Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
Luego pasó otra hora de incertidumbre, sin saber qué ponerse. Finalmente se decidió por un elegante vestidito negro que había comprado en Nueva York. Telefoneó a un amigo para saber con quién podría encontrarse en el club, y se enteró de que aquella noche estaba cerrado al público porque se celebraba un festejo de bodas.
Pensó que el tratar de vivir con arreglo a un plan trazado de antemano era como ir al supermercado a comprar los ingredientes justos para una receta de cocina. Se coge uno de esos carritos que no avanzan en la dirección en que se les empuja y se acaba adquiriendo cosas completamente diferentes. ¿Qué hacer con ellas? ¿Qué hacer con la receta? Ni idea.
De todas formas, aquella noche aterrizó en su jardín una nave espacial.
La vio venir por la dirección de Henley, al principio con leve curiosidad, preguntándose qué eran aquellas luces. Como no vivía a un millón de kilómetros de Heathrow, estaba acostumbrada a ver luces en el cielo. Normalmente no a hora tan avanzada de la noche, ni tan bajo, y eso le extrañó un poco.
Cuando lo que fuese empezó a acercarse cada vez más, su curiosidad se tornó en estupefacción.
«Hummm», pensó, y en eso consistió más o menos todo su razonamiento. Aún estaba aletargada y con la sensación del desfase horario, por lo que los mensajes que una parte de su cerebro se dedicaba a enviar a la otra no llegaban necesariamente en el momento justo ni en la forma adecuada. Salió de la cocina, donde se había preparado un café, y fue a abrir la puerta trasera que daba al jardín. Aspiró profundamente el fresco aire de la noche y alzó la cabeza.
A unos treinta metros por encima del césped había un objeto aproximadamente del tamaño de una amplia furgoneta de recreo.
Era de verdad. Estaba allí, suspendido. Casi sin ruido.
Algo se removió en el fuero interno de Tricia.
Dejó caer los brazos a los costados, despacio. Apenas notó el café candente que se le derramaba en el pie. Casi no respiraba mientras la nave descendía poco a poco, centímetro a centímetro. Sus luces se desplazaban suavemente por el suelo, como tanteándolo, sintiéndolo. Se detuvieron en él.
No podía esperar que se le volviera a presentar otra oportunidad. ¿Es que él la estaba buscando? ¿Había vuelto? La nave siguió descendiendo hasta posarse finalmente en el césped. No era como la que tantos años antes había visto despegar, pensó, pero en el cielo nocturno era difícil que unas luces destellantes cobraran formas bien definidas.
Silencio.
Luego, un clic y un hum.
Después, otro clic y otro hum. Clic, hum; clic, hum.
Se abrió una puerta suavemente, derramando luz por el césped, hacia ella.
Esperó, temblando.
Apareció una silueta recortada en la luz, luego otra, y otra.
Ojos grandes que la miraban parpadeando, despacio. Manos que se elevaban lentamente, saludándola,
—¿McMillan?— dijo al fin una extraña y tenue voz, articulando las sílabas con dificultad—. ¿Tricia McMillan? ¿Ms Tricia McMillan?
—Sí— contestó Tricia, casi sin voz.
—La hemos estado vigilando.
—¿V..., vigilando? ¿A mí?
—Sí.
La miraron de arriba abajo durante unos momentos, moviendo muy despacio los grandes ojos.
—Parece más baja al natural— dijo al fin uno de ellos.
—¿Cómo?— inquirió Tricia.
—Sí.
—No... no entiendo— confesó Tricia. No lo esperaba, claro está, pero, en primer lugar, incluso para ser algo inesperado no iba de la forma que podía esperarse—. ¿Vienen..., es de parte... de Zaphod?
La pregunta pareció causar cierta consternación entre las tres siluetas. Conferenciaron en una especie de lenguaje saltarín propio de ellos y luego se dirigieron de nuevo a ella.
—Creemos que no— dijo uno—. Al menos que nosotros sepamos.
