Read Infancia (escenas de una visa en provincia) Online
Authors: John Maxwell Coetzee
Tags: #Autobiografía, Drama
A veces ojean el álbum juntos, él y ella. Ella suspira y dice que ojala pudiera ver Escocia otra vez, los brezos, las campánulas. El piensa: tuvo una vida antes de nacer yo. Se alegra por ella, porque ya no la tiene.
Esa Europa es una Europa bien distinta de la Europa del álbum de su padre, donde sudafricanos con uniforme caqui posan ante las pirámides de Egipto o entre los escombros de ciudades italianas. Pero en este álbum se entretiene menos con las fotografías que con las octavillas intercaladas entre estas, las octavillas que los aviones alemanes dejaban caer sobre las tropas aliadas. En una se explica a los soldados cómo provocarse fiebre (tomando sopa); otra muestra a una mujer atractiva sentada en las rodillas de un judío gordo y de nariz ganchuda, bebiendo champán. «¿Sabes dónde está tu mujer esta noche?», reza el pie de foto. Y después hay un águila de porcelana azul que su padre encontró entre las ruinas de una casa de Nápoles y que se trajo en su macuto, el águila del imperio que ahora está sobre la mesa del salón.
El está orgullosísimo de que su padre participara en la guerra. Lo sorprende —y lo complace— descubrir que pocos de los padres de sus amigos lucharon en ella. De lo que no está seguro es de por qué su padre sólo llegó a cabo interino: disimuladamente se calla lo de
cabo
cuando les cuenta a sus amigos las aventuras de su padre. Pero guarda como un tesoro la fotografía, tomada en un estudio de El Cairo, de su guapo padre mirando por el cañón de un fusil, con un ojo cerrado, el pelo pulcramente peinado, la boina doblada, como dictaba la moda, bajo la charretera. Si lo dejaran, la pondría en la repisa de la chimenea también.
Su padre y su madre discrepan en lo que concierne a los alemanes. A su padre le gustan los italianos («no tenían el corazón puesto en la guerra», dice: «todo lo que querían era rendirse y regresar a casa»), pero odia a los alemanes. Cuenta la anécdota de un alemán al que dispararon en el retrete. Unas veces es él quien dispara al alemán, otras veces es un amigo suyo; pero en ninguna de las versiones muestra compasión alguna, sólo diversión ante la confusión del alemán tratando de levantar las manos y de subirse los pantalones a la vez.
Su madre sabe que no es buena idea elogiar a los alemanes de manera abierta, pero algunas veces, cuando el chico y su padre conspiran contra ella, olvida la discreción. «Los alemanes son la mejor gente del mundo —dice. Fue ese horrible Hitler el que los llevó a tanto sufrimiento.»
El tío Norman no está de acuerdo. «Hitler logró que los alemanes se sintieran orgullosos de sí mismos», dice.
Su madre y Norman viajaron juntos por Europa en los años treinta: no sólo por Noruega y las tierras altas de Escocia, sino también por Alemania, por la Alemania de Hitler. Sus dos familias —los Brecher y los Du Biel— proceden de Alemania, o al menos de Pomerania, que ahora está en Polonia. ¿Está bien ser de Pomerania? Él no está seguro. Pero al menos sabe de dónde procede.
«Los alemanes no querían luchar contra los sudafricanos —afirma Norman—. Les gustan los sudafricanos. De no haber sido por Smuts, nunca habríamos estado en guerra con Alemania. Smuts era un
skelm
, un criminal. Nos vendió a los británicos.»
Su padre y Norman no se caen bien. Cuando su padre quiere meterse con su madre, durante sus discusiones de madrugada en la cocina, se mofa del hermano, que no se enroló en el ejército, pero sí desfiló después en la Ossewabrandwag. «¡Eso es mentira!», replica ella enfadada. «Norman no estuvo en la Ossewabrandwag. Pregúntaselo tú mismo, él te lo dirá.»
Cuando le pregunta a su madre qué es la Ossewabrandwag, le dice que sólo son tonterías, gente que desfiló por las calles con antorchas.
Los dedos de la mano derecha de Norman están amarillentos de la nicotina. Vive en una habitación de hotel en Pretoria desde hace años. Se gana la vida vendiendo un folleto sobre ju-jitsu que él mismo ha escrito y que anuncia en las páginas clasificadas del Pretoria News. «
Aprenda el arte japonés de defensa personal
», reza el anuncio. «Seis sencillas lecciones.» La gente le envía pedidos postales de diez chelines y él les hace llegar el folleto: un folio doblado en cuatro, con dibujos de las distintas llaves. Cuando el ju-jitsu no le proporciona dinero suficiente, vende parcelas para una agencia inmobiliaria a comisión. Se queda siempre en la cama hasta el mediodía, bebiendo té y filmando y leyendo historias en Argosy y Lilliput. Por las tardes juega al tenis. En 1938, hace doce años, fue campeón en individuales de la Provincia Oriental. Todavía ambiciona jugar en Wimbledon, en dobles, si logra encontrar una pareja.
