Read Infancia (escenas de una visa en provincia) Online
Authors: John Maxwell Coetzee
Tags: #Autobiografía, Drama
Está fuera, es libre, puede respirar aire fresco de nuevo.
Pese a las amenazas de los católicos auténticos, pese a la posibilidad siempre latente de que el cura visite a sus padres y lo desenmascare, está agradecido a la inspiración que le hizo elegir Roma. Siente gratitud por la iglesia que lo ampara; no lo lamenta, no desea dejar de ser católico. Si ser protestante significa entonar himnos y escuchar sermones y salir a atormentar a los judíos, no quiere ser protestante. No es culpa suya si los católicos de Worcester son católicos sin saber nada de Roma ni de Horacio y sus camaradas resistiendo en el puente sobre el Tíber (Tíber, el padre Tíber, al que nosotros, los romanos, rezamos), ni de Leónidas y sus espartanos resistiendo el ataque en Termópilas, ni de Roland impidiéndoles el paso a los sarracenos. No concibe nada más heroico que repeler un ataque, nada más noble que dar la propia vida para salvar a otros que después llorarán sobre tu cadáver. Eso es lo que anhela ser: un héroe. Eso es lo que un católico auténtico debería ser.
Es una tarde de verano; después de un día largo y caluroso, ha refrescado. Se encuentra en los jardines públicos, donde ha estado jugando al críquet con Greenberg y Goldstein: Greenberg es brillante en clase pero pésimo en criquet; Goldstein, de grandes ojos castaños, lleva sandalias y es muy elegante. Es tarde, bien pasadas las siete y media. Los jardines están desiertos. Han tenido que dejar el críquet: está ya demasiado oscuro como para que puedan ver la pelota. Así que se dedican a pelear, a luchar como si fueran otra vez niños, rodando por el césped, haciéndose cosquillas, desternillándose de risa. Se levanta, respira hondo. Una oleada de gozo lo invade. «Nunca he sido más feliz en mi vida. Me gustaría quedarme con Greenberg y Goldstein para siempre», piensa.
Se marchan. Es verdad. Le gustaría vivir siempre así, paseando en bicicleta por las calles anchas y vacías de Worcester, al atardecer de un día de verano, cuando han llamado a todos los niños y sólo él sigue fuera, como un rey.
Ser católico es una parte de su vida que se reserva para el colegio. Preferir los rusos a los norteamericanos es un secreto tan oscuro que no puede revelárselo a nadie. Que te gusten los rusos es un asunto serio. Pueden condenarte al ostracismo.
Dentro de su armario, en una caja, guarda el libro de dibujos que hizo en 1947, en el momento álgido de su pasión por los rusos. Los dibujos, hechos con lápiz de punta gruesa y coloreados con ceras, muestran a los aviones rusos abatiendo a los aviones norteamericanos en el cielo, a los barcos rusos hundiendo a los barcos norteamericanos. Aunque ya ha remitido el fervor de aquel año, cuando las noticias de la radio provocaron una oleada de hostilidad contra los rusos y todo el mundo tuvo que tomar partido, él se mantiene leal en secreto: leal a los rusos, pero sobre todo leal a sí mismo, a quien era cuando hizo esos dibujos.
Aquí en Worcester nadie sabe que le gustan los rusos. En Ciudad del Cabo estaba su amigo Nicky, con quien jugaba a la guerra con soldaditos de plomo y un cañón con un muelle que disparaba cerillas; pero cuando se dio cuenta de lo peligrosas que eran sus alianzas, de lo que se estaba jugando, le hizo jurar a Nicky que guardaría el secreto, y pasado algún tiempo, para asegurarse, le contó que se había cambiado de bando y que ahora le gustaban los norteamericanos.
En Worcester, a nadie salvo a él le gustan los rusos. Su lealtad a la Estrella Roja lo aparta absolutamente de todos.
¿De dónde procede este enamoramiento, que incluso a él mismo le resulta extraño? Su madre se llama Vera: Vera, con su helada
v
mayúscula, una flecha cayendo. Vera, le contó su madre una vez, es un nombre ruso. La primera vez que le plantearon que los rusos y los norteamericanos eran antagonistas entre los cuales tenía que escoger («¿A quién prefieres: a Jan Christiaan Smuts o a Daniel-Francois Malan? ¿A quién prefieres: a Supermán o al Capitán América? ¿A quién prefieres: a los rusos o a los norteamericanos?»), escogió a los rusos como había escogido a los romanos: porque le gustaba la letra
r
, especialmente la R mayúscula, la más sonora de todas las letras.
