Creo que, en este sentido, mi propio reflejo se había visto afectado por un artículo que acababa de escribir para el New York Times sobre el efecto que el cierre de los hospitales psiquiátricos había provocado convirtiendo a las calles de la ciudad en una extensión del pabellón psiquiátrico. Para informarme sobre el tema había pasado varios días en una furgoneta con trabajadores sociales que se ocupaban de los vagabundos, llevándoles comida, ofreciéndoles refugio y persuadiendo a los muchos enfermos mentales que hay entre ellos —una proporción sorprendentemente elevada— de la necesidad de acudir a la clínica en busca de medicación. Ésa fue una experiencia que me permitió, durante unos días, contemplar a los vagabundos con ojos nuevos.
Otros estudios que han empleado la situación del “buen samaritano” han puesto de relieve que las personas que se detienen a ayudar suelen hacerlo motivados por el malestar que esa situación les provoca y por una sensación empática de ternura. Y es que parece que la probabilidad de prestar ayuda aumenta cuando prestamos la atención suficiente como para sentir empatía.
El simple hecho de ver a alguien echando una mano suele tener un efecto “edificante”. término con el que los psicólogos se refieren al efecto que provoca en nosotros la observación de un acto bondadoso. Esa inspiración es, de hecho, el estado que dicen experimentar emocionados —y aun conmocionados— quienes presencian una acción amable, tolerante y compasiva.
Los actos habitualmente calificados como más edificantes consisten en ayudar a los pobres, a los enfermos y a quienes están atravesando una situación difícil. Pero no es necesario que esas acciones sean tan exigentes como hacernos cargo de toda una familia ni tan desinteresadas como la Madre Teresa, que se ocupó de los desheredados de Calcuta, porque la simple consideración puede resultar edificante. En un determinado estudio realizado en Japón, por ejemplo, las personas calificaron como kandou (es decir, situaciones que conmovieron su corazón), el simple hecho de ver a un miembro de una pandilla juvenil ceder a un anciano su asiento del metro.
La investigación realizada al respecto sugiere que este tipo de situaciones pueden ser contagiosas. En este sentido, el simple hecho de presenciar un acto bondadoso moviliza el impulso de realizar otro. Tal vez ésa sea una de las razones por las que los cuentos míticos de todo el mundo abundan en personajes cuyas valerosas acciones salvan la vida de otras personas. A fin de cuentas, la investigación psicológica realizada al respecto demuestra que un relato sobre la bondad provoca —cuando se cuenta vívidamente— el mismo impacto emocional que la observación del mismo acto. Y todo ello parece sugerir que este contagio discurre a través del camino neuronal que hemos denominado “vía inferior”.
La sintonía fina
Durante una visita de cinco días con mi hijo a Brasil, nos sorprendió descubrir que las personas con las que nos encontrábamos eran cada día más amables. Se trataba de un cambio realmente espectacular.
Los dos primeros días, los brasileños nos parecían distantes y reservados, el tercer día nos dimos cuenta de que eran bastante más cordiales de lo que creíamos, el cuarto día, nos seguían a todas partes y, el día en que regresamos, nuestros anfitriones nos acompañaron al aeropuerto y se despidieron con un caluroso abrazo.
¿Significaba ello acaso que los brasileños hubieran cambiado? No, los únicos que habíamos cambiado habíamos sido nosotros, relajando finalmente la tensión que sentíamos al encontrarnos en una cultura poco familiar. Fue nuestra actitud defensiva y reservada la que originalmente les había mantenido a distancia y nos había impedido advertir su amabilidad y apertura natural.
Al comienzo, estábamos demasiado preocupados como para reconocer la cordialidad de nuestros anfitriones, como receptores de radio mal sintonizados. Cuando finalmente nos relajamos, pudimos sintonizar con la emisora correcta y reconocer la amabilidad —que había estado ahí desde el mismo comienzo— de la gente que nos rodeaba. Hasta entonces, sin embargo, nuestra misma ansiedad y preocupación nos había impedido detectar el resplandor de una mirada, el esbozo de una sonrisa o la cordialidad manifestada en el tono de voz, los canales a través de los cuales se transmite la amistad.
La explicación técnica de esta dinámica pone de relieve los límites de nuestra atención. La ciencia cognitiva utiliza el concepto de memoria operativa para referirse a la capacidad de la memoria que podemos mantener en nuestra atención en un determinado momento. Esta capacidad se asienta en la corteza prefrontal del cerebro, baluarte de la vía superior, cuyos circuitos desempeñan un papel fundamental a la hora de prestar atención, gestionando lo que ocurre entre bastidores en el curso de una interacción. De ellos precisamente depende la búsqueda en la memoria de lo que debemos decir y hacer, aun cuando sigamos atendiendo a los inputs entrantes y adaptando nuestra respuesta en consecuencia.
