Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
—¿Te refieres— dijo Ford, después de pensar un momento— a aquel individuo que estaba convencido de que moriría una y otra vez por culpa tuya?
—Sí. Según él, uno de lo sitios donde causaría su muerte era Stavrómula Beta. Por ejemplo, si alguien trata de matarme de un disparo, me agacho y el que resulta alcanzado es Agrajag, o al menos una de sus múltiples reencarnaciones. Al parecer, eso ya ha pasado realmente en algún punto del tiempo, así que supongo que no podré morir hasta haberme agachado en Stavrómula Beta. Sólo que nadie ha oído hablar de ese planeta.
—Hummm.
Ford hizo otra serie de búsquedas en la Guía del autoestopista, pero sin resultado.
—Nada— concluyó.
—Sólo que me parece..., no, nunca he oído hablar de él— concluyó Ford. Sin embargo, se preguntó por qué le sonaba vagamente.
—De acuerdo— convino Arthur—. He visto cómo los cazadores Lamuellanos cazan el Animal Completamente Normal. Si alancean a uno en medio de la manada, simplemente resulta pisoteado, así que tienen que apartarlos uno a uno con algún engaño para luego darles muerte. Es un procedimiento parecido al del torero, sabes, con una capa de colores vivos. El animal te embiste y entonces te apartas y con la capa ejecutas un elegante movimiento de vaivén. ¿Llevas algo parecido a una capa de colores de vivos?
—¿Vale esto?— preguntó Ford, mostrándole su toalla.
Saltar a lomos de un Animal Completamente Normal de una tonelada y media que emigra atronadoramente por tu mundo a cuarenta y cinco kilómetros por hora no es tan fácil como podría parecer a primera vista. Y desde luego, no tan fácil como los cazadores Lamuellanos hacen que parezca, aunque Arthur Dent estaba preparado para descubrir que ésa era la parte difícil del asunto.
Lo que no estaba preparado para descubrir, sin embargo, era lo difícil que iba a ser pasar a la parte difícil. La parte que, tenía que ser fácil fue la que resultó prácticamente imposible.
No pudieron atraer la atención de un solo animal. Los Animales Completamente Normales estaban tan concentrados en producir un buen trueno con los cascos, cabezas inclinadas, lomos adelante, patas traseras haciendo el suelo puré, que para distraerles habría hecho falta algo no sólo sorprendente sino verdaderamente geológico.
Al final, la pura intensidad del estruendo de los cascos fue más de lo que Arthur y Ford podían soportar. Después de pasar casi dos horas haciendo cabriolas cada vez más ridículas con una toalla de baño de tamaño medio con un dibujo de flores, no habían conseguido siquiera que una de las gigantescas bestias que pasaban como una exhalación frente a ellos armando un barullo tremendo con los cascos lanzara en su dirección ni una mirada perdida.
Estaban a un metro de la avalancha horizontal de los cuerpos sudorosos. Acercarse más significaba peligro de muerte en el acto, cronológica o no cronológica. Arthur había visto lo que quedó de un Animal Completamente Normal que, a consecuencia de un torpe fallo en el lanzamiento de un joven e inexperimentado cazador lamuellano, resultó alanceado mientras seguía atronando el suelo con los cascos dentro de la manada.
Bastaba con tropezar. Ninguna cita previa con la muerte en Stavrómula Beta, estuviera donde coño estuviese ese planeta, podría salvar a nadie del atronador rodillo de aquellos cascos.
Al fin, Arthur y Ford se apartaron dando traspiés. Se sentaron, exhaustos y derrotados, y empezaron a criticarse el uno al otro por su técnica con la toalla.
—Tienes que agitarla más— se quejó Ford—. Tienes que completar el movimiento con el codo si pretendes que esas puñeteras criaturas se den cuenta de algo.
—¿Completar el movimiento?— protestó Arthur—. Tú tienes que tener más elasticidad en la muñeca.
—Tú tienes que adornar el movimiento— replicó Ford.
—Tú necesitas una toalla mayor.
