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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (39 page)

BOOK: Inteligencia Social
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La hipersensibilidad de los ansiosos les torna especialmente vulnerables llegando incluso, en ocasiones, a contagiarse del sufrimiento de los demás. Es por ello que, aunque sean capaces de sentir el malestar de los demás, la intensidad de sus sentimientos puede aumentar hasta el llamado “estrés empático”, que genera un nivel de ansiedad tan elevado que resulta imposible de asumir. El tipo ansioso parece más vulnerable al desgaste generado por la compasión, experimentando su propia angustia cuando se ve obligado a enfrentarse al sufrimiento ajeno.

Quienes pertenecen al tipo evasivo también tienen problemas con la compasión. En primer lugar, se protegen de las emociones dolorosas reprimiéndolas, una maniobra defensiva que obstaculiza la manifestación de la empatía y les cierra al contagio emocional de los que sufren. No es de extrañar por tanto que, en esas condiciones, rara vez ayuden a los demás. Las únicas ocasiones en que echan una mano son aquéllas en que, de algún modo, pueden beneficiarse. Es por ello que las contadas ocasiones en que se muestran compasivos siempre van aderezadas de un condimento que parece decir “¿qué hay de lo mío?”.

El cuidado fluye más libremente cuanto más seguros nos sentimos, porque nos proporciona un fundamento estable que nos permite sentir empatía sin vernos desbordados. La comprensión de que sentirnos cuidados nos ayuda a cuidar a los demás y de que, en caso contrario, no podemos hacerlo tan bien, llevó a Mikulincer a investigar si el desarrollo de la sensación de seguridad iba también acompañado de un aumento en la capacidad de cuidar a los demás.

Supongamos que se entera, leyendo el periódico, de los problemas que está atravesando una mujer soltera con tres hijos pequeños que no tiene trabajo ni dinero. Todos los días lleva a sus pequeños hambrientos al comedor de beneficencia, sin cuya ayuda podrían fácilmente morir de inanición.

¿Estaría dispuesto a darles de comer una vez al mes? ¿La ayudaría a buscar trabajo? ¿La acompañaría a una entrevista laboral?

Éstas fueron las preguntas que formuló Mikulincer a los voluntarios de otra investigación sobre la compasión. Mikulincer comenzó fomentando la sensación de seguridad de los sujetos mediante la exposición subliminal (de unas dos centésimas de segundo, aproximadamente) a los nombres de las personas que les proporcionaban un fundamento seguro (las personas con las que, por ejemplo, solían hablar de las cosas que más les importaban) y dedicando también un tiempo a evocar deliberadamente su imagen.

Especialmente sorprendente fue el impacto de este ejercicio previo en las personas ansiosas, que no tuvieron entonces problemas en vencer su “estrés empático” y su habitual renuencia a ayudar. Este estímulo provisional permitió que las personas ansiosas se mostrasen más compasivas y reaccionasen como las seguras. El aumento de la sensación de seguridad parece liberar, pues, una dosis adicional de atención y energía que el sujeto puede dedicar a las necesidades de los demás.

Pero las personas evasivas siguieron sin experimentar empatía y reprimiendo el impulso altruista... a menos que tuvieran la expectativa de ganar algo a cambio. Su actitud cínica parece corroborar la teoría que niega la existencia del impulso altruista, según la cual, los actos compasivos siempre ocultan algún tipo de interés personal, cuando no son manifiestamente egoísta. Pero eso, según Mikulincer, sólo es cierto en el caso de quienes pertenecen al tipo evasivo y tienen dificultades en empatizar con los demás.

Parece pues que, de las tres modalidades diferentes de apego, las personas seguras son las más predispuestas a tender su mano a los demás y que su compasión es directamente proporcional a la necesidad percibida ya que, cuanto mayor es el sufrimiento que experimentamos, mayor es también nuestra predisposición a ayudar.

La vía inferior de la compasión

Este tipo de empatía que, según Jaak Panksepp, hunde sus raíces en el sistema neuronal de la vía inferior que rige el apoyo que proporciona la madre, es un rasgo que compartimos con muchas otras especies. La empatía parece ser una respuesta primaria de este sistema porque, como ha demostrado la investigación —y sabe bien cualquier madre—, el llanto de un niño posee una especial capacidad para activar la respuesta fisiológica de su madre que no aparece cuando escucha los gemidos de un bebé que no es el suyo.

La capacidad del bebé para evocar en su madre una emoción semejante a la suya le proporciona indicios de lo que su hijo necesita. Esta capacidad del llanto infantil para provocar la respuesta de cuidado de una determinada persona —un fenómeno que no sólo podemos advertir en los mamíferos, sino también en los pájaros— sugiere la existencia de una pauta universal de la Naturaleza que posee un extraordinario valor de supervivencia.