Cuanto más complejos sean los retos a los que nos enfrentamos, más recursos atencionales consumiremos, porque las señales de ansiedad generadas por la amígdala inundan las regiones cruciales de la corteza prefrontal y se manifiestan como preocupaciones que nos impiden prestar atención a cualquier otra cosa. El ejemplo con el que iniciábamos esta sección ilustra perfectamente la sobrecarga atencional generada por la tensión.
La naturaleza valora la comunicación entre los miembros de una determinada especie modelando, en ocasiones, el cerebro para lograr un ajuste mejor y, en ocasiones, más rápido. Tengamos en cuenta que el cerebro de las hembras de cierta especie de pez segrega, por ejemplo, durante el cortejo, hormonas que reconfiguran provisionalmente sus circuitos auditivos para permitirle sintonizar mejor con la frecuencia de la llamada del macho.
Algo parecido sucede en el caso del bebé de dos meses de edad, que puede detectar la proximidad de su madre, lo que instintivamente le tranquiliza, sosegando su respiración, orientando hacia ella su rostro, fijando su mirada en sus ojos o en su boca y dirigiendo sus oídos hacia cualquier sonido procedente de ella con una expresión que los investigadores han denominado “entrecejo fruncido y mandíbula caída”. movimientos todos ellos que aumentan la capacidad del bebé de registrar lo que su madre dice o hace.
Cuanto mayor sea nuestra atención, más clara, rápida y sutilmente captaremos, aun en situaciones ambiguas, el estado interno de otra persona. E, inversamente, cuanto mayor sea nuestro desasosiego, menor será también nuestra capacidad de empatizar.
El ensimismamiento, en cualquiera de sus formas, dificulta el establecimiento de la empatía y nos impide también, en consecuencia, experimentar también la compasión. Cuando nuestra atención se centra en nosotros mismos, nuestro mundo se contrae, al tiempo que nuestros problemas y preocupaciones adquieren dimensiones amenazadoras. Cuando, por el contrario, centramos la atención en los demás, nuestro mundo se expande. En este último caso, nuestros problemas se dirigen hacia la periferia de nuestra mente y parecen empequeñecer, con el consiguiente aumento de la capacidad de establecer contacto con los demás, es decir, de actuar compasivamente.
La compasión instintiva
Una cobaya, suspendida del aire por un arnés, chilla y se esfuerza en salir de su prisión. Viendo a su congénere en peligro, otra cobaya se inquieta y se las ingenia para rescatar a la prisionera presionando una barra que la deposita suavemente en el suelo.
Seis macacos rhesus han sido entrenados para conseguir alimento tirando de una cadena. A partir de un determinado momento, un séptimo macaco al que todos pueden ver recibe una dolorosa descarga eléctrica cada vez que uno de ellos consigue alimento. Al advertir el dolor, cuatro de los macacos empiezan a tirar de otra cadena que, si bien les proporciona menos comida, no provoca ninguna sacudida. De los dos restantes, uno deja de tirar cualquier cadena durante cinco días, mientras que el otro se abstiene durante doce días, sin que parezca preocuparle pasar hambre si, con ello, impide que su congénere reciba una descarga.
Casi desde el mismo momento del nacimiento, los bebés que ven u oyen el llanto de otro bebé, empiezan a llorar, como si ellos estuvieran también angustiados, cosa que rara vez sucede cuando escuchan una grabación de su propio llanto. A partir de los catorce meses, sin embargo, los bebés no se contentan con llorar cuando escuchan el llanto de otro bebé, sino que también tratan de aliviar, de algún modo, su sufrimiento, una respuesta que parece fortalecerse en la medida en que crece.
Pareciera, pues, como si los conejillos de indias, los macacos y los bebés compartiesen el mismo impulso automático que dirige su atención hacia el sufrimiento de sus semejantes, desencadenando en ellos idénticos sentimientos y llevándoles a tratar de ayudarles. ¿A qué podemos atribuir la presencia del mismo tipo de respuesta en especies tan diferentes? Simplemente, al hecho de que la naturaleza parece conservar las soluciones que funcionan y emplearlas una y otra vez.
Son muchas las especies que comparten los rasgos más avanzados del cerebro. Es evidente —y está claramente demostrado— que la arquitectura neuronal de los seres humanos se asemeja mucho a la de otros mamíferos, especialmente los primates. La similitud existente entre distintas especies y el mismo impulso a ayudar sugieren la existencia de circuitos cerebrales subyacentes similares. A diferencia de lo que ocurre en el caso de los mamíferos, los reptiles no muestran el menor rasgo de empatía, llegándose incluso a comer sus propias crías.