Eligió a los rusos en 1947, cuando todo el mundo se puso de parte de los norteamericanos; y como los había elegido, se entregó a leer cosas sobre ellos. Su padre había comprado una historia de la segunda guerra mundial en tres volúmenes. Le encantaban esos libros y los estudiaba detenidamente, estudiaba las fotografías de los soldados rusos con sus uniformes blancos de esquí, los soldados rusos con ametralladoras escabulléndose entre las ruinas de Stalingrado, los comandantes de los carros blindados rusos escrutando el horizonte con sus binóculos. (El T-34 ruso era el mejor carro blindado del mundo, mejor que el Sherman de los norteamericanos, mejor incluso que el Tiger de los alemanes.) Se detenía una y otra vez en la ilustración que mostraba a un piloto ruso inclinando su bombardero sobre la columna de carros blindados alemanes destrozados y en llamas. Adoptó todo lo ruso. Adoptó al mariscal de campo Stalin, severo pero paternal, el mejor y el más perspicaz estratega de la guerra; adoptó el borzoi, el perro pastor ruso, el más veloz de todos los perros. Sabía todo lo que se podía saber sobre Rusia: la extensión en kilómetros cuadrados, la producción en toneladas de acero y de carbón, la longitud de cada uno de sus grandes ríos: el Volga, el Dniéper, el Yenisei y el Obi.
Y entonces lo comprendió por la desaprobación de sus padres, por la perplejidad de sus amigos, por lo que los padres de estos comentaban cuando les hablaban de él: no era ningún juego que le gustaran los rusos; estaba prohibido.
Al parecer, siempre se equivoca en algo. Quiera lo que quiera, le guste lo que le guste, tarde o temprano tiene que convertirlo en un secreto. Empieza a verse a sí mismo como una de esas arañas que vive en un agujero con trampilla cavado en la tierra. La araña siempre tiene que estar regresando a toda prisa a su agujero, cerrando la trampilla, excluyéndose del mundo, escondiéndose.
En Worcester mantiene en secreto su pasado ruso, esconde el censurable libro de dibujos, con las estelas de humo de los cazas enemigos que se estrellan en el océano y los barcos de guerra hincando sus proas bajo las olas. En lugar de dibujar se dedica a jugar partidos de críquet imaginarios. Utiliza la raqueta de playa de madera y una pelota de tenis. El reto es mantener la pelota en el aire el máximo tiempo posible. Se pasa horas dando vueltas a la mesa del comedor y haciendo botar la pelota en la raqueta. Antes de empezar retira todos los jarrones y los adornos; cada vez que la pelota da en el techo, cae una fina ducha de polvo rojizo.
Juega partidos enteros, once bateadores a cada lado, cada uno batea dos veces. Cada golpe equivale a un run. Cuando, por falta de atención, pierde una bola, se elimina un bateador, y el chico anota su puntuación en el marcador. Los gigantescos totales van ascendiendo: quinientos runs, seiscientos runs. Una vez Inglaterra puntúa mil runs, algo que nunca ha hecho un equipo de verdad. Unas veces gana Inglaterra, otras Sudáfrica; rara vez Australia o Nueva Zelanda.
En Rusia y en Norteamérica no se juega al críquet. Los norteamericanos juegan al béisbol; los rusos no parece que jueguen a nada, quizá porque allí siempre está todo nevado.
El no sabe qué hacen los rusos cuando no están en guerra.
No les dice nada a los amigos de sus partidos privados de críquet, se los guarda para casa. Una vez, a los pocos meses de haber llegado a Worcester, un chico de su clase se coló en su casa por la puerta de entrada y se lo encontró tumbado boca arriba debajo de una silla. «¿Qué haces?», le preguntó. «Pienso —le respondió sin pensar—: Me gusta pensar.» Al poco tiempo lo sabía toda la clase: el chico nuevo era raro, no era normal. Gracias a ese error ha aprendido a ser más prudente. Y la mejor forma de ser prudente siempre es hablar de menos antes que de más.
También juega al críquet auténtico con cualquiera que esté dispuesto a jugar. Pero jugar al criquet auténtico en la plaza vacía que hay en medio de Reunion Park es tan lento que resulta inaguantable; la bola siempre anda perdiéndose: la pierde el bateador, la pierde el receptor. El odia ir a buscar las bolas que se han perdido. También odia hacer de jugador de campo sobre la tierra pedregosa, con la que te hieres las manos y las rodillas cada vez que te caes. Quiere batear o lanzar, eso es todo.
Con la promesa de prestarle sus juguetes convence a su hermano, aunque sólo tiene seis años, de que le lance en el patio trasero. El hermano le lanza un rato, hasta que se aburre, se enfada y se mete en la casa corriendo en busca de protección. Intenta enseñar a lanzar a su madre, pero ella no logra concentrarse. Se troncha de risa ante su propia torpeza, y él se exaspera por momentos. Así que decide que sea ella quien batee. Pero el espectáculo es demasiado vergonzoso, cualquiera podría verlo con facilidad desde la calle: una madre jugando al críquet con su hijo.
Corta una lata de mermelada por la mitad y clava la parte del fondo a un palo de madera de medio metro. Monta el palo en un eje atravesado en una caja de cartón cargada de ladrillos. Ata al palo una cinta de goma de neumático que sujeta a la caja y, por la parte opuesta, una cuerda que pasa a través de una argolla. Mete una bola en la lata, retrocede nueve metros, tira de la cuerda hasta que tensa la goma, pisa la cuerda con el talón, torna posición de bateador y la suelta. A veces la bola se pierde en el aire, otras va directa a su cabeza; pero de vez en cuando vuela bastante bien y el chico puede golpearla. Se conforma con eso: ha lanzado y bateado él solo, es todo un triunfo, nada es imposible.
