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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (3 page)

BOOK: Infierno Helado
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—¿Qué hora es en Nueva York? —preguntó al fin Sully.

—Las ocho y media —dijo Faraday.

—Ya se habrán ido a casa. Lo intentaremos a primera hora de la mañana. Ang, ¿te ocuparás de encender el teléfono satélite antes del desayuno?

—Por supuesto, pero tendré que solicitar pilas nuevas a González, porque…

El estudiante se interrumpió a media frase. Al levantar la vista, Marshall vio de inmediato la causa de su silencio.

La base estaba unos cientos de metros más abajo, con su edificio bajo y largo, oxidado e inhóspito iluminado por la luz del sol poniente. Habían recorrido el valle glaciar siguiendo una curva poco cerrada. Ahora se veía la entrada principal de la base, detrás de la cerca de seguridad. En la plataforma de cemento situada entre la garita y la puerta estaba Penny Barbour, la ingeniera informática del grupo, con pantalones vaqueros y camisa de franela a cuadros.

Como no soplaba nada de viento, su pelo, corto y parduzco, le caía muy lacio sobre la frente. A su lado estaba Paul González, el sargento responsable de la pequeña dotación que mantenía operativa la base Fear, al menos oficialmente.

Les rodeaban cuatro figuras con parkas gruesas, pantalones de piel de oso polar y mukluks de cuero. Uno de ellos tenía una escopeta, y los otros llevaban lanzas o arcos atados a la espalda. Aunque no se les veía la cara, Marshall tuvo la certeza de que eran nativos del pequeño campamento que había más al norte.

Caminaron más deprisa hacia la base, mientras Marshall dudaba entre la curiosidad y la inquietud. Pese a llevar todo un mes en aquel sitio, los científicos no se habían relacionado en absoluto con los indios. En realidad, solo conocían su existencia porque los militares de la base los habían mencionado de pasada. ¿Por qué elegían precisamente aquel día para visitarles?

Cruzaron la cerca y pasaron al lado de la garita vacía. Cuando se acercaron a la entrada, el grupo se volvió y los miró.

—No hace ni dos minutos que han llamado a la puerta —dijo Barbour con su fuerte acento del norte de Londres—. Hemos salido a recibirles el sargento y yo.

Su rostro, campechano y afable, estaba tenso, un poco preocupado.

Sully miró a González.

—¿Es la primera vez que vienen?

González era un cincuentón robusto, con el habitual fatalismo lúcido de los militares de carrera.

—No.

Cogió la radio para avisar a los demás soldados, pero Sully sacudió la cabeza.

—No creo que haga falta. —Se volvió hacia Barbour—. Será mejor que entres; hace frío.

Tras ver cómo la mujer se alejaba hacia la entrada principal, carraspeó y miró a sus huéspedes.

—¿Quieren entrar? —pronunció despacio, señalando la puerta.

Los nativos no dijeron nada. Marshall observó que eran tres mujeres y un hombre. Este último, de edad mucho más avanzada, tenía la cara tan arrugada por el frío y el sol que parecía de cuero, y unos ojos muy vivos, de color marrón claro. Llevaba unos grandes pendientes de hueso, con formas fantásticas talladas. También llevaba plumas en el cuello de piel, y en los pómulos, los tatuajes oscuros de los chamanes. González les había contado que aquella gente vivía con una sencillez inusitada. Viendo las lanzas y las pieles de animales, Marshall se dio cuenta de que no había sospechado hasta qué punto.

Al principio reinó un silencio incómodo, que solo interrumpía el zumbido cercano de los generadores. Después, Sully volvió a hablar.

—¿Vienen del asentamiento del norte? Es un viaje muy largo. Deben de estar cansados. ¿Podemos ayudarles? ¿Les apetece algo de beber o de comer?

Silencio.

Lo repitió despacio, vocalizando, como si se dirigiera a un tonto.

—¿Quieren beber? ¿Comer?

Ante la falta de respuesta, se volvió y suspiró.

—Así no vamos a ninguna parte.

—Lo más probable es que no entiendan lo que les dice —señaló González.

Sully asintió con la cabeza.

—Y yo no hablo inuit.

—Tunit —dijo el anciano.

Sully se volvió rápidamente.

—¿Perdón?

—Inuit no, tunit.

—Lo siento, Nunca había oído hablar de los tunit. —Sully se dio unos golpes suaves en el pecho—. Yo me llamo Sully.

—Presentó a González y a los científicos, llamándoles a todos por sus nombres—. La señora que estaba aquí antes es Penny Barbour.

El anciano también se tocó el pecho.

—Usuguk.

Lo pronunció con el acento en la segunda u. A las mujeres no las presentó.

—Encantado —dijo Sully, tan metido como siempre en su papel de jefe del equipo—. ¿Quieren entrar?

—Nos ha preguntado si podían ayudarnos —dijo Usuguk.

Marshall se llevó una sorpresa al ver que hablaba con un acento totalmente neutro.

—Sí —contestó Sully, igualmente sorprendido.