—Lo que se necesita— dijo otra voz— es un pájaro pikka.
—¿Qué?
La voz había sonado a su espalda. Se volvieron y allí, inmóvil bajo el sol de la mañana, estaba el Anciano Thrashbarg.
—Para llamar la atención de un Animal Completamente Normal— explicó mientras se acercaba a ellos— , se necesita un pájaro pikka. Como éste.
De debajo de la túnica semejante a una sotana, sacó un pequeño pikka. El pájaro se posó inquieto en la mano del Anciano Thrashbarg y miró atentamente a Bob sabía qué, algo que volaba rápidamente de un lado a otro a unos tres metros y treinta centímetros delante de él.
Ford se puso inmediatamente en cuclillas, la posición de alerta que solía adoptar cuando no estaba seguro de lo que pasaba ni de lo que debía hacer. Movió los brazos muy despacio esperando dar una impresión amenazadora.
—¿Quién es éste?— siseó.
—Sólo es el Anciano Thrashbarg— contestó Arthur con voz queda—. Y yo no me molestaría en hacer esos extraños movimientos. Thrashbarg es un farolero tan experimentado como tú. Podríais pasaros todo el día bailando el uno alrededor del otro.
—El pájaro— volvió a sisear Ford—. ¿Qué pájaro es ése?
—¡No es más que un pájaro!— exclamó Arthur en tono impaciente—. Un pájaro como cualquier otro. Pone huevos y dice ark a cosas que tú no ves. O kar, rit o algo así.
—¿Has visto poner huevos a alguno?— preguntó Ford, con recelo.
—Claro que sí, por amor de Dios. Y he comido centenares de ellos. Sale una tortilla bastante buena. El secreto consiste en echar pequeños dados de mantequilla fría y batirlos ligeramente con...
—No quiero una zarkiana receta— le interrumpió Ford—. Sólo quiero estar seguro de que es un pájaro de verdad y no una especie de ciberpesadilla multidimensional.
Se puso en pie despacio, abandonando su posición en cuclillas, y empezó a sacudiese el polvo. Pero sin quitar la vista del pájaro.
—Así que— dijo el Anciano Thrashbarg, dirigiéndose a Arthur— , ¿está escrito que Bob vuelva a llevarse a su seno el don que una vez nos otorgó con el Hacedor de Bocadillos?
Ford estuvo a punto de volver a ponerse en cuclillas.
—No te apures, siempre habla así— murmuró Arthur, y en voz alta añadió— : Ah, venerable Thrashbarg. Pues, sí. Me temo que voy a desaparecer ahora mismo. Pero el joven Drimple, mi aprendiz, será un espléndido Hacedor de Bocadillos en mi lugar. Tiene aptitudes, un profundo amor a los bocadillos, y los conocimientos que ha adquirido hasta el momento, aunque todavía rudimentarios, madurarán con el tiempo y, bueno, lo que quiero decir es que se las arreglará perfectamente.
El Anciano Thrashbarg lo observó con gravedad. Sus viejos ojos se movieron con tristeza. Extendió los brazos; en uno seguía llevando el inquieto pájaro pikka, en el otro su bastón.
—¡Oh Hacedor de Bocadillos enviado por Bob!— sentenció. Hizo una pausa, frunció el ceño y, cerrando los ojos en piadosa contemplación, suspiró—. ¡La vida será muchísimo menos rara sin ti!
Arthur se quedó pasmado.
—¿Sabes— repuso— que es la cosa más bonita que me han dicho en la vida?
—¿Podemos seguir, por favor?— dijo Ford.
Algo estaba pasando ya. La presencia del pájaro pikka en el brazo extendido de Thrashbarg enviaba vibraciones de interés hacia la trepidante manada. De cuando en cuando, una cabeza se desviaba momentáneamente en su dirección. Arthur empezó a acordarse de alguna caza de Animales Completamente Normales a la que había asistido. Recordó que, además de los cazadores toreros que ondeaban las capas, a su espalda había otros que llevaban pájaros pikka en la mano. Siempre había supuesto que, como él, iban simplemente a mirar.
