Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (24 page)

BOOK: Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
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Estaba muy, pero que muy enferma. Además, recordó la cantidad de cafés largos que había tomado y se dio cuenta de lo rápida y agitada que tenía la respiración.

La solución de cualquier problema, se dijo a sí misma, pasaba por reconocerlo. Empezó a controlar la respiración. Lo había advertido a tiempo. Había comprendido dónde estaba.

De vuelta de algún abismo psicológico a cuyo borde se había asomado. Empezó a calmarse, a tranquilizarse. Se recostó en la silla y cerró los ojos.

Al cabo del rato, cuando volvió a respirar normalmente, los abrió de nuevo.

Entonces, ¿de dónde había sacado aquella cinta?

La película seguía proyectándose.

Muy bien. Era una falsificación.

Ella misma lo había falsificado. Eso era.

Debió de ser ella, porque se oía su voz en toda la banda sonora, haciendo preguntas. De cuando en cuando, la cámara concluía una toma, se inclinaba hacia abajo y veía sus propios pies, calzados con sus mismos zapatos. Lo había falsificado y no recordaba haberlo hecho ni por qué.

Mientras contemplaba las imágenes, temblorosas y llenas de su respiración volvió a agitarse de nuevo.

Debía de seguir teniendo alucinaciones.

Sacudió la cabeza, intentando alejarlas. No recordaba haber manipulado aquella película claramente adulterada. Por otro lado, no parecía tener recuerdos que fuesen muy parecidos a los de las imágenes falseadas. Perpleja y en trance, siguió mirando.

La persona a quien llamaban— en su imaginación—jefe le hacía preguntas sobre astrología y ella las contestaba con calma y precisión. Sólo que se notaba en la voz un pánico creciente y bien disimulado.

El jefe pulsó un botón y se corrió una pared de terciopelo rojizo, revelando una gran batería de televisores con pantalla plana.

Cada una de las pantallas mostraba un caleidoscopio de diferentes imágenes: unos segundos de un concurso, luego de una emisión policíaca, del sistema de seguridad del almacén de un supermercado, de películas que alguien había rodado en vacaciones, escenas eróticas, noticias, una obra cómica. Era evidente que el jefe estaba orgulloso de todo aquello, y movía las manos como un director de orquesta sin dejar de hablar en un completo galimatías.

Con otro movimiento de sus manos, todas las pantallas se quedaron en blanco para formar un gigantesco monitor que mostraba un diagrama de todos los planetas del sistema solar trazados sobre un fondo de estrellas y sus respectivas constelaciones. La imagen era completamente estática.

—Tenemos muchas especialidades— decía el jefe—. Vastos conocimientos de cálculo, trigonometría cosmológica, navegación tridimensional. Mucha cultura. Magnífica, cuantiosa sabiduría. Sólo que lo hemos perdido. Es una pena. Nos gustaría disponer de conocimientos prácticos, sólo que se han volatilizado. Están en alguna parte del espacio, moviéndose rápidamente. Con nuestros nombres y los detalles de nuestras casas y seres queridos. Por favor— añadió, indicándole con un gesto que se sentara a la consola del ordenador— , haga uso de sus conocimientos para nosotros.

El siguiente movimiento de Tricia era evidente: colocó rápidamente la cámara en el trípode para filmar toda la escena. Entonces se puso frente al objetivo y se sentó tranquilamente ante el diagrama del gigantesco ordenador, dedicó unos momentos a familiarizarse con la interfaz y luego, sin afectación y con aire de entendida, empezó a hacer como si tuviera alguna idea de lo que estaba haciendo.

En realidad, no había sido tan difícil.

Al fin y al cabo era matemática y astrofísica de formación, y presentadora de televisión por experiencia, y la ciencia que había olvidado a lo largo de los años bien podía suplirla con un farol.

El ordenador que manejaba era una prueba clara de que los grebulones procedían de una cultura mucho más avanzada y compleja de lo que sugería el vacío de su estado actual y, aprovechando sus posibilidades, en una media hora fue capaz de ensamblar un sistema solar que le sirviera de modelo de trabajo.

No era muy preciso ni nada parecido, pero daba buena impresión. Con una simulación relativamente buena, los planetas giraban muy aprisa en torno a sus órbitas y, muy toscamente, se podía contemplar el movimiento virtual de toda la maquinaria cosmológica desde cualquier punto del sistema. Se podía contemplar desde la Tierra, Marte, etcétera. Y también desde la superficie del planeta Ruperto. Tricia se quedó muy impresionada consigo misma, pero el sistema informática en el que trabajaba también le produjo gran impresión. En la Tierra, con un equipo de proceso de datos, la programación de aquella tarea posiblemente llevaría un año.

Cuando terminó, el jefe se puso tras ella y se quedó mirando. Estaba muy complacido, encantado, con el resultado de su trabajo.

—Bien— dijo—. Y ahora le rogaría que me hiciera una demostración de cómo utilizar el sistema que acaba de concebir para traducirme la información que contiene este libro.

En silencio, le puso un libro delante.

Era Tú y tus planetas, de Gail Andrews.

