Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (11 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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No ocurrió lo mismo en 1572, cuando apareció en la constelación de Casiopea una nueva estrella, tan brillante como la de 1054. La astronomía europea despertaba entonces de su largo sueño. El joven Tycho Brahe la observó detenidamente y escribió la obra
De Nova Stella
, cuyo título sugirió el nombre que se aplicaría en lo sucesivo a toda nueva estrella: «nova».

En 1604 apareció otra extraordinaria nova en la constelación de la Serpiente. No era tan brillante como la de 1572, pero sí lo suficiente como para eclipsar a Marte. Johannes Kepler, que la observó, escribió un libro sobre las novas. Tras la invención del telescopio, las novas perdieron gran parte de su misterio. Se comprobó que, por supuesto, no eran en absoluto estrellas nuevas, sino, simplemente, estrellas, antes de escaso brillo, que aumentaron bruscamente de esplendor hasta hacerse visibles.

Con el tiempo se fue descubriendo un número cada vez mayor de novas. En ocasiones alcanzaban un brillo muchos miles de veces superior al primitivo, incluso en pocos días, que luego se iba atenuando lentamente, en el transcurso de unos meses, hasta esfumarse de nuevo en la oscuridad. Las novas aparecían a razón de unas 20 por año en cada galaxia (incluyendo la nuestra).

Un estudio de los corrimientos Doppler-Fizeau efectuado durante la formación de novas, así como otros detalles precisos de sus espectros, permitió concluir que las novas eran estrellas que estallaban. En algunos casos, el material estelar lanzado al espacio podía verse como una capa de gas en expansión, iluminado por los restos de la estrella.

En conjunto, las novas que han aparecido en los tiempos modernos no han sido particularmente brillantes. La más brillante, la Nova del Águila, apareció en junio de 1918 en la constelación del Águila. En su momento culminante, esta nova fue casi tan brillante como la estrella Sirio, que es en realidad la más brillante del firmamento. Sin embargo, las novas no han parecido rivalizar con los planetas más brillantes, Júpiter y Venus, como lo hicieron las novas ya observadas por Tycho y por Kepler.

La nova más notable descubierta desde los inicios del telescopio no fue reconocida como tal. El astrónomo Ernst Hartwig la observó en 1885, pero, incluso en su ápex, alcanzó sólo la séptima magnitud y nunca fue visible por el ojo desprovisto de instrumentos.

Apareció en lo que entonces se llamaba la nebulosa Andrómeda y, en su momento culminante, tenía una décima parte del brillo de la nebulosa. En aquel momento, nadie se percató de lo distante que se encontraba la nebulosa Andrómeda, o comprendió que era en realidad una galaxia formada por varios centenares de miles de millones de estrellas, por lo que el brillo aparente de la nova no ocasionó particular excitación.

Una vez que Curtís y Hubble elaboraron la distancia de la
galaxia de Andrómeda
(como llegado el caso se la llamaría), el brillo de esa nova de 1885 dejó de repente paralizados a los astrónomos. Las docenas de novas descubiertas en la galaxia de Andrómeda por Curtis y Hubble fueron muchísimo más apagadas que esa otra tan notablemente brillante (a causa de su distancia).

En 1934, el astrónomo suizo Fritz Zwicky comenzó una búsqueda sistemática de galaxias distantes en busca de novas de inusual brillo. Cualquier nova que brillase de forma similar a la de 1885 en Andrómeda sería visible, pues semejante nova es casi tan brillante como una galaxia entera por lo que, si la galaxia puede verse, también pasará lo mismo con la nova. En 1938, había localizado no menos de doce de tales novas tan brillantes como una galaxia. Llamó a esas novas tan extraordinariamente brillantes
supernovas.
Como resultado de ello, la nova de 1885 fue denominada al fin S Andrómeda (la S por su calidad de supernova).

Mientras las novas ordinarias pueden alcanzar en magnitud absoluta, de promedio, –8 (serían 25 veces más brillantes que Venus, si fuesen vistas a una distancia de 10 parsecs), una supernova llegaría a tener una magnitud absoluta de hasta –17. Tal supernova sería 4.000 veces más brillante que una nova ordinaria, o casi 1.000.000.000 de veces tan brillante como el Sol. Por lo menos, sería así de brillante en su temporal momento culminante.

Mirando de nuevo hacia atrás, nos percatamos de que las novas de 1054, 1572 y 1604 fueron asimismo supernovas. Y lo que es más, debieron haber estallado en nuestra propia galaxia, teniendo en cuenta su extrema brillantez.

También han debido ser supernovas cierto número de novas registradas por los meticulosos astrónomos chinos de los tiempos antiguos y medievales. Se informó acerca de una de ellas en una fecha tan temprana como 185 d. de J.C., y una supernova de la parte más alejada del sur de la constelación del Lobo, en 1006, debía haber sido más brillante que cualquier otra aparecida en los tiempos modernos. En su momento culminante, habría sido 200 veces más brillante que Venus y una décima parte tan brillante como la Luna llena.