El Anciano Thrashbarg avanzó, acercándose un poco más a la manada en movimiento. Algunos Animales volvían ahora la cabeza, interesados ante la vista del pájaro pikka.
Temblaban los brazos extendidos del Anciano Thrashbarg.
Sólo el pájaro pikka parecía no tener interés alguno en lo que pasaba. Únicamente algunas enigmáticas moléculas de aire, suspendidas en ningún sitio en particular, atraían toda su vivaz atención.
—¡Ahora!— exclamó finalmente el Anciano Thrashbarg—. ¡Ahora podéis manejarlos con la toalla!
Arthur avanzó con la toalla de Ford, moviéndose igual que los cazadores toreros, con un elegante contoneo que en él no resultaba nada natural. Pero ahora sabía lo que había que hacer. Agitó la toalla, haciendo algunos molinetes para estar preparado cuando llegara el momento, y luego observó la manada.
A cierta distancia distinguió la Bestia que quería. Con la cabeza gacha, galopaba hacia él, justo al borde del rebaño. El Anciano Thrashbarg hizo girar al pájaro, la Bestia alzó los ojos, sacudió la cabeza de arriba abajo y entonces, justo cuando la volvía a inclinar, Arthur agitó la toalla en la línea de visión del Animal. La Bestia volvió a sacudir la cabeza, estupefacta, y sus ojos siguieron el movimiento de la toalla.
Había conseguido llamar la atención de la Bestia.
A partir de entonces, atraerla hacia él pareció la cosa más natural del mundo. El Animal mantenía la cabeza erguida, ligeramente inclinada hacia un lado. Redujo el paso a medio galope y luego al trote. Unos momentos después la enorme criatura estaba junto a ellos, bufando, jadeando, sudando y olfateando al pájaro pikka, que parecía no haber reparado en su presencia. Con una extraña serie de amplios movimientos de los brazos, el Anciano Thrashbarg mantenía al pájaro pikka delante de la Bestia, pero siempre hacia abajo y fuera de su alcance. Con una extraña serie de amplios movimientos de la toalla, Arthur seguía atrayendo la atención de la Bestia hacia uno y otro lado, y siempre hacia abajo.
—Me parece que no he visto nada tan absurdo en la vida— masculló Ford para sí.
La Bestia, atontada pero dócil, cayó al fin de rodillas.
-¡Ahora!— instó a Ford el Anciano Thrashbarg, en un murmullo—. ¡Vamos! ¡Monta ya!
Ford saltó a la grupa de, la enorme criatura, hurgando entre su gruesa y enredada piel para encontrar un punto de apoyo, agarrando grandes puñados de pelos para sujetarse firmemente una vez que estuvo bien asentado.
—¡Ahora, Hacedor de Bocadillos! ¡Vamos!
Hizo un elaborado gesto para darle la mano, que Arthur no comprendió porque, a todas luces, el Anciano Thrashbarg se acababa de inventar el ritual en la euforia del momento, y luego le dio un empujón.
Arthur respiró hondo, se encaramó detrás de Ford al enorme, caliente y henchido lomo de la bestia y se sujetó bien. Bajo él se rizaron y flexionaron enormes músculos del tamaño de leones marinos.
De pronto, el Anciano Thrashbarg alzó el pájaro. La Bestia volvió la cabeza para seguirlo con la mirada. Thrashbarg bajó y elevó el pájaro pikka sin soltarlo de la mano; y despacio, pesadamente, el Animal Completamente Normal se irguió tambaleante sobre sus rodillas y al fin se puso en pie, balanceándose ligeramente. Sus dos jinetes se mantuvieron firme y nerviosamente en su grupa.
Arthur miró al mar de trepidantes animales, esforzándose por distinguirla dirección que tomaban, pero no se veía nada salvo la reverberación del calor.
—¿Ves algo?— preguntó a Ford.
—No.
