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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (33 page)

BOOK: Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi)
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En un proceso de pasos múltiples, cuatro protones (núcleos de hidrógeno) se combinan para formar una partícula alfa (un núcleo de helio). La masa total de la partícula alfa es precisamente un 0'7 por 100 menos que la masa de cuatro protones juntos, por lo que esta diferencia de masa se convierte en energía pura cada vez que se lleva a cabo todo este proceso. Con el fin de estabilizar el Sol e impedir que siga colapsándose en la actualidad, cinco millones de toneladas de masa se convierten de esta manera en energía pura cada segundo (aproximadamente el equivalente a convertir un millón de elefantes en energía pura cada segundo). Incluso después de cinco mil millones de años de producir energía a esta velocidad prodigiosa, el Sol hasta ahora únicamente ha utilizado cerca del 4 por 100 de su reserva inicial de hidrógeno, siendo sólo el 0'7 por 100 de este 4 por 100 lo que realmente se ha convertido en radiación y se ha perdido en el espacio. La masa equivalente a toda esta energía emitida por el Sol en todo su tiempo de vida hasta la fecha es alrededor de cien veces la masa de la Tierra.

En unos cinco mil millones de años más, el Sol empezará a tener problemas porque habrá utilizado todo el hidrógeno que tiene en su núcleo. Habrá todavía hidrógeno en abundancia en las capas exteriores de esta estrella, pero el núcleo caliente estará compuesto casi enteramente por helio, es decir, la «ceniza» de su vida de combustión nuclear. En ese momento de su vida, el núcleo del Sol se reducirá y llegará a estar aún más caliente, lo cual permitirá que tengan lugar otras reacciones de fusión nuclear, que convertirán los núcleos de helio en núcleos de carbono a una temperatura de aproximadamente 100 millones de grados Celsius. El calor suplementario generado en el núcleo en este estadio de su vida hará que se dilaten las capas exteriores del Sol, convirtiéndolo en un tipo de estrella conocido como gigante roja, que se tragará al planeta más próximo, Mercurio. Finalmente, después de otros mil millones de años, más o menos, cuando también se haya agotado su reserva de helio, el Sol dejará de generar energía en su interior y se apagará, convirtiéndose en escoria refrigerante, con un tamaño no mayor que el de la Tierra, y recibirá el nombre de enana blanca. Otras estrellas de mayor masa avanzan por sus ciclos vitales más rápidamente, porque tienen que quemar combustible a un ritmo mayor para mantenerse frente al tirón centrípeto de la gravedad; estas estrellas también hacen cosas más interesantes al final de sus vidas, tal como se explica en el capítulo 10.

Sin embargo, desde el punto de vista de la familia de planetas del Sol (por tanto, de nosotros mismos) lo que ahora importa es que durante un período completo de diez mil millones de años una estrella como el Sol genera energía a una velocidad más o menos constante, mientras los planetas giran en rueda en torno a él y se desarrollan cada uno en su modo particular, incluyendo en estas peculiaridades (al menos en uno de estos planetas) el desarrollo de la vida. Pero ¿por qué son todos los planetas tan diferentes uno de otro?

La naturaleza de cada uno de los planetas del sistema solar, cuando se condensó a partir de una nube de gas y polvo que se colapsaba, quedó determinada en primer lugar por la rotación y después por el calor que enviaba el propio Sol una vez que se formó. Cualquier nube de materia que exista en el espacio se ve obligada a estar rotando; es insignificante la probabilidad de que quede en equilibrio en un estado estacionario. Cuando la nube empezaba a colapsarse hacia adentro, es posible que rotara más rápido, del mismo modo que un patinador sobre hielo puede aumentar su velocidad de rotación recogiendo sus brazos hacia adentro. Esto se debe a la conservación de lo que se denomina momento angular. El momento angular de una masa que gira en círculo depende de la cantidad de esta masa, de su distancia al centro del círculo y de la velocidad a la que se mueve. Así, si esa misma masa se acerca más hacia el centro, ha de moverse más rápido para conservar su momento angular. La mayor parte de la masa de la nube que se condensó para formar el sistema solar se asentó en forma de esfera en el centro, constituyendo el Sol.
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Sin embargo, esto sólo fue posible debido a que el momento angular de la nube se transfirió en gran medida a un disco de materia que quedó situado en torno a la esfera central de gas. Al girar más rápido, y también al estar más alejado del centro, este disco pudo almacenar la mayor parte del momento angular original que tenía aquella materia que se convirtió en el Sol. El Sol se quedó con la mayor parte de la masa, pero el disco se llevó la mayor parte del momento angular.

