Ingenieros del alma (22 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Al principio, los 326 colaboradores apenas se ocupaban de las bellas letras por la sencilla razón de que, recién terminada la guerra civil, las obras salidas de las prensas soviéticas podían contarse con los dedos de una mano. El aparato de GlavLit se dedicaba a maquillar y retocar las estadísticas gubernamentales. Gracias a la censura, las cifras de prostitución, delincuencia y vagabundeo se volvieron cada año más favorables y se dejaron de registrar casos de suicidio entre el proletariado. GlavLit combatía los sentimientos de descontento e inseguridad. Cuando descarrilaba un tren en algún lugar remoto de la inhóspita tundra siberiana o se hundía una galería minera en Ucrania, la censura se encargaba de que nadie se enterase. Ocultaba el número de víctimas mortales de terremotos e inundaciones y, cuando en las farmacias se oía quejas por la falta de medicinas, GlavLit evitaba que quedaran reflejadas en la prensa.

El censor se guiaba por una lista de tabúes actualizada periódicamente mediante una circular. Para consternación de Máximo Gorki, por entonces aún en el exilio al pie del Vesubio, la viuda de Lenin elaboró en 1926 un índice complementario de obras prohibidas, incluyendo un centenar de libros susceptibles de despertar «sentimientos primitivos o antisociales», entre ellos el Corán, la Biblia y la embriagadora obra de Dostoievski. Le correspondía a GlavLit proceder a una retirada efectiva de esos libros de todas las bibliotecas, reciclándolos como papel viejo.

En 1993, el antiguo censor Solodin aún seguía firmemente convencido de que GlavLit había desempeñado una noble tarea. Citó al primer comisario del pueblo para la Cultura:

—¡Censura! ¡Qué palabra más horrible! Aunque para nosotros las palabras fusil, bayoneta, prisión y Estado no son menos horripilantes, ya que constituyen el arsenal de la burguesía. Pero nosotros empleamos el fusil, la bayoneta, la prisión y el Estado como instrumentos sagrados destinados a destruir el antiguo orden. Eso vale asimismo para la censura. De hecho, no nos da ningún miedo cercenar la literatura más pura, ya que bajo su bandera y aspecto aparentemente refinado puede inyectarse un veneno en el alma ingenua y todavía obnubilada de las grandes masas.

Isaak Babel fue uno de los primeros en sufrir la censura: en la edición de 1926 de
La Caballería Roja,
las escenas de pillaje cometidas por los bolcheviques se achacan al enemigo.

Por lo que respecta
a La bahía de Kara Bogaz,
Konstantin Paustovski no tiene por qué temer injerencias de arriba: el libro cuenta con el beneplácito de Gorki. A cada reimpresión, GlavLit acepta el texto sin modificación alguna, aunque reprueba las ilustraciones. Los dibujos a pluma (trazos borrosos representando flamencos y camellos cargados) de las tres primeras ediciones caen en desgracia en las inspecciones posteriores por «demasiado impresionistas». A partir de la cuarta edición son sustituidos por unas láminas más nítidas y más acordes con el gusto y la capacidad de comprensión de las masas.

La popularidad de Paustovski hace que su carrera marche viento en popa. Tanto es así que incluso obtiene autorización para enviar a la imprenta su «diario lírico», el cuaderno con la versión infinitas veces revisada de
Los románticos.
A juzgar por las confidencias que Dima, el hijo de Paustovski, llevó al papel poco antes de morir, la publicación de la obra en 1935 coincidió con la separación de sus padres. Konstantin Paustovski dejó la preparación final de aquella prosa tan delicada en manos de su esposa Katia, que aparece en ella con el nombre de Jatidze.

«La abreviación y adaptación de
Los románticos
fue el último contacto que existió entre mis padres», escribió Dima, que en el momento de la separación tenía diez años. Entre líneas se intuía hasta qué punto el drama familiar había hecho mella en el muchacho. «Mi padre se cerró durante toda su vida a las cuestiones afectivas. De joven, jamás pude acudir a él con las dudas que me asaltaban».

Katia descubrió que el breve romance surgido entre su esposo y la artista Valeria Vladimirovna en 1923 en Georgia —calificado de «vivencia meramente literaria» por su marido bajo juramento— había vuelto a enardecerse diez años más tarde. Y no sólo en el plano literario. Al tropezarse de nuevo con su antigua amada, en el invierno de 1933, Paustovski se encontró con una madre soltera que había cambiado Tblisi por Moscú, donde gozaba de cierto renombre como actriz. El hijo de Valeria, Sergei, era compañero de clase de Dima. De hecho, el fortuito reencuentro se produjo durante algún evento escolar. Al igual que el protagonista de
Los románticos,
Paustovski volvió a dudar entre la «hija de la naturaleza» Jatidze (su esposa) y la mundana actriz Natasha (en este caso Valeria). Se refugió en un nuevo encargo: un libro sobre el drenaje y la construcción de diques en un delta pantanoso que desembocaba en el mar Negro.
La Cólquida, el país de los nuevos argonautas
versa sobre unos ingenieros soviéticos que ponen en cultivo la tierra costera donde, en tiempos remotos, el mitológico Jasón y sus compañeros de aventuras buscaron el Vellocino de Oro.