Volvió a parar la cinta.

Desde luego se sentía bastante mareada. La impresión de que sufría alucinaciones ya había cedido, pero no por eso tenía la mente más clara ni despejada.

Se apartó de la moviola empujando la silla hacia atrás y se preguntó qué podía hacer. Años atrás había abandonado el ámbito de la investigación astronómica porque tenía la absoluta certeza de haber conocido a un ser de otro planeta. En una fiesta. Como también sabía, sin ningún género de duda, que habría sido el hazmerreír si se le hubiera ocurrido decirlo. Pero ¿cómo podía estudiar cosmología y no decir nada de la única cosa verdaderamente importante que sabía? Había hecho lo único que podía hacer. Dejarla.

Ahora trabajaba en televisión y le había vuelto a ocurrir lo mismo.

Tenía una cinta de vídeo, toda una película del reportaje más asombroso de la historia de, bueno, de todo: una colonia olvidada de una civilización extraterrestre aislada en el planeta más extremo de nuestro sistema solar.

Tenía el reportaje.

Había estado allí.

Lo había visto.

Tenía la cinta de vídeo, por amor de Dios.

Y si alguna vez se la enseñaba a alguien, se convertiría en el hazmerreír de ese alguien.

¿Cómo podía probarlo, aunque fuese en parte? Ni siquiera valía la pena pensarlo. Desde todos los puntos de vista en que lo considerase, aquello era una auténtica pesadilla. Empezaba a dolerle la cabeza. Tenía aspirinas en el bolso. Salió de la pequeña sala de montaje al pasillo, donde estaba el surtidor de agua. Se tomó la aspirina con varios vasos de agua.

El lugar parecía muy tranquilo. Solía haber más gente circulando apresuradamente por allí, o al menos alguna persona pasando a toda prisa. Asomó la cabeza por la puerta de la sala de montaje contigua a la suya, pero no había nadie.

Había exagerado bastante al tratar de alejar a la gente de su sala de montaje. «NO MOLESTAR», decía un aviso. «NI SE TE OCURRA ENTRAR. ME DA IGUAL DE QUÉ SE TRATE. LARGO. ¡ESTOY OCUPADA!»

Al volver se encontró con que la señal luminosa de su extensión telefónica estaba encendida, y se preguntó cuánto tiempo llevaba así.

—¿Diga?— dijo a la telefonista.

—Ah, miss McMillan, me alegro de que haya llamado. Todo el mundo está tratando de localizarla. Su compañía de televisión. Están desesperados por encontrarla. ¿Puede llamarlos?

—¿Por qué no me los ha pasado?— preguntó Tricia.

—Me dio instrucciones de que no le pasara a nadie bajo ningún concepto. Hasta me dijo que negara que estaba usted aquí. No sabía qué hacer. Me acerqué a darle un mensaje, pero...

—Muy bien— concluyó Tricia, maldiciéndose a sí misma.

Llamó a su oficina.

—¡Tricia! ¿Dónde coño sanguinolento te has metido?

—En la sala de montaje...

—Me dijeron...

—Ya sé. ¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? ¡Sólo una puñetera nave espacial extraterrestre!

—¿Cómo? ¿Dónde?

—En Regent's Park. Una cosa grande y plateada. Una chica con un pájaro. Habla inglés, tira piedras a la gente y quiere que le arreglen el reloj. Ve para allá.

Tricia la observó fijamente.

No era una nave grebulona. No es que se hubiese convertido de repente en una experta en naves extraterrestres, pero aquélla era preciosa, blanca y plateada, en tono metalizado, del tamaño de un yate de altura, que es a lo que más se parecía. En comparación, las estructuras de la. enorme y medio desmantelada nave grebulona semejaban las cañoneras de un buque de guerra. Cañoneras. A eso se parecían aquellos edificios grises. Y lo raro es que, cuando volvió a pasar frente a ellos para abordar de nuevo la pequeña nave grebulona, se estaban moviendo. Esas cosas se le pasaron brevemente por la cabeza mientras salía corriendo del taxi para encontrarse con el equipo de filmación.

—¿Dónde está la chica?— gritó por encima del ruido de helicópteros y sirenas de la policía.

—¡Allí!— gritó el productor mientras el técnico de sonido se apresuraba a prenderle un diminuto micrófono en la ropa—. Dice que su padre y su madre son de aquí y están en una dimensión paralela o algo así, que tiene el reloj de su padre y..., no sé. ¿Qué te puedo decir? Prepárate. Pregúntale qué se siente al ser del espacio exterior.

—Muchas gracias, Ted— musitó Tricia.

Comprobó que llevaba el micrófono bien sujeto, dio un nivel al técnico de sonido, respiró hondo, se echó el pelo hacia atrás y entró en terreno familiar, en su papel de periodista profesional preparada para todo.

Bueno, para casi todo.

Se volvió a mirar a la chica. Ésa debe ser, la del pelo enredado y mirada perdida. La niña se volvió hacia ella. Y la miró de hito de hito.

—¡Madre!— gritó, empezando a tirarle piedras.

