Inés del alma mía (40 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

BOOK: Inés del alma mía
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El gobernador se quedó en Santiago tres meses. En ese tiempo tomó una decisión que seguramente había pensado mucho: mandó a Jerónimo de Alderete a España a entregar sesenta mil pesos de oro al rey, el quinto correspondiente a la Corona, suma ridícula si se compara con los galeones cargados de ese metal que salían del Perú. Llevaba cartas para el monarca con varias peticiones, entre otras, que le otorgara un marquesado y la Orden de Santiago. También en eso Valdivia había cambiado, ya no era el hombre que se jactaba de despreciar títulos y honores. Además, él, a quien antes repugnaba la esclavitud, solicitaba permiso para encargar dos mil esclavos negros sin pagar impuesto. La segunda parte de la misión de Alderete consistía en visitar a Marina Ortiz de Gaete, quien todavía vivía en el modesto solar de Castuera, darle dinero e invitarla a venir a Chile a ocupar el rango de gobernadora junto a su marido, a quien no había visto durante diecisiete años. Me encantaría saber cómo recibieron esta noticia María y Juana. Lamento que Jerónimo de Alderete no pudiese traer la respuesta positiva del rey. Su ausencia duró casi tres años, según recuerdo, debido a las demoras de navegar por el océano y porque el emperador no era hombre de andar con prisas. A su regreso, cuando cruzaba el istmo de Panamá, el capitán agarró una pestilencia tropical que lo despachó a mejor vida. Era muy buen soldado y leal amigo este Jerónimo de Alderete, espero que la Historia le reserve el sitial que merece. Entretanto, Pedro de Valdivia murió sin enterarse de que por fin había obtenido las prebendas solicitadas.

Al recibir la invitación de su marido para viajar a ese reino, que ella imaginaba como Venecia, vaya una a saber por qué, y los siete mil quinientos pesos de oro para sus gastos, Marina Ortiz de Gaete se compró un trono dorado, un ajuar imperial y se hizo acompañar por un impresionante séquito que incluía a varios miembros de su familia. La pobre mujer llegó a Chile convertida en viuda; aquí descubrió que Pedro la había dejado arruinada y, para colmo de males, antes de seis meses todos sus sobrinos, a quienes adoraba, murieron en la guerra con los indios. No puedo menos que compadecerla.

Durante el tiempo que Pedro de Valdivia estuvo en Santiago nos vimos poco y sólo en reuniones sociales, rodeados de otras personas que nos observaban con malicia, esperando sorprendernos en un gesto de intimidad o tratando de adivinar nuestros sentimientos. En esta ciudad no se podía dar un paso sin ser atisbada por las ventanas y criticada. ¿Por qué hablo en pasado? Estamos en 1580 y la gente sigue siendo igual de chismosa. Después de haber compartido con Pedro los años más intensos de mi juventud, sentía un raro despego en su presencia, me parecía que el hombre que yo había amado con una pasión desesperada era otro. Poco antes de que él anunciara su regreso al sur, donde pensaba visitar las nuevas ciudades y seguir buscando el escurridizo estrecho de Magallanes, vino a verme González de Marmolejo.

—Quería contarte, hija, que el gobernador ha solicitado al rey que me nombre obispo de Chile —me dijo.

—Eso ya lo sabe todo Santiago, padre. Decidme a qué habéis venido en realidad.

—¡Qué atrevida eres, Inés! —se rió el clérigo.

—Vamos, desembuchad, padre.

—El gobernador desea hablarte en privado, hija, y como es lógico no puede ser en tu casa, en la de él ni en un lugar público. Se deben guardar las apariencias. Le ofrecí que se encontrara contigo en mi residencia...

—¿Sabe Rodrigo de esto?

—El gobernador no cree necesario molestar a tu marido con esta nimiedad, Inés.

