Inés del alma mía (38 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

BOOK: Inés del alma mía
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—En el Nuevo Mundo no se ha visto nada igual a estos guerreros —opinó Jerónimo de Alderete, extenuado.

—Nunca en mi vida tuve enemigos tan feroces. Hace más de treinta años que sirvo a su majestad y he luchado contra muchas naciones, pero nunca había visto tal tesón como el de esta gente en pelear —agregó Valdivia.

—¿Qué hacemos ahora?

—Fundar una ciudad en este punto. Tiene todas las ventajas: una bahía sana, un río ancho, madera, pesquería.

—Y miles de salvajes también —apuntó Alderete.

—Primero construiremos un fuerte. Pondremos a todos, menos los heridos y centinelas, a cortar árboles y construir barracones y una muralla con foso, como es debido. Veremos si estos bárbaros se atreven con nosotros.

Se atrevieron, por supuesto. Apenas los españoles terminaron de construir la muralla, Lautaro se presentó con un ejército tan enorme, que los aterrados centinelas calcularon en cien mil hombres. «No son ni la mitad y podemos con ellos. ¡Santiago y cierra España!», arengó Valdivia a su gente; estaba impresionado ante la audacia y la actitud del enemigo, más que por su número. Los mapuche marchaban con perfecta disciplina, en cuatro divisiones al mando de sus toquis de guerra. El chivateo terrible con que asustaban al enemigo estaba ahora reforzado por flautas hechas con los huesos de los españoles caídos en la batalla anterior.

—No podrán atravesar el foso y la muralla. Vamos a detenerlos con los arcabuceros —sugirió Alderete.

—Si nos encerráramos en el fuerte, podrían sitiarnos hasta matarnos de hambre —explicó Valdivia.

—¿Sitiarnos? No creo que se les ocurra, no es una táctica que conozcan los salvajes.

—Me temo que han aprendido mucho de nosotros. Debemos ir a su encuentro.

—Son demasiado numerosos, no podremos con ellos.

—Podremos con el favor de Dios —replicó Valdivia.

Ordenó que Jerónimo de Alderete saliera con cincuenta jinetes para enfrentar al primer escuadrón mapuche, que avanzaba a paso firme hacia la puerta, a pesar de la primera descarga de pólvora, que dejó a muchos tendidos. El capitán y sus soldados se dispusieron a obedecerle sin chistar, aunque estaban convencidos de que iban a una muerte segura. Valdivia se despidió de su amigo con un abrazo emocionado. Se conocían desde hacía muchos años y juntos habían sobrevivido a incontables peligros.

Existen los milagros, sin duda. Ese día ocurrió un milagro, no hay otra explicación, así lo repetirán por los siglos de los siglos los descendientes de los españoles que presenciaron el hecho, y seguramente también los mapuche en las generaciones venideras.

Jerónimo de Alderete se puso a la cabeza de sus cincuenta jinetes formados y a una señal suya abrieron las puertas de par en par. El monstruoso chivateo de los indígenas recibió a la caballería, que salió al galope. En pocos minutos una masa inmensa de guerreros rodeó a los españoles y Alderete comprendió al instante que continuar sería un acto suicida. Dio orden a sus hombres de reagruparse, pero las boleadoras impuestas por Lautaro se enredaban en las patas de los animales y les impedían maniobrar. Desde la muralla, los arcabuceros mandaron la segunda andanada de tiros, que no logró desanimar el avance de los asaltantes. Valdivia se dispuso a salir para reforzar a la caballería, aunque eso significaba dejar el fuerte indefenso frente a las otras tres divisiones indígenas que lo rodeaban, pues no podía permitir que acabaran con cincuenta de sus hombres sin prestarles auxilio. Por primera vez en su carrera militar temió haber cometido un error táctico irreparable. El héroe del Perú, que poco antes había derrotado magistralmente al ejército de Gonzalo Pizarro, estaba confundido ante esos salvajes. El griterío era horroroso, las órdenes no se escuchaban y en la confusión uno de los jinetes españoles cayó muerto por un tiro de arcabuz que dio en el blanco equivocado. De pronto, cuando los mapuche del primer escuadrón tenían el terreno ganado, empezaron a retroceder en tropel, seguidos casi de inmediato por las otras tres divisiones. En pocos minutos los atacantes abandonaron el campo y huyeron a los bosques como liebres.

