Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
En 1913, el astrónomo danés Ejnar Hertzsprung comprobó que una cefeida de magnitud absoluta –2,3 tenía un periodo de 6,6 días. A partir de este dato, y utilizando la curva de luminosidad-período de Miss Leavitt, pudo determinarse la magnitud absoluta de cualquier cefeida. (Incidentalmente se puso de manifiesto que las cefeidas solían ser estrellas grandes, brillantes, mucho más luminosas que nuestro Sol, Las variaciones en su brillo probablemente eran el resultado de su titileo. En efecto, las estrellas parecían expansionarse y contraerse de una manera incesante, como si estuvieran inspirando y espirando poderosamente. )
Pocos años más tarde, el astrónomo americano Harlow Shapley repitió el trabajo y llegó a la conclusión de que una cefeida de magnitud absoluta –2,3 tenía un período de 5,96 días. Los valores concordaban lo suficiente como para permitir que los astrónomos siguieran adelante. Ya tenían su patrón de medida.
En 1918, Shapley empezó a observar las cefeidas de nuestra Galaxia, al objeto de determinar con su nuevo método el tamaño de ésta. Concentró su atención en las cefeidas descubiertas en los grupos de estrellas llamados «cúmulos globulares», agregados esféricos, muy densos, de decenas de miles a decenas de millones de estrellas, con diámetros del orden de los 100 años luz.
Estos cúmulos —cuya naturaleza descubrió por vez primera Herschel un siglo antes— presentaban un medio ambiente astronómico distinto por completo del que existía en nuestra vecindad en el espacio. En el centro de los cúmulos más grandes, las estrellas se hallaban apretadamente dispuestas, con una densidad de 500/10 parsecs
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, a diferencia de la densidad observada en nuestra vecindad, que es de 1/10 parsecs
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. En tales condiciones, la luz de las estrellas representa una intensidad luminosa mucho mayor que la luz de la Luna sobre la Tierra, y, así, un planeta situado en el centro de un cúmulo de este tipo no conocería la noche.
Hay aproximadamente un centenar de cúmulos globulares conocidos en nuestra galaxia, y tal vez haya otros tantos que aún no han sido detectados. Shapley calculó la distancia a que se hallaban de nosotros los diversos cúmulos globulares, y sus resultados fueron de 20.000 a 200.000 años luz. (El cúmulo más cercano, al igual que la estrella más próxima, se halla en la constelación de Centauro. Es observable a simple vista como un objeto similar a una estrella, el Omega de Centauro. El más distante, el NGC 2419, se halla tan lejos de nosotros que apenas puede considerarse como un miembro de la Galaxia.)
Shapley observó que los cúmulos estaban distribuidos en el interior de una gran esfera, que el plano de la Vía Láctea cortaba por la mitad; rodeaban una porción del cuerpo principal de la Galaxia, formando un halo. Shapley llegó a la suposición natural de que rodeaban el centro de la Galaxia. Sus cálculos situaron el punto central de este halo de agregados globulares en el seno de la Vía Láctea, hacia la constelación de Sagitario, y a unos 50.000 años luz de nosotros. Esto significaba que nuestro Sistema Solar, en vez de hallarse en el centro de la Galaxia, como habían supuesto Herschel y Kapteyn, estaba situado a considerable distancia de éste, en uno de sus márgenes.
El modelo de Shapley imaginaba la Galaxia como una lente gigantesca de unos 300.000 años luz de diámetro. Esta vez se había valorado en exceso su tamaño, como se demostró poco después con otro método de medida.
Partiendo del hecho de que la Galaxia tiene una forma lenticular, los astrónomos —desde William Herschel en adelante— supusieron que giraba en el espacio. En 1926, el astrónomo holandés Jan Oort intentó medir esta rotación. Ya que la Galaxia no es un objeto sólido, sino que está compuesto por numerosas estrellas individuales, no es de esperar que gire como lo haría una rueda. Por el contrario, las estrellas cercanas al centro gravitatorio del disco girarán en torno a él con mayor rapidez que las que estén más alejadas (al igual que los planetas más próximos al Sol describen unas órbitas más rápidas). Esto significaría que las estrellas situadas hacia el centro de la Galaxia (es decir, en dirección a Sagitario) girarían por delante de nuestro Sol, mientras que las más alejadas del centro (En dirección a la constelación de Géminis) se situarían detrás de nosotros en su movimiento giratorio. Y cuanto más alejada estuviera una estrella de nosotros, mayor sería esta diferencia de velocidad.