Me resultaron sospechosos el mensajero, el recado y el secreto, así es que se lo comuniqué a Rodrigo ese mismo día, para evitar problemas, y entonces me enteré de que éste ya lo sabía, porque Valdivia le había pedido permiso para citarse conmigo a solas. ¿Por qué, entonces, pretendía que yo se lo ocultara a mi marido? ¿Y por qué Rodrigo no me lo mencionó? Supongo que el primero quiso ponerme a prueba, pero no creo que ésa fuese la intención del segundo; Rodrigo era incapaz de tales manejos.

—¿Sabes para qué quiere hablar conmigo Pedro? —le pregunté a mi marido.

—Desea explicarte por qué actuó como lo hizo, Inés.

—¡Han pasado más de tres años! ¿Y ahora viene con explicaciones? Muy raro me parece.

—Si no quieres hablar con él, se lo diré derechamente.

—¿No te molesta que me encuentre a solas con él?

—Tengo plena confianza en ti, Inés. Jamás te ofendería con celos.

—Tú no pareces español, Rodrigo. Debes de tener sangre de holandés en las venas.

Al día siguiente acudí a la casa de González de Marmolejo, la más grande y lujosa de Chile después de la mía. La fortuna del clérigo sin duda era de origen milagroso. Me recibió su ama de llaves quechua, una mujer muy sabia, conocedora de plantas medicinales y tan buena amiga mía que no necesitaba disimular que hacía vida marital con el futuro obispo desde hacía años. Cruzamos varios salones, comunicados por puertas dobles talladas por un artesano, que el clérigo hizo traer del Perú, y llegamos a una habitación pequeña, donde tenía su escritorio y la mayor parte de sus libros. El gobernador, vestido con esmero en jubón rojo oscuro de mangas acuchilladas, calzas verdosas y gorra de seda negra con una pluma coqueta, se adelantó para saludarme. El ama de llaves se retiró con discreción y cerró la puerta. Entonces, al verme a solas con Pedro, sentí que me latían las sienes y se me desbocaba el corazón, pensé que no sería capaz de sostener la mirada de esos ojos azules, cuyos párpados había besado a menudo cuando él dormía. Por mucho que Pedro hubiese cambiado, en algún momento fue el amante a quien seguí al fin del mundo. Pedro me puso las manos en los hombros y me dio vuelta hacia la ventana, para observarme a la luz.

—¡Eres tan hermosa, Inés! ¿Cómo puede ser que para ti no pase el tiempo? —suspiró, conmovido.

—Necesitas vidrios para ver —le dije, dando un paso atrás para desprenderme de sus manos.

—Dime que eres feliz. Es muy importante para mí que lo seas.

—¿Por qué? ¿Mala conciencia, acaso?

Sonreí, él se rió también y ambos respiramos aliviados, se había roto el hielo. Me contó en detalle el juicio que enfrentó en el Perú y la condena de La Gasca; la idea de casarme con otro se le ocurrió a él como única forma de salvarme del destierro y la pobreza.

—Al proponerle esa solución a La Gasca me clavé una daga en el pecho, Inés, y todavía sangro. Siempre te he amado, eres la única mujer de mi vida, las demás no cuentan. Saberte casada con otro me causa un dolor atroz.

—Siempre fuiste celoso.

—No te burles, Inés. Sufro mucho por no tenerte conmigo, pero celebro que seas rica y te hayas desposado con el mejor hidalgo de este reino.

—En aquella ocasión, cuando mandaste a González de Marmolejo a darme la noticia, él insinuó que tú habías elegido a alguien para mí. ¿Era Rodrigo?—Te conozco demasiado bien como para tratar de imponerte algo, Inés, y menos un marido —me contestó, evasivo.

—Entonces, para tu tranquilidad, te diré que la solución que se te ocurrió fue excelente. Soy feliz y amo mucho a Rodrigo.

—¿Más que a mí?

—A ti ya no te amo con esa clase de amor, Pedro.

—¿Estás segura de eso, Inés del alma mía?

Volvió a sujetarme por los hombros y me atrajo, buscándome los labios. Sentí el cosquilleo de su barba rubia y el calor de su aliento, volví la cara y lo empujé suavemente.