Sorprendidos, los españoles no supieron qué diablos sucedía y temieron que fuese una nueva táctica del enemigo, ya que no había otra explicación para tan súbita retirada que dio por terminada la batalla que apenas comenzaba. Valdivia hizo aquello que le dictaba su experiencia de soldado: ordenó perseguirlos. Así se lo describió al rey en una de sus cartas: «Y apenas habían llegado los de a caballo, cuando los indios nos dieron las espaldas, y los otros tres escuadrones hicieron lo mismo. Se mataron hasta mil quinientos o dos mil indios, se lancearon otros muchos y prendimos algunos».

Aseguran quienes se hallaban presentes que el milagro fue visible para todos, que una figura angélica, brillante como el relámpago, descendió sobre el campo, alumbrando el día con una luz sobrenatural. Unos creyeron reconocer al apóstol Santiago en persona, cabalgando sobre un corcel blanco, quien enfrentó a los salvajes, les endilgó un elocuente sermón y les ordenó rendirse ante los cristianos. Otros percibieron la figura de Nuestra Señora del Socorro, una dama hermosísima vestida de oro y plata, flotando en las alturas. Los indios prisioneros confesaron haber visto una llamarada que trazó un amplio arco en el firmamento y explotó con estruendo, dejando en el aire una cola de estrellas. En los años posteriores los bachilleres han ofrecido otras versiones, dicen que fue un bólido celestial, algo así como una enorme roca desprendida del Sol y que cayó sobre la Tierra. Nunca he visto uno de esos bólidos, pero me maravilla que tengan forma de apóstol o de Virgen y que ése cayera justo a la hora y en el lugar apropiado para favorecer a los españoles. Milagro o bólido, no lo sé, pero el hecho concreto es que los indios huyeron despavoridos y los cristianos quedaron dueños del campo, celebrando una inmerecida victoria.

Según las noticias que llegaron a Santiago, Valdivia tomó alrededor de trescientos prisioneros —aunque él, ante el rey, admitió sólo doscientos— y mandó darles castigo: les cortaron la mano derecha de un hachazo y la nariz a cuchillo. Mientras unos soldados forzaban a los prisioneros a colocar el brazo sobre un tronco, para que los verdugos negros descargaran el filo del hacha, otros cauterizaban los muñones sumergiéndolos en sebo hirviente, así las víctimas no se desangraban y podían llevar el escarmiento a su tribu. Más allá, unos terceros mutilaban las caras de los infelices mapuche. Se llenaron canastos de manos y narices y la sangre empapaba la tierra. En su carta al rey, dijo Valdivia que, una vez se había hecho justicia, juntó a los cautivos y les habló, porque había entre ellos algunos caciques e indios principales. Declaró que «hacía aquello porque les había enviado a llamar muchas veces con requerimientos de paz y ellos no cumplieron». De modo que los torturados debieron soportar además una arenga en castellano. Los que aún eran capaces de tenerse en pie se alejaron trastabillando hacia el bosque para ir a enseñar sus muñones a sus compañeros. Muchos amputados caían desmayados, pero luego volvían a levantarse y se iban también, llenos de odio, sin dar a sus victimarios el placer de verlos suplicar o gemir de dolor. Cuando los verdugos ya no pudieron levantar las hachas y los cuchillos de cansancio y náusea, los soldados debieron reemplazarlos. Tiraron al río los canastos de manos y narices, que se fueron flotando hacia el mar, llevados por la corriente ensangrentada.