Al final de su visita, antes de marcharse para Pretoria, Norman lo aparta y desliza un billete marrón de diez chelines en el bolsillo de su camisa. «Para helados», le murmura; las mismas palabras todos los años. A él le gusta Norman no sólo por el regalo —diez chelines es mucho dinero—, sino por acordarse, por no olvidarse nunca.
Su padre prefiere al otro hermano, a Lance, el profesor de colegio de Kingwilliamstown que sí se enroló. También está el tercer hermano, el mayor, el que perdió la granja, aunque nadie lo menciona salvo su madre. «Pobre Roland», susurra ella, meneando la cabeza. Roland se casó con una mujer que se hacía llamar Rosa Rakosta, hija de un conde polaco exiliado, pero cuyo nombre auténtico, según Norman, es Sophie Pretorius. Norman y Lance odian a Roland por lo de la granja, y lo desprecian porque Sophie hace con él lo que quiere. Roland y Sophie llevan una pensión en Ciudad del Cabo. Él fue allí una vez, con su madre. Sophie resultó ser una mujer rubia, alta y gorda que llevaba un salto de cama de raso a las cuatro de la tarde y fumaba los cigarrillos con boquilla, y Roland un hombre callado de cara triste, con la nariz roja y bulbosa debido al tratamiento de radio que le había curado el cáncer.
Le gusta cuando su padre y su madre y Norman se enzarzan en discusiones políticas. Le gustan el ardor y la pasión, las cosas imprudentes que dicen. Lo sorprende comprobar que sus opiniones coinciden con las de su padre, el último a quien querría ver ganar: que los ingleses eran buenos y los alemanes malos, que Smuts era bueno y los nacionalistas malos.
A su padre le gusta el Partido Unido, a su padre le gusta el criquet y el rugby, y aun así, a él no le gusta su padre. No entiende esta contradicción, pero tampoco tiene interés en comprenderla. Incluso antes de conocer a su padre, es decir, antes de que su padre volviera de la guerra, había decidido que no iba a gustarle. En cierto sentido, por tanto, se trata de una aversión abstracta: no quiere tener padre, o al menos no quiere un padre que viva en la misma casa que él.
Lo que más odia de su padre son sus hábitos personales. Los odia tanto que el mero hecho de pensar en ellos le hace estremecerse de asco: lo fuerte que se suena la nariz en el baño por las mañanas, el olor acre a jabón de afeitar que deja en el lavabo, junto con un cerco de espuma y pelos. Sobre todo odia cómo huele su padre. Pero, por otro lado, le gustan a su pesar las ropas elegantes de su padre, la bufanda castaña que se pone en lugar de la corbata los sábados por la mañana, su aspecto aseado, su vigor al andar, su pelo engominado. Él también se pone gomina para tener un tupé.
No le gusta ir al barbero, le desagrada tanto que incluso intenta, con resultados vergonzosos, cortarse él mismo el pelo. Los barberos de Worcester parecen haberse puesto de acuerdo en que los chicos tienen que llevar el pelo corto. Las sesiones empiezan del modo más brutal posible, con la maquinilla eléctrica rasurando el pelo de la nuca y de los lados, a lo que siguen unos tijeretazos implacables hasta que sólo queda una mata de pelo cortada a cepillo y, con suerte, un mechón sobre la frente. Incluso antes de que la sesión acabe ya se siente morir de la vergüenza; paga el chelín y se va rápido a casa, temiendo el colegio al día siguiente, temiendo el ritual de burlas con que se recibe a todo chico recién pelado.
Hay dos tipos de cortes de pelo: los correctos y los que se sufren en Worcester, cargados de la venganza de los barberos; no sabe dónde tiene que ir, qué tiene que hacer o decir, cuánto tiene que pagar para conseguir un corte de pelo en condiciones.
Aunque va al cine todos los sábados por la tarde, las películas ya no se apoderan de él como ocurría en Ciudad del Cabo, donde sufría pesadillas en las que era aplastado por un ascensor o se caía de los acantilados como los héroes de los seriales. No entiende por qué se supone que Errol Flynn, que tiene exactamente el mismo aspecto cuando interpreta a
Robin Hood
que cuando hace de
Alí Babá
, es un gran actor. Está harto de las persecuciones a caballo, que siempre son iguales.
Los tres chiflados
empiezan a parecerle tontos. Y es difícil creer en
Tarzán
cuando los hombres que hacen de
Tarzán
no paran de cambiar. La única película que le impresiona es una en la que Ingrid Bergman se mete en un vagón de tren infectado de viruela y muere. Ingrid Bergman es la actriz favorita de su madre. ¿Ocurren estas cosas en la vida? ¿Podría su madre morirse en cualquier momento tan solo por no leer un rótulo en una ventanilla?
También está la radio. Se ha hecho demasiado grande para
El Rincón de los Niños
, pero es fiel a los seriales:
Supermán
a las cinco en punto todos los días («
¡Alto! ¡Alto y lejos!