La empatía desempeña un papel esencial en el cuidado que, después de todo, se centra en responder a las necesidades ajenas más que a las propias. La compasión es una gran palabra pero, cotidianamente, se presenta en forma de disponibilidad, sensibilidad y predisposición a responder... rasgos distintivos, todos ellos, de un buen padre o de un buen amigo. Y recordemos también que el rasgo que más atractivo resulta de un posible compañero es —tanto para los hombres como para las mujeres— la bondad.

Freud señaló la considerable similitud que existe entre la intimidad física que mantienen los amantes y la que hay entre una madre y su hijo. Como sucede en este último caso, los amantes pasan mucho tiempo mirándose a los ojos, acariciándose, haciéndose arrumacos, besándose y manteniendo un estrecho contacto corporal que les proporciona una sensación de bienestar y satisfacción.

Dejando a un lado el caso del sexo, la clave neuroquímica del placer que se deriva de ese tipo de contacto es la oxitocina, la llamada molécula del amor maternal. La oxitocina, que el cuerpo femenino libera durante el parto y la lactancia, así como también durante el orgasmo, desencadena el flujo químico de sentimientos amorosos que toda madre siente hacia su bebé y, en este sentido, constituye la substancia química primordial desencadenante de la protección y del cuidado.

Son muchos los efectos provocados por la oxitocina que fluye por el cuerpo de la madre que cuida de su bebé. Provoca un flujo de leche, pero también dilata los vasos sanguíneos de la piel que rodea las glándulas mamarias, lo que acaba calentando el cuerpo de su bebé. La presión sanguínea de la madre disminuye cuanto más calmada se siente, una sensación que la torna más sociable y predispuesta a relacionarse con los demás. Así pues, cuanta más oxitocina, más sociabilidad.

Kerstin Uvnas-Moberg, una neuroendocrinóloga sueca que ha estudiado minuciosamente los efectos de la oxitocina en el cuerpo de la madre que amamanta a su bebé, señala que lo mismo sucede con cualquier persona que cuida de otra. En este sentido, los circuitos neuronales de la oxitocina se hallan estrechamente ligados a muchas de las regiones de la vía inferior del cerebro social.

Los beneficios de la oxitocina parecen afectar a una amplia diversidad de interacciones sociales positivas —especialmente a todas las formas de cuidado— en las que los implicados no sólo intercambian energía emocional, sino que pueden llegar incluso a desencadenar en el otro los buenos sentimientos que provoca esta substancia. Uvnas-Moberg sugiere incluso que repetidas exposiciones a las personas con las que experimentamos los lazos sociales más próximos puede determinar la secreción de oxitocina, de modo que basta con su mera presencia —o con el hecho de pensar simplemente en ellos— para liberar en nosotros una dosis placentera de oxitocina. No en vano siempre es posible encontrar, aun en los más pequeños cubículos de las más desangeladas de las oficinas, alguna que otra fotografía de un ser querido.

La oxitocina puede ser una de las claves neuroquímicas de las relaciones amorosas y comprometidas. Existe una especie de ratón de la pradera que establece relaciones monógamas, mientras que otra variedad que no secreta oxitocina se muestra muy promiscuo y no se vincula nunca a una pareja. En ciertos experimentos en los que se bloqueó la liberación de esta hormona, los ratones monógamos que tenían una pareja estable perdieron repentinamente el interés en el otro y, cuando se liberó en ratones promiscuos que carecían de él, comenzaron a establecer vínculos.

Esta situación puede, en el caso de los seres humanos, abocar a un callejón sin salida, porque la misma química del amor a largo plazo puede acabar sofocando la química del deseo. Aunque los detalles sean muy complejos, la vasopresina (una substancia semejante a la oxitocina) puede, en una determinada interacción, liberar bajos niveles de testosterona mientras que, en otra, la testosterona puede acabar bloqueando la secreción de oxitocina. Pero, aunque todavía debamos determinar los pormenores científicos de esta relación, hay ocasiones en que la testosterona puede aumentar la tasa de oxitocina, lo que sugiere que —al menos a un nivel hormonal— el compromiso no siempre pone fin a la pasión.

Las alergias sociales

Súbitamente adviertes que el suelo del cuarto de baño está lleno de toallas mojadas, que monopoliza el mando a distancia y que se rasca la espalda con un tenedor. Entonces es cuando te ves obligada a enfrentarte a la verdad inmutable de que no es posible hacerle una felación a quien coloca el nuevo rollo de papel higiénico sin quitar el rollo vacío del anterior.