22

La luz del día estalló a su alrededor. Un sol fuerte y abrasador. Ante sus ojos se extendía una llanura desértico envuelta en calma. Se precipitaron hacia ella con un estrépito ensordecedor.

—¡Salta!— gritó Ford Prefect.

—¿Qué?— gritó Arthur Dent, sujetándose como si en ello le fuera la vida.

No hubo respuesta.

—¿Qué has dicho?— insistió Arthur, dándose cuenta en seguida de que Ford ya no estaba allí. Lleno de pánico, miró en torno y entonces se resbaló. Comprendiendo que ya no podía sujetarse por más tiempo, tomó todo el impulso que pudo, se lanzó de costado, se hizo una bola al caer al suelo y, rodando, se alejó de las pezuñas que machacaban la tierra.

Vaya día, pensó mientras tosía curiosamente para desalojar el polvo de los pulmones. No había pasado un día tan malo desde que la Tierra fue demolida. Tambaleándose, se puso de rodillas y luego de pie y salió corriendo. No sabía de qué ni adónde, pero salir pitando le pareció buena medida.

Se dio de bruces con Ford Prefect, que estaba allí parado, contemplando la escena.

—Mira— dijo Ford—. Eso es precisamente lo que necesitamos.

Arthur tosió otra vez, escupiendo y quitándose polvo del pelo y los ojos. jadeando, se volvió a ver lo que miraba Ford.

No se parecía mucho a los dominios de un rey, ni de El Rey, ni de ninguna clase de rey. Pero tenía un aspecto tentador.

En primer lugar, el panorama. Era un mundo desértico. El polvoriento suelo era duro y había amoratado concienzudamente hasta la última parte del cuerpo de Arthur que no estaba ya morada por la jarana de la noche anterior. A cierta distancia se veían grandes colinas que parecían de arenisca, erosionadas por el viento y por la escasa lluvia que presumiblemente caía en la comarca, hasta adquirir caprichosas y extravagantes configuraciones que hacían juego con las fantásticas formas de los cactus gigantes que brotaban aquí y allá en el árido y anaranjado paisaje.

Por un momento, Arthur tuvo la osada esperanza de que de buenas a primeras hubiesen ido a parar a Nuevo Méjico, Arizona o quizá Dakota del Sur, pero había muchos indicios de que no era así.

Para empezar, las Bestias Completamente Normales seguían galopando con estrépito. Aparecían majestuosamente a decenas de miles por el lejano horizonte, desaparecían completamente durante un kilómetro o así, y luego volvían a aparecer desbocadamente hacia el horizonte contrario.

Luego estaban las naves espaciales aparcadas delante del Bar & Grill. Ah. «Bar & Grill Los Dominios del Rey». Vaya chasco, pensó Arthur.

En realidad, delante del Bar & Grill Los Dominios del Rey sólo había una nave. Las otras tres estaban en el aparcamiento de al lado. Pero fue la de delante la que le llamó la atención. Era una maravilla. Fantásticas aletas por todos lados, coronadas de una excesiva cantidad de cromados, y con la mayor parte de la carrocería pintada de un chocante color rosa. Allí estaba, agazapada como un enorme insecto caviloso y a punto de saltar sobre algo a un kilómetro de distancia.

El Bar & Grill Los Dominios del Rey se encontraba en plena trayectoria de los Animales Completamente Normales, pero las bestias habían tomado una insignificante desviación transdimensional en el camino. Estaba en su sitio, sin que lo molestaran. Un Bar & Grill corriente. Un restaurante de camioneros. En los confines del mundo. Tranquilo. Los Dominios del Rey.

—Voy a comprar esa nave— anunció Ford con voz queda.

—¿Comprar?— dijo Arthur—. No es tu estilo. Creía que solías mandarlas.

—A veces hay que mostrar cierto respeto— repuso Ford.

—Probablemente tengas que mostrar también un poco de dinero. ¿Cuánto costará una cosa así?

Con un leve movimiento, Ford se sacó del bolsillo la tarjeta de crédito Nutr-O-Cuenta. Arthur observó que le temblaba un poco la mano.

—Ya les enseñaré a nombrarme crítico gastronómico...— jadeó Ford.

—¿A qué te refieres?— preguntó Arthur.

—Te lo voy a mostrar— contestó Ford con un desagradable brillo en los ojos—. Vamos a hacer algunos gastos, ¿te parece?

—Dos cervezas— pidió Ford—. Y no sé, dos rollitos de panceta, lo que tenga. Ah, y esa cosa rosa de ahí fuera.

Soltó la tarjeta encima de la barra y miró en torno como si nada.

Hubo un silencio cargado.

Antes no había habido mucho ruido, pero ahora reinaba un silencio especial. Hasta el trueno lejano de las Bestias Completamente Normales, que evitaban cuidadosamente Los Dominios del Rey, parecía de pronto un poco apagado.

—Hemos venido cabalgando— dijo Ford, como si no hubiese nada raro en eso ni en ninguna otra cosa. Estaba recostado en la barra, en una postura excesivamente relajada.

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