—Lo que más apreciabas de mí, Pedro, era la lealtad. Todavía la tengo, pero ahora se la debo a Rodrigo —le dije con tristeza, porque presentí que en ese momento nos despedíamos para siempre.

Pedro de Valdivia partió de nuevo a continuar la conquista y reforzar las siete ciudades y los fuertes recién fundados. Se descubrieron varias minas de ricas vetas, que atrajeron a nuevos colonos, incluso a vecinos de Santiago que optaron por dejar sus fértiles haciendas en el valle del Mapocho y partir con sus familias a los bosques misteriosos del sur, encandilados por la posibilidad del oro y la plata. Tenían a veinte mil indios trabajando en las minas y la producción era casi tan buena como la del Perú. Entre los colonos que se fueron iba el alguacil Juan Gómez, pero Cecilia y sus hijos no lo acompañaron. «Yo me quedo en Santiago. Si quieres ir a hundirte en esos pantanos, allá tú», le dijo Cecilia, sin imaginar que sus palabras serían ominosas.

Al despedirse de Valdivia, Rodrigo de Quiroga le aconsejó que no abarcase más de lo que podía controlar. Algunos fuertes disponían apenas de un puñado de soldados, y varias ciudades estaban desprotegidas.

—No hay peligro, Rodrigo, los indios nos han dado muy pocos problemas. El territorio está sometido.

—Me parece raro que los mapuche, cuya fama de indomables nos había llegado al Perú antes de iniciar la conquista de Chile, no nos hayan combatido como esperábamos.

—Comprendieron que somos un enemigo demasiado poderoso para ellos y se han dispersado —le explicó Valdivia.

—Si es así, en buena hora, pero no te descuides.

Se estrecharon efusivamente y Valdivia partió sin preocuparse por las advertencias de Quiroga. Durante varios meses no tuvimos noticias directas de él, pero nos llegaron rumores de que hacía vida de turco, echado entre almohadones y engordando en su casa de Concepción, que él llamaba su «palacio de invierno». Decían que Juana Jiménez escondía el oro de las minas, que llegaba en grandes bateas, para no tener que compartirlo ni declararlo a los oficiales del rey. Agregaban, envidiosos, que era tanto el oro acumulado y el que todavía quedaba en las minas de Quilacoya, que Valdivia era más rico que Carlos V. Así es de apresurada la gente para juzgar al prójimo. Te recuerdo, Isabel, que a su muerte Valdivia no dejó ni un maravedí. A menos que Juana Jiménez, en vez de ser raptada por los indios, como se cree, haya logrado robarse esa fortuna y escapar a alguna parte, el tesoro de Valdivia nunca existió.

Tucapel se llamaba uno de los fuertes destinados a desalentar a los indígenas y proteger las minas de oro y plata, aunque sólo contaba con una docena de soldados, que pasaban sus días vigilando la espesura, aburridos. El capitán que estaba a cargo del fuerte sospechaba que los mapuche tramaban algo, a pesar de que su relación con ellos había sido pacífica. Una o dos veces por semana los indios llevaban provisiones al fuerte; eran siempre los mismos, y los soldados, que ya los conocían, solían intercambiar señales amistosas con ellos. Sin embargo, había algo en la actitud de los indios que indujo al capitán a capturar a varios de ellos y, mediante suplicio, averiguó que se estaba gestando una gran sublevación de las tribus. Yo podría jurar que los indios confesaron sólo aquello que Lautaro deseaba que los
huincas
supieran, porque los mapuche nunca se han doblegado ante el tormento. El capitán mandó pedir refuerzos, pero tan poca importancia dio Pedro de Valdivia a esta información, que por toda ayuda mandó cinco soldados a caballo al fuerte de Tucapel.

Corría la primavera de 1553 en los bosques aromáticos de la Araucanía. El aire era tibio y al paso de los cinco soldados se levantaban nubes de insectos translúcidos y aves ruidosas. De pronto, un infernal chivateo rompió la paz idílica del paisaje y de inmediato los españoles se vieron rodeados por una masa de asaltantes. Tres de ellos cayeron atravesados por lanzas, pero dos alcanzaron a dar media vuelta y galoparon a matacaballo hacia el fuerte más próximo a pedir socorro.