Basándose en estas suposiciones fue posible calcular la velocidad de rotación, alrededor del centro galáctico, a partir de los movimientos relativos de las estrellas. Se puso de manifiesto que el Sol y las estrellas próximas viajan a unos 225 km por segundo respecto al centro de la Galaxia y llevan a cabo una revolución completa en torno a dicho centro en unos 200 millones de años. (El Sol describe una órbita casi circular, mientras que algunas estrellas, tales como Arturo, lo hacen más bien de forma elíptica. El hecho que las diversas estrellas no describan órbitas perfectamente paralelas, explica el desplazamiento relativo del Sol hacia la constelación de Hércules.)
Una vez obtenido un valor para la velocidad de rotación, los astrónomos estuvieron en condiciones de calcular la intensidad del campo gravitatorio del centro de la Galaxia, y, por tanto, su masa. El centro de la Galaxia (que encierra la mayor parte de la masa de ésta) resultó tener una masa 100 mil millones de veces mayor que nuestro Sol. Ya que éste es una estrella de masa media, nuestra Galaxia contendría, por tanto, unos 100 a 200 mil millones de estrellas (o sea, más de 2.000 veces el valor calculado por Herschel).
También era posible, a partir de la curvatura de las órbitas de las estrellas en movimiento rotatorio, situar la posición del centro en torno al cual giran. De este modo se ha confirmado que el centro de la Galaxia está localizado en dirección a Sagitario, tal como comprobó Shapley, pero sólo a 27.000 años luz de nosotros, y el diámetro total de la Galaxia resulta ser de 100.000 años luz, en vez de los 300.000 calculados por dicho astrónomo. En este nuevo modelo, que ahora se considera como correcto, el espesor del disco es de unos 2.000 años luz en el centro, espesor que se reduce notablemente en los márgenes: a nivel de nuestro Sol, que está situado a los dos tercios de la distancia hasta el margen extremo, el espesor del disco aparece, aproximadamente, como de 3.000 años luz. Pero esto sólo pueden ser cifras aproximadas, debido a que la Galaxia no tiene límites claramente definidos
(fig. 2.3).
Si el Sol está situado tan cerca del borde de la Galaxia, ¿por qué la Vía Láctea no nos parece mucho más brillante en su parte central que en la dirección opuesta, hacia los bordes? Mirando hacia Sagitario, es decir, observando el cuerpo principal de la Galaxia, contemplamos unos 100 mil millones de estrellas, en tanto que en el margen se encuentran sólo unos cuantos millones de ellas, ampliamente distribuidas. Sin embargo, en cualquiera de ambas direcciones, la Vía Láctea parece tener casi el mismo brillo. La respuesta a esta contradicción parece estar en el hecho de que inmensas nubes de polvo nos ocultan gran parte del centro de la Galaxia. Aproximadamente la mitad de la masa de los márgenes puede estar compuesta por tales nubes de polvo y gas. Quizá no veamos más de la 1/10.000 parte, como máximo, de la luz del centro de la Galaxia.
Esto explica por qué Herschel y otros, entre los primeros astrónomos que la estudiaron, cayeron en el error de considerar que nuestro Sistema Solar se hallaba en el centro de la Galaxia, y parece explicar también por qué Shapley sobrevaloró inicialmente su tamaño. Algunos de los agregados que estudió estaban oscurecidos por el polvo interpuesto entre ellos y el observador, por lo cual las cefeidas contenidas en los agregados aparecían amortiguadas y, en consecuencia, daban la sensación de hallarse más lejos de lo que estaban en realidad.
Fig. 2.3. Un modelo de nuestra Galaxia, visto de lado. En torno a la porción central de la Galaxia se encuentran conglomerados globulares. Se indica la posición de nuestro Sol con un signo +.
Ya antes de que se hubieran determinado las dimensiones y la masa de nuestra Galaxia, las cefeidas variables de las Nubes de Magallanes (en las cuales Miss Leavitt realizó el crucial descubrimiento de la curva de luminosidad-período) fueron utilizadas para determinar la distancia que nos separaba de tales Nubes. Resultaron hallarse a más de 100.000 años luz de nosotros. Las cifras modernas más exactas sitúan a la Nube de Magallanes Mayor a unos 150.000 años luz de distancia, y la Menor, a unos 170.000 años luz. La Nube Mayor tiene un diámetro no superior a la mitad del tamaño de nuestra Galaxia, mientras que el de la Menor es la quinta parte de dicha Galaxia. Además, parecen tener una menor densidad de estrellas. La Mayor tiene cinco mil millones de estrellas (sólo la 1/20 parte o menos de las contenidas en nuestra Galaxia), mientras que la Menor tiene sólo 1,5 miles de millones.
Éste era el estado de nuestros conocimientos hacia los comienzos de 1920. El Universo conocido tenía un diámetro inferior a 200.000 años luz y constaba de nuestra Galaxia y sus dos vecinos. Luego surgió la cuestión de si existía algo más allá.