—¿Dónde está Zaphod?— preguntó otro, alzando la cabeza al oscuro cielo.
—Pues... no sé— contestó Tricia con aire de impotencia.
—¿Está lejos de aquí, ¿En qué dirección? No lo conocemos.
Con el corazón encogido, Tricia comprendió que no tenían ni idea de a quién se refería. Ni siquiera de lo que estaba hablando. Y ella no tenía ni idea de lo que hablaban ellos. Puso resueltamente a un lado sus esperanzas al tiempo que volvía a poner en marcha las ideas. Decepcionarse no tenía sentido. Había que despabilarse, porque tenía delante la primicia periodística del siglo. ¿Qué debía hacer? ¿Entrar en casa y coger la cámara de vídeo? ¿Y si se habían marchado cuando volviera? Se encontraba absolutamente perpleja sobre la estrategia que debía adoptar. Hacer que sigan hablando, pensó. Ya se me ocurrirá algo.
—¿Me han estado vigilando... a mí?
—A todos. Todo el planeta. Televisión. Radio. Telecomunicaciones. Ordenadores. Circuitos de vídeo. Almacenes.
—¿Qué?
—Estacionamientos. Todo. Lo vigilamos todo.
Tricia los miró de hito en hito.
—Eso debe ser muy aburrido, ¿no?— dijo bruscamente.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué...?
—Menos...
—¿Sí? ¿Menos qué?
—Menos los concursos de televisión. Nos gustan mucho.
Hubo un silencio tremendamente largo mientras Tricia observaba a los extraterrestres y ellos le devolvían la mirada.— Quisiera entrar en casa a coger algo— dijo Tricia con mucha parsimonia—. Les propongo una cosa. ¿A alguno de ustedes le gustaría pasar a echar una mirada?
—¡Muchísimo!— contestaron todos, entusiasmados.
Se quedaron los tres en el salón, un tanto cohibidos, mientras ella se apresuraba a coger una cámara de vídeo, una cámara de treinta y cinco milímetros, un magnetófono, cualquier aparato grabador al que pudo echar mano. Los seres del espacio eran delgados y, expuestos a la luz casera, de un apagado color verde púrpura.
—Sólo tardaré un momentito, en serio, chicos— dijo Tricia mientras hurgaba en los cajones en busca de cintas y películas de repuesto.
Los seres del espacio miraban las estanterías donde guardaba sus CD y sus viejos discos. Uno de ellos dio a otro un ligero codazo.
—Mira— dijo—. Elvis.
Tricia se inmovilizó y volvió a mirarlos con fijeza.
—¿Les gusta Elvis?— preguntó.
—Sí.
—¿Elvis Presley?
—Sí.
Pasmada, sacudió la cabeza mientras trataba de poner una cinta nueva en la cámara de vídeo.
—Algunos de ustedes— comentó sin mucha decisión uno de los visitantes— creen que Elvis fue secuestrado por seres del espacio.
—¿Cómo?— inquirió Tricia.
—¿Y es verdad?
—Puede ser.
—¿Quieren decir que ustedes han secuestrado a Elvis?— jadeó Tricia. Trataba de mantenerse lo más tranquila posible para no hacerse un lío con los aparatos, pero aquello casi era demasiado para ella.
—No. Nosotros no— dijeron sus invitados—. Seres del espacio. Es una posibilidad muy interesante. A menudo hablamos de ello.
—No tengo que alzarla— murmuró Tricia para sí. Comprobó la cámara de vídeo: estaba convenientemente cargada y funcionando. Los enfocó. No se la llevó a la cara porque no quería asustarlos. Pero tenía la experiencia suficiente para no fallar desde la cadera.
—Muy bien. Ahora díganme tranquilamente y despacito quiénes son. Usted primero— dijo al de la izquierda—. ¿Cómo se llama?
—No lo sé.
—No lo sabe.
—No.
—Bueno. ¿Y ustedes dos?
—No sabemos.
—Bien. Vale. A lo mejor pueden decirme de dónde son.