La Cólquida
apareció en 1934 en un almanaque editado por Máximo Gorki, que revisó el manuscrito personalmente, anotando un solo comentario —o al menos así lo recuerda Paustovski—: «Los geranios no son ni pequeñoburgueses ni triviales; son las flores favoritas de los pobres de la ciudad».

En la misma época en que Gorki se ocupaba del relato de temática hidráulica de Paustovski, Katia retocaba la última versión de
Los románticos.
El texto incluía frases del estilo de: «Jatidze prorrumpió en risas y me besó con vehemencia, ya no como una niña sino como lo hace una joven mujer». Según Dima, su madre no se dejó llevar por el afán de venganza personal al eliminar ciertas redundancias. Después de tantos años animando y apoyando a su esposo, estaba agotada. Sin haber pasado todavía de los cuarenta, su lacio cabello, a menudo recogido en un pequeño moño de bailarina, había empezado a encanecer. El dolor reprimido de Katia estalló cuando
Los románticos
se hallaba en la imprenta: hizo acopio de todas sus fuerzas y echó a su esposo de casa. Dima permaneció con ella, en tanto que Konstantin se fue a vivir con Valeria y su hijo.

Los nuevos éxitos de Paustovski y las turbulencias en su vida privada coinciden con la implantación en las letras soviéticas de una castidad victoriana. En una orden de 26 de noviembre de 1934 se da a entender al censor que en adelante ya no podrán tolerarse «descripciones explícitas de órganos sexuales, conductas inmorales o actitudes antihigiénicas». La libido y el instinto han de ceder ante la ascesis y la razón, al tiempo que el funcionario del Partido, si bien no tiene la obligación de llevar una vida célibe, está llamado a dar muestras de un nivel moral más alto que las masas.

El alcance de esta nueva directiva se antoja prácticamente incalculable. No sólo implica que las obscenidades queden prohibidas desde el mismo día en que entre en vigor, sino que hay que tacharlas también de todas las publicaciones soviéticas anteriores. Así por ejemplo, una obra tan sumamente exitosa como
Cemento,
de Fiodor Gladkov, publicada en 1925 y reimpresa en numerosas ocasiones, debe someterse de nuevo a todas las fases del proceso de revisión. En las ediciones posteriores a 1934, los tipos duros que, a la vuelta del frente, reconstruyen una fábrica de cemento devastada hablan como personas cultas. Uno ya no los oirá decir: «Oye, capullo, ¿tú con qué piensas? ¿Con el coco o con la picha?».

En la primera mitad de los años treinta, los colaboradores de GlavLit se hallan inmersos en una confusa incertidumbre. Por firme que parezca la censura soviética no deja de estar a merced de unas directrices volubles y a veces hasta contradictorias. El que el realismo socialista («la forma artística más progresista») reivindique el lugar de la vanguardia no ayuda a despejar la confusión. Contrariamente a lo que hace creer su nombre, la vanguardia ya no desempeña un papel innovador. En lugar de
El cuadrado negro
de Kazimir Malevich, el libro colectivo coordinado por Gorki,
Belomor,
es presentado como nuevo punto de referencia para las bellas artes. Pero esta obra no es tanto un manual orientativo para el futuro cuanto una oda a mayor gloria de Stalin.

Escritores y censores se preguntan qué es lo que deben entender por realismo socialista.

—Rembrandt, Rubens y Repin al servicio de las masas obreras —explica el redactor jefe de
Izvestiya.
Circulan otras definiciones más vagas. Según una de ellas, el realismo socialista es «antes que nada el arte de representar correctamente al ser humano; tal y como es, a la vez que tal y como debe ser».

En un intento de aclarar definitivamente las cosas, Gorki convoca en el otoño de 1934, en Moscú, a todos los escritores y poetas soviéticos reconocidos, con motivo de la asamblea constitutiva de la Unión de Escritores Soviéticos. El congreso, que durará dieciséis días, se celebra en la barroca Sala de las Columnas, la sala de fiestas próxima al Teatro Bolshoi sobre cuyo suelo de parquet acostumbró a bailar la nobleza hasta 1917.

Desde la tribuna de honor, compañeros de viaje franceses, daneses, estadounidenses y japoneses son testigos de cómo los congresistas se levantan una y otra vez cual máquina de aplausos mientras entonan: «¡Arriba, parias de la Tierra! (…)».

—Nuestros invitados extranjeros están viajando en el tiempo —se les dice a modo de bienvenida—. Están contemplando el país del futuro, el fundamento de un mundo nuevo.