Los planetas y lunas del sistema solar se formaron en este disco en el que se hacían remolinos, y conservaron su momento angular. Todos los planetas orbitan en torno al Sol en la misma dirección, y asimismo casi todas las lunas describen órbitas en torno a estos planetas en la misma dirección. Incluso el giro de los planetas en torno a sí mismos, con la excepción de Venus y Urano (que parecen haber recibido importantes impactos cósmicos), se produce en la misma dirección, almacenando un poco más del momento angular original, y el propio Sol, que rota una vez cada 25'3 días, gira también en la misma dirección. Ésta es una prueba clara de que el Sol y los planetas se formaron a partir de una única nube de gas que se encontraba en rotación, pero también de que el Sol, por ejemplo, no fue captando de uno en uno los planetas cuando iba orbitando por la galaxia. Si éste hubiera sido el caso, las órbitas de estos planetas tendrían una inclinación aleatoria, no estarían en un único disco, y la dirección de los planetas en estas órbitas sería aleatoria también.

Al igual que sucede en los discos que rodean a algunas estrellas jóvenes, según sabemos por pruebas directas que tenemos actualmente, los dos planetas más grandes del sistema solar, Júpiter y Saturno, son en sí mismos como sistemas solares en miniatura, escoltados por familias de lunas que describen órbitas en torno a ellos de la misma forma que los planetas que giran en órbita alrededor del Sol. Está claro que estos planetas gigantes se formaron del mismo modo que el Sol, aunque a menor escala, generando discos de materia en torno a ellos cuando se contraían, y formando tanto lunas como anillos, a partir de unos detritos en los que se almacenaba el momento angular.

Se supone que el proceso de formación de los planetas había comenzado ya antes de que la bola central de gas que iba a convertirse en el Sol hubiera llegado a estar lo suficientemente caliente como para desencadenar la fusión nuclear.

Unas diminutas pizcas de polvo que estaban en la nube original se habrían adherido entre sí para formar pequeños granos esponjados de unos pocos milímetros de diámetro, y luego estos granos habrían colisionado unos con otros para adherirse y formar a su vez granos aún mayores. En las primeras etapas de este proceso, se supone que los granos habrían estado inmersos en gas, bombardeados constantemente por moléculas de gas dentro de la nube que se colapsaba, de tal forma que estas colisiones garantizasen que se compartía el mismo momento angular, depositándose la materia en un disco en torno al protoSol. Esta concentración de materia en un disco habría hecho más probables las colisiones entre partículas y así, incluso aunque el gas remanente salió fuera del sistema solar cuando el Sol empezó a calentarse (probablemente se perdió así tanto gas como el que aún permanece ahora en el Sol), los supergranos que se habían formado en la nube serían todavía capaces de llevar a cabo interacciones recíprocas.

El proceso de acreción continuó poco más o menos del mismo modo hasta que se formaron unos objetos que tenían el tamaño actual de los asteroides, es decir, unos bloques rocosos que podían tener un diámetro de alrededor de un kilómetro. Sin embargo, para entonces la gravedad había empezado ya a ser importante y atraía a estos bloques de rocas uniéndolos en enjambres donde podían chocar uno con otro, adhiriéndose para formar bloques más grandes. Los de mayor tamaño, que ejercían el tirón gravitacional más fuerte, atraían más materia, incorporándola a su propio bloque, y aumentaban así aún más su masa y su fuerza de atracción gravitatoria, creciendo de esta manera hasta convertirse en planetas. En este punto, es de suponer que el calor generado por los impactos de sucesivas oleadas de rocas que golpeaban el protoplaneta lo había fundido completamente, haciendo que el hierro y otros metales existentes se instalaran en el núcleo y produciendo, cuando el planeta se enfrió, el tipo de estructura en capas que vemos hoy en la Tierra.

Con todo esto es fácil de explicar por qué existen actualmente dos tipos de planetas y una gran cantidad de detritos cósmicos en el sistema solar. Cerca del Sol, el calor que emitía esta joven estrella habría liberado gases ligeros y materiales que se podían vaporizar fácilmente. Es probable que los granos que podían sobrevivir con este calor fueran ricos en materiales que no se vaporizaban con facilidad, tales como hierro y silicatos. Estos materiales formaron los bloques que constituyeron los planetas interiores, que son pequeños y rocosos, y tienen tan sólo una modesta capa de atmósfera.

A mayor distancia del joven Sol, los granos a partir de los cuales se formaron los planetas seguramente mantuvieron un recubrimiento de agua helada, metano congelado y amoniaco sólido (todas ellas sustancias que, como sabemos por estudios espectroscópicos, existen en las nubes interestelares). Además, los gases más ligeros, hidrógeno y helio, que salieron de la parte más interna del sistema solar, estarían disponibles para ser atraídos por la gravedad de cualquier planeta que se formara en esas zonas más frías. Así, los planetas exteriores están constituidos casi en su totalidad por gases y no tienen más que unos núcleos de rocas relativamente pequeños, aunque podían haber crecido inicialmente por efecto de la atracción gravitatoria de bloques rocosos que se formaron del mismo modo que los planetas interiores.