Resultaban sospechosas ciertas pequeñas manchas de niebla luminosa, llamadas nebulosas (de la voz griega para designar la «nube»), que desde hacía tiempo hablan observado los astrónomos. Hacia el 1800, el astrónomo francés Charles Messier había catalogado 103 de ellas (muchas se conocen todavía por los números que él les asignó, precedidas por la letra «M», de Messier).
Estas manchas nebulosas, ¿eran simplemente nubes, como indicaba su apariencia? Algunas, tales como la nebulosa de Orión (descubierta en 1656 por el astrónomo holandés Christian Huygens), parecían en realidad ser sólo eso. Una nube de gas o polvo, de masa igual a unos 500 soles del tamaño del nuestro, e iluminada por estrellas nebulosas que se movían en su interior. Otras resultaron ser cúmulos globulares —enormes agregados— de estrellas.
Pero seguía habiendo manchas nebulosas brillantes que parecían no contener ninguna estrella. En tal caso, ¿por qué eran luminosas? En 1845, el astrónomo británico William Parsons (tercer conde de Rosse), utilizando un telescopio de 72 pulgadas, a cuya construcción dedicó buena parte de su vida, comprobó que algunas de tales nebulosas tenían una estructura en espiral, por lo que se denominaron «nebulosas espirales». Sin embargo, esto no ayudaba a explicar la fuente de su luminosidad.
La más espectacular de estas nebulosas, llamada M-31, o Nebulosa de Andrómeda (debido a que se encuentra en la constelación homónima), la estudió por vez primera, en 1612, el astrónomo alemán Simon Marius. Es un cuerpo luminoso tenue, ovalado y alargado, que tiene aproximadamente la mitad del tamaño de la Luna llena. ¿Estaría constituida por estrellas tan distantes, que no se pudieran llegar a identificar, ni siquiera con los telescopios más potentes? Si fuera así, la Nebulosa de Andrómeda debería de hallarse a una distancia increíble y, al mismo tiempo, tener enormes dimensiones para ser visible a tal distancia. (Ya en 1755, el filósofo alemán Immanuel Kant había especulado sobre la existencia de tales acumulaciones de estrellas lejanas, que denominó «universos-islas».)
En los años 1910, se produjo una fuerte disputa acerca del asunto. El astrónomo neerlandés-norteamericano Adriann van Maanen había informado que la Nebulosa de Andrómeda giraba en un promedio medible. Y de ser así, debía hallarse bastante cerca de nosotros. Si se encontrase más allá de la Galaxia, se hallaría demasiado lejos para exhibir cualquier tipo de movimiento perceptible. Shapley, un buen amigo de Van Maanen, empleó sus resultados para argüir que la Nebulosa de Andrómeda constituía una parte de la Galaxia.
El astrónomo norteamericano Heber Doust Curtis era uno de los que discutían contra esa presunción. Aunque no fuesen visibles estrellas de la Nebulosa de Andrómeda, de vez en cuando una en extremo débil estrella hacía su aparición. Curtis sintió que debía de tratarse de una
nova
, una estrella que de repente brilla varios millares de veces más que las normales. En nuestra Galaxia, tales estrellas acaban por ser del todo brillantes durante un breve intervalo, apagándose a continuación, pero en la Nebulosa de Andrómeda eran apenas visibles incluso las más brillantes. Curtis razonó que las novas eran en extremo apagadas porque la Nebulosa de Andrómeda se encontraba muy alejada. Las estrellas ordinarias en la Nebulosa de Andrómeda eran en realidad demasiado poco brillantes para destacar, y todo lo más se mezclaban en una especie de ligera niebla luminosa.
El 26 de abril de 1920, Curtis y Shapley mantuvieron un debate con mucha publicidad acerca del asunto. En conjunto, constituyó un empate, aunque Curtis demostró que era un orador sorprendentemente bueno y presentó una impresionante defensa de su posición.
Sin embargo, al cabo de unos cuantos años quedó claro que Curtis estaba en lo cierto. En realidad, los números de Van Maanen depostraron ser erróneos. La razón es insegura pero incluso los mejores pueden cometer errores y, al parecer, Van Maanem lo había hecho así.
Luego, en 1924, el astrónomo americano Edwin Powell Hubble dirigió hacia la Nebulosa de Andrómeda el nuevo telescopio de 100 pulgadas instalado en el Monte Wilson, California. El nuevo y poderoso instrumento permitió comprobar que porciones del borde externo de la nebulosa eran estrellas individuales. Esto reveló definitivamente que la Nebulosa de Andrómeda, o al menos parte de ella, se asemejaba a la Vía Láctea, y que quizá pudiera haber algo de cierto en la idea kantiana de los «universos-islas».