Es cierto que el ser humano puede llegar a ignorar a alguien que se encuentra en apuros, pero esa insensibilidad parece reprimir un impulso más primitivo y automático que lleva a ayudar a quienes se encuentran en peligro. Las observaciones científicas realizadas en este sentido parecen indicar la existencia de un sistema de respuesta integrado en el cerebro humano —del que sin duda forman parte las neuronas espejo— que se pone en marcha cada vez que advertimos el sufrimiento de alguien y de inmediato sentimos lo mismo que él, una sensación cuya intensidad determina poderosamente nuestra tendencia a ayudar.
Este instinto compasivo proporciona una clara ventaja en el nivel de adaptabilidad evolutiva, adecuadamente definida como “éxito reproductivo” y que se refiere al número de hijos que sobreviven para tener su propia descendencia. Hace ya casi un siglo, Charles Darwin señaló que la empatía, preludio de la acción compasiva, ha sido una herramienta de supervivencia muy eficaz. No olvidemos que la empatía lubrica la sociabilidad y que el ser humano es el animal social por excelencia. En este sentido, hay indicios de que la sociabilidad ha sido la estrategia fundamental de supervivencia de nuestra especie y que sus rudimentos se remontan a los primates.
La importancia de la amabilidad resulta evidente también en los primates que viven hoy en día en estado salvaje en un mundo no muy distinto al de colmillos y garras de la prehistoria humana, cuando sólo unos pocos de ellos sobrevivían y tenían descendencia. Consideremos la colonia de cerca de mil macacos que vive en la remota isla caribeña de Cayo Santiago y que desciende de la misma camada que, en los años cincuenta, se vio trasplantada desde su India nativa. Estos macacos viven en pequeños grupos y, al llegar a la adolescencia, las hembras se quedan mientras los machos abandonan el grupo de origen para encontrar su lugar en otro grupo.
Esta transición no está exenta de problemas porque, cuando un joven macho trata de hacerse un hueco en un grupo no familiar, mueren hasta el 20 por ciento de ellos. Las investigaciones científicas que han extraído muestras del líquido cefalorraquídeo espinal de cien macacos adolescentes han puesto de relieve que los más sociables presentan los niveles más bajos de hormonas del estrés, una función inmunitaria más fuerte y, lo que es más importante, se hallan mejor preparados para aproximarse, hacerse amigos o enfrentarse a los machos del nuevo grupo. Parece pues que los más sociables son los que más probabilidades tienen de sobrevivir.
Veamos ahora otro dato procedente también del mundo de los primates, esta vez de los mandriles que viven en Kenya cerca del Kilimanjaro, para los cuales la infancia resulta muy peligrosa porque, en los buenos años, muere cerca del 10 por ciento de los niños, un porcentaje que aumenta, en los malos, hasta el 35 por ciento.
Pero cuando los biólogos observaron a las madres de esos mandriles, descubrieron que las más sociables —es decir, las que más tiempo invertían en el acicalamiento o socializando de algún otro modo— tenían hijos con mayores probabilidades de sobrevivir.
Son dos las razones señaladas por los biólogos para explicar el modo en que la amabilidad de la madre contribuye a la supervivencia de su prole. Por un lado, la pertenencia a un grupo gregario que puede defender a sus bebés del hostigamiento y encontrar mejor comida y cobijo. Por el otro, cuanto más acicalamiento dan y obtienen las madres, más relajados y sanos tienden a ser sus hijos, ya que los mandriles sociables también acaban generando mejores madres.
El impulso natural que nos lleva a ayudar a los demás puede rastrearse hasta las situaciones de escasez en las que se forjó el cerebro humano. No parece difícil conjeturar el modo en que la pertenencia a un grupo favorecía la supervivencia en las peores condiciones y viceversa, el modo en que el individuo aislado compitiendo con un grupo en un entorno de escasos recursos podía suponer una desventaja realmente letal.
Es muy probable que un rasgo tan valioso en la lucha por la existencia haya acabado integrándose en la estructura misma de nuestros circuitos cerebrales, porque lo que demuestra ser más eficaz para transmitir los genes a las futuras generaciones más importancia adquiere en nuestro legado genético.
Si la sociabilidad brindó al ser humano una estrategia ganadora durante la prehistoria, lo mismo sucede con los sistemas cerebrales a través de los que opera la vida social. Poco debería por tanto sorprendernos la importancia que tiene nuestra tendencia a la empatía, el conector esencial.
Un ángel en la tierra
Una colisión frontal había convertido su coche en un verdadero acordeón. Con dos huesos de la pierna derecha rotos, se hallaba atrapada entre los restos del automóvil siniestrado, dolorida, indefensa y confundida.
Un transeúnte —jamás averiguó su nombre— se arrodilló entonces junto a ella, tomó su mano y la consoló mientras los bomberos trataban de liberarla, lo que la mantuvo tranquila, a pesar del dolor y la ansiedad. —Fue —como le llamó más tarde— mi ángel en la tierra.