A juzgar por los restos dejados, los astrónomos sospechaban que, incluso una supernova más brillante (una que en realidad hubiese rivalizado con la Luna llena), apareció en el extremo meridional de la constelación de Vela hace 11.000 años, cuando no había astrónomos que pudiesen observarla, y el arte de escribir aún no se había inventado. Es posible, no obstante, que ciertos pictogramas prehistóricos hubiesen sido bosquejados para referirse a esta nova.

Las supernovas no son del todo diferentes en conducta física, respecto de las novas ordinarias, y los astrónomos están ansiosos por estudiar con detalle su espectro. La principal dificultad radica en su rareza. Unas 3 cada 1.000 años es el promedio para cualquier galaxia según Zwicky (sólo 1 cada 1.250 novas ordinarias). Aunque los astrónomos han conseguido localizar hasta ahora más de 50, todas ellas lo han sido en galaxias distantes y no han podido estudiarse en detalle. La supernova de 1885 de Andrómeda, la más cercana a nosotros en los últimos 350 años, apareció un par de décadas antes de que la fotografía astronómica se hubiese desarrollado plenamente: en consecuencia, no existe ningún registro permanente de su espectro.

Sin embargo, la distribución de las supernovas en el tiempo es algo al azar. Recientemente, en una galaxia se han detectado 3 supernovas en sólo 17 años. Los astrónomos en la Tierra puede decirse que son afortunados. Incluso una estrella particular está llamando ahora la atención. Eta de Carena o Quilla es claramente inestable y ha estado brillando y apagándose durante un gran intervalo. En 1840, brilló hasta el punto que, durante un tiempo, fue la segunda estrella más brillante en el cielo. Existen indicaciones de que pudo llegar al punto de explotar en una supernova. Pero, para los astrónomos, eso de «llegar al punto» puede tanto significar mañana como dentro de diez mil años a partir de este momento.

Además, la constelación Carena o Quilla, en la que se encontró Eta Carena, se halla, al igual que las constelaciones Vela y Lobo, tan hacia el Sur, que la supernova, cuando se presente, no será visible desde Europa o desde la mayor parte de Estados Unidos.

¿Pero, qué origina que las estrellas brillen con explosiva violencia, y por qué algunas se convierten en novas y supernovas? La respuesta a esta pregunta requiere una digresión.

Ya en 1834, Bessel (el astrónomo que más adelante sería el primero en medir el paralaje de una estrella) señaló que Sirio y Proción se iban desviando muy ligeramente de su posición con los años, fenómeno que no parecía estar relacionado con el movimiento de la Tierra. Sus movimientos no seguían una línea recta, sino ondulada, y Bessel llegó a la conclusión de que todas las estrellas se moverían describiendo una órbita alrededor de algo.

De la forma en que Sirio y Proción se movían en sus órbitas podía deducirse que ese «algo», en cada caso, debía de ejercer una poderosa atracción gravitatoria, no imaginable en otro cuerpo que no fuera una estrella. En particular el compañero de Sirio debía de tener una masa similar a la de nuestro Sol, ya que sólo de esta forma se podían explicar los movimientos de la estrella brillante. Así, pues, se supuso que los compañeros eran estrellas; pero, dado que eran invisibles para los telescopios de aquel entonces, se llamaron «compañeros opacos». Fueron considerados como estrellas viejas, cuyo brillo se había amortiguado con el tiempo.

En 1862, el fabricante de instrumentos, Alvan Clark, americano, cuando comprobaba un nuevo telescopio descubrió una estrella, de luz débil, cerca de Sirio, la cual, según demostraron observaciones ulteriores, era el misterioso compañero. Sirio y la estrella de luz débil giraban en torno a un mutuo centro de gravedad, y describían su órbita en unos 50 años. El compañero de Sirio (llamado ahora «Sirio B», mientras que Sirio propiamente dicho recibe el nombre de «Sirio A») posee una magnitud absoluta de sólo 11,2 y, por tanto, tiene 1/400 del brillo de nuestro Sol, si bien su masa es muy similar a la de éste.

Esto parecía concordar con la idea de una estrella moribunda. Pero en 1914, el astrónomo americano Walter Sydney Adams, tras estudiar el espectro de Sirio B, llegó a la conclusión de que la estrella debía de tener una temperatura tan elevada como la del propio Sirio A y tal vez mayor que la de nuestro Sol. Las vibraciones atómicas que determinaban las características líneas de absorción halladas en su espectro, sólo podían producirse a temperaturas muy altas. Pero si Sirio B tenía una temperatura tan elevada, ¿por qué su luz era tan tenue? La única respuesta posible consistía en admitir que sus dimensiones eran sensiblemente inferiores a las de nuestro Sol. Al ser un cuerpo más caliente, irradiaba más luz por unidad de superficie; respecto a la escasa luz que emitía, sólo podía explicarse, considerando que su superficie total debía de ser más pequeña. En realidad, la estrella no podía tener más de 26.000 km de diámetro, o sea, sólo 2 veces el diámetro de la Tierra. No obstante, ¡Sirio B tenía la misma masa que nuestro Sol! Adams trató de imaginarse esta masa comprimida en un volumen tan pequeño como el de Sirio B. La densidad de la estrella debería ser entonces de unas 130.000 veces la del platino.