Entretanto se presentaron en Tucapel los mismos indígenas que siempre llevaban las vituallas, saludando con el aire más sumiso del mundo, como si no estuviesen enterados del suplicio que habían sufrido sus compañeros. Los soldados abrieron las puertas del fuerte y los dejaron entrar con sus bultos. Una vez en el patio, los mapuche abrieron sus sacos, extrajeron las armas que llevaban ocultas y se abalanzaron sobre los soldados. Éstos lograron reponerse de la sorpresa y volar en busca de sus espadas y corazas para defenderse. En los minutos siguientes se llevó a cabo una matanza de mapuche y muchos fueron hechos prisioneros, pero la estratagema dio resultado, porque mientras los españoles estaban ocupados con los de adentro, miles de otros indígenas rodearon el fuerte. El capitán salió con ocho de sus hombres a caballo para enfrentarlos, decisión muy valiente pero inútil, porque el enemigo era demasiado numeroso. Al cabo de una lucha heroica, los soldados que aún estaban con vida retrocedieron al fuerte, donde la desigual batalla continuó durante el resto del día, hasta que, finalmente, al caer la oscuridad, los atacantes se replegaron. En el fuerte de Tucapel quedaron seis soldados, únicos españoles sobrevivientes, muchos yanaconas y los indios prisioneros. El capitán tomó una medida desesperada para espantar a los mapuche que aguardaban el amanecer para atacar de nuevo. Había oído la leyenda de que yo salvé la ciudad de Santiago lanzando las cabezas de los caciques a las huestes indígenas y decidió copiar la idea. Hizo degollar a los cautivos, luego lanzó las cabezas por encima de la muralla. Un rugido largo, como una terrible ola de mar tormentoso, acogió el gesto.

Durante las horas siguientes, el cerco mapuche que rodeaba el fuerte se fue engrosando, hasta que los seis españoles comprendieron que su única posibilidad de salvación era tratar de cruzar a caballo las filas enemigas al amparo de la noche y llegar al fuerte más cercano, en Purén. Eso significaba abandonar a su suerte a los yanacona, que no tenían caballos. No sé cómo los españoles lograron su audaz cometido, porque el bosque estaba infestado de indígenas, que habían acudido de lejos, llamados por Lautaro, para la gran insurrección. Tal vez los dejaron pasar con algún avieso propósito. En todo caso, con la primera luz de alba los indios, que habían esperado la noche entera en las cercanías, irrumpieron en el fuerte abandonado de Tucapel y se encontraron con los restos de sus compañeros en el patio ensangrentado. Los infelices yanaconas que aún permanecían en el fuerte fueron aniquilados.

La noticia del primer ataque victorioso alcanzó a Lautaro muy pronto gracias al sistema de comunicación que él mismo había ideado. El joven
ñidoltoqui
acababa de formalizar su unión con Guacolda, después de pagar la dote correspondiente. No participó en la borrachera de la celebración porque no era amigo del alcohol y estaba muy ocupado planeando el segundo paso de la campaña. Su objetivo era Pedro de Valdivia.

Juan Gómez, quien había llegado al sur una semana antes, no alcanzó a pensar en las minas de oro que le habían inducido a separarse de su familia, pues recibió el clamor de socorro del fuerte de Purén, donde los seis soldados sobrevivientes de Tucapel se unieron a los once que allí había. Como todo encomendero, tenía la obligación de acudir a la guerra cuando era llamado, y no vaciló en hacerlo. Gómez galopó hasta Purén y se colocó a la cabeza del pequeño destacamento. Después de escuchar los detalles de lo ocurrido en Tucapel, tuvo la certeza de que no se trataba de una escaramuza, como tantas del pasado, sino de un levantamiento masivo de las tribus del sur. Se preparó lo mejor posible para resistir, pero no era mucho lo que podía hacer en Purén con los escasos medios a su alcance.

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