—Pueden hacer algo importante, muy importante: irse de aquí. Hoy mismo. Y no volver.

La respuesta dejó a Sully sin palabras.

—¿Por qué? —preguntó Marshall al cabo de un rato.

El anciano señaló el monte Fear.

—Aquel es un lugar maligno. La presencia de ustedes aquí es un peligro para todos.

—¿Maligno? —repitió Sully, recuperándose de la sorpresa—. ¿Se refiere al volcán? Ahora está extinto, muerto.

Cuando el tunit le miró, el sol crepuscular acentuó el relieve de las arrugas de su rostro, que revelaban una amarga inquietud.

—Qué tiene de maligno ? —preguntó Marshall.

Usuguk no quiso dar más explicaciones.

—No deberían estar aquí —dijo—. Se están metiendo donde no les llaman. Y han hecho que los antepasados se enfaden.

Se han enfadado mucho.

—¿Los antepasados? —preguntó Sully.

—Normalmente son… —Usuguk buscó la palabra—. Benévolos. —Hizo un movimiento semicircular con una mano, abriendo la palma hacia arriba—. Antes, todos los hombres de aquí, los de las escopetas y los uniformes, se quedaban dentro de las paredes de metal que levantaban. Incluso ahora, siguen sin entrar soldados en el lugar prohibido.

—Yo no sé nada de ningún lugar prohibido —rezongó González—, pero mi culo no se moverá de ahí dentro, donde se está más calentito.

Usuguk seguía mirando a Sully.

—Con ustedes es distinto. Ustedes han pisado la tierra que no debería pisar ningún hombre vivo. Y ahora los antepasados están enfadados, más de lo que recuerda nadie de mi pueblo. Su ira tiñe el cielo de sangre. Los cielos gritan de dolor, como una mujer cuando da a luz.

—No estoy seguro de entender qué quiere decir con «gritar» —dijo Sully—, pero el color extraño del cielo por la noche solo se debe a la aurora boreal. La provocan los vientos solares cuando entran en el campo magnético de la Tierra. Es verdad que es un color poco habitual, pero estoy seguro de que ya lo habían visto. —Ahora Sully ejercía de padre bondadoso y sonriente, con la condescendencia de un adulto que intenta explicar algo a un niño pequeño—. Los gases de la atmósfera se desprenden de la energía sobrante en forma de luz. La longitud de onda de los fotones varía en función del tipo de gas.

Usuguk no dio muestras de que le interesara lo más mínimo aquella explicación.

—En cuanto vimos lo enfadado que estaba el pueblo de los espíritus, nos pusimos en marcha hacia aquí y desde entonces hemos estado caminando sin descansar ni comer.

—Razón de más para que entren —dijo Sully—. Les daremos comida y algo caliente de beber.

—¿Por qué es un lugar prohibido la montaña? —preguntó Marshall.

El chamán se volvió hacia él.

—¿No lo entiende? ¿Han oído mi advertencia y no quieren hacerme caso? La montaña es un lugar oscuro. Deben irse.

—No podemos —dijo Sully—. Aún no, pero dentro de unas pocas semanas, dos o tres, nos marcharemos. Hasta entonces, le doy mi palabra de que…

El chamán se volvió hacia las mujeres tunit.

—Anyok lubyar tussarnek
—dijo.

Una de ellas rompió a llorar. Usuguk volvió a girarse y miró uno a uno a los científicos, con tal mezcla de lástima y miedo que a Marshall se le erizaron los pelos de la nuca. Después, el anciano sacó una bolsita de su parka, metió un dedo en ella y dibujó una serie de signos en la tundra helada, con un líquido oscuro y demasiado viscoso para no ser sangre. Por último, recitando algo en su idioma en voz baja, como si rezase, dio media vuelta y se unió a las mujeres, que ya se alejaban por el permafrost.

4

Durante los siguientes dos días sopló un viento gélido del norte que llevó cielos despejados y temperaturas glaciales. El tercer día, a las once de la mañana, Marshall, Sully y Faraday salieron de la base y caminaron por el llano congelado que a partir del monte Fear se prolongaba hasta el infinito hacia el sur. Hacía una mañana perfecta. El cielo era una cúpula de color azul ártico, sin una sola nube que lo alterase. Bajo sus pies, el permafrost tenía la dureza del cemento. La temperatura rondaba los veinte grados bajo cero y el glaciar había interrumpido sus horribles crujidos y gemidos, al menos de momento.

De pronto, un zumbido, que el frío ártico atenuaba de manera extraña, interrumpió sus pensamientos; apareció un punto en el sur del horizonte.

Lentamente, vieron que se perfilaba la silueta de un helicóptero que se acercaba a ellos volando bajo.

Faraday bufó de irritación.

—Sigo pensando que deberíamos haber esperado un par de días. ¿Qué falta hacía llamar por teléfono tan pronto?

—Era el trato —contestó Sully, viendo cómo se acercaba el helicóptero—. Si nos hubiéramos retrasado, se habrían enterado.