En esa misma época, Moscú se convierte en un estruendoso solar en construcción donde los viejos símbolos son sustituidos por otros nuevos. Poco antes se ha dinamitado la catedral de Cristo Salvador para erigir en su lugar el Palacio de los Soviets; el mármol demolido encuentra un nuevo destino en las obras del metro aún en curso. Las afamadas calles comerciales que desembocan en la Plaza Roja como los radios de una rueda son transformadas en amplias avenidas. Es fundamental que puedan discurrir por ellas columnas de vehículos oficiales y de carros blindados, de ahí que, a lo largo de muchos kilómetros, la maquinaria termine por derribar las edificaciones que encuentra a su paso.

En esta metrópoli en obras, con olor a argamasa, los escritores soviéticos se deciden a crear un modelo de literatura radicalmente nuevo. Los secretarios del congreso consignan los más de doscientos discursos en setecientas páginas de actas. Bajo las fastuosas lámparas de la Sala dé las Columnas reina un ambiente trepidante.

—Nosotros, escritores soviéticos, nos sentimos privilegiados por vivir en la era más heroica de la historia universal —resume uno de los seiscientos participantes.

Se procede a la lectura de la riada de telegramas de felicitación llegados de todos los rincones del país, desatando cada uno una avalancha de vítores.

Los niños pioneros de Moscú brindan su personal saludo a los presentes: marchan por el escenario cantando y tocando el tambor. Una delegación de campesinos de koljoses arroja flores, mientras que un grupo de reservistas de la Marina del Ejército Rojo proclama «compañeros de armas en la lucha por la clase obrera» a los escritores. Los trabajadores del metro que están excavando la estación Ojotni Riad, justo debajo de la Sala de las Columnas, también presentan sus respetos. En la hora del almuerzo salen a la superficie para desfilar ante los congresistas, portando sus taladros y mazas.

El presidente, Máximo Gorki, recibe tantos elogios y muestras de entusiasmo que en más de una ocasión se siente obligado a intervenir.

—¡Por favor, basta ya! —exclama una y otra vez con voz ronca.

Gorki cultiva un sentimiento de «nosotros contra el resto del mundo». En una de sus alocuciones arremete contra la literatura occidental. James Joyce, Marcel Proust, Luigi Pirandello. Ninguno de estos escritores merece ser tenido en consideración, porque no se lanzan a las barricadas.

—La burguesía de Europa Occidental se propone erradicar las opiniones disidentes —advierte Gorki en la Sala de las Columnas—. Nosotros, por el contrario, no tenemos burguesía. Nuestros dirigentes son nuestros maestros y amigos, nuestros camaradas en el sentido pleno de la palabra.

Uno de esos camaradas, Andrei Zhdanov, miembro del Politburó, ha sido enviado al congreso por el propio Stalin. Este ideólogo del Partido y hombre de confianza del Kremlin, con cejas finas y pequeño bigote recortado, es el encargado de elucidar la nueva doctrina literaria de la Unión Soviética.

—El camarada Stalin les ha llamado «ingenieros del alma» —manifiesta Zhdanov a los congresistas—. ¿Qué significa eso? ¿Cuáles son las responsabilidades que de ahí se derivan para ustedes?

El mensajero de Stalin insta a los escritores soviéticos a que rompan con «el romanticismo de los héroes ficticios que, durante un tiempo, logran arrancar al lector de su desalentadora existencia trasladándolo a un mundo irreal». Es ésta la función que desempeña el arte en la moribunda sociedad burguesa: pretende mantener el
statu quo
adormeciendo al público. En cambio, el artista soviético trata de concienciar el espíritu humano con el propósito de despertarlo y centrarlo en el socialismo.

Citando el proyecto de estatutos, Zhdanov indica cómo ha de definirse este «realismo socialista», el principio rector de las artes soviéticas:

—Por ello entendemos la fiel representación de la realidad sobre el telón de fondo del desarrollo revolucionario de la Unión Soviética.

Es una definición que al público se le antoja legítima. Éste tampoco pone reparos a la propuesta complementaria de que, en adelante, las novelas y los versos hayan de contribuir a «la formación y educación ideológica del pueblo en el espíritu del socialismo». Unos pocos oradores se preguntan cómo se verá afectada la creatividad. ¿Acaso no consiste la máxima vocación del ingeniero en crear algo nuevo? ¿Y qué sucederá con el talento de un escritor que se reúna de mala gana con campesinos u obreros de la construcción en un esfuerzo por describir sus «heroicas vidas»?

—Por mucho que lo intentara no me saldría —confiesa Yuri Olesha, de Odessa—. Es un tema que no va conmigo. No lo llevo en la sangre.

Gorki no se escandaliza por la postura individual de Olesha; asegura que el Partido no pretende decir a los escritores lo que tienen que hacer, sino que únicamente les ofrece la oportunidad de instruirse unos a otros.

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