Un día en que se siente de humor para las confianzas temerarias, le pide a Greenberg y a Goldstein que cuenten sus primeros recuerdos. Greenberg pone impedimentos: no es un juego de su agrado. Goldstein cuenta una larga historia sin sentido sobre el día que lo llevaron a la playa, una historia a la que él apenas presta atención. Porque el objetivo del juego, naturalmente, es permitirle a él contar sus primeros recuerdos.
Está asomado a la ventana de su piso en Johannesburgo. Empieza a caer la noche. Un coche se acerca rápidamente a lo lejos, baja la calle. Un perro, un perro pequeño y moteado, salta delante del coche. El coche atropella al perro: las ruedas le pasan por encima, justo por la mitad del cuerpo. El perro se aleja arrastrándose con las patas traseras paralizadas, aullando de dolor. Sin duda alguna morirá; pero en ese momento lo apartan de la ventana.
Es un primer recuerdo magnífico, que empequeñecería cualquier cosa que el pobre Goldstein pueda pescar de su pasado. Pero ¿es cierto? ¿Por qué estaba él asomado a la ventana mirando una calle vacía? ¿Vio realmente cómo el coche arrollaba al perro, o sólo oyó aullar al perro y corrió a la ventana? ¿Es posible que no viera más que a un perro arrastrando sus patas traseras, y que inventara lo del coche y el conductor y el resto de la historia?
Tiene otro primer recuerdo, uno en el que confía enteramente pero que jamás contaría, y aún menos a Greenberg y a Goldstein, que lo divulgarían por todo el colegio, convirtiéndolo en el hazmerreír de sus compañeros.
Está sentado junto a su madre en el autobús. Debe de hacer frío, porque lleva unas polainas de lana de color rojo y un gorro de lana con un pompón. El motor del autobús funciona trabajosamente; están subiendo por la carretera salvaje y desolada del desfiladero de Swartberg Pass.
Lleva un envoltorio de caramelo en la mano. Lo sostiene fuera de la ventana, apenas abierta un dedo. El envoltorio flamea y tremola en el aire.
«¿Lo suelto?», le pregunta a su madre.
Ella asiente con la cabeza. El chico lo suelta.
El trozo de papel vuela hacia el cielo. Abajo no hay nada, salvo el siniestro abismo del desfiladero, rodeado por las cumbres heladas de las montañas. Estira el cuello y consigue echar un último vistazo al papel, todavía volando con arrojo.
«¿Qué le ocurrirá?», le pregunta a su madre; pero ella no sabe de qué le habla.
Ese es el otro primer recuerdo, el secreto. No deja de pensar en el trozo de papel, solo en aquella inmensidad, y en que él lo abandonó cuando no debería haberlo abandonado. Algún día tendrá que regresar a Swartberg Pass para encontrarlo y rescatarlo. Es su obligación: no morirá antes de haberlo hecho.
Su madre desprecia profundamente a los hombres que
no son hábiles con las manos
, entre los que cuenta a su padre, pero también a sus propios hermanos, y sobre todo al mayor de ellos, a Roland, que si hubiera trabajado lo bastante para saldar sus deudas podría haber conservado la propiedad de la granja, pero no lo hizo. De los muchos tíos que tiene por parte de su padre (contando ocho carnales y otros ocho políticos), al que ella admira más es a Joubert Olivier, que ha instalado un generador eléctrico en Skipperskloof e incluso ha aprendido odontología por su cuenta. (En una de sus visitas a la granja, a él le da dolor de muelas. El tío Joubert lo sienta en una silla bajo un árbol y, sin anestesia, perfora el agujero y lo llena con gutapercha. Nunca antes en su vida había sufrido un dolor tan intenso.)
Cuando se rompen las cosas —platos, adornos, juguetes—, su madre las arregla con cuerda o con pegamento. Las cosas que ata se aflojan, porque no sabe hacer nudos. Las cosas que pega se despegan; ella culpa al pegamento.
Los cajones de la cocina están llenos de clavos doblados, trozos de cuerda, bolas de papel de estaño, sellos usados. «¿Por qué los guardamos?», pregunta él. «Por si acaso», le responde.
Cuando está enfadada, empieza a criticar los estudios. Debería mandarse a los niños a las escuelas de artes y oficios, dice, y después ponerlos a trabajar. Estudiar, simplemente, carece de sentido. Mejor es formarse como ebanista o carpintero, aprender a trabajar la madera. Está desencantada del trabajo en la granja: ahora que los granjeros se han hecho ricos de repente, lo único que cultivan es la holgazanería y la ostentación.
Porque el precio de la lana está subiendo como un cohete. Según la radio, los japoneses están pagando lo que se les pida por la de mejor calidad. Los granjeros que tienen ovejas se compran coches nuevos y se van a la playa por vacaciones. «Deberías darnos algún dinero, ahora que eres rico», le dice ella al tío Son durante una de sus visitas a Voélfontein. Sonríe mientras habla, como si estuviera bromeando, pero no tiene ninguna gracia. El tío se avergüenza, murmura una respuesta que él no consigue captar.