»),
el mago Mandrake
a las cinco y media. Su relato favorito es
El ganso de las nieves
, de Paul Gallico, que la emisora A programa una y otra vez a petición popular. Es la historia de un ganso salvaje que guía las barcas desde las playas de Dunquerque a Dover. Él lo escucha con lágrimas en los ojos. Quiere ser algún día tan fiel como lo es el ganso de las nieves.
En la radio dan una versión adaptada de La isla del tesoro, un episodio de media hora a la semana. Él tiene su propio ejemplar de
La isla del tesoro
; pero lo leyó cuando era muy pequeño, y no entendió lo del ciego y la
mota negra
, ni fue capaz de discernir si Long John Silver era bueno o malo. Ahora, después de cada episodio de la radio, tiene pesadillas con Long John como protagonista: de la muleta con la que mata a la gente, de la engañosa y sensiblera preocupación que muestra por Jim Hawkins. Desea que el caballero Trelawney mate a Long John en lugar de dejar que se vaya: está seguro de que volverá algún día con sus sanguinarios amotinados para vengarse, del mismo modo que vuelve en sus sueños.
La familia del Robinson suizo
es mucho más agradable. Él tiene un bonito ejemplar del libro, con láminas a color. Le gusta sobre todo el dibujo del barco sobre el armazón de troncos bajo los árboles, el barco que la familia ha construido con herramientas rescatadas del naufragio para poder regresar a casa con todos sus animales, como en el arca de Noé. Es un deleite, como sumergirse en un baño de agua caliente, dejar atrás la isla del tesoro y entrar en el mundo de
la familia Robinson
. En
la familia Robinson
no hay hermanos malos ni piratas sanguinarios, todos trabajan juntos y felices bajo la guía del padre, fuerte y sabio (en los dibujos aparece con un gran torso y una larga barba castaña), que sabe desde el principio todo lo que hay que hacer para salvarlos. Lo único que le desconcierta es por qué motivo, si están tan cómodos y son tan felices en la isla, quieren abandonarla.
Tiene un tercer libro,
Scott en el Antártico
. El capitán Scott es uno de sus héroes indiscutidos: por eso le regalaron el libro. Trae fotografías, incluida una de Scott sentado y escribiendo en la tienda en la que más tarde moriría congelado. Mira las fotografías a menudo, pero no avanza demasiado en la lectura: es aburrido, no es un cuento. Sólo le gusta el trozo sobre Titus Oates, el hombre con síntomas de congelación que, para no retrasar más a sus compañeros, se adentró en la noche, en la nieve y el hielo, y pereció a solas, sin causar trastornos. Espera ser algún día como Titus Oates.
Una vez al año el circo Boswell llega a Worcester. Todos los de su clase van; durante una semana se habla del circo y de nada más. Incluso los niños de color van, a su manera: merodean por los alrededores de la carpa durante horas, escuchando a la orquesta, espiando por las ranuras.
Planean ir la tarde del sábado, cuando su padre juega al críquet. Su madre lo convierte en una excursión para los tres. Pero en la taquilla escucha con asombro los elevados precios de los sábados por la tarde: dos chelines con seis para los niños, cinco para los adultos. No lleva dinero suficiente. Compra las entradas para él y su hermano. «Entrad, yo os espero aquí», dice. A él se le han quitado las ganas de entrar, pero ella insiste.
Dentro se entristece, no logra divertirse; sospecha que su hermano se siente igual. Cuando salen al final del espectáculo, ella sigue allí. No consigue desterrar un pensamiento durante muchos días: su madre esperando pacientemente bajo el sol tórrido del mes de diciembre y él sentado en la carpa del circo para que lo entretengan como a un rey. Le perturba el amor ciego, abrumador, por el que lo sacrifica todo, de su madre tanto por su hermano como por él, pero sobre todo por él. Querría que no lo quisiera tanto. Ella lo ama de forma absoluta, y por tanto él debe amarla con la misma entrega: esa es la lógica que ella le impone. Nunca podrá devolverle todo el amor que derrama sobre él. La idea de una vida lastrada por una deuda de amor lo frustra y lo enfurece hasta el punto de que decide no besarla más, hasta rehúsa que ella lo toque. Cuando la madre se da la vuelta en silencio, herida, él endurece su corazón deliberadamente contra ella, negándose a ceder.
A veces, cuando se siente amargada, su madre larga extensos discursos para sí misma, comparando su vida estéril de ama de casa con la vida que vivió antes de casarse, una vida que ella presenta como un continuo desfile de fiestas y picnics, de visitas de fin de semana a granjas, de tenis y golf y paseos con sus perros. Habla con esa voz queda y susurrante que sólo los sibilinos aprecian: él en su habitación, y su hermano en la suya, aguzan los oídos para escuchar, y ella lo sabe. Esa es otra de las razones por las que su padre la llama bruja: porque habla para sí misma, haciendo conjuros.
La idílica vida en Victoria West viene avalada por las fotografías de los álbumes: su madre, junto a otras mujeres con largos vestidos blancos, de pie con sus raquetas de tenis en medio de lo que parece ser el
veld
; su madre rodeando con el brazo el cuello de un perro, un alsaciano.