Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (2 page)

BOOK: Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
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Pero en cuanto a lo de encontrar algo que vigilar, dieron con una verdadera mina.

2

Una de las cosas extraordinarias de la vida es la clase de sitios donde está dispuesta a prosperar. En cualquier lugar donde pueda encontrar cierta especie de asidero. Ya sea en los embriagadores mares de Santraginus V, donde parece que a los peces les importa un bledo saber en qué dirección nadan, o en las tormentas de fuego de Frastra, donde, según dicen, la vida empieza a los 40.000 grados, o bien ahondando en el intestino delgado de una rata simplemente por puro placer, la vida siempre encuentra un medio de aferrarse a alguna parte.

Y existirá vida incluso en Nueva York, aunque es difícil saber por qué. En invierno la temperatura cae bastante por debajo del mínimo legal o, mejor dicho, así sería si alguien tuviera el sentido común de establecer un mínimo legal. La última vez que elaboraron una lista de las cien cualidades más destacadas del carácter de los neoyorquinos, el sentido común ocupaba el puesto setenta y nueve.

En verano hace demasiado calor. Una cosa es pertenecer a una forma de vida que prospera con el calor y considera, como los frastrianos, que una fluctuación entre 40.000 y 40.004 representa una temperatura estable, y otra muy distinta ser la especie de animal que tiene que envolverse en montones de otros animales en un punto de su órbita planetario, para luego encontrarse, media órbita después, con que la piel se le está llenando de ampollas.

La primavera está sobrevalorada. Muchos habitantes de Nueva York parlotean exageradamente sobre los placeres de la primavera, pero si conocieran realmente los mínimos placeres de esa estación sabrían por lo menos de cinco mil novecientos ochenta y tres sitios mejores que Nueva York para pasar la primavera, y sólo en la misma latitud.

El otoño, sin embargo, es lo peor. Pocas cosas son peores que el otoño en Nueva York. Algunas de las formas de vida que habitan en los intestinos delgados de las ratas no estarían de acuerdo, pero como en cualquier caso la mayoría de las cosas que viven en el intestino delgado de las ratas son desagradables, su opinión puede y debe descontarse. En otoño, en Nueva York el aire huele a fritanga de cabra, y si se es muy aficionado a respirar, lo mejor es abrir una ventana y meter la cabeza dentro de un edificio.

A Tricia McMillan le encantaba Nueva York. No dejaba de repetírselo. La parte alta del West Side. Sí. El centro. Vaya, menudas tiendas. Soho. East Village. Ropa. Libros. Sushi. Comida italiana. Comestibles finos. ¡Ah!

Cine. ¡Ah!, otra vez. Tricia acababa de ver la última película de Woody Allen, que trataba de la angustia de ser neurótico en Nueva York. Ya había hecho un par de ellas que exploraban el mismo tema y Tricia se preguntaba si alguna vez se le había ocurrido marcharse a vivir a otro sitio, pero le dijeron que era totalmente contrario a la idea. Así que, más películas, pensó ella.

A Tricia le encantaba Nueva York porque el hecho de que a uno le gustara esa ciudad suponía una buena oportunidad de ascenso profesional. Buena oportunidad para comprar y comer bien, no tan buena para coger un taxi ni disfrutar de aceras de gran calidad, pero indudablemente era una buena baza profesional que se contaba entre las mejores y de primer orden. Tricia era un personaje central de la televisión, una presentadora, y Nueva York era donde se centraba la mayor parte de la televisión mundial. Hasta entonces, Tricia había desarrollado su actividad de presentadora principalmente en Gran Bretaña: noticias regionales, luego el telediario del desayuno y después el primero de la noche. Si el lenguaje lo permitiera podría habérsela denominado un personaje central en rápida ascensión, pero..., bueno, hablamos de televisión, así que no importa. Era un personaje en rápida ascensión. Tenía lo necesario: una cabellera espléndida, profundo conocimiento estratégico del jarabe de pico, inteligencia para comprender el mundo y una leve y secreta indiferencia interior que revelaba un total desapego. A todo el mundo le llega el momento de la gran oportunidad de su vida. Si se deja perder la que de verdad interesa, todo lo demás resulta misteriosamente fácil.

Tricia sólo había perdido una oportunidad. Por entonces, al pensar en ello ya no se ponía a temblar tanto como antes. Suponía que esa pequeña parte de ella era lo que se había apagado.

La NBS necesitaba una nueva presentadora. Mo Minetti iba a tener un hijo y dejaba el programa matinal USIAM. Le habían ofrecido una cantidad de dinero capaz de volver tarumba a cualquiera para que diese a luz durante el programa pero, contra todo pronóstico, se negó por motivos de buen gusto e intimidad personal. Equipos de abogados de la NBS pasaron su contrato por un tamiz para ver si dichos motivos eran legítimos, pero al final, de mala gana, tuvieron que dejarla marchar. Eso les resultó especialmente mortificante, porque «dejar marchar a alguien de mala gana» era una expresión que fácilmente podían aplicarles a ellos.