Cuando supe de lo ocurrido le pregunté a Rodrigo cuál había sido el propósito de aquella carnicería, que a mi juicio traería horribles consecuencias, porque después de un hecho así no podíamos esperar misericordia de los mapuche, sino la peor venganza. Rodrigo me explicó que a veces estas acciones son necesarias para atemorizar al enemigo.

—¿También tú habrías hecho algo semejante? —quise saber.

—Creo que no, Inés, pero yo no estaba allí y no puedo juzgar las decisiones del capitán general.

—Estuve con Pedro en las buenas y en las malas durante diez años, Rodrigo, y esto no calza con la persona que conozco. Pedro ha cambiado mucho y, déjame decirte, me alegro de que ya no esté en mi vida.

—La guerra es la guerra. Ruego a Dios que termine pronto y podamos fundar esta nación en paz.

—Si la guerra es la guerra, también podemos justificar las matanzas de Francisco de Aguirre en el norte —le dije.

Después del salvaje escarmiento, Valdivia hizo recoger la comida y los animales que pudo confiscar de los indios y los llevó al fuerte. Envió mensajeros a las ciudades anunciando que en menos de cuatro meses, con ayuda del apóstol Santiago y Nuestra Señora, se había dado maña para imponer paz en esa tierra. Me pareció que se apresuraba en cantar victoria.

En los tres años que le quedaban de vida, vi a Pedro de Valdivia muy poco, sólo tuve noticias suyas por terceros. Mientras Rodrigo y yo prosperábamos casi sin darnos cuenta, porque donde poníamos el ojo crecía el ganado, se multiplicaban las siembras y surgía oro de las piedras, el gobernador se dedicó a construir fuertes y fundar ciudades en el sur. Primero plantaban la cruz y el estandarte, si había cura oficiaban misa, luego erguía el árbol de justicia, o patíbulo, y empezaban a cortar árboles para construir la muralla de defensa y las viviendas. Lo más arduo era conseguir pobladores, pero poco a poco iban llegando soldados y familias. Así surgieron, entre otras, Concepción, La Imperial y Villarrica, esta última cerca de las minas de oro que se descubrieron en un afluente del Bío-Bío. Tanto produjeron esas minas, que no corría en el comercio sino oro en polvo para adquirir pan, carne, frutas, hortalizas y lo demás; no había otra moneda sino oro. Mercaderes, taberneros y vendedores andaban cargados de pesas y balanzas para vender y comprar. Así se cumplió el sueño de los conquistadores y ya nadie se atrevió a llamar a Chile «país de rotosos» ni «sepultura de españoles». También se fundó la ciudad de Valdivia, llamada así por insistencia de los capitanes, no por vanidad del gobernador. Su escudo la describe: «Un río y una ciudad de plata». Los soldados contaban que en los vericuetos de la cordillera existía la afamada Ciudad de los Césares, entera de oro y piedras preciosas, defendida por bellas amazonas, es decir, el mismo mito de El Dorado, pero Pedro de Valdivia, hombre práctico, no perdió tiempo ni gente buscándola.