Faraday masculló algo. Era evidente que no estaba convencido.

Sully miró al biólogo con el ceño fruncido.

—Ya lo he dicho otras veces. Si haces tratos con el demonio, no te quejes de las consecuencias.

Nadie contestó. No hacía falta.

La Universidad del Norte de Massachusetts no pretendía codearse con las mejores instituciones educativas. Dada la escasez de dinero para becas, había optado por una táctica bastante nueva: conseguir fondos para sus expediciones de un grupo de medios de comunicación a quienes entregarían los derechos en exclusiva. Aunque el cambio climático no fuera una cuestión particularmente atractiva, al menos era de actualidad. Terra Prime había financiado aquel equipo, y otra media docena (como un grupo que estudiaba medicinas indígenas en la selva amazónica y otro que excavaba en busca de la posible tumba del rey Arturo), con la esperanza de iniciar al menos un documental científico que valiera la pena desarrollar. Marshall llevaba semanas cruzando los dedos para que pudieran concluir la investigación e irse sin llamar la atención. Pero aquella esperanza acababa de irse a pique.

Los científicos se juntaron mientras el helicóptero daba unas vueltas sobre el campamento y se posaba en el suelo más o menos plano, azotando el aire con las palas. La puerta del pasajero se abrió y salió una mujer. Llevaba una chaqueta de cuero y pantalones vaqueros. Su pelo, largo y negro, caía muy por debajo del cuello y se movía un poco con la corriente del helicóptero. Era delgada, de unos treinta años. Cuando se giró para coger el equipaje, Marshall tuvo ocasión de ver unas nalgas bien formadas.

—No está mal, este demonio —murmuró.

La mujer, que ya tenía las maletas en la mano, se acercó y se agachó al pasar por debajo de las palas. Después se volvió para hacer un gesto de agradecimiento al piloto, que levantó el pulgar, aceleró el motor, despegó enseguida y, con un brusco giro hacia el sur, se fue a toda prisa por donde había venido.

Los científicos fueron a recibirla. Sully se quitó el guante y le tendió enérgicamente la mano.

—Soy Gerard Sully —se presentó—, climatólogo y jefe del equipo. Ellos son Evan Marshall y Wright Faraday.

La mujer dio los oportunos apretones de mano, que Marshall juzgó breves y profesionales.

—Yo soy Kari Ekberg, productora de campo de Terra Prime. Felicidades por el descubrimiento.

Sully cogió una de sus bolsas, y Marshall la otra.

—¿Productora? —preguntó Sully—. ¿Es usted quien manda?

Ekberg se rió.

—¡En absoluto! Como verán, en este tipo de plato todos los que llevan sujetapapeles son productores.

—¿Plato? —repitió Marshall.

—Bueno, nosotros lo llamamos así.

Ekberg se paró a mirar atentamente a su alrededor, como si escrutara el paisaje en busca de aspectos dramáticos.

—Va un poco ligera de ropa para la Zona Federal de Fauna y Flora —dijo Marshall.

—Sí, ya lo veo. He vivido casi siempre en Savannah. El sitio más frío donde he estado es Nueva York en febrero. Pediré al equipo que me traigan algo de Mountain Hardwear.

—Tal vez vaya ligera, pero es lo más atractivo que ha pasado por la base —dijo Sully.

Ekberg dejó de estudiar el paisaje y repasó de arriba abajo al climatólogo, y aunque no contestó, sonrió ligeramente, como si el repaso le hubiera dado la medida del personaje.

Sully se ruborizó y carraspeó.

—¿Volvemos? Cuidado con dónde pisa. Por aquí el suelo está lleno de tubos de lava antiguos.

Se puso en cabeza mientras comentaba con Faraday las investigaciones de la mañana. Ekberg no estaba al mando, ni parecía haber sido receptiva a sus torpes avances, lo cual bastaba para dar por zanjado su interés por ella.

Ekberg y Marshall cerraban la marcha.

—Me ha sorprendido lo que acaba de decir —comentó Marshall—. Lo de que nuestra expedición es un plato.

—No he querido parecer insensible; es evidente que para ustedes es el lugar donde trabajan, pero en un rodaje así lo más importante es el calendario. No tenemos mucho tiempo. Además, seguro que su grupo quiere que nos vayamos lo antes posible. Mi trabajo es ese: adelantar el curro.

—¿Adelantar el curro?

—Buscar localizaciones y organizar el calendario. Más que nada, consiste en trazar una trayectoria para que, cuando lleguen el productor y los talentos, ya tengan el camino hecho.

En su fuero interno, a Marshall le sorprendía aquel lenguaje: Productor, talentos… Al igual que el resto de los científicos, él había dado por supuesto que Terra Prime enviaría a una persona, a lo sumo dos: alguien que llevara la cámara y alguien que de vez en cuando se pusiera delante.

—Así, que usted hace todo el trabajo pesado y luego vienen los mandamases y se llevan la gloria.

Ekberg soltó una risa cristalina de contralto que reverberó en el permafrost.

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