Esa letanía de quejas jalona la aparición de una “alergia social”, un intenso rechazo hacia los hábitos de una pareja que, como sucede con cualquier alergeno físico, comienza sin provocar ninguna reacción, pero cuyos efectos van acumulándose a cada nueva exposición. Las alergias sociales suelen presentarse cuando la pareja empieza a convivir y a conocerse “con todas sus imperfecciones” y su cualidad irritativa aumenta en la misma proporción en que mengua el poder de la idealización romántica.

Según una investigación realizada con universitarios de nuestro país, la mayoría de alergias sociales desarrolladas por las mujeres tienen que ver con el comportamiento grosero o desconsiderado (como el hábito del rollo de papel higiénico que mencionábamos al comienzo de la presente sección), mientras que las de los hombres giran en torno a la conducta ensimismada o autoritaria de su pareja. Hay que decir, en este sentido, que las alergias sociales empeoran con la exposición repetida y que la mujer que, a los dos meses de la relación, no se siente afectada por el comportamiento grosero de su novio, puede encontrarlo insoportable al cabo de un año. Y las consecuencias de esta hipersensibilidad no se agotan en la ira y la angustia porque, cuanto más molesta resulta, más probable es que acabe provocando la ruptura de la pareja.

Los psicoanalistas nos recuerdan que el deseo de encontrar a la persona “perfecta” que cumpla nuestras expectativas y satisfaga nuestras necesidades es una fantasía primordial imposible de alcanzar. Cuando nos damos cuenta de que ningún amante o esposo satisfará jamás todas las necesidades insatisfechas que arrastramos desde la infancia, dejamos de contemplar a nuestra pareja desde el prisma de nuestros deseos y proyecciones y empezamos a verlos de un modo más completo y realista.

Según los neurocientíficos, el apego, el cuidado y el deseo sexual no son sino tres de los grandes siete sistemas neuronales que movilizan nuestros deseos y nuestras acciones, a los que también hay que agregar, entre otros, la exploración (que nos lleva a aprender sobre el mundo) y el vínculo social. Cada uno de nosotros atribuye una importancia diferente a estos distintos impulsos neuronales básicos, porque hay quienes viven para viajar de un lado a otro, mientras que otros parecen estar exclusivamente interesados en las relaciones. Pero, en lo que se refiere al amor, sin embargo, el apego, el cuidado y el sexo se hallan en la parte superior de la lista de todo el mundo.

Según John Gottman, investigador pionero de las emociones en el ámbito del matrimonio, el grado en que una pareja satisface las necesidades principales de los sistemas neuronales dominantes del otro constituye un excelente predictor de la estabilidad de la relación. Gottman, psicólogo de la University of Washington, ha acabado desarrollando una gran experiencia en la determinación del éxito o el fracaso de un matrimonio, llegando incluso a diseñar un método que le permite predecir, con más del 90 por ciento de exactitud, si una pareja se separará en los próximos tres años.

Según Gottman, la insatisfacción de una necesidad primordial —como el contacto sexual o el cuidado, por ejemplo— acaba generando un estado de frustración y resentimiento continuo. Y cuando la vía inferior se ve frustrada necesita depurarse. Las señales de ese descontento neuronal son los primeros signos de alarma que indican que la unión se halla en peligro.

También conviene señalar que el rapport deja su impronta en el rostro de las parejas que viven felices durante décadas que, con el paso de los años, llegan a parecerse como consecuencia de la reiteración de las mismas emociones. El hecho de que cada emoción tense o relaje un determinado conjunto de músculos consolida ese paralelismo en la medida en que la pareja sonríe o frunce el ceño al mismo tiempo y esculpiendo así gradualmente en sus rostros los mismos surcos, las mismas arrugas y las mismas líneas de expresión.

Este sorprendente efecto fue descubierto en una investigación en la que se presentó a los sujetos dos series de fotografías de diferentes parejas —el día de su boda y veinticinco años después— cuyas conclusiones pusieron de manifiesto una mayor similitud facial en aquellos matrimonios que afirmaban ser más felices.

En cierto sentido, el paso del tiempo permite que cada uno de los integrantes de la pareja vaya “esculpiendo” en el otro, a través de centenares de miles de pequeñas interacciones, las pautas que más deseables se le antojan. Este silencioso proceso en el que cada uno de los miembros de la pareja va modelando al otro y que parece orientarse hacia una imagen ideal ha sido denominado “efecto Miguel Ángel”.

La simple cantidad de vínculos positivos que mantiene una determinada pareja cualquier día o a lo largo de los años parece ser el barómetro más fiel de la salud de su matrimonio. Un estudio muy revelador, que recurrió a una muestra de parejas que aceptaron llevar a cabo un análisis minucioso de sus pautas de interacción durante un desacuerdo previo al matrimonio y unos cinco años después, ha puesto de relieve que las interacciones de la primera sesión constituían un excelente predictor del curso que, con el paso del tiempo, iba a tomar su relación.

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