el mal de altura les reventaba los oídos y les hacía sangrar por varios orificios del cuerpo. Sabían que La Gasca, quien carecía por completo de experiencia militar, aunque era un hombre de ejemplar temple y voluntad, debería enfrentarse con un ejército formidable y con un general avezado y valiente. A Gonzalo Pizarro se le podía acusar de cualquier cosa menos de pusilánime. Las tropas de La Gasca, que estaban enfermas por el esfuerzo del viaje en la cordillera, paralizadas de frío y aterradas ante la superioridad del enemigo, recibieron a Valdivia y sus diez capitanes como ángeles vengadores. Para La Gasca esos hidalgos, llegados por milagro a socorrerle, resultaron decisivos. Los abrazó, agradecido, y entregó el mando a Pedro de Valdivia, el mítico conquistador de Chile, nombrado maestre de campo. La tropa recuperó de inmediato la confianza, porque con ese general a la cabeza sentía la victoria segura. Valdivia comenzó por asegurar el buen ánimo de los soldados con las palabras justas, producto de muchos años de tratos con sus subordinados, y luego procedió a evaluar sus fuerzas y pertrechos. Al comprender que tenía por delante una tarea ímproba, se sintió rejuvenecer; sus capitanes no lo habían visto tan entusiasmado desde los tiempos de la fundación de Santiago.

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