Ford se volvió a mirar atrás, tratando de encontrar alguna pista de la dirección de donde habían venido. Pero tampoco había nada.
—¿Sabes de dónde vienen?— gritó Arthur a Thrashbarg—. ¿O adónde van?
—¡A los dominios del Rey!— gritó el Anciano a su vez.
—¿El Rey?— repitió Arthur, sorprendido—. ¿Qué Rey?
Bajo él, el Animal Perfectamente Normal se cimbreaba y removía inquieto.
—¿Qué quieres decir con qué Rey?— gritó el Anciano Thrashbarg—. El Rey.
—Es que nunca has hablado de ningún Rey— repuso Arthur, con cierta perplejidad.
—¿Qué?— grito el Anciano.
Era muy difícil oír algo por encima del estrépito de mil pezuñas, y el anciano estaba concentrado en lo que hacía.
Sin dejar de mantener al pájaro en alto, hizo girar en redondo a la Bestia hasta situarla despacio en sentido paralelo al movimiento del gran rebaño. Avanzó. La Bestia lo siguió. Dio otros pasos hacia adelante. La Bestia hizo lo mismo. Al fin, pesadamente, el Animal Completamente Normal tomó cierto impulso.
—¡He dicho que nunca has hablado de ningún Rey!— gritó
Arthur de nuevo.
—Yo no he dicho ningún Rey— gritó el Anciano Thrashbarg—. He dicho El Rey.
Extendió el brazo hacia atrás y luego lo precipitó hacia adelante con todas sus fuerzas, lanzando al aire al pájaro pikka por encima de la manada. Eso pareció pillar al pájaro enteramente por sorpresa, pues evidentemente no estaba prestando atención alguna a lo que pasaba. Tardó unos momentos en comprender lo que sucedía, luego abrió las alas, las desplegó y empezó a volar.
—¡Vamos!— gritó el Anciano Thrashbarg—. ¡Adelante, ve en busca de tu destino, Hacedor de Bocadillos!
Arthur no estaba tan seguro de querer encontrarse con su destino. Sólo quería llegar al final del trayecto, dondequiera que fuese, para desmontar de aquella bestia. No se sentía nada seguro allá arriba. El animal iba cobrando velocidad en pos del pájaro pikka. Llegó al extremo de la gran marca de animales y en un momento, con la cabeza gacha, corría de nuevo junto a los demás y se acercaba rápidamente al punto en que la manada estaba desapareciendo. Arthur y Ford se aferraban al enorme monstruo como si en ello les fuera la vida, rodeados por todas partes de montañas de cuerpos trepidantes.
—¡Adelante! ¡Cabalgad esa Bestia!— gritó Thrashbarg. Su cada vez más lejana voz resonó débilmente en sus oídos—. ¡Cabalgad esa Bestia Completamente Normal! ¡Cabalgad! ¡Cabalgad!
—¿Adónde ha dicho que íbamos?— gritó Ford a la oreja de Arthur.
—Ha dicho algo de un Rey— gritó Arthur a su vez, sujetándose desesperadamente.
—¿Qué Rey?
—Eso es lo que le pregunté. Se limitó a contestar que El Rey.
—No sabía que hubiera un El Rey— gritó Ford.
—Ni yo tampoco— gritó a su vez Arthur.
—Aparte, naturalmente, de El Rey— gritó Ford—. Y no creo que se refiriese a él.
—¿Qué Rey?— preguntó Arthur, también a gritos.
Ya casi estaban en el punto de llegada. justo delante de ellos, las Bestias Completamente Normales galopaban hacia la nada y desaparecían.
—¿Qué quieres decir con qué Rey?— gritó Ford—. Yo no sé qué Rey. Sólo digo que es imposible que se refiriese a El Rey, así que no sé qué quiere decir.
—No sé de qué estás hablando, Ford.
—¿Y qué?— dijo Ford.
Entonces las estrellas salieron de golpe, se movieron, giraron sobre sus cabezas y luego, con la misma precipitación, se apagaron de nuevo.