Se decía que, a lo mejor, quizá no viniera mal un acento inglés. El pelo, el tono de piel y la ortodoncia tenían que estar a la altura de una cadena de televisión norteamericana, pero había un montón de acentos británicos dando gracias a sus madres por los Oscar o cantando en Broadway, y cierto público insólitamente numeroso prendido de acentos británicos con peluca en el Masterpiece Theatre. Acentos británicos contaban chistes sobre David Letterman y Jay Leno. Nadie entendía los chistes pero todos respondían muy bien al acento, así que, a lo mejor, quizá fuese el momento. Un acento británico en USIAM. Bueno, venga.

Por eso estaba allí Tricia. Por eso el hecho de que le encantase Nueva York era una espléndida oportunidad profesional.

Ésa no era, desde luego, la razón oficial. Su emisora de televisión en el Reino Unido no se habría hecho cargo del billete de avión ni de la factura del hotel para que ella fuese a buscar trabajo a Manhattan. Y como quería un salario diez veces superior al que ahora recibía, quizá hubiesen considerado que era ella quien debía correr con sus propios gastos. Pero Tricia inventó una historia, encontró un pretexto, tuvo muy callado todo lo demás y la emisora se hizo cargo del viaje. Billete de clase turista, claro está, pero era una cara conocida y, sonriendo, logró un asiento en preferente. Las gestiones adecuadas le consiguieron una estupenda habitación en el Brentwood y allí estaba, pensando qué debía hacer a continuación.

Una cosa eran los rumores y otra establecer contacto. Tenía un par de nombres, un par de números, pero la hicieron esperar indefinidamente un par de veces y ya estaba de nuevo en el punto de partida. Hizo sondeos, dejó recados, pero hasta el momento no había recibido contestación. El trabajo que había venido a hacer lo despachó en una mañana; el trabajo imaginario que buscaba sólo brillaba tentadoramente en un horizonte inalcanzable.

Mierda.

Tomó un taxi a la salida del cine para volver al Brentwood. El taxi no pudo arrimarse a la acera porque una enorme limusina ocupaba todo el espacio disponible y Tricia tuvo que apretarse contra ella para pasar. Dejó atrás el aire fétido a cabra frita y entró en el vestíbulo, fresco y agradable. El fino algodón de la blusa se le pegaba como mugre a la piel. Tenía el pelo como si lo hubiera comprado en una verbena pegado a un palito. En recepción preguntó si tenía algún recado, con la sombría impresión de que no habría ninguno. Pero sí había.

Vaya...

Bien.

Había dado resultado. Tenía que haber ido al cine sólo para que sonara el teléfono. No podía quedarse sentada en la habitación de un hotel, esperando.

Se preguntó si debía abrir el recado allí mismo. Le picaba la ropa y ansiaba quitársela y tumbarse en la cama. Había puesto el aire acondicionado en la posición más baja de temperatura y en la más alta de ventilador. En aquel momento, lo que más le apetecía en el mundo era tener carne de gallina. Una ducha caliente, luego una ducha fría y después tumbarse sobre una toalla de nuevo en la cama, para secarse con el aire acondicionado. Luego leería el recado. Quizá más piel de gallina. A lo mejor, toda clase de cosas.

No. Su mayor deseo era un trabajo en la televisión norteamericana con un sueldo diez veces superior al que ahora tenía. Lo que más deseaba en el mundo ya no era una cuestión vital.

Se sentó en una butaca del vestíbulo, bajo una kentia, y abrió el sobre con ventana de celofán.

«Llama, por favor», decía el recado. «No estoy satisfecha» y daba un número. El nombre era Gail Andrews.

Gail Andrews.

No era el nombre que esperaba. La cogió desprevenida. Lo reconoció, pero de momento no supo por qué. ¿Era la secretaria de Andy Martin? ¿La ayudante de Hilary Bass? Martin y Bass eran las dos Llamadas de contacto principales que había hecho, o intentado hacer, a la NBS. ¿Y qué significaba aquello de «No estoy satisfecha»?

¿«No estoy satisfecha»?

Estaba absolutamente perpleja. ¿Era Woody Allen, que trataba de ponerse en contacto con ella con un nombre supuesto? El número llevaba el prefijo 212. Así que era una mujer que vivía en Nueva York. Y no estaba satisfecha. Bueno, eso reducía un poco las posibilidades, ¿no?

Volvió a dirigirse al recepcionista.

—No entiendo este recado que acaba de entregarme— le dijo—. Una persona que no conozco ha intentado llamarme y asegura que no está satisfecha.

El recepcionista examinó la nota con el ceño fruncido.

—¿Conoce a esta persona?— inquirió.

—No— contestó Tricia.

—Hummm— repuso el recepcionista—. Parece que no está satisfecha por algo.

—Sí.

—Aquí hay un nombre. Gail Andrews. ¿Conoce a alguien que se llame así?

—No.