Sacudieron la cabeza.
—¿Que no saben de dónde son?
Volvieron a negar con la cabeza.
—Entonces, ¿qué hacen... humm...?
Estaba perdiendo el hilo, pero como era una profesional, mientras lo perdía no dejaba de mantener firme la cámara.
—Estamos en una misión— dijo uno de los seres del espacio.
—¿Una misión? ¿Qué clase de misión?
—No lo sabemos.
Siguió sujetando la cámara con firmeza.
—Entonces, ¿qué están haciendo en la Tierra?
—Hemos venido a buscarla.
Firme, firme como una roca. Igual podía estar sobre un trípode, en realidad, se preguntó si debía utilizarlo. Se lo preguntó porque tardó unos momentos en digerir lo que acababan de decirle. No, pensó, dirigiéndola con la mano tenía más flexibilidad. También pensó: «Socorro, ¿qué voy a hacer?»
—¿Por qué han venido a buscarme?— preguntó con calma.
—Porque hemos perdido la cabeza.
—Discúlpenme— dijo Tricia—. Tengo que ir por un trípode.
Parecían bastante complacidos de quedarse allí sin hacer nada mientras Tricia buscaba rápidamente un trípode y montaba la cámara. No cambiaba en absoluto de expresión, pero no tenía la menor idea de qué pasaba y no sabía qué pensar.
—Muy bien— prosiguió cuando lo tuvo todo preparado—. ¿Por qué...?
—Nos gustó su entrevista con la astrólogo.
—¿La vieron?
—Lo vemos todo. La astrología nos interesa mucho. Nos gusta. Es muy interesante. No todo lo es. La astrología, sí. Lo que nos dicen los astros. Lo que predicen. Nos convendría cierta información al respecto.
—Pero...
Tricia no sabía por dónde empezar.
«Reconócelo», pensó, «no tiene sentido buscarle las vueltas a esto.»
Así que dijo:
—Pero yo no sé nada de astrología.
—Nosotros sí.
—¿De verdad?
—Sí. Leemos los horóscopos. Los devoramos. Miramos todos sus periódicos y revistas, con verdadera ansia. Pero nuestro jefe dice que tenemos un problema.
—¿Tienen un jefe?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—No sabemos.
—¿Cómo dice él que se llama, por amor de Dios? Lo siento, tengo que corregir esto. ¿Cómo dice él que se llama?
—No lo sabe.
—Entonces, ¿cómo saben ustedes que es el jefe?
—Tomó el mando. Dijo que alguien tenía que poner orden por allí.
—¡Ah!— exclamó Tricia, aprovechando la indicación—. ¿Dónde es «allí»?
—Ruperto.
—¿Qué?
—Ustedes lo llaman Ruperto. El décimo planeta de su sol. Hace muchos años que nos instalamos allí. Hace muchísimo frío y no hay nada interesante. Pero está bien para vigilar.
—¿Por qué nos están vigilando?
—Es lo único que sabemos hacer.
—Muy bien— concluyó Tricia—. De acuerdo. ¿Qué problema dice su jefe que tienen ustedes?
—Triangulación.
—¿Cómo ha dicho?
—La astrología es una ciencia muy precisa. Eso sí lo sabemos.
—Pues...— repuso Tricia, dejándolo en eso.
—Pero sólo para ustedes, aquí, en la Tierra.
—S... s...í— tuvo la horrible sensación de percibir un vago destello de algo.
—Porque cuando Venus ingresa en Capricornio, por ejemplo, eso es visto desde la Tierra. ¿Cómo nos vale eso a nosotros si estamos en Ruperto? ¿Qué ocurre cuando la Tierra pasa sobre Capricornio? No lo sabemos. Entre las cosas que hemos olvidado, que suponemos numerosas y profundas, está la trigonometría.
—A ver si entiendo bien esto— dijo Tricia—. ¿Quieren que vaya con ustedes a... Ruperto...
—Sí.
—¿Para volver a calcular sus horóscopos de modo que puedan tener en cuenta las posiciones relativas de la Tierra y Ruperto?