En Chile se recibían numerosos refuerzos militares por tierra y por mar, pero siempre eran insuficientes para ocupar ese vasto territorio de costa, bosque y montaña. Para congraciarse con sus soldados, el gobernador distribuía tierras e indios con su habitual generosidad, pero eran regalos de palabra, intenciones poéticas, ya que las tierras eran vírgenes y los nativos indómitos. Sólo mediante la fuerza bruta se podía obligar a los mapuche a trabajar. Su pierna había sanado, aunque siempre le dolía, pero ya podía montar a caballo. Recorría sin descanso la inmensidad del sur con su pequeño ejército, adentrándose en los bosques húmedos y sombríos, bajo la alta cúpula verde tejida por los árboles más nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometría. Las patas de los caballos pisaban un colchón fragante de humus, mientras los jinetes se abrían camino con las espadas en la espesura, a ratos impenetrable, de los helechos. Cruzaban arroyos de aguas frías, donde los pájaros solían quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergían a los recién nacidos. Los lagos eran prístinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podían contarse las piedrecillas en el fondo. Las arañas tejían sus encajes, perlados de rocío, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pájaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar. La luz se filtraba entre las hojas y dibujaba sombras en el paisaje; la niebla subía del suelo tibio y envolvía el mundo en un hálito de misterio. Lluvia y más lluvia, ríos, lagos, cascadas de aguas blancas y espumosas, un universo líquido. Y al fondo, siempre, las montañas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otoño el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnífico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo. El Jardín del Edén, la tierra prometida, el paraíso. Mudo, mojado de lágrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile.

En una ocasión, iba con sus soldados por un bosque de avellanos, cuando cayeron trozos de oro de las copas de los árboles. Incrédulos ante aquel prodigio, los soldados desmontaron deprisa y se abalanzaron sobre los amarillos peñascos, mientras Valdivia, tan asombrado como sus hombres, intentaba impartir orden. Estaban disputándose el oro, cuando los rodearon cien flecheros mapuche. Lautaro les había enseñado a apuntar a los sitios vulnerables del cuerpo, donde los españoles no contaban con la protección del hierro. En menos de diez minutos quedó el bosque sembrado de muertos y heridos. Antes de que los sobrevivientes pudieran reaccionar, los indígenas desaparecieron con el mismo sigilo con que habían surgido momentos antes. Después se comprobó que el señuelo eran piedras del río cubiertas por una delgada lámina de oro.

Unas semanas más tarde, otro destacamento de españoles, que recorría la región, oyó voces femeninas. Se adelantaron al trote, apartaron los helechos y se encontraron ante una escena encantadora: un grupo de muchachas remojándose en el río, coronadas de flores, con sus largas cabelleras negras por única vestidura. Las míticas ondinas continuaron su baño sin dar muestras de temor cuando los soldados espolearon sus caballos y se lanzaron a cruzar el agua profiriendo gritos de anticipación. No llegaron lejos los lujuriosos barbudos, porque el lecho del río era un pantano donde se sumergieron los caballos hasta los ijares. Los hombres desmontaron con la intención de tirar a los animales hacia tierra firme, pero estaban presos en las pesadas armaduras y también comenzaron a hundirse en el fango. En eso aparecieron otra vez los implacables flecheros de Lautaro, que los acribillaron, mientras las desnudas beldades mapuche celebraban la carnicería desde la otra ribera.

Valdivia se dio cuenta muy pronto de que estaba ante un general tan diestro como él mismo, alguien que conocía las flaquezas de los españoles, pero no se preocupó demasiado. Estaba seguro del triunfo. Los mapuche, por aguerridos y ladinos que fuesen, no podían compararse con el poderío militar de sus experimentados capitanes y soldados. Todo era cuestión de tiempo, decía, la Araucanía sería suya. No tardó en averiguar el nombre que andaba de boca en boca, Lautaro, el toqui que se atrevía a desafiar a los españoles. Lautaro. Jamás se le ocurrió que podía ser Felipe, su antiguo caballerizo, eso lo descubriría el día de su muerte. Valdivia se detenía en los aislados caseríos de los colonos y los arengaba con su optimismo invencible. Lo acompañaba Juana Jiménez, como antes lo hice yo, mientras María de Encio masticaba su despecho en Santiago. El gobernador escribía cartas al rey para reiterarle que los salvajes habían comprendido la necesidad de acatar los designios de su majestad y las bondades del cristianismo y que él había domado esa tierra bellísima, fértil y apacible, donde lo único que hacía falta eran españoles y caballos. Entre párrafo y párrafo le solicitaba nuevas prebendas, que el emperador desatendía.

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