—¿Tiene alguna idea de por qué no está satisfecha?

—No— contestó Tricia.

—¿Ha llamado a ese número? Aquí hay un número.

—No. Acaba usted de darme la nota. Solo intento recabar más información antes de llamar. Quizá podría hablar con la persona que cogió la llamada.

—Hummm— dijo el recepcionista, estudiando la nota atentamente. Me parece que no tenemos a nadie que se llame Gail Andrews.

—No, me parece muy bien— repuso Tricia—. Pero...

—Yo soy Gail Andrews.

La voz sonó a espaldas de Tricia. Se volvió.

—¿Cómo dice?

—Soy Gail Andrews. Me ha entrevistado usted esta mañana.

—Ya. Pues claro, santo cielo— dijo Tricia, un tanto aturdida.

—Hace horas que le dejé el recado. Como no me ha llamado, he venido. No quería que se me escapase.

—Ah, no. Desde luego— repuso Tricia, intentando zanjar el asunto cuanto antes.

—De eso no sé nada— anunció el recepcionista, para quien arreglar las cosas cuanto antes no era una cuestión decisiva—. ¿Quiere que le marque ahora este número?

—No, está bien, gracias— le contestó Tricia—. Ya me ocupo yo.

—Puedo llamar a esta habitación, si le sirve de ayuda— sugirió el recepcionista, mirando la nota de nuevo.

—No, no es necesario, gracias. Ése es el número de mi habitación. El recado era para mí. Creo que ya está arreglado.

—Pues que usted lo pase bien— concluyó el recepcionista.

Tricia no quería especialmente pasarlo bien. Estaba ocupada.

Tampoco quería hablar con Gail Andrews. Era muy estricta en lo que se refería a fraternizar con los cristianos. Sus colegas llamaban cristianos a los sujetos de sus entrevistas, y a veces se santiguaban cuando los veían entrar inocentemente en el estudio para enfrentarse con Tricia, sobre todo si sonreía afectuosamente enseñando Los dientes.

Se volvió con una sonrisa petrificada, preguntándose qué hacer.

Gail Andrews era una mujer bien arreglada de unos cuarenta y cinco años. Llevaba ropa cara que, si bien dentro de los cánones permitidos por el buen gusto, se situaba claramente en el extremo más fluctuante de sus límites. Era astróloga, famosa y, si los rumores eran ciertos, bastante influyente; según decían, no era ajena a una serie de decisiones tomadas por el difunto presidente Hudson que iban desde qué sabor de nata montada tomar en qué día de la semana hasta si bombardear o no Damasco.

Tricia se había excedido un poco al atacarla. No en la cuestión de si las historias sobre el presidente eran ciertas, eso era agua pasada. En aquella época, Ms. Andrews negó rotundamente que hubiese aconsejado al presidente en asuntos que no fuesen personales, espirituales o dietéticos, lo que evidentemente no incluía el bombardeo de Damasco. («¡Damasco no, nada personal!», clamó entonces la prensa sensacionalista.)

No, Tricia utilizó hábilmente un enfoque centrado en el tema general de la astrología. Ms. Andrews no había estado completamente preparada para eso. Por otro lado, Tricia no estaba enteramente preparada para un nuevo encuentro en el vestíbulo del hotel. ¿Qué hacer?

—Si necesita unos minutos, puedo esperarla en el bar— dijo Gail Andrews—. Pero me gustaría hablar con usted, y esta noche salgo de viaje.

Más que ofendida o furiosa, parecía un tanto inquieta por algo.

—Muy bien— contestó Tricia—. Déme diez minutos.

Subió a su habitación. Aparte de todo lo demás, confiaba tan poco en que el empleado de la recepción tuviese capacidad para ocuparse de algo tan complicado como dar un recado, que quiso asegurarse doblemente de que no tenía una nota debajo de la puerta. No sería la primera vez que los mensajes dados en recepción y los recibidos por debajo de la puerta fuesen completamente distintos.

No había ninguno.

Pero la señal luminosa del teléfono destellaba, indicando que tenía un recado.

Pulsó la tecla correspondiente y le contestó la telefonista del hotel, que le anunció:

—Tiene usted un recado de Gary Andress.

—¿Sí?— contestó Tricia. Era un nombre desconocido—. ¿Qué dice?

—Que no es hippy.

—¿No es qué?

—Hippy. Eso dice. Ese individuo dice que no es hippy. Supongo que quería hacérselo saber. ¿Quiere su número?

Cuando empezó a dictarle el número, Tricia comprendió de pronto que el recado no era sino un versión confusa del que acababan de darle.

—Muy bien, ya está— dijo—. ¿Hay más recados para mí?

—¿Número de habitación?

Tricia no comprendía por qué la telefonista le había preguntado el número de su habitación a aquellas alturas de la conversación, pero se lo dio de todas formas.

—¿Nombre?

—McMillan, Tricia McMillan. Se lo deletreó, pacientemente.

—¿No míster MacManus?

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