—Sí.
—¿Me conceden la exclusivas
—Sí.
—Soy su chica— aseguró Tricia, pensando que como mínimo podría venderla al National Enquirer.
Al abordar la nave que la llevaría a los más alejados confines del sistema solar, lo primero que le saltó a la vista fue una serie de pantallas de vídeo en las que se sucedían millares de imágenes. Un cuarto extraterrestre las observaba sentado, aunque centraba especialmente la atención en una pantalla donde se veía una secuencia completa. Era la proyección de la improvisada entrevista que Tricia acababa de hacer a sus tres compañeros. Al verla entrar con aire temeroso, el ser del espacio alzó la cabeza.
—Buenas noches, Ms McMillan— la saludó—. Ha hecho un buen trabajo con la cámara.
Al caer al suelo, Ford Prefect iba va corriendo. El suelo estaba veinte centímetros más lejos del conducto de ventilación de lo que recordaba, de modo que no calculó bien el momento en que tocaría terreno firme, empezó a correr antes de tiempo, tropezó de mala manera y se torció un tobillo. ¡Maldita sea! De todos modos siguió corriendo por el pasillo, cojeando ligeramente.
Por todo el edificio, las alarmas se dispararon con su habitual conmoción y frenesí. Se puso a cubierto tras los familiares armarios, echó una mirada para comprobar si le habían visto y empezó a hurgar precipitadamente en la mochila en busca de las cosas que habitualmente necesitaba.
El tobillo, de manera inhabitual, le dolía muchísimo.
El suelo no sólo se encontraba veinte centímetros más lejos del conducto de ventilación de lo que recordaba, sino que además estaba en un planeta diferente; sin embargo, lo que le pilló de sorpresa fueron los veinte centímetros. Las oficinas de la Guía del Autoestopista Galáctico solían trasladarse con bastante frecuencia a otro planeta sin previo aviso, en razón del clima o la hostilidad local, el recibo de la luz o los impuestos, pero siempre volvían a construirlas exactamente de la misma forma, casi hasta la misma molécula. Para muchos empleados de la compañía, la disposición de las oficinas representaba la única constante en un universo personal gravemente distorsionado.
Pero había algo raro.
Lo que por sí solo no era sorprendente, pensó Ford, sacando su toalla arrojadiza, poco pesada. En mayor o menor grado, en su vida todo era extraño. Sólo que esto era raro de un modo ligeramente distinto de las cosas raras a que estaba acostumbrado, que eran, bueno, extrañas. De momento no lograba situarlo.
Sacó la llave del tres.
Las alarmas sonaban de la misma forma que siempre, que él conocía bien. Tenían una especie de música que casi podía tararear. Todo era muy familiar. Aunque el mundo en que se encontraba había sido una novedad. Nunca había estado en Saquo-Pila Hensha, y le gustó. Tenía un ambiente como de carnaval.
Sacó de la mochila un arco y una flecha de juguete que había comprado en un mercadillo.
Había descubierto que el ambiente carnavalero de Saquo-Pila Hensha se debía a que la población celebraba la fiesta anual de la Asunción de San Antwelmo. En vida, San Antwelmo fue un monarca noble y famoso que enunció una hipótesis grandiosa y popular. La asunción del Rey Antwelmo consistió en postular que, prescindiendo de todo lo demás, lo que ansiaba la gente era ser feliz, pasarlo bien y divertirse juntos lo más posible. A su muerte legó toda su fortuna personal para financiar unos festejos anuales que recordaran su asunción a todo el mundo, con montañas de buena comida, bailes y juegos muy tontos, como la Busca del Wocket. Su Asunción fue tan espléndida y luminosa que le hicieron santo. Y no sólo eso, sino que todos los que anteriormente alcanzaron la santidad por hechos como morir lapidados de forma absolutamente cruel o vivir boca abajo en barriles de estiércol, fueron inmediatamente degradados y pasaron a considerarse como gente bastante molesta.