Una característica importante de este proceso de formación de los planetas es que debe haber unas grandes cantidades de escombros cósmicos que quedaron sobrantes después de formarse dichos planetas. Mucha de esta basura permanece aún hoy en día en el cinturón de asteroides situado entre las órbitas de Marte y Júpiter. Allí no ha podido agruparse formando un planeta debido al efecto de la atracción gravitatoria del propio Júpiter. En zonas aún más alejadas del Sol hacía —y hace— suficiente frío como para que los bloques helados de detritos permanezcan en forma de cometas.

Cuando el sistema solar era joven, durante unos mil millones de años posteriores a la formación de los planetas, había detritos cósmicos por todas partes, y era frecuente que sus impactos dejaran cicatrices en las superficies de los jóvenes planetas. Aunque los grandes choques con los planetas interiores acabaron hace unos cuatro mil millones de años, existen trozos perdidos de basura cósmica que todavía chocan con los planetas de vez en cuando, como se demostró dramáticamente cuando los fragmentos del cometa Shoemaker-Levy 9 impactaron en Júpiter en 1994. Como ya hemos dicho, es casi seguro que algunos impactos semejantes que se produjeron sobre la Tierra hayan afectado al curso de la evolución y, en particular, que uno de esos impactos contribuyera a la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años. Incluso ahora, el sistema solar está lejos de gozar de una total tranquilidad; sin embargo, se ha asentado en una situación muy estable, y hay que tener en cuenta que el Sol y todos los miembros de su familia poseen sus propias características individuales distintivas.

El Sol es indiscutiblemente el miembro dominante del sistema solar. Contiene el 99'86 por 100 de la masa de dicho sistema y mantiene a todos los demás objetos girando en órbitas a su alrededor, capturados en su dominio gravitatorio, tal como explicó Newton. Un solo planeta, Júpiter, contiene dos tercios de la masa restante, lo cual, hablando en sentido estricto, sitúa incluso a la Tierra en la categoría de «otros trozos y fragmentos». Pero es natural, sin embargo, desde nuestra perspectiva humana, describir incluso el Sol, hasta donde sea posible, por comparación con nuestro propio planeta.

En números redondos, la masa del Sol es 330.000 veces la masa de la Tierra y tiene un diámetro de l'4 millones de kilómetros, es decir, 109 veces el diámetro de la Tierra. Esto significa que podrían situarse 109 Tierras una al lado de la otra a lo largo de un único diámetro que cruce el Sol;
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pero, dado que el volumen de la esfera es proporcional al cubo de su radio (o al cubo de su diámetro), el volumen del Sol es igual a 109 al cubo multiplicado por el volumen de la Tierra, es decir, bastante más de un millón de veces el volumen de nuestro planeta. Haciendo un promedio de todo el Sol, su densidad es sólo un tercio de la densidad media de la Tierra, con lo cual el Sol tiene aproximadamente 1'4 veces la densidad del agua. Sin embargo, en el centro del Sol, donde las reacciones nucleares están generando energía, la densidad es doce veces la densidad del plomo sólido, siendo la temperatura de unos 15 millones de grados centígrados.

Conocemos, por una serie de estudios combinados, las condiciones existentes en las profundidades del interior del Sol. En primer lugar, los físicos han podido averiguar (utilizando elementos muy sencillos y básicos de la física) cómo debe ser su interior para radiar tanta energía y para mantener su configuración frente a la gravedad. Para ratificar este planteamiento, existen experimentos, realizados aquí en la Tierra mediante aceleradores de partículas y combinados con la teoría cuántica, que nos dicen cómo se genera la energía en el interior del Sol, siendo en todo esto un ingrediente absolutamente decisivo el modo en que los efectos cuánticos permiten que los protones se fusionen entre sí a pesar de que las temperaturas son de «sólo» 15 millones de grados. Los modelos estelares (veremos más sobre ellos en el próximo capítulo), combinados con la física de las partículas, concretan sólo una gama limitada de posibilidades en cuanto a propiedades tales como la densidad y la temperatura a distintas profundidades en el interior del Sol. Y lo mejor de todo es que en décadas recientes los astrónomos han conseguido determinar pequeños ripples (ondulaciones) que aparecen en la superficie del Sol y que serían el equivalente solar de los terremotos. Utilizando la sismología solar, han examinado el interior del Sol de un modo muy parecido al que emplean los geofísicos cuando utilizan ondas sísmicas para examinar el interior de la Tierra, y han averiguado que la estructura interna concuerda realmente con los modelos estelares. Por lo tanto, lo que estamos contando aquí son auténticos hechos científicos, comprobados mediante experimentos.

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