Esto significaba, nada menos, un estado totalmente nuevo de la materia. Por fortuna, esta vez los físicos no tuvieron ninguna dificultad en sugerir la respuesta. Sabían que en la materia corriente los átomos estaban compuestos por partículas muy pequeñas, tan pequeñas, que la mayor parte del volumen de un átomo es espacio «vacío». Sometidas a una presión extrema, las partículas subatómicas podrían verse forzadas a agregarse para formar una masa superdensa. Incluso en la supernova Sirio B, las partículas subatómicas están separadas lo suficiente como para poder moverse con libertad, de modo que la sustancia más densa que el platino sigue actuando como un gas. El físico inglés Ralph Howard Fovvler sugirió, en 1925, que se le denominara «gas degenerado», y, por su parte, el físico soviético Lev Davidovich Landau señaló, en la década de los 30, que hasta las estrellas corrientes, tales como nuestro Sol, deben de tener un centro compuesto por gas degenerado.

El compañero de Proción («Proción B»), que detectó por primera vez J. M. Schaberle, en 1896, en el Observatorio de Lick, resultó ser también una estrella superdensa, aunque sólo con una masa de 5/8 de veces la de Sirio B. Con los años se descubrieron otros ejemplos. Estas estrellas son llamadas «enanas blancas», por asociarse en ellas su escaso tamaño, su elevada temperatura y su luz blanca. Las enanas blancas tal vez sean muy numerosas y pueden constituir hasta el 3 % de las estrellas. Sin embargo, debido a su pequeño tamaño, en un futuro previsible sólo podrán descubrirse las de nuestra vecindad. (También existen «enanas rojas», mucho más pequeñas que nuestro Sol, pero de dimensiones no tan reducidas como las de las enanas blancas. Las enanas rojas son frías y tienen una densidad corriente. Quizá sean las estrellas más abundantes, aunque por su escaso brillo son tan difíciles de detectar, como las enanas blancas. En 1948 se descubrieron un par de enanas rojas, sólo a 6 años luz de nosotros. De las 36 estrellas conocidas dentro de los 14 años luz de distancia de nuestro Sol, 21 son enanas rojas, y 3, enanas blancas. No hay gigantes entre ellas, y sólo dos, Sirio y Proción, son manifiestamente más brillantes que nuestro Sol.)

Un año después de haberse descubierto las sorprendentes propiedades de Sirio B, Albert Einstein expuso su
Teoría general de la relatividad,
que se refería, particularmente, a nuevas formas de considerar la gravedad. Los puntos de vista de Einstein sobre ésta condujeron a predecir que la luz emitida por una fuente con un campo gravitatorio de gran intensidad se correría hacia el rojo («corrimiento de Einstein»). Adams, fascinado por las enanas blancas que había descubierto, efectuó detenidos estudios del espectro de Sirio B y descubrió que también aquí se cumplía el corrimiento hacia el rojo predicho por Einstein. Esto constituyó no sólo un punto en favor de la teoría de Einstein, sino también en favor de la muy elevada densidad de Sirio B, pues en una estrella ordinaria, como nuestro Sol, el efecto del corrimiento hacia el rojo sólo sería unas 30 veces menor. No obstante, al iniciarse la década de los 60, se detectó este corrimiento de Einstein, muy pequeño, producido por nuestro Sol, con lo cual se confirmó una vez más la
Teoría general de la relatividad.

Pero, ¿cuál es la relación entre las enanas blancas y las supernovas, tema este que promovió la discusión? Para contestar a esta pregunta, permítasenos considerar la supernova de 1054. En 1844, el conde de Rosse, cuando estudiaba la localización de tal supernova en Tauro —donde los astrónomos orientales habían indicado el hallazgo de la supernova de 1054—, observó un pequeño cuerpo nebuloso. Debido a su irregularidad y a sus proyecciones, similares a pinzas, lo denominó «Nebulosa del Cangrejo». La observación, continuada durante decenios, reveló que esta mancha de gas se expandía lentamente. La velocidad real de su expansión pudo calcularse a partir del efecto Doppler-Fizeau, y éste, junto con la velocidad aparente de expansión, hizo posible calcular la distancia a que se hallaba de nosotros la nebulosa del Cangrejo, que era de 3.500 años luz. De la velocidad de la expansión se dedujo también que el gas había iniciado ésta a partir de un punto central de explosión unos 900 años antes, lo cual concordaba bastante bien con la fecha del año 1054. Así pues, apenas hay dudas de que la Nebulosa del Cangrejo —que ahora se despliega en un volumen de espacio de unos 5 años luz de diámetro— constituiría los restos de la supernova de 1054.

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